viernes, 30 de diciembre de 2011

Un año muy viejo

Qué triste, doloroso y oscuro ha sido el año que acaba. No me gusta vivir años así. Uno lamenta haber sido arrojado a la existencia para esto, para sufrir a causa de la codicia insaciable de los otros. Cumples con tus obligaciones de ciudadano, intentas llevar una existencia lo más digna posible, amas, lloras, ríes… y todo para qué. De sopetón te anuncian que el mundo conocido se ha venido abajo, que el dinero (ese elemento del que uno posee lo justito) quiere destrozar tu vida y la de tus semejantes, que los pilares de la sociedad se han resquebrajado, que no hay ética ni moral ni rectitud ya. La lista es larga: banqueros millonarios, políticos inanes pero forrados, corruptos en palacio y en consejo de ministros, putones de telemierda y peloteros de tres al cuarto. Todos ellos, todos sin distinción, empeñados en aherrojar al ciudadano en pos de su sola codicia. 

Mientras tanto, como despertando de una narcosis profunda tras décadas de coma inducido, la sociedad civil se indigna, se enfada, grita y señala con el dedo mientras ve caer desde el cielo de la política los recortes (que nunca afectan a los poderosos), los sacrificios (que apenas escuecen a los plutócratas), la injusticia (porque en eso se traduce todo finalmente). En otras partes han rodado cabezas, hay quienes han dado con sus huesos en la cárcel. Aquí no, aquí esa indecente prole de politicastros y banqueros se marchan con los bolsillos llenos, con jubilaciones escandalosas, con la desfachatez bien enarbolada, dejando tras de sí pobreza, miseria, desempleo, dificultades, ejecuciones hipotecarias, deudas sucesorias…

El mundo se habrá venido abajo, pero somos muchos los que mantenemos la dignidad y la firmeza, así arrecien los vientos de la crisis con intenciones de doblegarnos. A lo largo de 2012 permaneceremos alerta, sin confiar en nada ni en nadie, conocedores de nuestra capacidad, seguros de nuestro pensamiento. Aguardan meses muy difíciles, el 2011 nos ha envejecido a todos miserablemente. Pero habrá que alcanzar un horizonte más claro, por tenue que sea, pues hemos de comenzar a recomponer tanto como hay ya roto y destrozado, hemos de comenzar a paliar el dolor de quienes más sufren. Advirtámoslo claramente: no queremos excusas, buscaremos responsabilidades. Arrimaremos el hombro, afrontaremos las dificultades, pero sepan los que más pueden, y sépanlo bien claro, que ya nada volverá a ser como hasta ahora para ellos. Y no sólo para nosotros. 

Feliz 2012 a todos.


viernes, 23 de diciembre de 2011

La Navidad que no es

En el colegio de mi hijo, como en todos los colegios, celebran la Navidad con obras de teatro, villancicos y disfraces. A los padres, claro está, nos encanta ver a nuestros retoños disfrazados de ángeles, pastores, virgenmarías o sanjosés (el mío se apuntó voluntario a ser el carpintero que cuida de su mujer encinta y lo hizo muy bien: qué caray, soy su padre, ¿qué iba a decir si no?). Esa Navidad, tan religiosamente representada por y para los niños, que nada tiene que ver con un nacimiento en Belén, ni en geografía, ni en climatología, ni siquiera en su data (yo jamás he visto pastor alguno guardando los rebaños a la intemperie en pleno invierno), en lo referente a la tradición funciona fenomenal. 

Dicen los cristianos que a la Navidad le sucede lo que a la civilización occidental: que ha perdido el alma. Pero la realidad es otra: aun sin esencia cristiana, las fiestas están vigentes, como las vacaciones de verano, los cumpleaños o el 1 de mayo. Si de repente los ángeles del cielo dejasen de anunciar la venida del Mesías, la gente seguiría celebrando igualmente la Navidad. De la misma manera o muy parecida. Hay quienes olvidan, o no saben, que fue Julio I, obispo de Roma, en el año 354, quien con suma astucia ordenó que Cristo naciera cada 25 de diciembre, fecha en la que se festejaba a Tammus en Babilonia o se conmemoraba el cumpleaños de Mithra en Persia. 

Como los persas o los babilónicos, entre otros, nosotros también hemos construido una fiesta pagana: con escaparates y Santa Claus, con villancicos, gordo de lotería, cabalgatas y puestos de beneficencia que soportamos con estoicidad. Pura fiesta con algo de tinte “niñojesús” (sin que se note mucho). Resulta curioso que quienes más rechazo muestran por la Navidad lo hagan porque menos religiosamente la viven. ¿Cuál sería su solución? ¿Erradicarla del todo? ¿Hacerla plenamente religiosa? 

Es cierto que esta Navidad de las lucecitas, los turrones y regalos no tiene mucho que ver con la realidad que debió ser (si hubo alguna) y que viene impuesta por los comercios y la televisión. Cada vez más gente piensa que se trata de una obligada celebración social, repleta de comilonas y regalos, y por tanto es lógico que acabe causando rechazo, incluso en quienes más se involucran con ella. El paganismo es lo que tiene: todo lo convierte en exceso. Pero hay que ser coherentes.

Yo a ustedes, como cada año, les deseo unas felices fiestas. Y no cometan muchos excesos, que ya vamos teniendo una edad…


viernes, 16 de diciembre de 2011

Amargura moral

Inquietante lo que una lectora me escribe por email: “El mundo se hunde... y fíjate quiénes son los dueños de los salvavidas. Si pudiera bajarme, aunque fuera en marcha, me bajaría”. Inquietante lo que hace un par de días me dijo un colega tomando café: “Nos echaban broncas por dejar propinas de un euro, y ya ves: los que nos abroncaban no han hecho otra cosa que gastar miles de millones de euros como si fueran pesetas. Nos han arruinado a todos de por vida”. Y mucho más inquietante lo que contaba una estadística ayer mismo: “Hay unos 12 millones de españoles, el 26% de la población, que viven en la actualidad con ingresos inferiores a los 500 euros mensuales o incluso por debajo de los 300 euros mensuales”. Inquietante es que todo esto provenga de la misma esquina hedionda.

Como inquietante es advertir que aparentemente esa esquina no exista. Como en España, recién inaugurada en lo político, donde se dicen cosas tan pintorescas como que un vocinglero del “no nos representan” se vista súbitamente de parlamentario, o tan lamentables como que un yerno del Rey deambule todos los días por los periódicos porque se ha forrado con el dinero de los impuestos. Nadie habla de otra cosa. O como en Europa, donde mandan mucho una señora germana y un danzarín francés que no han visto dificultad en imponernos a todos sus intereses nacionales, de tan míseros y rotos como nos han visto. Nadie habla de otra cosa. O como en esa cosa tan insustancial como es el fútbol, que aburre porque siempre gana el Barça. Nadie habla de otra cosa. Y sin embargo, hay tanto de lo que hablar…

Mucho de lo que hablar, pocas ganas para hacerlo. Gusta más enfrentarse a los problemas sabiendo qué hacer para resolverlos, no cabe duda. Pero somos un primer mundo capaz de reunir 26 veces a unos líderes para nada, para no encontrar ni una sola solución, y que mientras ellos pierden el tiempo en Bruselas miserablemente, el conjunto de la sociedad avanza hacia un paro desorbitado y unas bolsas inmensas de pobreza contra las que nada parece poder hacerse porque no hay recursos para ello. Al final uno acaba pensando que esto no es ya una crisis: es la situación que tocará vivir de ahora en adelante. Por eso no decimos nada de los dramas humanos del paro y la pobreza. Porque intuimos que, pese a lo que nos digan, no tienen solución inmediata.

A mí, personalmente, todo esto me mantiene en una amargura moral constante. Por eso también quiero bajarme del mundo, así me descuerne. 


viernes, 9 de diciembre de 2011

Cruzando el puente

Al igual que sucede con el cambio de hora, que concita una muy larga lista de invectivas sobre su conveniencia, esta semana tan festiva de diciembre también reúne su buen caudal de críticas y opiniones. Se habla sobre todo de productividad, del coste excesivo que supone disfrutar de dos días de fiesta que, por estar tan juntitos, resulta escandaloso no unirlos con trazo grueso y rectilíneo. Con crisis o sin ella, año tras año, los españolitos nos escapamos de vacaciones un par de semanas antes de las navidades por lo bien que sienta estar largamente holgazaneando dos veces en el mismo mes. Que, para más inri, es el último.

Pensaba dedicar esta columna de hoy a pergeñar una diatriba ciertamente airada sobre la repugnancia moral que me produce pensar en la parálisis de casi todo un país a consecuencia de las fiestas en honor de un documento magno que nadie ha leído y una fiesta religiosa en cuya celebración casi nadie cree. Y ya tenía planteados mis mejores argumentos, y enarbolada la ironía más cáustica y corrosiva, cuando de repente me he dicho. “¡Coño, Javier! Pero, ¿es que tú no haces puente todos los años o qué?”. Pues eso. Que sí. Bonita manera de concluir una columna antes incluso de escribirla.

Pero no pasa nada: donde dije diatriba digo panegírico, donde hablaba de parálisis pongo descanso, y donde puse repugnancia moral ahora escribo complacencia graciosa. Asunto acabado. Eso es ductilidad, amigo lector, y lo demás zarandajas de vía estrecha. Ya sé que las opiniones sarcásticas y críticas son más simpáticas de leer, que algunas incluso concitan polémicas del todo esperpénticas, pero a veces hemos de renunciar a la simpatía en aras de no ser hipócritas.

Yo no decidí que los días 6 y 8 de diciembre fuesen festivos e inamovibles. Confieso que soy yo quien no se ha leído entera nuestra Carta Magna, como tampoco el Código Penal, y por tanto esta celebración me suena tan a barrunto de políticos como que las esculturas urbanas en honor a la Constitución me parecen todas horrorosas e indiscernibles. Y lo de la Inmaculada… lo entiendo mejor aunque no tenga ni convicción ni apostura para dogmas o velitas. En fin, a lo que iba. Que mientras no cambien las cosas pienso cruzar este puente cada año, como siempre con mi hijo en el pueblo salmantino del que tantas veces les hablo. 

Ya alcanzarán los ajustes también a estas fiestas. Pero mientras llegan, lo que no haré será trabajar cuando no toca. Aunque eso sí, un diíta de más sí que me he cogido y hacer acueducto, no puente. 


viernes, 2 de diciembre de 2011

De la salud y el dinero

Esto del copago sanitario que se nos anuncia bajo variadas denominaciones, unas veces cual tique moderador o disuasorio, otras veces como paradigma de la equidad, no deja de ser un impuesto, otro más, del que no tengo claro ni su justificación ni su conveniencia. La OMS, pese a que nos hace gastar millones de euros cada año en combatir epidemias que luego se quedan en nada, como la gripe A, a veces dice cosas que conviene tener en cuenta: por ejemplo, cuando advierte que la introducción de copagos siempre desfavorece a los mismos: los que menos tienen (de Perogrullo, ¿verdad?, pues hay quien aún no se ha enterado). Además, el copago, por el incremento que supone en la gestión, podría engendrar un sobrecoste indeseable ahora mismo. 

