viernes, 29 de enero de 2010

Poder escribir

Hoy en día, cualquiera puede ser escritor en la blogosfera, esas páginas de Internet donde se rumian los pensamientos de millones de personas. Escribir es sencillo. Basta con tener algo que decir, y redactarlo. Algunas veces, ni siquiera es preciso lo primero. Mucha gente escribe sin saber lo que está diciendo. Ser escritor, en cambio, es complicado. Para serlo, alguien tiene que leerte, al margen de lo que defina el diccionario. Ser escritor es la realidad compartida del ser que escribe. Alguien que escriba obras nunca leídas, podrá considerarse a sí mismo como un escribidor acaso importante, pero difícilmente un escritor, salvo para su propia mente, suponiendo que este utópico escribidor sí se lee a sí mismo.
En Internet se escribe mucho. Tanto, que no se dispone nunca de tiempo material para abarcar todas las experiencias lectoras que pueden originarse. Ya resulta complicado elegir un libro de entre los miles de libros que se editan al año, como para querer pasear por todos los pastos intelectuales que penden, como naranjas, en la red. El ejercicio lector siempre resulta azaroso. Uno descubre un texto, sin saber cómo, y puede quedarse a leerlo o bien pasar de largo. También puede sentirse enganchado. En Internet la actividad escritora es similar a la impresa: cada escritor va creando su círculo de lectores, algunas veces con mimo y atención, y se dedica a nutrir a esa colección de mentes que le persigue.
Hay un apunte obviado en toda esto. Es preciso saber leer y escribir, estar alfabetizado. Y a veces no es tan obvio. Esta misma semana descubrí, en un blog conocido, la hermosa y asombrosa carta de una escritora de la red, cuyos escritos rezumaban siempre de un lirismo cándido y una sencillez de recursos conmovedora. Esta mujer, respondiendo a quienes ejercían su relativo derecho a criticar los textos que publicaba, algunas veces con excesiva crudeza, desveló que es una gitana adulta que ha permanecido demasiado tiempo sin saber leer ni escribir, cosa que ha podido corregir a través de los planes de alfabetización que mantiene la iglesia católica para atender a este tipo de gentes. Pasmado me quedé. Tanta modernidad, tanto blog y tanta gaita. Celebro que alguien se ocupe de quienes aún se pasean por la vida sin oportunidades. Porque con la carta de esta mujer advertí que lo que cuenta es poder decir aquello que se siente. El oficio de escritor no es una cuestión de orgullo. Es una cuestión de sensibilidad.


viernes, 22 de enero de 2010

Solidaridad

La naturaleza nos recuerda, algunas veces, con su inquietante imparcialidad, que nosotros, bípedos folloneros, casi siempre destructivos, arrolladores y egocéntricos, no dejamos de ser una especie más de las muchas especies que habitan este planeta. La dinámica de la propia Tierra, aún oscura para las lúcidas mentes que la escudriñan con ánimo de comprender sus azarosas normas, sacude a los humanos igual que sacude a las plantas, las rocas, las aves o los gusanos. Quisiéramos pensar, porque reconforta, que en ella existe un sustrato cognoscitivo fecundo y volitivo, una consciencia con la que poder interactuar y plantear, en forma primordial, nuestra presencia en el mundo. Hacia este tipo de ideas se han dirigido innumerables líneas de pensamiento, como se muestra por ejemplo en la exitosa película “Avatar”. La idea gusta, atrae, y aunque no tiene sentido alguno, no deja por ello de ser una metafórica manifestación del existencialismo humano.
Me pregunto si estas metáforas son de alguna utilidad para los miles de personas que han padecido el golpe de la naturaleza en Haiti. O en cualquier otra parte del mundo, pues la naturaleza no elige dónde evidenciar su poder. Diríase que nos ningunea, nos desprecia, nos ignora. En realidad, no sabe que estamos aquí. No hay un sujeto conocedor. Sí lo tiene el padecimiento, la observación del sufrimiento que genera. Y somos nosotros. Nosotros portamos esa evidencia en esta naturaleza a la que pertenecemos: la lástima, la conmiseración, la solidaridad. Los humanos disponemos de capacidad para sentirnos unidos por encima de otros intereses. Tanto, que hasta nos pedimos dinero unos a otros, porque sospechamos que con lo aportado por los gobiernos no basta.
Y posiblemente no baste, en cuyo caso habría que preguntarse las razones de ello. Sin embargo, al margen de los movimientos económicos que las tragedias nos suscitan, la pregunta que a mi parecer resulta más interesante, no proviene de lo establecido, sino de lo que se establece una vez que la catástrofe abate a una población, diezmándola. El caos incontrolado. La violencia ciega. La codicia salvaje. La falta de solidaridad que manifiestan quienes, habiendo sido sacudidos por las mismas fuerzas naturales que a sus congéneres, olvidan que unos y otros se necesitan, y se convierten en los peores carroñeros existentes en esta naturaleza impía e inmisericorde. ¿Solidaridad? Parece que siempre fluye en una sola de las direcciones.


