viernes, 30 de noviembre de 2018

La Línea del Brexit 

Cuando leí en la prensa lo del veto del Gobierno al acuerdo del Brexit, pensé de inmediato que todo estaba perdido. Es más, pensé que definitivamente no éramos nadie en la escena internacional. Y así ha sucedido. Con todo un país (y con ello me refiero a Inglaterra, pese a que afecta a todo el Reino Unido) enloquecido por una decisión política insensata y absurda, había una oportunidad inestimable para cobrarse los réditos de Gibraltar. Y no ha sido así, se pongan como se pongan. Ha sido un fiasco, uno más a contar desde que un Habsburgo sin descendencia renunciase estúpidamente a su destino.

Uno puede entender la airada reacción del Presidente ante la que se avecinaba en 48 horas, tiempo que medió entre el veto anunciado y la cumbre nunca vetada. Pasa cuando uno llega tarde y mal a los sitios: en lugar de estar al cabo de la calle de todas las negociaciones, con sus vericuetos y conciliábulos, España -por no decir el señor que duerme en Moncloa- nunca estuvo. Lo sucedido da idea de la tremenda endeblez en que hemos venido incurriendo desde la alineación planetaria de Zapatero. Nuestros presidentes han ido menoscabando poco a poco la reputación que nos precede como país y quinta economía de la UE hasta convertirnos en un socio insignificante al que no se le consulta nada.

Supongo que las desastrosas políticas económicas, los muchos incurrimientos en déficit excesivo, el salvamento de bancos y cajas de ahorro, el órdago separatista de una de las regiones más prósperas del territorio (y la manera de enfocarlo, que no de resolverlo) y el dantesco espectáculo que se ha organizado en torno a uno de los tres poderes del Estado (me refiero al judicial, porque lo del Parlamento con sus insultos y escupitajos y rufianes es de traca), es decir, todo lo que se vierte en las portadas de nuestros diarios cada mañana, son la imagen penosa y lamentable de un país regido por una clase política igualmente penosa y lamentable. Y que conste que tengo en altísima consideración a los cuerpos técnicos del Estado. Hacen lo que pueden con los mimbres que les conceden. Que nadie piense que pretendo desmerecer el trabajo de los que sí entienden de qué va la cosa.

Es humillante contemplar cómo nos ningunean y que, quizá por ello, algunos tengan tanta prisa en soltar ante la televisión que se ha vivido un día histórico, de esos que solo sirven para titulares en medios de comunicación amiguetes. Algo parecido al fútbol y sus partidos seculares…

jueves, 22 de noviembre de 2018

La Frontera Perdida


Javier Bedoya lleva veinticinco años haciendo radio, pese a que sus emisiones no son a través de las ondas de menor energía del espectro electromagnético. Él siempre emite a través de Internet. El espacio se llama LostFrontier, La Frontera Perdida, y está dedicado a un tipo de música muy alejada de radiofórmulas y éxitos del pop o del hip-hop o del reguetón. Para los que ya tenemos una edad, nos recuerda tibiamente a los Diálogos 3 de Ramón Trecet, aunque en mi opinión la mirada de Javier abarca, con paciencia y tesón, una extensión musical más profusa y dinámica. Son los tiempos que corren: cada vez hay más propuestas, para lo bueno y para lo malo.
Siempre me ha gustado componer, pese a carecer de formación académica. Comencé a los 12 años, jugueteando con un Hammond de dos octavas y botones de colores que representaban acordes. Y desde entonces no he dejado de hacerlo, últimamente con intermitencia. En la Frontera Perdida he lanzado mis discos, si pueden llamarse así. Como a Javier Bedoya, no me gustan las músicas de consumo y prefiero escuchar algo de lo mucho desconocido que abunda con talento y sensibilidad. Lo necesito de una manera intrínseca, tanto como escuchar música clásica. Supongo que a mucha gente esto le parece aburridísimo, pero resulta que las músicas que se pueden bailotear o tararear a los treinta segundos son las que a mí me aburren soberanamente.
La música que se comercializa carece de trascendencia y no creo que busque belleza o sublimación, lejos de su banalidad y escasísima originalidad (todas hablan de amor). Entristece contemplar a excelentes músicos dedicados en exclusiva a llenar estadios repitiendo siempre la misma tonada. Es lo que tiene el éxito, supongo. Por eso me convencen mucho más esos otros también excelentes músicos que apenas nadie conoce y que, acaso por ello, dignifican con sinceridad su pasión artística.
He dicho que nadie los conoce, pero estoy convencido de que Javier Bedoya los conoce a casi todos. Y si escribo esta columna es porque este año, por vez primera desde 2006, se ha sentido desmotivado y para estas próximas navidades no editará un disco de villancicos originales (una serie en la que todos los años yo participaba), y quiero hacerle llegar esta mi sentida y personalísima queja, porque es en la magia de la música excepcional y desconocida donde Javier y yo hemos coincidido. Y eso vale mucho, aunque yo no sepa calcular su valor. Creo que se paga con más música.

