viernes, 27 de diciembre de 2019

Detener el tiempo


Por aquello de la peculiaridad de las existencias que se viven, cada cual contempla las últimas hojas del calendario de acuerdo con sus solas apreciaciones. Unos sentirán el alborozo de una nueva vida que llegó. Otros, la pesadumbre del bienestar huido. Habrá quienes lloren amargamente las pérdidas y quienes se regocijen por el éxito de los negocios. Pero, ineludiblemente, todos anotamos un año completo en el incesante trasiego de la vividura, que de tal manera atisbamos los humanos la existencia a la que hemos sido arrojados.
En un mundo sin magia, el trajín grandioso de las tradiciones invernales sirve de consuelo al mero coexistir con el conjunto de todas las cosas vivas. Con ellas simbolizamos los mayores el encanto de compensar nuestras aflicciones con parte del cariño que fuimos dejando atrás a lo largo de los años. Pesares o alegrías, no son sino desgarrones y andrajos de una felicidad extinta, de cuando dejamos de ser niños, y que, ahora, se ha convertido en otra cosa, como una pizca de luz y encanto guardado en un viejo morral en el que rebuscamos para recordar de dónde provenimos y hacia dónde vamos, si es que nos dirigimos a alguna parte.
No diré mucho del año que concluye. Bien sabe mi alma lo tortuoso, mísero y lastimero que ha sido. Los ojos del rostro solo saben mirar hacia adelante, que para observar en derredor es obligado girar la cabeza, y no contemplo opción distinta a seguir atisbando lo que el futuro inmediato quiera deparar. Bueno, malo o peor, tanto da. He ido caminando por un reguero de sufrimiento que, a estas alturas, se me antoja interminable. Y es posible que, en otros doce meses, todo continúe igual. Pero ni siquiera esa perspectiva luctuosa empañará el capricho que tengo por salvaguardar la lucecilla del morral que, con viso mortecino, alumbra mi entendimiento para dedicar mi vida a las pocas cosas buenas que en ellas otorgan sentido a los pesares. Es como el hálito lene de una ceremonia oficiada en algún altar ignoto y que obra su sortilegio porque, dentro de mí, aún hay esperanza hacia todo lo que es mágico.
Ojalá en las últimas campanadas se detenga el tiempo unos instantes y podamos así, todos, observar lo que somos desde la distancia, sin aflicciones ni inquietudes. Los asuntos diarios seguirán ahí, donde están, la mañana siguiente, pero durante ese brevísimo parón emocional algo dentro de nosotros, siquiera levemente, habrá cambiado. Y es muy necesario que así sea.
Feliz Año Nuevo.

viernes, 20 de diciembre de 2019

Pactos


Celebraré que, por navidades, se consume la investidura de quien, en tan solo 24 horas, cruzó el turbulento trecho que media entre el insomnio y un abrazo. De jactancioso a entusiasta: “marchemos francamente y yo el primero”, vino a decir. Hay quienes explican el viraje en la ansiedad de poder, pero yo sigo sin entender por qué eligió ese destino tras la ciaboga, porque el poder también lo hubiese conservado con alguno de los otros puertos. Pero hubo de escoger a los extremistas, vaya usted a saber bien por qué. Tal cosa no se ha explicado más allá de un papelito donde aparecía la palabra progreso y a la que se añadió una inicial declaración de respeto a la Constitución, prontamente corregida por otra de respeto solo al orden jurídico.
Estoy con quienes piensan que la desvergüenza es de proporciones colosales, pero un hombre sediento de poder, aunque no sepa hacer nada, como es el caso que nos ocupa, es bien capaz de cualquier cosa. Pero, aun con todo, tengo apetencia por vislumbrar qué demonios depara todo esto, cómo serán los días con un Gobierno encorsetado por extremistas de todo tipo (menos de la derecha). Necesito hacer yo mismo el análisis. No me sirve que aplauda la militancia, que esa lo aplaude todo, hasta las derrotas en que acaban venciendo. Tampoco que asientan los indignadísimos que, en tediosa espera de un programa común, se ven pisando alfombra y coche oficial: nada tan pródigo como cambiar acampadas por despachos de la administración del Estado. Me preocupan, eso sí, los independentistas. ¿Qué querrán y qué se les dará? Y tengan por seguro que, tras ellos, vendrán los demás. En un reciente recuento de naciones hispanas, a uno le salieron ocho: ancha, muy ancha vuelve a ser Castilla desde que la unieron a León. Yo, extremeño, me ciscaría en sus muertos.
Esto de España se desmorona y nadie advierte que nada impedirá que se siga demoliendo lo poco que quede tras la voladura. Iniciada la taificación, el futuro se muestra impenetrable. El monclovita, por aquello del qué dirán, se ufana en conversar por teléfono durante un cuarto de hora con todos, pero esos mismos todos coinciden en resumir lo conversado de manera distinta a la suya. Mal asunto: suena a pose. Está claro lo que claro estaba desde el principio: solo presta atención a hegemonistas y empoderados. Los demás, por desclasificación, a verlas venir. Y, ¿saben lo peor? Que nos hemos acostumbrado y ya no nos ofende casi nada.
Les deseo una Feliz Navidad.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Chon