Para quien no lo sepa, la Sanidad se paga con impuestos, no con las cuotas de la Seguridad Social. Y no está desproporcionada. Nuestro gasto sanitario es inferior al de la OCDE y, pese a ello, los españoles vivimos en promedio unos cuantos años más de los que nos correspondería de acuerdo al dinero que gastamos en salud (en Educación, por ejemplo, pasa todo lo contrario). Entonces, ¿dónde está la raíz del problema? En que seguimos teniendo una Sanidad muy eficaz pero altamente ineficiente, problema que nadie ha decidido atajar en épocas de bonanza. Y luego pasa lo que pasa. Que tenemos la Salud ingresada en una UCI de 20.000 millones de euros de déficit (casi podríamos denominarlo quiebra) y seguimos sin que nos cuenten cómo ha podido pasar.

El descontrol proviene cuando se transfirió la Sanidad desde el Gobierno central. Las autonomías son unas espeluznantes máquinas de gastar dinero y desequilibrar las cuentas. Todo lo que tocan lo convierten en costoso. Y cuando arriban los tiempos oscuros responden de manera oscura: con bajadas de sueldo, con cierre de quirófanos y eliminación de consultas. Todo vale, menos mejorar el sistema y gestionar bien. Lo dije hace unos días: las decisiones sólo son mejoras cuando demuestran su acierto. ¿Cuántas décadas llevamos ya errando con decisiones lamentables? ¿Qué ha de pasar para que se imponga el sentido común y la racionalidad en un sistema que parece pergeñado en la carta a los Reyes Magos?

No me importa que me suban los impuestos para que disfrutemos de una Sanidad eficiente y universal, que no penalice a las clases más bajas. Pero que me toquen la cartera para mantener un sistema insostenible sin revisarlo a conciencia, sí que me importa. 


viernes, 25 de noviembre de 2011

El señor del puro

El lunes participé en una encuesta (de esas tan previsibles) de un diario económico nacional. La pregunta era muy simple: si quien nos va a gobernar debía realizar reformas urgentes para reactivar la economía. Como ven, la pregunta es tramposa: moralmente, nadie puede manifestar desacuerdo en la necesidad que tenemos de que nuestra economía se reactive cuanto antes. Pero la cuestión no era ésa, sino otra, donde estaba la trampa. Al menos a mi modo de ver. 

Se publicaron finalmente 76 respuestas, y sólo la mía fue negativa. Dije algo así como que necesitamos medidas pensadas, reflexionadas, que en absoluto parezcan improvisadas, que se adopten tras escuchar a todos y que sean asaz capaces de aplacar los ánimos de esos mercados que, con sus impaciencias y prisas, están deteriorándolo todo. Creo que la acción política necesita un poco de paciencia. Si esperar un mes más significa que se cierna sobre nosotros la hecatombe total, entonces apañados estamos. Llevamos adoptadas en los últimos tiempos demasiadas decisiones, todas ellas muy urgentes, y no han servido absolutamente para nada (acaso para ir a peor). 

De modo que, sin que sirva de precedente, en esta ocasión estoy de acuerdo con la tranquilidad del señor del puro. Ahora que todos sabemos de finanzas, casi tanto como de fútbol, resulta fácil improvisar cientos de reformas y decisiones de lo más variopintas. Basta con preguntar a cada ciudadano. Pero eso no las convierte en soluciones, lo serán si resuelven el problema o una parte importante de él. Y no veo cómo podemos encarar esta crisis tan duradera y compleja sin aplicar en este momento de cambio un poco de reflexión acerca de lo que ya se ha hecho y lo que queda por hacer. Al señor del puro le corresponde lidiar con un morlaco de apariencia imbatible, cuya irreductibilidad sólo se vendrá abajo si accede a su corazón (tarea poco fácil).

Por mi parte, me gusten o no las reformas que el señor del puro aplique en su día, me alivia que de momento no tenga prisa en responder a ese niño caprichoso que es el dinero. No olvidemos que sólo la templanza es capaz de conducir las naves en medio de la tormenta. Y en este caso a todos nos interesa que haya mucha y así poder recobrar la senda del crecimiento económico: y especialmente le ha de interesar a los mercados, que supongo que preferirán una España en recuperación a una España camino del cadalso. A menos que en dicho cadalso esté el rédito de los mercados, claro.


viernes, 11 de noviembre de 2011

Malandrines

Nos asedian los malandrines por todas partes. En eso no somos peninsulares, sino insulares. En realidad es asedio no porque se trate de acorralarnos a cualquiera de nosotros a base de ruindades y bellaquerías varias. Para estos menesteres somos insignificantes, admitámoslo, que las bribonadas tienen las miras puestas en objetivos más suculentos. El asedio viene del conocimiento público de sus andanzas, que acaban siempre molestándonos para mayor vergüenza ajena (estos truhanes tienen muy poca). Manda narices que en esta sociedad nuestra de la democracia, las libertades, el desarrollo, las finanzas y los partidos de fútbol de a diario siempre acabe saltando la liebre agazapada de las corruptelas.

Ya, ya lo sé. No me la recuerde, conozco bien la teoría ésa de la presunción de inocencia. Como también me conozco ya la casuística que evidencia que nunca falta un prohombre que, con los justos miramientos, guste de dar tamaña mordida al saco de los dineros ajenos. Con presunciones o sin ellas, cierto es que nos dejan a los demás con una cara de tonto que espanta y siempre la misma porque, se quiera o no, nos vamos acostumbrando a poner una sola cara en vez de muchas distintas por muchos que ellos acaben siendo, los malandrines, siempre diferentes de una vez a otra, como si esperasen turno pacientemente. ¿De dónde salen tantos, que no acaban nunca? ¿Se compran al peso los malandrines en el mercado? ¿Se subastan en las lonjas de pescado o en las bolsas de valores? 

Los de ahora tienen, además, unos vuelos muy solemnes, que en las páginas de los diarios aparecen día sí y día también un ministro de esos inconcebibles en otros tiempos (presunto inocente, no lo olvido), y un miembro de la Familia Real a quien parece no haberle bastado el buen negocio de casarse con quien se casó, y es que esto del amor tiene su aquel (también presunto inocente, claro). Si no le molesta que se lo diga, caro lector, yo a los malandrines los prefiero un poco menos importantes: un hermano, un banquero, un segurata… Y si han de ser de alta alcurnia, al menos que vengan de uno en uno, que esto de pensar mal del Gobierno y la Corona al mismo tiempo tiene un no sé qué de espeluznante. 

Pero, qué quiere que le diga, en sinceridad. Con la que está cayendo ahí fuera, y la que se avecina el próximo año, casi no tengo ya ni tiempo de enfadarme con estos indecorosos malandrines que tan supuestamente se proclaman inocentes desde sus silencios de oro y paño. 


viernes, 4 de noviembre de 2011

Jolín con Grecia

Lo he titulado “jolín” por no escribir “joder” y, con ello, pese al beneplácito de la Academia, sobresaltar a algún espíritu sensible. Porque lo que me pide el cuerpo es decir: “hay que joderse con los griegos… después de tanta historia, van ellos y la lían”. Y la han liado. Vaya que sí. Cuando escribo esta columna, noche del miércoles, aún no sé qué va a pasar con el país helénico: si seguirán adelante con el referéndum, si les convencerán de su inconveniencia los próceres europeos, si se hundirán en el Egeo o directamente lo convertirán todo en ruinas acropolienses.

Cuando supe la noticia reí a carcajadas un buen rato. ¡El enfermo acaba de mandar a la mierda a su médico, que sólo sabe de sangrías y sanguijuelas! Supongo que lo ha causado el convencimiento de que no está moribundo, sino más muerto que vivo, que decíamos en mi pueblo. La pasaban bien estos griegos, instalados en la opulencia de los Porsche Cayenne, las jubilaciones a los 50 años (¡¡yo también quiero!!) y un sinfín más de desbarros democráticos con genuino sabor socrático. Pero claro, la UE, el BCE, el FMI, el G20 y el LMQLPAT (lamadrequelosparióatodos, para inteligencia del lector) había decidido estrangularlos por tres generaciones o cuatro (cuantas más mejor), y el preboste ése, el más conspicuo de todos los griegos, acaba de dar jaque mate con sólo el rey y un peón que le quedaba: “¡que lo secunde el pueblo!”, dijo el tío en un alarde de genialidad. Magistral, el Papandreu es un monstruo: ha demostrado que no sólo sabe llevar a los suyos al precipicio, también sabe llevar a los demás.

En el fondo a mí lo del referéndum me convence. Ya quisiera que me consultasen en este patético país sobre los salvamentos de bancos y cajas o si quiero que me rescaten o cómo prefiero que se reparta el presupuesto. Pero no. La caterva de politicastros no van a consultarnos nada y en las elecciones del día 20 no hablará el pueblo sino unas papeletas cerradas, bloqueadas, antidemocráticas, que dicen todas lo mismo (“vótame, que no tengo ni idea”). 

Lo que no me convence es el empeño del LMQLPAT en joder no sólo a los griegos, sino absolutamente a todos, y encima hacernos creer que son reformas (como la del baño de casa, oiga) para permitir la recuperación… Será la recuperación de su dinero, pero no la de una economía sana y sincera, sin alardes ni empréstitos inalcanzables. Para eso necesitamos un Papandreu, pero en sentido contrario. Y no lo hay (salvo en Islandia).


viernes, 28 de octubre de 2011

Lluvias de otoño

Me gusta ver caer la lluvia en cualquier época del año, pero sobre todo me gusta verla en otoño. El agua, fría y constante, parece acunar la tierra, que poco a poco va durmiéndose mientras llega el invierno. El paisaje urbano se puebla de paraguas y botas altas, de charcos transparentes en el suelo porque no hay cielo azul alguno que reflejar. La seroja amarillenta acelera su tránsito hacia el humus, el aire se carga de frescura y melancolía, los ánimos de las gentes comienzan a apaciguar su ociosidad estival: diríase que el agua de otoño es limpiadora, purificante, no es en absoluto revolucionaria. 

Hay otro otoño, desde luego, que no entiende de aguas vertidas desde el cielo, ni de hojas almacenadas sobre la hierba que van pudriéndose poco a poco. Ese otoño no contiene melancolía, ni vivifica a quienes cubre con su oscuridad creciente. Sus rasgos de identidad están desdibujados. Apenas puede percibirse en él ninguna de las características que ensalzan los poetas con versos elegíacos. Tan sólo refleja el cansancio de un mundo embriagado de verano, de luz y fiesta, de risas y dinero, de jolgorio y cántaros de vino a raudales. Es un otoño cuya regencia no transcurre entre septiembre y diciembre: sucede cuando se acaba el verano.

