viernes, 29 de marzo de 2019

México obrador

Tanto cariño como le tengo a México y que venga ahora con esas Andrés Manuel López Obrador. Qué demonios tendrán los populismos que son incapaces de no urgar en la Historia. Me apremia que Vargas Llosa se me haya adelantado en la respuesta (él no necesita esperar a los viernes), pero yo no reprocharía a AMLO que México siga desaprovechado su independencia para restaurar los derechos de las poblaciones aborígenes en su territorio. No solo: le censuraría también que se arrogue el deber de exigirnos perdón galileano porque, de otro modo, no existirá reconciliación entre los pueblos español y mexicano. Lo cual significa que AMLO piensa que vivimos un periodo de turbiedad y enfrentamiento. Y yo sin darme cuenta...
Dicen las estadísticas que en México menudean cinco mil empresas españolas, casi todas pequeñas y medianas (la mía, pequeñísima, es una de ellas), ninguna con ánimo de reconquista por más que nos pese que en Tijuana los taxistas se espanten de los íberos que solo saben comer pan (en vez de tortitas) y beber vino (en lugar de cerveza: por cierto, me encanta la cerveza Negra Modelo). En pocos siglos hemos pasado de las conquistas, las espadas, la viruela y los caballos a una mucho más apacible y neutral batalla, la de productos y servicios, la de la industria manufacturera, la que crea porvenir y oportunidades. A ambos lados.
Esta otra lid de la continua reescritura histórica, tan anhelada por políticos que hablan al pueblo como si tuviesen el poder divino de erigirse en salvadores, produce siempre el mismo pasmo. Qué aburrimiento. Y qué mezquinos se vuelven los sentimientos nacionalistas a poco que caigan en manos de desaprensivos que ignoran que las naciones, deambulando por los siglos, se han mestizado todas. Pero este asunto del nacionalismo latino no avanza, enquistado como se encuentra en las meninges de todos en quienes, de repente, irrumpe el asombro de las carnicerías y otras usanzas de tiempo muy atrás. Lo sencillo es encontrar un culpable y esparcir en su sombra todo tipo de barbaridades mediante cartas a reyes o papas de ahora (lo de AMLO ya lo hizo el inefable Hugo Chávez hará una docena de años quejándose a Benedicto XVI del “holocausto aborigen” perpetrado por los españoles)".
Y mientras todo esto lo piensa AMLO, en Irapuato ha aumentado escandalosamente la violencia y el desabastecimiento de combustible hace que algunos abran agujeros en los conductos. Pero claro, lo apremiante es la Historia.

viernes, 22 de marzo de 2019

Viajes


Suele ser habitual que, cuando hablo en estas columnas de las cosas que he visto o sentido en alguno de mis viajes, lo primero que escuche sea eso de: “¡Qué suerte tienes! ¡Cómo viajas!”. Cómo por cuánto, claro está, porque si realmente la exclamación se orientase al modo, habría de responder de inmediato: “como las sardinas en conserva”. Pero sucede que en estos tiempos que corren lo del modo de viajar transita el camino inverso al que abrió la comodidad, y todos tan contentos por la poquísima cantidad de parné que uno necesita emplear en eso de llegar a otra parte.
Son tiempos, digo, en los que se encuentra sublimada la noble experiencia de ir a otro sitio no por el descubrimiento interior que supone sino por el lamentable afán de decir que se ha estado, subir nuevos autorretratos (cientos) a Instagram, comer cosas exóticas (las mismas que cuesta tan poco encontrar ya en los supermercados) y dárselas uno de ser muy viajado y devoto del movimiento perpetuo a poco que esté cayendo el fin de semana o, aún mejor, un buen puente, de esos que menudean por el calendario laboral.
Decía Juan Gelman que leer es viajar por uno mismo. La lectura, al menos, se encuentra rebosante de viajes interiores, que son los más importantes y no tienen nada de molesto salvo que uno reduzca la suscripción al transporte en metro, que es lo más parecido a esa experiencia horrenda en que se ha convertido el viaje en avión, donde lo que rebosa es la inconveniencia y las molestias: nos transportan sin espacio, tratándonos de cualquier manera, y hasta de pie nos quieren acabar moviendo (exactamente como en el metro) por los cielos.
El viajero de este siglo es un ciudadano que sabe moverse por todas partes, menos por una: como las penínsulas (el istmo lo constituye, por supuesto, el yo interior que solo viviendo otras vidas en las páginas de un libro se descubre). Supongo que la cosa va de las experiencias, algo en lo que yo suelo estar mal versado. Los amigos de Queco, en quienes aflora la incipiente rebeldía quinceañera, le dicen que, de bueno que es y parece, no está viviendo la vida. Y yo le replico que hay muchísimas más vidas en una sola bien empleada que en miles sometidas al castigo del festejo perpetuo y decadente. Pero que para ello tendrá que hacer dos cosas muy principales: una de ellas será leer; la otra, viajar como ya no se acostumbra: sin decidir a dónde, que la vida lo disponga. Así sea en latas aladas de sardinas antropomórficas.