viernes, 16 de noviembre de 2018

Don Cristóbal y don Rubén


Mi anterior columna era muy autumnal, que diría Rubén Darío (también José Martí y algunos otros). Repaso, en silencio, lo que recuerdo del insigne vate nicaragüense modernista, tan admirado como denostado, y quiero reparar en la borgesiana crítica sobre la efimeridad deleznable de muchas de sus odas, pero me despista la noticia del derribo de una estatua de Colón en Los Ángeles. Pienso: también a Darío lo trataron de demoler en muchas ocasiones una vez fallecido…
Nunca me causó simpatía D. Cristóbal (ambicioso, esclavista y truhan) y siempre tuve a D. Rubén (nacido 102 años antes que yo, exactamente) más por mítico que por recomendable, opinión de la que ya empecé tiempo ha a arrepentirme. Pero sintetizar la naturaleza de Colón (“desgraciado almirante”) en la de un bestial genocida confirma la profundidad a la que se encuentra arraigado el mito de Edipo en el alma humana. Algo de todo ello me encontraré, por cierto, cuando regrese a Perú la semana que viene: un país que ejemplifica como muy pocos las contradicciones en que incurre un pueblo cuando revisa la Historia tomando partido (nuestros crímenes, sí, y nuestra rapiña, pero sus esclavismos y sacrificios, sus tiranías y cacicadas).
La fobia está extendida aún. Todos hablamos de Latinoamérica incluso para referirnos a Hispanoamérica (“esparcida savia francesa”: nunca mejor se han bailado las carmañolas). Es lamentable que en pleno siglo XXI sigamos ejerciendo el análisis cultural sin examinar más amplios ámbitos, como la problemática de las civilizaciones. Muy al contrario, pese al esfuerzo sincretizador de la historiografía moderna insistimos aún en la violencia colonizadora (incluso desde nuestro propio Parlamento, lo que me deja tan estupefacto como a las estrellas darianas) y desoímos tanto como habría que seguir narrando sobre el mestizaje y la pluriculturalidad.
Lo que sí queda muy claro es el rumbo que toman las cosas en estos tiempos que corren. En el país de Trump (recuerden: hace cincuenta años asesinaron a Luther King) pueden derrumbar y decapitar todas las estatuas de Colón que quieran (quiénes somos para impedirlo), allá ellos si deciden vivir de espaldas a la Historia: también ignoran que Gerónimo, el jefe apache, hablaba español y estaba bautizado. Peor es que, en nuestro país, el que financió a Colón sus viajes, todos callen y nadie se haya pronunciado, ni siquiera quienes tienen aquí por responsabilidad difundir la cultura hispanoamericana.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Otoño en noviembre

