viernes, 30 de octubre de 2020

Fanatismo asesino

Primero degollaron a un maestro. Ayer a tres personas. El asesinato del profesor francés a manos de un checheno, por aquello de que Alá es grande, apenas produjo reacción aquí (no hay más realidad que el virus y sus perimetralizaciones). Algo afín sucederá tras el nuevo hachazo de la inquisición islámica, empeñada en devolver al Medioevo a toda la humanidad. El checheno acabó cosido a balazos. El de ayer también, pero creo que sigue sobreviviendo.

A los musulmanes les encanta crear sociedades separadas en aquellas donde -dicen- quieren integrarse. Las leyes occidentales, repletas de laicismo y libertad, son siempre inferiores a su sharía. En Francia, los guetos islámicos han conseguido expulsar -literalmente- de sus barrios y ciudades a quienes no soportan: el Islam son muchos votos y los políticos acuden golosos a ese caladero, guste o no Alá (eso da lo mismo), a prometer cualquier cosa por mucho que se perviertan los valores que dicen preservar.

A ese mundo islámico dentro de otro mundo, en Francia lo llaman separatismo. Aquí separatismo es otra cosa y por eso se puntualiza con lo de separatismo islámico, no se vaya a confundir. Los matices lasos son lo nuestro cuando hablamos del Islam o de cualquier cosa que venga de fuera: dogma es, el mundo está lleno de gente pacífica, honrada, trabajadora, que solo huye del hambre y la pobreza. Y cuando no rige esta razón, como en el checheno, la culpa es del capitalismo, que es, en esencia, lo que pacíficos y sanguinarios desean disfrutar pese a que en la época del profeta aún no se había inventado.

En ese orinal llamado Internet dieron albricias tras el ajusticiamiento del profesor que enseñaba libertad a sus alumnos. Y me juego lo que sea a que también tras lo de ayer. A Macron, diseñador de toques de queda, le llovieron chuzos de punta desde el mapamundi islámico por apuntar medidas contra esa peste: la defensa de los derechos de las mujeres, la educación laica... No por fastidiar la fiesta de moros y cristianos, sino porque en esos lugares tan modélicos con la libertad como Turquía o Irán, sus mandamases consideran ofensiva cualquier consideración que mencione al Islam y sus valores puros tras cada salvajada igualmente pura. Eso sí, lamentan las muertes. Que nunca tienen que ver con ellos. Decirlo es fomentar el odio.

Celebraría que el mundo entero metiese la religión (la que sea) en casa y no la sacase ni para festejar. No tanto porque Dios o Alá no existan. Sino porque, en su nombre, no dejan de crecer los fanáticos.

viernes, 23 de octubre de 2020

Vox Populusque Hispanus

Ser ciudadanos es esa obligación a la que somos arrojados al nacer porque, en algún momento, la humanidad decidió que nadie puede ser dueño de su existencia social (ni tampoco de una porción del planeta). Sometidos a leyes e impuestos y monsergas, tan solo se permite pensar lo que se quiera sin que nadie lo pueda impedir. De modo que, si usted quiere opinar que un asesino terrorista es un beatífico hombre de paz, o que la matanza de judíos nunca existió o que hubo una vez un reino en cierta parte de una península donde la Historia ha convenido que nunca hubo tal, puede hacerlo. Tal vez le multen por negacionista, como en algunos países, por poner uno de esos ejemplos (los restantes no suscitan la atención de las leyes). Poco más. Pero una cosa es tener opinión y otra creer que, por el hecho de tenerla, la debamos considerar proverbial o iluminación para el bien común.

Vivimos unos tiempos no especialmente felices en los que, desde ciertos flancos estamentales, donde las opiniones han procurado a sus opinantes altura moral autodeclarada, se prescribe continuamente cómo pensar, qué pensar y cuándo pensar. Sirva cualquier insoportable homilía de la ministra de Igualdad de ilustración para este incordio. Aunque no hace falta acudir a la bancada azul. No son pocos los individuos que se arrogan el derecho de educarnos en el civismo que ellos profesan con denuedo, independientemente de su credo particular: animalistas, veganos, no-gubernamentales, etc. Empiezan a ser bastantes. Y como forman una piña bastante elocuente en sus manifestaciones, al cómo, qué y cuándo, le añaden el anatema con el que condenar a quien se pase los anteriores adverbios por el forro de sus caprichos.