Las lluvias de este otro otoño no provienen del enfriamiento de la atmósfera sino de las alegrías estivales que lo han destrozado todo mientras nos creíamos dioses. Cuando llueve en este otro otoño las gentes sufren y padecen, tiemblan y no de frío sino penuria. Cuando cae el agua, lo hace porque no tiene otro remedio. Es un agua anómala, que no adopta forma de gotas esféricas, y es fría pero no moja. Es un agua en forma de porcentajes, de rojeces bancarias, de desconsuelo humano, de extravagantes contrastes, de caras adustas y pensativas que no alcanzan a entender lo que en este otro otoño está ocurriendo. Algunos lo llaman sistémico, otros lo llaman de maneras extrañas, pero no por ello deja de ser otoño. Un otoño terrible, destructivo, desconsolador, amedrentador e insurgente, del que no parece que haya forma humana de escapar. 

Me gusta ver caer la lluvia en el otoño estacional que todos los años llega hasta nuestras vidas. El agua proveniente del cielo templa mi aflicción por los destrozos de ese otro otoño sistémico que arrasa con todo y antecede a un invierno del que aún no sé nada en absoluto, porque simplemente todavía no lo he vivido, y al que temo desde lo más profundo de mi alma.


viernes, 21 de octubre de 2011

Sufrimientos de ahora

Sabía que vivía entre ellos y con ellos, pero aún no les había escuchado de viva voz. Sabía que su existencia y la mía compartían numerosos puntos a lo largo del día, pero no me había parado a pensar que podrían pedirme la hora por la calle o preguntarme dónde se encuentra el parque más próximo. En definitiva, sabía de su presencia por las estadísticas y algunos titulares de noticias interiores, por los murmullos de mercado y las penas de vecindario. Me refiero a esa larga lista de ciudadanos súbitamente pobres, tan pobres y desesperados que, por no poder, ni siquiera pueden creer en el orden de las cosas, tal y como aún lo concebimos. 

No lo digo por decir. Nunca antes me había topado de frente con una persona cuya angustia sea un lamento, que admitiera que acude a Cáritas porque no tiene nada, ni siquiera para pagarse un billete de tranvía, porque su vida y la de sus hijos se han convertido en una tragedia terrible y vergonzante. No saben de esperanza. Ni de fuerza, fe, confianza o ganas de luchar, porque se saben derrotados incluso antes de poner el pie en la calle y blandir su débil puño contra el frío mundo. Tampoco están indignados, la indignación palpita en quienes confían aún en mejorar la sociedad. Tal vez por eso simplemente están desesperados, silentes, aturdidos e inertes.

Qué rabia, qué pena, qué frustración y qué impotencia. No les llega ni el dinero A ni el B ni cualquier otro. No saben medrar en la economía sumergida, tampoco saben hacerse valer: todo apunta a ser humano destrozado por y en su destino. Uno se pregunta: ¿cómo aliviar tanta miseria? ¿Trabajando una o dos horas gratis por ellos? ¿Pidiendo… no, implorando a nuestros políticos que hagan algo en su beneficio? Mientras, los demás, que les escuchamos y escribimos después lamentables columnas un viernes en que se habla de todo menos de esto, asistimos estupefactos al deterioro de los servicios públicos y a las idioteces de una clase política que ningunea y desprecia a los sufrientes.

No puede ser. Toda esa pobreza está aquí, entre nosotros. ¿Acaso no la ven? ¿No la oyen? ¿No la sienten gimotear en silencio y compadecerse de sí misma? Y si la ven, si la oyen y sienten, ¿por qué hacen como hacía yo hasta el momento de escribir estas líneas: nada, salvo emplear su valor estadístico? Estoy consternado, y tengo miedo. He visto frente a frente lo que la insensibilidad de este absurdo mundo es capaz de hacer a cualquiera de nosotros el día menos pensado.


viernes, 14 de octubre de 2011

Jobs

Ahora que los ecos se van apagando, pues cierto es que las vidas se desvanecen en un tiempo muy inferior al de los recuerdos que dejan presentes, creo que puedo hablar ya en esta columna de Steve Jobs. No lo haré en el tono grandilocuente, con ánimo de inmortalidad, con que prácticamente la totalidad del mundo industrializado ha rendido homenaje a su existencia. Tampoco pienso elaborar un panegírico glosador de sus visiones, ni ensalzaré su alma humana, ni cosa parecida. Para mí, fue un hombre muy brillante que alcanzó gloria, dinero y fama. Punto final. ¿Ojalá hubiese muchos como él? Confieso que prefiero que haya muchos distintos a como fue Steve Jobs.

Quien esto escribe jamás en su vida ha poseído dispositivo alguno de la manzana mordida. Recuerdo que, de muy joven, allá por el BUP, una vez estuve frente a un chisme que llamaban Apple II. Para mí aquel invento, tan primitivo, era una genialidad de un tal Wozniack, de quien hablábamos en los corrillos con enorme admiración. A Steve Jobs le he conocido recientemente: hasta hace unos pocos años ni siquiera sabía de quién se trataba. 

Dicen que solamente los genios son capaces de dirigir a la sociedad, pero en el caso que nos ocupa no encuentro tal cosa, salvo genialidad empresarial y liderazgo en una época turbulenta, marcada por los avances tecnológicos. No es poco, pero para mí es insuficiente. Steve Jobs se volvió por ello un hombre enormemente rico, enormemente influyente y enormemente poderoso. Un magnate. El mundo tiene cosas así, especialmente en EEUU, donde el carisma convierte en emperadores a las personas por el magnetismo que ejercen sobre las masas. 

Dígame, lector, ¿por qué hemos de ensalzar a los magnates? ¿Por qué hemos de ver en ellos cosas que no son ciertas? Steve Jobs no inventó los portátiles, ni los móviles, ni siquiera los reproductores de música. Ideó unos dispositivos que han atraído a las masas de tal modo que bien puede decirse que antes parecen adláteres de una religión inventada que consumidores. Steve Jobs no hizo mucho más. No creo que el mundo sea mejor por eso. Ni que seamos más felices. Logró algo muy complicado: que una empresa se volviese muy grande y estuviese en boca de todos. Y ya está.

Llámeme lo que quiera, lector, pero personalmente opino que toda la vocinglería alrededor de la figura de Steve Jobs no es sino una muestra muy obvia de esta enorme decadencia humana en que vivimos. Nos importa la gloria y el dinero, no las personas.


viernes, 7 de octubre de 2011

La huelga de los profes

Llevan ya cinco huelgas en Madrid. Me refiero a los profesores. Desconozco si hay huelgas similares en otras comunidades, pero quejas las hay por todo el mapa. Amigos profesores tengo unos cuantos. A casi todos ellos les vengo escuchando lo mismo: no a los recortes, no a la escuela privada, defensa de lo público, etc. 

Hace unos días, en una comida, hablaba sobre ello con un grupo de comensales de lo más variopinto. En realidad discutíamos sobre la crisis y las nefastas soluciones adoptadas por los políticos (aumento de impuestos, recorte de servicios, ningún atisbo de aligerar la estructura pública). Al llegar la cuestión educativa, hicimos dos aseveraciones: una, que no pasa nada por impartir dos horas más de clase a la semana y dedicar dos horas menos a tutorías, decisión que hizo estallar las protestas en un inicio; y dos, que uno no puede tomar en serio eso que se dice en las manifestaciones y panfletos sobre “la muerte de la educación pública”. Suena a canto de sirenas, a matraca siempre repetida, tanto en tiempos de vacas gordas como en tiempos de vacas flacas. 

No he leído que se haya aprovechado estas huelgas para criticar la pésima gestión económica de la educación pública. Lo educativo ha sido objeto de más reformas que una casa en ruinas y con cada reforma la cosa ha ido a peor, a mucho peor. Se ha inyectado dinero (aunque siempre parezca poco, sabido es que las cosas funcionan mejor con números de seis o más cifras), se ha agigantado la estructura y, aun así, nuestro sistema educativo es un coladero donde sólo permanecen la desmotivación, el fracaso y la ignorancia supina de nuestros hijos. Cómo no ha de ser tal cuando los mismos políticos que hablan de defender la escuela pública y desgranan soluciones superficiales (nunca de fondo, eso lo doy por imposible) huyen con sus hijos a la escuela privada. Y mientras unos, desconcertados, aplican recortes a sueldos y empleados (no a la gestión), los otros se apuntan al carro vocinglero de los sindicatos. 

Por cierto: sin ambages lo digo. Y ningún ánimo de generalizar, sólo de justificar mi caso. Yo también huyo de la escuela pública. A mi hijo, en primero de infantil, le trataron espantosamente, le educaron penosamente. Sólo sentí ganas de sacar al niño de allí cuanto antes. Sé que en otras escuelas esto no pasa y me asombra que aún haya profesores admirables: con lo que deciden los políticos, tienen pocas razones para trabajar a gusto. Y pese a ello, lo hacen.


viernes, 30 de septiembre de 2011

Recorta, que algo queda

En Cataluña hay un tonto que propone recortar la mitad de la paga extra navideña a médicos y enfermeros y resto de personal sanitario. Ese tonto es el presidente de la Generalitat, aunque sospecho que la idea proviene de algún consejero o director general convincente. Similar boutade ya se le ocurrió al primer ministro portugués recientemente elegido para llevar las riendas de su país y parece que la cosa ha calado en los oídos de politicastros que, sin recortarse ellos un ápice de sus emolumentos y dietas y dispendios, sueñan cada noche con unas enormes tijeras capaces de cortar aquí y allá, hasta liberar la opresión de este negrísimo presente que, cernido sobre nuestras cabezas, no desea irse a ninguna otra parte. 

Ante nuestra impasibilidad, nos recortaron las pensiones (no las suyas). Recortaron los sueldos (se olvidaron de sus dietas). Y ahora recortan a las personas con dependencia, recortan a las escuelas y a las residencias de la tercera edad. ¡Bien se olvidan de lo que les da la gana! A nadie he oído yo prometer cerrar la inutilidad ésa del Senado o hablar de cómo eliminar definitivamente buena parte del inmenso fraude fiscal existente. Nos estrujan a los honrados, como es habitual.

Qué desconcertados no estarán estos tontos gobernantes nuestros cuando ya hablan abiertamente de tocarnos sueldo, jubilación y turrón. Por favor, ¿quiere alguien recordarles que son ellos y sus manirrotas veleidades las causantes del estropicio que nos amarga la existencia? ¿Quiere alguien recordarles que los ancianos, niños y enfermos no gestionaron las millonarias cuentas de sus presupuestos? Y si no ando muy equivocado, ¿quiere alguien explicarles que sus patriotismos victimistas empiezan a cansarnos porque al final a quien acaban siempre jodiendo, con perdón, es a los de siempre? Menos improvisación trágica y más sensatez. Hay muchos, muchísimos otros capítulos en los presupuestos donde recortar. Mucha burocracia inútil que eliminar (hasta siete niveles administrativos, que se dice pronto). Mucho inútil que echar a patadas de la cosa pública, cuando no sentar en el banquillo. 

Ellos recortan y recortan, unos anunciando recortes de risa y otros no-anunciando sus recortes ocultos. La tijera se ha adueñado de sus pesadillas. La sienten cada noche en el gaznate. Tan obsesionados están con ella que han dejado de advertir el silbido guillotinesco que suena en la plaza pública hacia donde creen dirigirse mansos, en olor de multitud.


