Por
aquello de la peculiaridad de las existencias que se viven, cada cual contempla
las últimas hojas del calendario de acuerdo con sus solas apreciaciones. Unos
sentirán el alborozo de una nueva vida que llegó. Otros, la pesadumbre del
bienestar huido. Habrá quienes lloren amargamente las pérdidas y quienes se
regocijen por el éxito de los negocios. Pero, ineludiblemente, todos anotamos
un año completo en el incesante trasiego de la vividura, que de tal manera
atisbamos los humanos la existencia a la que hemos sido arrojados.
En un mundo sin magia, el trajín grandioso de
las tradiciones invernales sirve de consuelo al mero coexistir con el conjunto
de todas las cosas vivas. Con ellas simbolizamos los mayores el encanto de
compensar nuestras aflicciones con parte del cariño que fuimos dejando atrás a
lo largo de los años. Pesares o alegrías, no son sino desgarrones y andrajos de
una felicidad extinta, de cuando dejamos de ser niños, y que, ahora, se ha
convertido en otra cosa, como una pizca de luz y encanto guardado en un viejo
morral en el que rebuscamos para recordar de dónde provenimos y hacia dónde vamos,
si es que nos dirigimos a alguna parte.
No diré mucho del año que concluye. Bien sabe
mi alma lo tortuoso, mísero y lastimero que ha sido. Los ojos del rostro solo
saben mirar hacia adelante, que para observar en derredor es obligado girar la
cabeza, y no contemplo opción distinta a seguir atisbando lo que el futuro
inmediato quiera deparar. Bueno, malo o peor, tanto da. He ido caminando por un
reguero de sufrimiento que, a estas alturas, se me antoja interminable. Y es
posible que, en otros doce meses, todo continúe igual. Pero ni siquiera esa
perspectiva luctuosa empañará el capricho que tengo por salvaguardar la
lucecilla del morral que, con viso mortecino, alumbra mi entendimiento para
dedicar mi vida a las pocas cosas buenas que en ellas otorgan sentido a los
pesares. Es como el hálito lene de una ceremonia oficiada en algún altar ignoto
y que obra su sortilegio porque, dentro de mí, aún hay esperanza hacia todo lo que
es mágico.
Ojalá en las últimas campanadas se detenga el
tiempo unos instantes y podamos así, todos, observar lo que somos desde la
distancia, sin aflicciones ni inquietudes. Los asuntos diarios seguirán ahí,
donde están, la mañana siguiente, pero durante ese brevísimo parón emocional
algo dentro de nosotros, siquiera levemente, habrá cambiado. Y es muy necesario
que así sea.
Feliz Año Nuevo.