Todo ello produce una reacción newtoniana. El patrón lo vemos en este Gobierno que se dedica a todo menos a gobernar. Tarde o temprano los vórtices del descontento se ponen de manifiesto. En ocasiones, con exageración y neurosis. Nada que objetar a lo primero, pero todas las objeciones a lo segundo. Es lo que ha pasado con ese partido político, el tercero en número del hemiciclo, que han hecho uso de su facultad congresual para opinar (y censurar) hasta ejercer el desatino de opinar justo lo que siempre se ha de censurar.

No seré yo quien diga que sus ideas e ideales han de ser limpiados con lejía (otras hay más peligrosas y sucias), pero sí seré yo quien advierta a sus acólitos que, por mucho que quieran seguir opinando, una cosa es la opinión y otra la irrelevancia. Y ellos acaban de unir ambas.

viernes, 16 de octubre de 2020

Titanic naufragado

No necesitamos un virus para hundirnos, como sociedad y país. El virus ha sido un catalizador: ha acelerado el ritmo de desintegración que suena desde la bajísima política (denominarla alta parece un mal sarcasmo).

Seguimos siendo sociedad por definición y porque no queda más remedio. Pero somos ya una sociedad extraña, donde no menudean ciudadanos, cada cual con su jaleo y su locura a cuestas, sino identidades y sentimientos sin limitación alguna. Sentirse algo es tan importante que no sentirse nada ha dejado de tener sentido. No sé si me entienden. El caso es que, con tanto saragüete sentimental, hablar de ser un país comme il faut resulta surrealista. Del calificativo de cuestionable y cuestionado, que dijo el otro (menudo portento aquel otro) hemos pasado a la mesa de “tócame, Roque”. Así son las genialidades de estos seres ínfimos, irrisorios, insignificantes que, por arte de birlibirloque, han acabado ostentando juntos un poder casi omnímodo. Por separado, no dejan de ser alfeñiques. Fusionados, ya ven lo que nos deparan. Pésima gestión, caótico desgobierno. Desmembraciones a la carta de todo lo anteriormente urdido con esfuerzo en esto que quiso ser un país moderno y decente.

Mire donde se mire, prevalece lo gris y mediocre. Con el menor apoyo ciudadano obtenido en democracia, unos y otros han urdido un consorcio donde tiene cabida hasta el más desquiciado, ignorante, desmemoriado o revanchista. Lo peor es que los suyos, los adláteres que los respaldan, lo aceptan jubilosos o callan como cobardes. Los que son contrarios no parecen encontrar ni palabra ni ocasión (hay que ser medianía…). Y los que otrora tildábamos de poderosos han apostatado de su catalogación para trocar en meros lacayos (ya ni siquiera dudamos si observan algo que a nuestros ojos inexpertos queda oculto). Y qué decir de la prensa, entusiasta del pronóstico, suscrita al futuro imperfecto de indicativo para indicar las actuaciones venideras de los mandamases porque el presente ha dejado de ser noticia.

Concluyo como empecé. No necesitamos un virus. Solo callar cuando alguien del Gobierno alza la voz para decir, en pleno demolición de la economía, que lo fundamental es avanzar hacia la República.  Aguantar estas tropelías y mirar hacia otro lado, sin discutir siquiera, ni plantear batalla, es franquear la puerta al desastre. Cuando en la sesera de los de arriba no hay nada, ni tiempo en ejercer algo útil para el bien común, lo único que puede escucharse es el sonido de la orquesta del Titanic

viernes, 9 de octubre de 2020

Otoño sin techos

Hace un siglo nuestra humanidad afrontó una pandemia mucho peor, más mortífera y apocalíptica que la que nos asola. Casi cien millones de muertos dejó a su paso, y un reguero de cambios y venturas que aún perduran. La gripe española, la llamaron, y de sus rescoldos surgió el estado del bienestar, la seguridad social y también la fortuna de Donald Trump.  

No sé cuáles serán las futuras benignidades que han de surgir de esta malignidad que venimos padeciendo, pero tengo la sensación de que va a causar en nuestro país una homérica e inexpugnable quiebra, y que lo hará en este presente de aquí y ahora. Lo deduzco tras la extática homilía publicitaria del Presidente del pasado miércoles, quien, sin concreción alguna, prometió suntuosidades y despilfarros sin fin para la España venidera, a sufragar con los dineros que la contabilidad creativa prometió como cientos de miles de millones de los euros europeos. Claro que esta cifra la ensombreció el propio discurso presidencialista al anunciar ochocientos mil felipistas puestos de trabajo. Esa canción ya sonaba en tiempos de la Trinca y miren en qué se quedó.