Nota: Diario Vasco creyó ofensivo y poco alineado con su estilo editorial eso de llamar tonto a Artur Mas. Por este motivo en la edición impresa se habla de un tipo que ha anunciado recortes, y de que tal cosa es una tonta idea.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Moteros (y 2)

Hace algún tiempo escribí una columna sobre moteros que levantó ampollas. Y todo porque dije que unos moteros sobre dos ruedas me adelantaron indebida y arriesgadamente en el puerto de Tornos. Hoy, tiempo después, vuelvo a escribir sobre motos. Con similitudes y diferencias. Por ejemplo, que hoy en día yo también soy motero, de una 600 cc que uso a diario, así llueva o truene o hiele o caiga el sol a plomo. Otro ejemplo, que sigo pensando lo mismo sobre las locuras de quienes ven las carreteras como un circuito GP. 

Estuve este lunes pasado en una jornada sobre seguridad vial en Madrid. Uno de los ponentes fue el director general de carreteras de la Generalitat. Dijo cosas muy interesantes sobre la casuística de accidentes sobre el asfalto: mientras la siniestralidad en coches ha disminuido rápidamente, la de las motos ha aumentado alarmantemente. En el turno de preguntas alguien inquirió sobre este dato en particular. Y el señor director, ni corto ni perezoso, se desquitó diciendo que, en su opinión, si se inventase ahora la motocicleta, debería prohibirse su circulación. Como lo cuento.

Son curiosos personajes los directores generales del asfalto, cortados con el mismo patrón intervencionista y liberticida, y para quienes los conductores somos todos unos tipos sospechosos a quienes conviene imponer cuantas más prohibiciones mejor. Pero no menos curiosos son ciertos moteros, cuya exposición al riesgo evoluciona temerariamente junto a su actitud sobre las dos ruedas. Los conductores de automóviles vienen demostrando una creciente prudencia vial, posiblemente catalizada por la dureza de las sanciones. Pero no parece que ésta sea la tónica cuando se trata de estacionar el coche y subirse a los mandos de la moto. 

La última vez que hice una ruta acompañado de otro motero, éste me confesó que había abandonado su moto de siempre al ver caer uno tras otro a sus compañeros de carretera. Estaban acostumbrados a alcanzar los 240 km/h sobre poderosas máquinas y trazar las curvas en volandas, sobre el viento. Pero, trágicas palabras, sentía miedo de ser el siguiente. Vendió su R y se compró una custom.

Mientras tanto, yo voy haciendo rutas en solitario. Por supuesto, me gusta darle gas a veces, y serpentear los trazados, y sentir la lluvia afilada sobre el casco. Jamás convenzo a mi rodilla de que vaya rozando el suelo, ni que el puerto de Tornos sea el circuito de Cheste. Y confío en no engrosar la tétrica estadística mortuoria que he mencionado.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Agresiones lingüísticas

Hoy tengo ganas de adentrarme en aguas procelosas. Lo supe el pasado 11 de septiembre, infausta fecha, al olvidarme de la Diada de Cataluña. En realidad, me cuesta poco olvidarme de ciertos acontecimientos que hablan de insurgencia, donde el victimismo campa por sus respetos y el independentismo resuena con estridencia. 

No sé cuántos meses llevamos oyendo hablar de la desvergüenza de cierto Tribunal Superior por querer hacer cumplir la ley. En realidad da lo mismo: otros años la han tomado con el Constitucional; cada vez aparece un culpable distinto. Sabido es que a los políticos les encanta acatar las sentencias que les son favorables. Las que no lo, los convierten en niñatos terribles, comportándose ante ellas como la pandilla de irresponsables y caprichosos que son. Es lo que tiene actuar como si todos los poderes estatales dimanasen de sus propias entrañas.

Este asunto de la “inmersión lingüística” no es sino una componenda establecida por algunos para evitar que el castellano sea lengua vehicular junto con el catalán o el euskera. Años atrás los políticos audaces callaban ante esta ilegalidad asumida: mejor no meneallo, Pero ahora, con la creciente vocinglería, se pretende oficializar el contenido de esa absurda incontinencia verbal que otrora se reducía a los actos nacionalistas. Por eso actúan los tribunales y por eso se los acusa de ser agresores de la identidad y lo autóctono.  

No sé qué tiene de malo establecer clara y nítidamente una vida social basada en la convivencia vehicular del castellano con la lengua propia. Y no solamente en la enseñanza, donde tendría que imponerse también el inglés como vehicular, algo que ya sucede en muchos colegios bilingües y trilingües, algunos públicos y otros privados entre cuyos alumnos se encuentran los hijos de muchos de nuestros prebostes: hipocresía al poder (así es la política de apariencias y ficciones que nos gobierna y así van las cosas). Frente a la sensatez y la responsabilidad de la calle, resignados como estamos ya a prácticamente cualquier cosa, los despachos oficiales responden airadamente, emprendiéndola contra quienes están obligados a velar por las leyes y su aplicación. De ese modo se mantiene el rumor de la España que oprime y centraliza, dotando a tamaña desfachatez de una gravedad tan lesiva como injusta. De ese modo se extiende el placebo que permite narcotizar a la calle, no sea que los ciudadanos un buen día pregunten a cuánto asciende la factura.

viernes, 9 de septiembre de 2011

60%

Para que nadie me acuse de ser poco técnico: la reforma española aprobada recientemente en el Senado impone el límite de la deuda en el 60% sobre el PIB. No pienso escribir una sola cifra más en toda esta columna. 

A mí, personalmente, esta reforma no me importa ni por su contenido ni por cómo se ha llevado a cabo. Me importa porque evidencia que no podemos fiarnos de los políticos. Da lo mismo que se redacte una ley, un acompañamiento, un artículo constitucional: frases todas ellas que se pueden incumplir. En el caso que nos ocupa algo me dice que se incumplirá y que será escaso o nulo el perjuicio para el incumplidor (yo hubiese incluido una apostilla a lo Warren Buffet: que en el momento en que se supere ese porcentaje, toda la clase política quede inhabilitada de por vida para el ejercicio de la función pública, con pérdida total de los beneficios alcanzados). 

Está claro que manejar el dinero de otros, sea del contribuyente o de los mercados, no es trabajo para cualquiera. Lo sencillo es llenar una ciudad de universidades, de polideportivos, de AVEs: los ciudadanos quedaremos encantadísimos y pensaremos eso de “pero qué bien se emplea nuestro dinero”. Pero si no nos explican que ese dinero es prestado, y que para devolverlo conviene invertir en producción y generación de riqueza, y no en comodidad y lujo, estaremos ciegos ante el cataclismo que se avecine antes o después.

En los políticos delegamos la ciudadanía la gestión de la cosa que es de todos. Por eso produce tanta pena pensar que para frenar su irresponsabilidad la única solución pase por regularse a sí mismos. Como lamentable es que introduzcan el patetismo en la Carta Magna y se queden tan anchos creyendo haber reaccionado ante los prestamistas al pergeñar en dos tardes una propuesta llamada a expiar culpas actuales y pasadas (cosa que no es cierta, por otra parte, y de hecho es algo que no han logrado). 

El paradigma del desgobierno se autorretrata en ese 60% de no sé qué artículo de la Constitución (nunca la he leído entera). Por eso no discuto que sea o no necesario. Lo que sí afirmo es que se trata de otro pasito más por este camino de mediocridad e irresponsabilidad que venimos transitando desde hace 30 años, cuando, de repente, nos volvimos todos ricos. Ahora ya lo sé: hubiera preferido seguir siendo pobre para que mi hijo no lo sea cuando tenga mi edad. Porque lo será y a mí no me quedará otra que avergonzarme, como ciudadano, de mi torpe ceguera. Pero nunca más.

viernes, 26 de agosto de 2011

Vuelta atrás

Cuando yo era adolescente, y aquello no sucedió hace tanto tiempo, no había agua corriente en las casas de mi pueblo de las Arribes del Duero. Las calles tenían arena, piedras, tierra y excrementos animales. Los campos eran como un puzle enrevesado de tierruchas no más grandes que el salón de una casa. La gente segaba a mano o con una maquinilla que hacía de la mies manojos con aburrida precisión. En la era se trillaban las parvas y los rastrojos de la Hoja eran aprovechados al final de la cosecha por todo el pueblo a partes iguales. Ya entonces aparecían casas abandonadas en las calles del pueblo, pero aún se podía echar charlas improvisadas en cualquier rincón porque el pueblo se encontraba aún poblado de vida y trajines. No como ahora, que los vecinos han ido desapareciendo conforme el tiempo se los ha ido llevando y los trajines fueron modificados por la modernidad parcelaria, repleta de eficiente indolencia. Los que emigraron entonces vuelven ahora a casas nuevas y cómodas, levantadas casi siempre sin respeto alguno a la arquitectura que durante siglos aquí ha prevalecido.

Entonces la carencia más absoluta era la bañera o la ducha. Nos lavábamos como mejor podíamos en un barreño de agua calentada al fuego o en el pilón de lavar junto a algún pozo de gélidas aguas. Pero, mirado en retrospectiva, ahora pienso que, aunque entonces no lo supiéramos, lo que faltaba más era la intercomunicación. ¿Cómo podíamos vivir sin teléfono, sin móvil, sin aplicaciones, sin Internet, sin redes sociales ni whatsapps, sin cien televisiones las veinticuatro horas al día? 

Las tremendas tormentas del pasado domingo dejaron a esta zona de las Arribes sin telefonía y sin televisión durante dos días. Ya saben que a mí lo de la televisión ni fu ni fa, pero oiga: en lo relativo al móvil (ya de por sí escaso aquí) e Internet (ya de por sí fragilísimo), como si nos hubiesen asolado los hunos. Qué horrible sensación el verme privado de la rayita de la antena del móvil. Y sin embargo, conforme avanzaron las horas y Telefónica insistía en no resolver el problema, fue volviendo a mí el recuerdo de una vida que creía olvidada por completo y en ese recuerdo logré rescatar de lo más profundo de mi ser las innumerables circunstancias de una vida que siempre he sentido como feliz, plena, amplia y dichosa.  

Nada de todo ello volverá, salvo ocasionalmente porque medie una tormenta. Las fragancias y aromas del pasado se pierden irremediablemente en los cimientos profundos de nuestro presente.


viernes, 19 de agosto de 2011

Los antiJMJ

Está el Papa por tierras españolas, y hasta su presencia han venido gentes de todos los rincones del mundo. La Iglesia, siempre tan vituperada, tan denostada, tan rechazada y criticada, convoca con éxito a las almas que viven alrededor de los cuatro mares. Su mensaje continúa calando hondo en los creyentes, aunque en esta Europa decadente, egoísta y mediocre, su vigencia y prevalencia esté en franco retroceso.

Las críticas más duras y desabridas que he escuchado contra la Iglesia hablan siempre de riquezas acumuladas, de curas pedófilos, de sotanas ariscas y de monjas clausuradas. Ni una palabra sobre el descomunal (por vasto) imperio de sus misiones, ni una sola línea sobre la labor ingrata, sacrificada y desinteresada de quienes llegan hasta los confines más problemáticos del mundo mucho antes que cualquier ONG. Se critica a la Iglesia su presencia entre nosotros, pero se enmudecen (o distorsionan) las palabras ante la ingente labor de ayuda (primero) y evangelización (después).