Mi madre, Asunción Melado, falleció en la noche del día de la Inmaculada. Por la tarde había hecho rosquillas y habló con ilusión de las navidades. Tras cenar, se sentó a ver una de sus series favoritas y se acostó como acostumbraba. Cuando yo me retiré, mi madre oyó ruidos y, sintiéndose mal, quiso levantarse para ir al baño. Tuvo un desfallecimiento y cayó al suelo. Estaba en espera de un cateterismo para reemplazar la válvula aórtica, algo que los médicos no consideraban urgente. Emergencias llegó con rapidez, pero se limitaron a colocar un gotero y decir que la llevásemos al hospital. Ella no quería. Yo tampoco. Fue mi hermano quien tomó la decisión. Cuando la subieron a la ambulancia, mi madre clavó su mirada en mí, afligida de angustia. Es la última imagen que guardo de ella. Falleció al llegar al hospital por paro cardíaco, complicado con un soplo que sufría desde niña.
Volví a casa cuando despuntaba el alba. Hacia las diez instalaron sus restos en el tanatorio del pueblo, una casa donde otrora, cuando el pueblo rebosaba vida, se celebraban bailes. Lavé toda su ropa de cama y la tendí en el balcón de la contigua casa familiar, ubicada en un enclave privilegiado, donde la mañana, gélida como ninguna, me regaló una estampa prodigiosa de sol y pureza, la misma que mi madre podía contemplar a diario: el corral, la huerta, el regato del Chorro, y más allá la inmensa Peña Gorda, que da nombre y sentido al lugar. Cómo no iba a estar enamorada del pueblo si podía contemplar el mismísimo Edén con sus ojos desnudos…
La enterramos al día siguiente, sin sol y bajo un manto de nubes. El alcalde no quiso conceder la voluntad de inhumarla junto a mi padre y ubicaron la tumba en el otro extremo del camposanto. Con la tierra cubriendo sus restos, desapareció una mujer admirable, nacida con la Guerra Civil, que trabajó toda su vida a destajo, como madre y como maestra, con una perseveración que ninguno de nosotros tendrá jamás. Incluso comprendí, finalmente, por qué sus antiguas alumnas volvían a visitarla veinte años después de dejar el colegio.
La sensación que siento es muy rara. No es solo una inmensa pena, como cuando murió mi padre. Es peor que eso. Es un silencio desgarrador que me consume por dentro y sé que me ha de devorar lentamente sin yo advertirlo, como una pernoctación eterna sin techo. Como un vacío profundo que emerge del hoyo donde reposan sus restos para siempre, y que sabe que yo soy el siguiente.
Adiós, mamá.

viernes, 6 de diciembre de 2019

Pisando


Antes del puente de diciembre, el adviento deja una chocolatina trienal: un informe educativo. Y uno bien amargo el de este año. De hecho, está o ha estado en boca de todos, pese a la efimeridad de los asuntos que se tratan hoy en día. Los malos resultados del último informe PISA, que en tan penoso lugar dejan a los alumnos patrios, nos sitúan años por detrás de las sociedades asiáticas.
No sé de qué se asombran algunos que han hablado… Hace tres años, cuando el informe parecía favorable, brindábamos con champaña y nos creíamos de los más aventajados de Europa. Hogaño, plegamos velas y nos dolemos las costuras. Somos, como siempre, de extremos (las ubicaciones más fáciles, confortables y sesgadas). Pero si echamos la vista un poco más atrás, que tres años no son nada, observaremos que nuestros resultados son más o menos homogéneos: nunca excelentes.
En puridad, para forjarse una opinión al respecto no hace falta el informe. Quienes tenemos hijos en los 15 años lo observamos a diario en casa: indolencia hacia la lectura y el estudio, ninguna gana por esforzarse… Personalmente, lo que peor llevo es la ausencia de competitividad, uno de los motores de superación más importantes que existen. Quizá sea complicado hacer entender a un pimpollo que un bajo rendimiento (cuando no su abandono) en los estudios complica la existencia en etapas ulteriores, pero algo habrá que decir. Y no hablemos de otras cuestiones aledañas. Los padres no deberíamos renunciar a transmitir valores, pero se hace. Los profesores pasan largo tiempo en las aulas tratando de imponer un clima favorable a la educación, tarea ardua en una era donde la disciplina es considerada retrógrada. Imparten como pueden matemáticas o lengua, pero también educación para la salud, sexual, para la convivencia… y naufragan al intentar explicar por qué es tan importante saber matemáticas como ser respetuosos con el prójimo. La cultura alrededor de la educación no invita ni a leer ni a saber, solo invita a perder el tiempo con idioteces (sálvames, partidos del siglo…) y a pasarlo bien, que son tres días.
El informe Pisa sigue posicionando en su sitio el sistema educativo que tenemos, inversiones y didácticas incluidas. Pero sus estadísticas compendian también todos estos pequeños factores que nos enturbian el alma e impiden que podamos sentirnos orgullosos de esta generación Lomce. Y mientras nosotros nos culpamos unos a otros, los chinos en tres días han PISAdo la Luna.