Mucho virus a derrotar, mucho futuro verde, mucha digitalización e igualdad feminista, son descubrimientos mágicos de un gobierno desquiciado que solo podía contemplarse desde la orilla más a la izquierda con el destrozo de lo que cualquier casa cuida como oro en paño: la sensatez, el techo de gasto. Ahora ya tenemos nuestras tonsuras al descubierto. Vengan millones y olviden todas las administraciones la prudencia, el sacrificio y la economía. Aunque esta otra canción de la reconquista social también sonaba cuando aquel desastre que dilapidó la ruina de los españoles en cosas que solo servían para poner cartelones con una e mayúscula a las entradas de los pueblos y miren lo que pasó luego.

En fin. Qué tan humillados debemos estar los españolitos a estas alturas que no nos creemos ya nada. Por fortuna para nosotros, se anunció por la otra línea un nuevo capítulo del serial venezolano que viene protagonizando el vicepresidente, ese lío cutre de amoríos e intrigas que mantiene absorta a la parroquia. Y fue esa noticia y no la de los millones la que nos cambió el semblante: a unos -los menos - para restituir la periclitada indignación encastada; a otros -los más - para descojonarnos de la risa, con perdón, que andamos faltos de ello. Y eso que el otro lío, el de los cierres y reaperturas que se sucedieron al día siguiente en los Madriles, aún no había sido anunciado.

viernes, 2 de octubre de 2020

El mundo del sur

Montevideo nos contempló al llegar bajo una borrasca lúgubre. El gris plomizo, la penosa sensación de acromatismo, impedía percibir el abundante verdor de una ciudad bohemia y liberal que despierta en primavera. El vuelo fue tranquilo, azaroso en turbulencias, especialmente con una T4 vaciada de gente. Los aviones han pretendido burlar su debacle económica ofreciendo estrecheces y miserias, como el infame servicio a bordo o la gélida frialdad de sus excusas innecesarias. Los viajeros nos hemos convertido en seres sospechosos de la noche a la mañana.

Cuando salió el sol, Uruguay deslumbró con lozana herejía y los parques se llenaron de gente y las calles de una tranquilidad consuetudinaria. Causa asombro observar a su población, comprometida y valiente, acostumbrada a ser consultada sobre cualesquier leyes que se promulguen (bastan doscientas mil firmas para obligar una votación). No hay obligación de usar tapabocas en la calle y el país entero parece una isla de salud inobjetable: desde el principio de la pandemia “solo” se han contagiado un millar corto de personas y han perecido menos de cincuenta individuos. Nosotros, españoles con constancia consular, al PCR obligado para entrar en el país hemos debido sumar otros dos más solo por provenir de donde provenimos. Es fútil tratar de explicar que han concurrido en la madre patria, en el mismo periodo de tiempo, un virus y la más inútil clase política en siglos sin eximente de ningún tipo. Alrededor de Uruguay blanden su tétrico ejemplo la sempiterna crisis argentina y el cráter lunar en que se va convirtiendo Brasil.

Qué gusto pasear con sol y aire del Atlántico en el rostro (qué hartazgo arrastro de máscara y cómo duelen los cartílagos de las orejas por su uso). La labor profesional que hemos venido a realizar va viento en popa porque, como suele ocurrir en el nuevo mundo, la industria aún no tiene ensoberbecido el seso y presta atención a los profetas. Por todo ello, vida y trabajo, entorno y ciudadanía, quisiera uno quedarse en Uruguay mucho tiempo. Pero no es posible, no se puede. Anuncian que, al regresar, quieren encerrarnos como vulgares infectos que solo saben arruinar tendencias de curvas o, aciagamente, morir. Enfermar de virus es un tedio antiestadístico. Personalmente renuncio, por ahora, a pensarlo siquiera. Prefiero seguir deslumbrándome con esta tierra lontana donde a quinientos metros de desnivel lo llaman monte y en los pastizales del norte, donde hace demasiado calor, solo hay vacas y ovejas.