En España, contra la JMJ se han organizado unos pocos, convocando manifestaciones, proclamando su anticlericalismo con la connivencia de los medios de comunicación, quienes han otorgado una portavocía descomunal a estos movimientos irrisorios, mínimos, extremistas y agrios. Algunos, muchos, se declaran ateos, y en el ateísmo encuentran los fundamentos para la batalla. No han de ser más ateos que los demás, o que yo mismo, que en esto de no creer en Dios hay escasa cardinalidad. Pero sí son más fanáticos, más egocéntricos y mucho más intolerantes: no importa que hablen de libertad, de igualdades y de un nuevo sistema. El suyo está poblado de demagogia, de intransigencia y de una reflexividad tan manida y tan común que casi hastío produce tener que enfrentarse a ella con la dialéctica.

Siempre las mismas voces, y las mismas palabras. Los anti Dios, anti Iglesia, anti sistema y anti todo. Los que con gusto trazarían rayas negras para separar su racionalidad de lo demás. Los que convocan a la Historia a su antojo y en sus páginas encuentran siempre razones últimas para justificar la segregación religiosa. Entre aconfesionales y laicistas, anticlericales y anticuras, estamos apañados los ateos que contemplamos nuestra no-fe con idéntico respeto a la fe más apasionada, y nos maravillamos de que aún hoy en día haya gentes que lo dejen todo para ir a echar una mano a quienes mueren a mansalva sin que los demás movamos un dedo para impedirlo.


viernes, 12 de agosto de 2011

Violencia

Premonitoriamente lo escribí hace dos semanas, al hilo de la crisis: “Pienso que todo esto acabará en mucha violencia”. Y la violencia emergió finalmente. En el país más conservador y de tradiciones más religiosas y diplomáticas de toda Europa. El más aislado geográficamente, y el más diverso. 

Dicen los analistas que la violencia en el Reino Unido no tiene su origen en los malestares económicos que nos zozobran (por no decir que nos tienen otra cosa, malsonante y testicular). El primer ministro británico ha responsabilizado directamente a la falta de valores de la sociedad actual, a la deficiente educación, a la ausencia de moral. Oímos hablar de turbas de veinteañeros (y menores) dedicadas al pillaje de lo que, no pudiendo comprar, se llevan por las buenas o por las muy malas. Este vandalismo convierte al anónimo en poderoso, arroga a cualquier mindundi la capacidad colectiva de combatir a las fuerzas del orden cual gánster matón. Oímos hablar de saqueos extendidos y una violencia desatada, reprimida con dureza y hacia la que se pide aún mayor contundencia. ¿Y tras ello qué hay, aparte de delincuencia? ¿Se trata de una reivindicación? Los sociólogos opinan que no. Y yo tampoco. Todo está relacionado con la sociedad consumista en que vivimos. Poco importa la muerte del joven negro por un policía de gatillo fácil: eso fue una excusa, lo que detonó esta riada inmensa de altercados y destrucción dirigida hacia el corazón mismo de nuestra sociedad: la convivencia pacífica.

Una semana hablo de violencia económica, de ese ángel de la muerte que asola el planeta buscando víctimas ofrecidas en sacrificio por quienes han gastado a manos llenas y sin mesura. Otra semana toca hacerlo de barricadas, de miles de detenidos y de llamadas a los valores cívicos en los que nadie cree ya, mucho menos quienes tales llamamientos proclaman con desvergüenza. No hace tanto debatíamos sobre las revueltas árabes, que parecen ya asunto de otra galaxia, pese a su vital importancia, donde la gente sigue muriendo bajo la opresión de una estructura civil injusta. Y como siempre, están las guerras abiertas que se comen el mundo a pedazos. Y las hambrunas asoladoras que matan despiadadamente porque preferimos entregar el dinero a los bancos antes que salvar una vida humana (las vidas humanas no devuelven intereses). 

No sé lo que pensarán ustedes, pero yo creo que estamos siendo visitados por los jinetes del Apocalipsis, y no nos damos cuenta de ello.


viernes, 5 de agosto de 2011

La venda

Voy a taparme los ojos con una venda. No quiero ver nada. No quiero mirar nada. Quiero que me llene agosto de su dulce calor, de su reposo tranquilo, de sus nubes de estío y su sol menguante, de su silencio de campo y su aire festivo. No quiero echar la mirada a los mercados, no quiero advertir la impotencia gubernamental, no quiero en modo alguno abrir mi alma a la angustia del futuro catastrófico que se avecina. Me da lo mismo si, estando en un paseo o en una terraza, salta la alarma de la intervención de España. Casi me da igual que nos lo quiten todo ya, que nada funcione: me veo a mí mismo como el último de una clase (la trabajadora) que no entiende a las elites que dirigen el país, no entiende cómo funciona el mundo, no entiendo por qué se ha llegado hasta donde estamos, por qué nadie nos explicó cómo se estaba funcionando realmente.

Alguno habrá que piense que soy un hipócrita, que cierro los ojos a los problemas, que escondo la energía que justamente ahora habría de aflorar. No es cierto. Dejo los ojos abiertos al sufrimiento de los ciudadanos, a quienes desesperan en el paro o en la miseria que no cesa, que no se acaba. Para ellos, que me han antecedido, a quienes posiblemente deba unirme en algún momento (aunque ojalá no suceda: ¡necesito de algún modo mantener la esperanza!), tendré mis ojos y mis brazos y mis puertas abiertas. Pero a ese torrente de noticias desesperanzadoras, angustiosas, atemorizantes, no puedo ni debo otorgarles un solo minuto de esta paz vacacional que ya casi me sumerge: acaso sea la última, en mucho tiempo, por eso no he de concederle la palabra en mis oídos. 

Porque si me dejo llevar por la insana curiosidad del momento, para ser testigo minuto a minuto del derrumbe trágico de nuestra forma de vida (tan errada), entonces alzaré mi mano contra los prebostes y mandamases, contra los políticos y quienes nos han llevado a la ruina, gastando lo que no está escrito, endeudándose sin mesura, arruinando este país y su futuro. Y si la alzo, aunque no sea con piedras ni con violencia, sino con palabras, no podré disfrutar de este, acaso último, verano.

Parecerá lamentable y cobarde, pero voy a colocarme una venda en los ojos, de igual modo a como llevo tapándome el hedor que siento por la calle con un trapo perfumado de honradez y silenciando mis oídos con algodones donde solamente suena el aire y el oleaje del mar cuando atardece. No quiero mirar más. No quiero saber más. No puedo más.


viernes, 29 de julio de 2011

Desalojos

Seis desahucios diarios en Euskadi. 300.000 ejecuciones hipotecarias en toda España durante los últimos años. Y otras tantas que han de ocurrir en tiempos venideros. Los bancos prestan dinero y quieren recuperarlo a toda costa. El mercado es inhumano: convierte al hombre en número porque los números no sienten ni padecen. El mercado te da la alegría (hipoteca, coche, vacaciones). El mercado te la quita, pero con desgarro.

Los políticos (siempre ellos) lo explican, de un modo u otro, pero no logro entenderles nunca. La dación, imposible. La flexibilidad, improbable. Pues sépanlo ahora, bien alto lo digo: tengo una solución maravillosa. Ni un solo euro del FROB a los bancos que desalojen sin negociar dos veces más lo que hayan negociado. Y si no: ni un solo euro a esos bancos, nunca. Que se hundan. Y con ellos, que nos hundamos todos, si tal es la consecuencia. Los bancos (y las cajas) te desahucian, te arruinan de por vida, te echan en cara la ligereza de una alegría económica que a todos nos embriagó en alguna medida, te dejan miserable y casi muerto como a un perro, pero con vida. ¿Pagarles a ellos sus bonus, sus sueldos, sus despilfarros, su impresentabilidad, su usura, su sacrílega inmoralidad? ¿Sostenerles para que todo siga funcionando? Que se hundan, si han de hundirse. Que continúen los que merezcan continuar. Que se meta a todos los ladrones y mentirosos contables en la cárcel más negra. El FROB para el pueblo, que el pueblo siempre paga sus deudas. Y a ellos, a los que nada sienten desde sus poltronas y salas nobles, repletas de arte y de lujuriosos excesos, ni el negro de las uñas.

¿Dónde está ese líder que devuelva al pueblo su esperanza? Sin un pueblo trabajador, ¿cómo van a hacerse ricos los ricos? ¿Cómo va a prosperar nada sin el tiempo invertido por el pueblo en trabajar? Sin nosotros, ¿qué les quedaría a ellos, a los que nunca sufren, que tanto nos necesitan como compradores y como pagadores? Hablamos de nuestros impuestos. Del destino de nuestras empresas. De la realidad de las familias, que es lo único que primero importa. ¿Dónde quedó ese líder alto, brillante, sabio, con ideas que hacer cumplir? Parece no haberlo en parte alguna. Por eso se desahucian a tantos miles de familias sin que nadie ponga el grito en el cielo.

Hoy me siento indignado. Raro. Ofuscado. Vehemente. Agresivo. Deprimente. Porque pienso que nadie puede ya arreglar esto. Y pienso que todo esto acabará en mucha violencia.


viernes, 22 de julio de 2011

Violencia habitual

Cerca de las dos de la madrugada. Unos padres, jóvenes, regresan a casa con sus retoños: el más pequeño va dormido en el carrito; el mayor, de dos o tres años, todo lo más, camina nervioso junto a sus progenitores a causa del cansancio o del sueño. Algo le dice a su padre y éste, sin mayor dilación, le sacude un tremendo y desproporcionado azote en el culo. El crío rompe a llorar ante la indiferencia de su madre que le ignora y sigue mascando pipas. 

Las nueve de la mañana. Una moto se interpone bruscamente entre dos coches y el conductor de detrás empieza a pitar y a dar acelerones tratando de hacerla caer al suelo. El motero, impertérrito, simplemente hace el gesto de barrenarse la sien y la elude. El conductor encoleriza su rabia al no poder seguir el rastro del vehículo de dos ruedas. Los demás, desde sus volantes, asisten absortos a la escena

Nuevamente de madrugada. Una hora indefinida, aún tardará en salir el sol. Unos jóvenes en bicicleta, vestidos de camareros, casi chocan al volver de una esquina con otro joven que salió a fumar allí un pitillo. Éste les increpa con aspavientos y malos modos. Los dos camareros, que son extranjeros, de la India o algún país vecino, bajan de sus bicicletas y se lían a mamporros con el que fumaba, a quien de inmediato defienden otros que se abalanzan en estampida sobre los agresores, haciéndoles huir.

La hora de la siesta en España. Un hombre acaba de acuchillar a su mujer delante de su hijo, que llora desconsolado (es muy pequeño, llora por la violencia que ha visto, le da miedo, pero aún no sabe que ha perdido a su madre para siempre). El hombre huye de la vivienda. En un par de horas se entregará a la policía para confesar su crimen.

En algún lugar de este país, por la tarde o por la mañana, tanto da, un joven insulta a su madre llamándola gilipollas, a voz en grito, ante unos colegas: uno de ellos no querrá saber de él nunca más, los demás simplemente harán caso omiso a lo que han visto.