viernes, 15 de marzo de 2019

Pellas


¡Qué caramba!. Hice novillos justo en el duodécimo aniversario de mi presencia aquí ante ustedes, caros lectores. La semana pasada (si no se dieron cuenta, se lo cuento) no salió publicada esta Philosophiae Naturalis. Me encontraba en México y las ocho horas de diferencia horaria obraron la preterición. Vaya: que se me fue el santo al cielo o la pinza a no sé dónde, que se dice ahora. Cuando Alberto, de DV, indagó mi ausencia, ya se había pasado el arroz. En México me encuentro últimamente muy omiso: como me encantan sus gentes y el país en toda su extensión, no tengo propensión a acordarme del mío ni tampoco de las obligaciones contraídas. Cosas de la edad, supongo.
En el mexicano Torreón, ciudad del Estado Libre y Soberano de Coahuila de Zaragoza, formamos una buena pella unos cuantos que allí nos reunimos para hablar de lo que nos une y de lo que, no uniéndonos, concita interés. Ya saben, la parte técnica refiere a recubrimientos y cosillas afines en las que ejerzo (por cierto, cuánto más exhibo allí y no aquí, qué gustazo de libertad creativa estoy viviendo) y lo personal a la situación peculiar que se está viviendo en el país hermano. Con las primeras medidas (populistísimas) del Gobierno de López Obrador ha temblado toda la industria. El insigne preboste aún no ha alcanzado las cimas sociales venusinas (por venéreas, más apropiada refiriéndonos a los viernes, pero suena feo) de nuestro Sánchez, pero en ello anda.
Echa uno la mirada en derredor y descubre esta clase política arribista y populachera, para quienes los progresos provienen de un maná benéfico caído de las páginas de los libros de economía y no del esfuerzo de personas y empresas en afrontar cargas impositivas. Con todos los matices que ustedes quieran podemos incluir en ello lo de México, pero también el Brexit, lo de España y su Cataluña y su VOX y los “wecaneros” de Pablete, Trump, Syriza, la AfD alemana, el FPÖ austríaco, la incombustible Le Pen, todo el arco nórdico… ¡Cojorbas!: no parece que haya lugar alguno a buen resguardo. Apuntamos a los políticos, pero a los políticos los vota la gente, luego es la gente quien admite las tesis populistas.
La pella populachera engrosa más y más esta civilización milenaria nuestra. Uno lo puede contemplar desde fuera, con cinismo o perplejidad o indignación (según corresponda), lo puede ignorar o puede advertir que es ahí donde de repente quiere estar. La fe del converso es magna. Lo ínfimo es la razón.

viernes, 1 de marzo de 2019

Del amor al odio

No hagan caso de las sirenas de alarma y las voces que tildan de fracaso el segundo encuentro entre Trump y Kim Jong-un. Lo de Estados Unidos y Corea del Norte es, ciertamente, difícil de creer. Dice un viejo dicho (atribuido por algunos a los klingon) que “solo Nixon podía ir a China”, lo que ocurrió en 1971, cuando este, un anticomunista de categoría, visitó Pekín, Hangzhou y Shanghái, instaurando una nueva era diplomática con el temible adversario asiático, entonces gobernado por un decrépito Mao que trataba de insuflarse vida desflorando nínfulas. Por eso me pregunto si resulta tan extraño que sea finalmente ese orate de Trump quien acabe llevándose a casa el Nobel de la Paz que algunos concedieron a Obama por un solo discurso. 

Andaba hasta ayer mismo el rubio platino loco de contento con sus hallazgos y adelantos en política oriental, con una complicidad casi íntima (porque nadie en su sano juicio la calificaría de mística) con el moreno de corte de pelo inefable, y diciendo por Twitter que la reunión con su joven colega había sido tremenda. No sabemos muy bien lo que eso significa, si es que significa algo: ¿sobrecogedora?, ¿sorprendente?, ¿inmensa?, ¿tal vez negativísima?. En la personalísima hagiografía que se está construyendo el neoyorquino ese adjetivo le viene bien en cualquiera de sus acepciones incluso a la estampida con que abruptamente se cerró el idilio ayer mismo. 

Sinceramente, dudo que esta Cumbre entre los de las barras y estrellas y los de la estrella única sobre fondo rojo entre dos mares, haya sido un solemne (¿tremendo?) fracaso. Ambos mandatarios necesitan hacer ver que ellos dos se bastan para conseguir avanzar unas relaciones antaño tensas hasta el no se sabe muy bien qué de hogaño (me reservo el tremendista palabro). Estas cosas de la diplomacia son así. Unos ratos Trump y Kim (trampiquín: descubrimiento léxico) se llevan a partir un piñón y en los ratos siguientes no se pueden ni ver. Que sea por un quítame allá todas esas sanciones que ya me quito yo unas pocas bombas nucleares, es lo de menos. Los guisos requieren tiempo y las prisas de la Historia solo las tienen quienes se sienten urgidos a entrar en ella por la puerta grande (esa que, según Les Luthiers, siempre produce algún impacto por hallarse cerrada). 

Total, que estábamos divertidos con las cartas de amor de los dos mancebos veroneses y ahora lo que estamos es intrigados por cómo sigue la historia. Una historia tremenda.