Ahora mismo la noticia, en mi opinión (que ignoro si es humilde o siempre la aporto con algún resabio de vanidad o engreimiento), no radica en los muchos líos políticos en curso: desde luego no en la sempiterna independencia catalana; ni tampoco en el lío de cuidado que ha urdido el famoso comisario con unos y otros; ni lo es lo de la senda de déficit o los pe ge e; ni tampoco los exabruptos de Trump; mucho menos en los huesos del dictador, ese que tan a gusto por fin dormía y al que han venido a despertar para gusto de no sé quiénes… Para mí la noticia es este otoño de frío y lluvia.
Dirá usted que siempre llueve en otoño (usando el tremebundo adverbio totalitario). Y yo callaré la respuesta. Por dignidad y no perder el respeto. Me da igual lo que haga o deje de hacer el otoño en cada año de las vidas que lo contemplan. Me da igual que algunos parangonen el frío y la lluvia de este otoño con un poema o que otros los declaren coñazos terribles porque sabido es que las inclemencias enturbian excesivamente el ya de por sí intranquilo transcurrir de los vehículos en las vías. Todo eso me resulta indiferente, tal vez tanto como a usted le parece lo que yo estoy escribiendo hoy. Pero la cuestión palpitante es que, esta vez, el otoño se ha aproximado a nosotros con una ferocidad adusta, aunque razonable, dejando caer un agua bien caída y enfriando las tierras para que nadie dude de su bizarría.
Ha habido, hay y habrá más otoños de los que uno pueda presenciar a lo largo de su vida. Lo habitual, o al menos así lo confirma mi experiencia, es despojarlo de su temperamento, negándoselo, y convertirlo en un falso verano retrasado y, después, en un invierno adelantado. Como si no existiese. Como si la delicada luminosidad del sol, la seroja o los vientos que nombró Vitruvio no valiesen nada. Pues sepan quienes así barruntan que en este año 2018 el otoño se arrogó el derecho a ejercitar su maestría y recordarnos que, del calor al frío, hay mucho tránsito del planeta en torno al sol. La felicidad, a estas edades nuestras (al menos la mía, ignoro si también en la suya), también pasa por descubrir otoños distintos, ninguno igual al anterior, y complacerse en las cavilaciones que procura, que ninguna otra estación abstrae tanto ni tan bien una mente convulsa. Cuando acompañan la lluvia y el frío, la cogitación se torna exquisita.
Dirán ustedes que en otoño siempre llueve. Lo que sí sucede es que yo, en cada otoño, siempre le escribo.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Tensión y rifirrafe

Alfonso, mi más caro lector, me pregunta por “Herenegun!”, la unidad pedagógica sobre la violencia en Euskadi. 

Empezamos con perífrasis: la violencia en Euskadi, durante 60 años, es ETA por muy disuelta que esté desde mayo, desarmada desde 2017 y sin actividad desde 2011. ETA son unas siglas que sí inspiran miedo. La ETA aún significa asesinato, secuestro, terrorismo, extorsión, bombas, tiros en la nuca y ejecuciones. Indigna que, aún hoy, quienes niegan los llamados “derechos victimales” sigan exigiendo los derechos de quienes mataron en pos de una revolución que nadie percibió, justificada por la dictadura franquista, periodo en el que ETA se cobró el 8% del total de sus víctimas porque el 92% restante, que se dice pronto, fue masacrado durante la actual democracia, palabreja que la ETA (y quienes dicen haber comprendido las razones del instinto terrorista en Euskadi) ha empleado profusamente cada vez que ha tenido ocasión de hacerlo. 

En “Herenegun!” se establece que la percepción de la historia es “subjetiva, plural, de gestión poliédrica y conflictiva”. Lo del poliedro es tautológico con plural y casi me atrevería a decir que lo subjetivo y lo perceptivo son anverso y reverso del mismo naipe. En puridad, no deja de ser una manera poco incauta de evangelizar con posverdades y un olvido ontológico del estruendo de los bombazos. Sesenta años después muchos aún justifican su propio y trascendental error aludiendo a la geometría de los sólidos platónicos mientras se admite ignorar el análisis estadístico más elemental: en un “conflicto” ni las medias son iguales ni las varianzas constantes. ¿Aún no lo han aprendido quienes claman en pos de una convivencia normalizadora e integradora? Joder con las perífrasis… 

He de admitir que cuando se habla de sufrimientos, derechos humanos y reconocimiento a “todas” las víctimas, cierro el periódico y me dedico a otras cosas. Ahora resulta que unos seres abominables se dedicaron a esparcir sesos y sangre por las aceras e hipermercados como reacción a un señor cuyo influjo sobrevivió a su propia existencia mortal hasta mucho después de la Constitución y el Estatuto de Gernika. ¡Hay influjos que matan! ¿No era más fácil admitir que, en aquel momento, nadie intuyó que aquello tan simpático de ETA habría de convertirse en la más horrenda expresión de todo un pueblo? ¿Que una vez nacido, costaría cinco décadas detener al monstruo? 

No era tensión ni rifirrafe, Lehendakari. Era terrorismo.