En algún parlamento o ayuntamiento, en el último pleno que antecede al verano, un político reirá con sus compañeros de partido los desprecios verbales con que se ha despachado, tan a gusto, ante un opositor.

Por supuesto, hay miles de muertos en las guerras que siguen activas.

Y por descontado, mientras los especuladores de la Bolsa de Chicago hacen subir los precios del trigo o del maíz, cientos de niños mueren de hambre al no tener nada que llevarse a la boca durante meses. 

Fin del apunte.


viernes, 15 de julio de 2011

Qué mundo éste

Esta semana he tenido la deprimente sensación de que este país se va a ir literalmente a la mierda, y perdonen la expresión. Que poco importa el potencial de recuperación que tengamos ante la crisis y que tanto da que seamos uno de los grandes mercados europeos, o que tengamos empresas líderes en sectores como el textil o el bancario o el termosolar, o que nuestra red de infraestructuras sea envidiable y dispongamos de acceso a Latinoamérica, o que seamos esforzados y sufridores. A la postre, sólo importarán los dichosos seguros de impago (CDS) que están poniendo en coma a España o Italia y destrozarán vivas a Grecia o Portugal. Y todo eso me da mucha pena: nos vamos a ir al carajo a causa de estas armas de destrucción masiva, que doblegan gobiernos (les da lo mismo el horror que padezcan las gentes), se esconden en paraísos fiscales y nadie, absolutamente nadie, parece saber parar o simplemente prohibir. 

Además, casi me da lo mismo si la causa de la gran tragedia proviene de los CDS o de Moddy’s o de los pisos sin vender. Creo que los males que padecemos provienen de muy antiguo y que sus raíces se extienden hasta todos y cada uno de nosotros. Nos hemos dedicado, como sociedad, a crear más y más dinero, y poco nos ha importado que muchos se mueran de hambre o a cañonazo limpio en alguna de las variadas guerras que nos sacamos de la chistera (se llama geoestrategia). 

Merecemos esta crisis, y muchas otras que vengan detrás. Aunque, como casi siempre, a los grandes beneficiarios del hambre o las guerras no les tocará sufrir nada. ¡A veces vendría bien disponer de un dios justiciero que vengase las injustas amarguras de nuestro mundo en la carne viva de los poderosos, así fuera a bombazo limpio!

¿Han advertido, además, la descarnada ausencia de liderazgo de que adolecemos? Elegimos adalides que parecen maniatarse ellos solos frente al intangible poder anónimo. Europa toca la lira (helénica) y sólo sus habitantes disfrutan de un concepto que los políticos no hacen sino estrangular. EEUU es un fiambre metidito en escabeche y China es muy complicada, casi parece el salvador. Entonces: ¿quién nos está destruyendo? ¿Será Warren Buffet, los accionistas de Fitch, los habitantes de las Bermudas? 

Qué mundo éste: nos masacran quienes antes nos necesitaban para aumentar su riqueza. Por haber encontrado ellos otras novias y otras dotes, mejores y más suculentas, ahora nos vemos todos descompuestos a la salida de la iglesia.

viernes, 8 de julio de 2011

Síndrome DSK

Esta columna no habla exactamente del ex director del FMI (más siglas), aunque se le nombre, sino de un tema que debería de erradicarse con premura: la dejación social de la presunción de inocencia. O dicho de otro modo, la necesidad de acabar con el ímpetu vengativo en una sociedad acostumbrada a lapidar prematuramente a quienes odia, teme, envidia o ensalza.

Esta necesidad de ajusticiar no a quien creemos culpable de algo, sino a quien necesitamos que sea culpable de ese algo, para mayor alivio de nuestras frustraciones, es insano. Fíjense en el ex-director del FMI. Las últimas revelaciones publicadas por la prensa (la misma prensa que lo masacró) tienen toda la pinta de convertir el inicial feo asunto del señor Strauss-Khan en un asunto muy feo para quienes, desde las troneras de la palabra, le han guillotinado, fusilado, apedreado y ajusticiado antes de tiempo. Ya lo discutí con un lector cuando saltó el escándalo: “¿se imagina que sea todo falso o incierto?”. Pesaba tanto la firmeza (y gravedad) de la acusación, tanta repugnancia daban los hechos descritos, que muy pocos repararon en ello.

Esta inclinación nuestra hacia la venganza hace que el mundo se encuentre repleto de difamaciones, mentiras disfrazadas de verdades, calumnias e injurias. Hundir la reputación de una persona, ya sea desde el anonimato o desde la falacia, es una de las más graves injusticias que pueden vivirse. Con frecuencia se oye eso de “no quiero que me juzguen”, pero luego resulta que lo hacemos continuamente. Juzgamos y acusamos, todo al mismo tiempo. Un día son los pepinos, otro día es una atleta palentina, mañana puede ser usted mismo. Y por detrás, los intereses y las razones oscuras. Parece asombroso que aún hoy debamos recordar que la justicia existe para que las personas libres sean tratadas con respeto incluso cuando se cierne sobre ellas la más abrupta de las sospechas. Si usted, lector, motivado por la personalidad del acusado o por cualquier otra circunstancia, se deja llevar por el frenesí de las conjeturas, y luego éstas resultan inciertas, ¿qué hace luego para restituir la integridad y el honor de un acusado que nada ha podido hacer salvo confiar en la justicia, una vez que los focos y los titulares le han arrojado al vacío del oprobio? Yo le respondo: nada. Todo lo más, encogerse de hombros y susurrar algo así como “vaya, quién lo diría”. 

Tal es el síndrome DSK: “le odio tanto, que no puede ser sino culpable, aunque esté yo equivocado”. 

jueves, 30 de junio de 2011

Calor de verano

A la naturaleza le importa poco la crisis económica, el calentamiento global y cualquiera de los laberintos intrincados en los que acostumbramos a meternos los humanos, destructores con remordimientos como somos. Estos días de atrás un sol de justicia y el aire desértico nos han hecho sudar la gota gorda y conciliar un sueño plagado de referencias infernales. Tanto calor hacía. Y mientras esto sucedía bajo el cielo azul, en muchos lugares a la sombra se pensaba en volver arrancar el motorcillo del verano, ése que funciona a medio gas y sin mucha combustión. Total, como patéticamente se ha demostrado en un hemiciclo repleto de individuos que hablan para sí mismos, el país entero se encuentra detenido en un arcén desolado, el dinero que nos hemos gastado aún no lo hemos devuelto y todo lo más andamos intrigados con quienes se dicen indignados (por bien poca cosa nos creemos valientes). 

Supongo que aún estamos en la etapa de dirigir la vista a otra parte cuando oímos eso de los recortes y las reformas. Afectará a otros; se referirán a los aeropuertos vacíos y las líneas de AVE cerradas por falta de pasajeros, pensamos. Y no es verdad. Las reformas, como el sol del verano, nos van a achicharrar a todos aunque haya quienes se refresquen mejor por tener piscina en casa (o en un banco de Suiza). En mi opinión, los políticos, tan incapaces ellos, no han comprendido que las reformas a las que aluden de continuo es un vocablo que involucra también al sistema educativo (decepcionante), el sanitario (ruinoso), la apuesta por la tecnología y la industria (timorata), el rechazo a los pelotazos (de boquilla), y que algún preboste vaya a juicio, coño (lo del AVE cerrado por falta de uso es de juzgado de guardia). 

De momento, salvo la ciudadanía, que aguanta todo y sabe bien lo que le espera, el resto vive en la expectación de un Deus ex Machina que resuelva el entuerto. Yo les pediría que mirasen hacia los países que fortalecieron sus economías tras una crisis aplastante (caso de Suecia) e incluso hacia los que llevan décadas metidos en ella (caso de Japón). Hay mucho por hacer y más aún por recomponer. Dejen de hablar para sí mismos y sus agendas políticas. Comiencen a moverse, aunque sea verano. Sobre todo se lo pido al señor del puro y la barba que habla comiendo sopas y aburre hasta a los vencejos: que aclare lo que va a hacer cuando gane, porque parece que va ganar, que de eso de mandar al leonés a su casa ya se han encargado los demás. 


viernes, 24 de junio de 2011

Dos flechas

Dos flechas. Una hacia la izquierda. Otra hacia la derecha. En España, cuando los políticos desbarran para que les escuche la ciudadanía, todo se reduce a eso: ser de izquierdas o derechas. Punto final. Unos, los progresistas. Otros, los liberales. Las políticas sociales, culturales, frente a las políticas capitalistas, mercantiles. Y todos, absolutamente todos ellos, centrados. In medio, virtus.  Aquí, en Euskadi, la cosa es más complicada. Hay izquierda y hay derecha. Y también flechas apuntando hacia arriba y hacia abajo. Son flechas oblicuas. Que cada lector interprete su sentido: en el fondo, la política no es otra cosa que una enorme rosa de los vientos.

Al ciudadano lo que le importa no es el sentido u orientación de las flechas que van sesgando el curso de la vida. Lo que realmente le preocupa es que la flecha hacia adelante (la del futuro) sea más grande que la flecha hacia atrás (la del pasado). Estos tiempos de crisis se caracterizan por tener una flecha hacia adelante muy corta (poca perspectiva de futuro) y una flecha hacia atrás muy larga (enorme dependencia del pasado). 

Yo tengo la sensación de que la flecha del futuro ha desaparecido casi por completo. Por eso no hacemos sino mirar atrás. Los políticos, los artífices de la polaridad social, se echan los trastos unos a otros desde su izquierda y su derecha. Culparse es algo que hacen muy bien, mucho mejor que buscar soluciones. Pero al ciudadano esa reyerta no le supone nada: con ello no se paga la hipoteca. Además, tanto a nosotros, los ciudadanos, como a ellos, los políticos, nos sentaba de cine una flecha gruesa en el pasado, aunque con ello flaqueara el futuro. De este modo, la rosa de los vientos pasó a tener una cola enorme, y un frente raquítico: bien se diría que tiene forma de cometa, salvo en el hecho de que no avanza, está detenido en el firmamento, y mientras no arranque no podremos sentirnos felices nuevamente. Curiosa contradicción la nuestra: tanto como nos gusta hablar del futuro y qué fácil ha sido hacerlo enfermar sin que nadie moviese un dedo por evitarlo.

Recientemente se le ha pedido a una de las flechas predominantes que, por favor, ponga esto en marcha de nuevo. No tanto porque estemos convencidos de su capacidad, que no lo estamos, sino porque a veces un cambio viene bien, resulta bueno. Si es así o no, está por ver. Pero o echamos a andar pronto otra vez, o alguien vendrá a firmar la muerte definitiva de nuestro futuro.


viernes, 17 de junio de 2011

Desequilibrio

Pese a que me paso el día en las nubes, literalmente, avión va y avión viene, me siento agradecido de poder pisar las calles de numerosas ciudades (españolas y europeas) en estos tiempos que corren. Escucho opiniones de muchos lugares. Este miércoles conversaba con alguien que está participando con los acampados del 15M en Gijón. Durante varios, abundantes minutos, le anduve escuchando, asintiendo de continuo con la cabeza ante las muchas y juiciosas razones que alegaba para darle la vuelta a la situación que vivimos. Se necesita un cambio, decía. No puede seguir todo como hasta ahora, continuó. De este movimiento surgirá un nuevo sistema, concluyó.

Lo del cambio no lo tenía yo muy claro, al menos el cambio que me estaban tratando de explicar. ¿Cambiar significa que a partir de este momento dejaremos de vivir de prestado? De alguna manera es lo que estamos ya haciendo y la consecuencia es nítida: tenemos al país estancado, generando paro y más paro, más y más pobreza, sin rastro de una industria que desatasque la cañería principal ni tampoco de esa innovación que iba a sacarnos del atolladero.

Lo de no seguir como hasta ahora, obvio es. Pero el nuevo camino que se me estaba exponiendo me convencía poco o nada. De eso ya hablé algún otro viernes. Y, por último, el parangonado nuevo sistema se reducía a una clase política con sueldos bajos, sin prebendas ni beneficios, honestos y honrados y perfectos, idealistas, etc. Y ahí se armó la discusión. Los motivos bien fáciles son de entender.

Es evidente que hay que promover una regeneración política y no sólo política: también social. La calle está repleta de ciudadanos que han replicado, a menor escala, las actuaciones que, en su conjunto, nos han situado en la práctica quiebra del estado. Ayuntamientos, autonomías, ministerios… sí, por supuesto, pero también empresas (bancos y cajas de ahorros, principalmente) y muchos particulares. Ha sido un mal colectivo, generalizado: una borrachera de dinero prestado del que ignorábamos su procedencia. De ahí que la reforma de la sociedad deba ser profunda, completa, íntegra, y liderada (bien liderada) por políticos audaces, intensos, como los de antes (decida usted cuándo fue eso).

En fin. Vivimos tiempos de equilibrios difíciles. Somos funámbulos sobre un alambre tendido encima de un precipicio del que no se sabe dónde está situado su fondo. Pero allá abajo hace mucho, mucho frío. Por eso conviene llegar, como sea, al otro extremo.


viernes, 10 de junio de 2011

Calles sucias

Las calles que solamente transitan las personas parecen más limpias. Las calles concurridas por vehículos, que son prácticamente todas, son siempre calles muy sucias. Hay una suciedad que no consiste en colillas pisoteadas, ni papeles desperdigados, ni restos de botellas de plástico u otras suciedades. Recuerdo a unos jóvenes que arrojaron, sobre un seto, los bocatas que ni siquiera habían mordisqueado. Esa suciedad no es sucia: es una suciedad incívica, maleducada, pero se elimina fácilmente. Apenas perdura su rastro. Pero las improntas de los vehículos no desaparecerán jamás mientras transiten por nuestras calles.

Visto desde la lejanía, las carreteras y autopistas son un confinamiento de la suciedad automovilista, negra y ruidosa, en medio del silencio y limpieza de los campos. Por si no se han dado cuenta, es el ruido el origen de toda la suciedad. Donde hay ruido no hay pureza. El campo es limpio: allí suena el río, el viento, los pájaros y las hormigas, que nosotros no escuchamos. La carretera es un rumor extraño que quiere parecerse, sin conseguirlo, al trueno. Y es negra. Nos movemos encima de inmensas alfombras negras que almacenan, y expulsan, suciedad. En las ciudades, las alfombras se extienden de tal manera que todo lo llenan. Tras haber convertido las ciudades en tránsito de vehículos, cada pírrico metro cuadrado ganado a los coches nos parece una victoria inmensa.

En Amsterdam, desde donde les escribo, uno puede pasear por calles con personas. Cualquier rincón o plaza junto a un canal es un remanso con rumores solamente de aire, personas o ciclos (que no son como los coches, las bicicletas limpian las calles). Me ha vuelto a sorprender cómo uno de los centros urbanos más concurridos de Europa es, al mismo tiempo, uno de los más silenciosos y más limpios. Es normal. La presencia de los coches nos vuelve sucios y maleducados, sus ruidos han llegado hasta muy adentro de nuestra psique, trastornándola de tal modo que nos da lo mismo el suelo limpio que el suelo sucio: el negro del asfalto y el negro de los neumáticos nos han apartado de la imagen de calles hermosas y repletas de gente o flores solamente. En Amsterdam apenas se ven coches.

Ahora entiendo el gusto de la ciudadanía por salir a hacer senderos y patear montes o valles: buscan la limpieza del silencio, como los girasoles buscan el sol. Conscientemente o no, hay un hedor en nuestras calles que nos empuja hacia el lugar de donde una vez surgimos.


viernes, 3 de junio de 2011

Pepinos alemanes

El miércoles volé con Iberia hacia Asturias desde Madrid. En la portada de esa revista aérea con que te obsequian, tan prescindible que sólo aparecen lujos y esplendores, me topé con cuatro prestigiosos cocineros que, según parece, confeccionan los menús de quienes mucho pagan por un asiento (a los demás pronto nos colocarán de pie o apoyados en una barra: hacinados nos llevan; ya es delito que donde más incómodamente se viaje hoy en día sea en avión). No leí sino los grandes recuadros de las entrevistas a los chefs, deseoso como estaba de avanzar con mi lectura habitual: todos ellos alababan los productos españoles, su calidad, frescura, su buen nivel, su acertada combinación para explosionar en la boca… Y entonces me acordé de los pepinos y de los alemanes.

A mí no me consuela que haya bocazas en Alemania. Bocazas hay en todas partes y, por lo visto, el misterio de las “pajines” se reproduce incluso en países de seria compostura como aquel. Pero sí me molesta, y mucho, que pasen estas cosas de echarle la culpa a los pepinos españoles de la bacteria E-coli y a nadie se le caiga la cara de vergüenza. Leo las reacciones: ¿exigir responsabilidades? Eso por descontado, aunque no se sepa muy bien en qué se traduce tal cosa ¿Dimisiones? Qué iluso soy. ¿Cooperación para arreglar el desaguisado? Ya están tardando. ¿Una cumbre, una reunión, un loquesea? Veremos qué pasa. Pero mientras llegan las claves políticas, en las otras claves, las sociales, hace ya tiempo que se enarbolaron las lanzas que traspasaron nuestro corazón agrícola.

Es el colmo, un colmo aburrido ya, que cada vez que aparece una bacteria, nueva o vieja, o un virus nuevo, o un bicho distinto, se hable de los miles o millones de posibles víctimas que van a morir. Aún estoy esperando el recuento del holocausto titulado “gripe A”. Menuda patraña, como tantas. Y en todas siempre se busca un culpable. Sin culpable no hay anuncio ni información posible. Hemos llegado a un momento de la Historia en que se puede señalar tranquilamente a cualquiera con el dedo para convertirlo en chivo expiatorio de los propios pecados. Cuando los ignorantes ejercen su dictadura mucho coraje hay que tener para decirles que se metan sus voces donde les quepa. Y más coraje se necesita para denunciar a los medios arracimados que intoxican para vender más. 

Pepinos… Menuda tiparraca la tal Cornelia Storck: así la mandasen a casa a llorar el despido fulminante por culpa de su idiotez (cosa que entra sin bacterias de por medio). Y menudo ejemplo que estamos dando en esta desgastada UE a la que cualquier crisis desborda. 


viernes, 27 de mayo de 2011

Lo primario

¡Cómo nos cuesta abandonar los proyectos que abordamos! Especialmente si llegamos a convertirlos en una segunda piel de nuestro cuerpo, cuando no en el alma que lo impulsa. Tremenda equivocación, en todo caso. Nada hay tan sano e higiénico como apartarse de lo que uno hace, por mucho que lo venga haciendo. Mala cosa es que el verbo ser y el verbo hacer confluyan. Y eso es justamente lo que ocurre en infinidad de ocasiones. 

Traigo a colación este asunto de la resistencia a abandonar lo que uno emprende por el ruido postelectoral que esta semana nos ahoga. Y que conste que no me parece nada mal que nos ahoguen los desalientos de los políticos. Acostumbrados como estamos a que nos asfixie la crisis y sus innumerables raigambres, que se han adueñado de todos nuestros despertares, esto de ver a algunos de ellos con el rostro lívido de la inmensa bofetada ciudadana, gusta. Y lo digo por mí que, como bien saben, no opté por nadie el pasado domingo. Pero da lo mismo. Ahí están, con sus declaraciones atropelladas, su inquietud desasosegadora, la frustración que todo lo destroza. ¿Aún creerán que no había motivos para tanto? 

Pero el más divertido de todos es su número uno. Sí, el señor que nos preside, el mismo. Más que a ningún otro, es a él a quien el proyecto se le ha venido abajo (en realidad, estaba muy hundido hace ya más de un año, pero no quería decírnoslo). Usted, caro lector, quizá coincida conmigo en que una cosa así, como la que se le ha venido encima tras la apertura de las urnas, sólo se resuelve dimitiendo. Las patadas en el culo tienen estas cosas, que te empujan de donde estás y te tumban en la arena. Pero los tejemanejes del poder son capaces de decir que han esquivado la patada, mientras se hace uso de toda la nación (la que le vota y la muchísima que no le vota) para proseguir como si nada. Ahora es cuando nace la política en su versión más pura: las cuadraturas del círculo, la hipocresía del qué decir para poder decir lo mismo sin evidenciar lo que estoy diciendo, el insoportable tinglado de la farsa de la colocación laboral (¿han pensado a dónde van a ir los muchos que se han quedado sin trabajo político?), el nauseabundo juego de los tiempos…

Y mientras tanto, va creciendo el paro, el mercado está poco menos que muerto, por doquier sigue sonando el “sálvese quien pueda”, y ellos… ¡qué graciosos ellos!, unos esperando su momento con la mayor de las sonrisas y otros temblando por el peor de los porvenires. 


viernes, 20 de mayo de 2011

DRY

Me envían un enlace donde figuran las reivindicaciones del movimiento Democracia Real Ya. Lo leo con algún detenimiento y ejecuto ese acto simbólico de borrar el enlace: igual que tirarlo a la papelera. No me interesa. Me pregunto por qué algo tan juicioso como protestar por el modo de hacer política se tiene que preñar de reivindicaciones que, cuando menos, deberían discutirse primero. Para mí el problema de la política democrática que nos tiene a todos castigados no reside en si hay que contratar más profesores o menos, si es justo eliminar los privilegios de la casta política, si hay que reducir la jornada laboral o triplicar el subsidio de desempleo. Para todo eso ya hay partidos políticos que lo incluyen en sus propuestas (hay muchos más partidos de los representados en el parlamento, pero no se les ve). 

En efecto, vivimos apretujados por innumerables problemas. Llevo cerca de un año y medio denunciándolo, en la medida que me resulta posible, desde esta columna. Estoy indignado, pero con una indignación que no nace del célebre panfleto articulado por Stéphane Hessel, de quien admiro la idea, pero no lo escrito. Y también me siento harto de las derivas absolutistas de la política, pero no hasta el punto de afirmar que son todos la misma mierda y que la verdadera pasa por apeaderos construidos sobre no sé muy bien qué cimientos. 

Este domingo introduciré un sobre vacío en todas las urnas que me pongan delante y lo mismo haré cuando estas larguísimas elecciones generales concluyan. Durante la última década no he visto sino pudrirse, nauseabundamente, todas las libertades y derechos y obligaciones que como ciudadano tengo. No votaré una sola sigla para que luego un corifeo haga lo que le venga en gana, así sea una guerra o una crisis, mientras los que le rodean, prosélitos que se creen salvadores, se cansen de decirle al pueblo cuáles son sus necesidades en vez de escucharlas, que es lo que deberían.

Para nada de esto necesito un grupo, por numeroso que sea, de vocingleros, que enarbolen la bandera apartitocrática para sumergirse de lleno en política reivindicando unas propuestas que no me parecen cosa distinta de lo que algunos ya dicen y no hacen. Vocearé el primero, donde sea, igual que aquí, para añadir un ítem a la lista de los graves problemas que nos han sobrevenido mientras nadie de la política real ha querido, sabido o podido hacer las cosas de otro modo. Y otro modo hubiera sido, simplemente, preguntando. 


viernes, 13 de mayo de 2011

Plagios

Hay un grupo en Alemania consagrado a perseguir plagiadores: esto es, a cotejar obras, unas con otras, y acusar a quien ha tejido copias flagrantes para componer la suya propia. Supongo que recuerdan el caso del ex ministro Guttenberg, acusado de plagiar tres cuartas partes de su tesis doctoral, o el más reciente (sin resolución todavía) de la vicepresidenta del parlamento europeo. En el país germano una tesis es asunto bastante serio por la respetabilidad y prestigio que confiere ser doctor, especialmente si se ejerce función pública. Y en cualquier otro lugar del mundo tendría que considerarse de forma análoga, cosa que no siempre ocurre, como por ejemplo aquí, en España, donde si proliferan los currículo del tipo “con estudios en” (por aquello de evitar decir que no se alcanzó el título) cómo no van a menudear los fusilamientos del dos de mayo.

El mundo académico está plagado de plagios. No podía ser de otra manera en un sistema endogámico y, por ende, mediocre. Pero en el exterior de sus puertas las cosas discurren de manera muy parecida. Los escritores se plagian unos a otros (en ocasiones quienes plagian, sin que se enteren, son sus negros). Los músicos, ni les cuento. Los creativos publicitarios copian sin pudor y con absoluto descaro las ideas brillantes ocurridas en el ingenio de los demás (generalmente estos son quienes no se denominan a sí mismos creativos). El mundo del cine es un plagio continuo donde, salvo excepciones, se cuentan siempre las mismas historias (las firme Reverte o Perico el de los Palotes). Y la política, por supuesto, se reserva para sí los mejores platos.

En el medievo, los copistas transcribían manuscritos antiguos que intentaban mejorar sin limitarse a copiar exactamente. Hoy en día, quienes sienten la tentación de infringir los límites de la propiedad intelectual, ni tan siquiera se limitan a mejorar lo plagiado. Unas veces reproducen tal cual, con ínfimas modificaciones. Otras invocan intertextualidad, como en su día discurrió Luis Racionero, o el carácter épico del rapsoda, Alberto de Cuenca dixit. A menudo se excusan en la abundancia de lugares comunes con los que se identifica tanto su obra como la original. Aunque es mi favorita que –en el colmo del cinismo los plagiadores se consideren a sí mismos rendidores de un sentido homenaje al autor o autores copiados.

Qué quieren que les diga. En un mundo en el que incluso Obama plagia u homenajea a Bush, todo es posible.


viernes, 6 de mayo de 2011

De oro y barro

Lo de Marta Domínguez, la atleta de mi Palencia querida, no tiene ninguna gracia. Lo que le ha pasado yo sólo lo había visto en los tebeos del Mortadelo o en las películas del Inspector Clouseau. Quiero pensar que fue una paranoia la causante de que palabras suyas cotidianas (oro, pendientes, ron, regalos, limpieza) fuesen interpretadas como improntas de un código secreto con el que encubrir actuaciones delictivas (testosterona, ampollas, fármacos, dopantes o rastros de dopaje, respectivamente). Pero entonces, si todo fue debido a una alucinación transitoria, ¿por qué se puso tanto empeño en tirar de un hilo que no conducía a parte alguna, salvo al ridículo? Porque, mientras tanto, los medios de comunicación, cuya saña regocija con fruición a las masas, ya habían acabado con la pobre e inocentísima atleta. Los largos interrogatorios, las imágenes de la policía, las noticias incriminatorias… ¿A quién no le parece cabal que la policía actúe cuando la cosa está meridianamente clara? Pues no. La policía, la prensa, el consejo ése de los deportes y el propio Gobierno actuaron tramposa y cínicamente tratando de empapelar a la fondista a toda costa (y lo que es peor: sin pruebas).

Si a usted, lector, le gustan los refranes, permítame recordarle uno que tendría que pintarse con letras grandes en el muro del oprobio y la vergüenza: “Cuando el río suena, agua lleva”. Es posible que cierta prensa viva de sus titulares, el Gobierno de sus mentiras, y la policía espero que no viva de fabulaciones. Pero, ¿y nosotros? Seamos sinceros: a la gente le encantan las difamaciones, los embustes, los anónimos, vapulear al prójimo (especialmente si lo envidian o consideran superior) y menoscabar como sea el honor ajeno. Es notable cómo los más indignos son quienes primero denuncian la indignidad del otro, exista o no (que no suele). ¿Suena el río o dicen que suena? Qué más da: al final, ante la falta de persistencia de una memoria poco robusta, lo que importa es el trabajo de zapa que supone menoscabar como sea el esfuerzo y la dignidad de las personas. Si no rinde fruto ante la Historia, al menos extenderá una sospecha incierta entre las mentes menos exigentes, que son muchas. Tarde o temprano, la justicia se olvida, queda el sentir del pueblo y su sentencia final.

No hay crédito en una acusación chismosa, en un dicen que, en el se rumorea. El camino de la difamación ensucia con barro y limo mugroso a quien por él con idealismo y honradez transita. A nadie más, pese a quien pese.


viernes, 29 de abril de 2011

De boda

Atendiendo lo que dicen las portadas, hay boda, y es real: en ambos sentidos, porque el desposorio es una realidad y porque está afectado de realeza, en este caso británica, cuyo pueblo hoy lo festeja por todo lo alto (y tanto: hoy no se trabaja en Gran Bretaña).

Esto de que se case un príncipe, es decir, un hombre que puede llegar a reinar, es asunto que enciende el ánimo de la gente, como el fútbol o las motos, pero de otra manera: a la realeza no se llega sino naciendo (muy) afortunado o casándose con alguien que ya nació con tal fortuna. Y ahí está el meollo. La fascinación por la boda de hoy no refleja sino la solidez ritual de esta arcaica e inútil estructura medieval que se empeña (y lo consigue) en perdurar. Los reyes, despojados de toda potestad, relegados a ser meramente protocolarios y representativos, deben de hacer brillar sus halos de resplandeciente innecesidad, no sea que en alguna vuelta de tuerca al populacho le dé por recordar cómo era eso de tomar la Bastilla, y para qué. 

Sin embargo no creo que lo de erradicar este mayúsculo absurdo que es la monarquía sea algo urgente que necesite de nuestra atención ahora mismo: a mí, por ejemplo, sí me convence la inteligente diplomacia negociadora de nuestro rey, pero no me convencen las ocurrencias del resto de su familia, por lo que mucho temo que lo siguiente tendrá mucho que demostrar que no es amplia y profundamente prescindible. Pero como es cosa venidera, mi inquietud puede esperar un rato largo. Además, quienes pensamos de esta guisa quizá lo hagamos en franca minoría. No lo sé, puede ser. Y no es menos cierto que hay otras cosas mucho más preocupantes en este momento, comenzando por la política y acabando por los políticos, que en esto sí que hay mucho tomate y unas ganas locas de liarse la manta a la cabeza a consecuencia de tanta ineptitud y tanta mandanga que hemos de soportar un día sí y otro también. 

Y oiga, lector, habiendo tantos frentes, no podemos batallar en todos. De manera que lo mejor será desear toda la felicidad del mundo a esa pareja que hoy contrae matrimonio, lo mismo que si no fuesen príncipes, guardar lo de la inutilidad ornamental en que se basa su estatus para otro momento, y seguir dando leña donde la cosa está que trina, que a mí aún no se me ha pasado el disgusto de que me bajen la pensión, o de ver la injusticia con que algunos han querido enterrar a una atleta de mi tierra que, además de ganadora, era inocente de todo pecado.


viernes, 22 de abril de 2011

Silencio Santo

Si hay algo que me agrada de la Semana Santa, que no celebro, pero sí conmemoro, es la predisposición que ofrece a desviar la atención de los asuntos mundanos, que causan bullicio y confusión. El tinglado de la cosa pública, de esta decadente gobernanza del dinero y sus tentáculos, que estruja hasta la asfixia con su abrazo mortífero, produce consiguiente hartazgo y hastío. Nos indignamos, cierto, pero no logramos aliviar la apretura sólo con el enojo. Y en esa impotencia aterradora, subyugados por poderes que se escapan a nuestro control, y casi siempre también a nuestro entendimiento, vamos muriendo como ciudadanos libres, como hombres y mujeres que avanzan en la Historia.

Me pregunto: ¿quién podría morir hoy por nosotros, liberándonos de esta corrupción codiciosa que deteriora todos los órdenes de la vida? Desde la tristeza me respondo: nadie. Nosotros mismos hemos de expulsar al invasor amparado en la codicia que crece por nuestro olvido de catástrofes anteriores y que refleja, en toda su abominación, el mecanismo recientemente diseñado para hacer de este mundo lo que es: abismales diferencias entre pobres y ricos, injusticias nunca resueltas porque sus intereses (creados) nos salpican a todos. El monstruoso mecanismo es tan vasto y tan intrincado que, concluimos, nada lo puede parar. Pero esa conclusión sólo es propicia para quienes han de ser –más que nunca antes– derrocados. El ruido beneficia a los amos del mundo. Por eso lo generan.

No dejo de repetírmelo: necesitamos actualizar nuestra percepción de lo que está sucediendo, de lo que estamos haciendo, de hacia dónde nos encaminamos. ¿Hasta cuándo vamos a permanecer ciegos y sordos, drogados de fútbol y televisión, manteniendo el resto de los sentidos en un abotargamiento tal que incluso esta realidad incalificable, negruzca, es respondida con el inmovilismo? ¿Qué ha de ocurrir para que, encolerizados, decidamos de una vez que todo este tinglado es una farsa, que la vida está cubierta de inmundicias esputadas por unos pocos y mantenida por la insoportable ignorancia de quienes ejercen nuestra representación, y que reaccionemos en proporción a la gravedad del asunto, que es mucha?

Aprovecharé este Silencio Santo, silencio de Semana Santa, de la muerte de alguien que dicen que se sacrificó por nuestro bien, aunque yo no lo crea, para ahondar en estas reflexiones, no sea que la hartura y el cansancio me impidan luego reaccionar: justo lo que me venía pasando hasta ahora.