viernes, 8 de enero de 2010

Frío polar

Creía estar viviendo en Laponia, al ver toda esa nieve abundante, copiosa, revestimiento de los verdes montes y las calles sucias. El asombro de las gruesas alfombras blancas, casi repentinas; el frío intenso, que hiere la piel; la paciencia del deambular cuidadoso, siempre vigilante… en todas sus evidencias, el invierno mantiene su imperio sobre la fragilidad del ser humano.
Pienso, sinceramente, que en este país veníamos necesitando inviernos así. Robustos, exigentes, poderosos. Inviernos de bravura. Uno ha crecido todos estos años escuchando a los mayores las historias del frío y la nieve, siempre copiosa en su memoria. Ahora nos toca vivir para recordar en el futuro. Recordar este frío, este aire polar que congela carreteras y aeropuertos, entradas de colegios y accesos al trabajo, que arrastra nieve suficiente para construir muñecos, y que nos pasma tras los cristales.
He citado, hasta el momento, razones emocionales, tremendamente intimistas. Pero podría enumerar muchas otras, más objetivas y analíticas. Por ejemplo, el importante incremento del agua embalsada. La reserva hidráulica nacional supera el 60 por ciento de su capacidad total. Pero, a cambio, el problema del agua, tan regional como insólito, no hay nevada que lo resuelva. Otro ejemplo, quizá un poco más intencionado, lo contemplamos en la perplejidad ciudadana del frío que no puede asociar al calentamiento global. Incluso antes de que abramos la boca quienes queremos guiñar un ojo a los teóricos del cambio climático, por aquello de enfuruñarles con una simpatía mientras les caen copos de nieve sobre los hombros, éstos ya nos han informado de que no es lo mismo tiempo que clima, que estas nevadas son una variación natural del clima, que el cambio climático no tiene nada que ver. Ya no puede uno ni aliviar la crueldad del debate con una ironía… Pero, cosas que tienen las porfías, cuando hace más calor en verano, bien que se apuntan ellos al marketing del calentamiento global anunciando las responsabilidades del clima sobre las altas temperaturas y las pertinaces sequías…
Aún queda mucho invierno, y espero que unas cuantas nevadas por caer, también. Abríguese usted bien, lector, cuando salga a la calle. Tenga cuidado al pisar. Y si realmente quiere palidecer de frío, un frío anímico capaz de congelarle el alma y el aliento, escuche a José Blanco en el momento de informar al ciudadano de cuál es el sueldo medio de los controladores de Aena. Escuche.

Presidencialismo


He leído algunas noticias hilarantes en los primeros desayunos del 2010. Me producen un sarcástico efecto dramático. Hablo, por ejemplo, de las ganas que tiene el insigne diseñador de la política, ZP, en querer ser mucho más presidente de lo que ya es. El hombre quiere presidirlo todo en el viejo continente aprovechando el turno que le corresponde encima del sillón de prebostes de la cosa europea.
Ganas tiene, sin duda, y no pocas. Imagino que por enardecimiento del propio ego, porque pretensiones de ejemplaridad espero que no disponga ni en sus más remotos sueños. Tras el triunfalista titular uno vuelve a encontrar toda la palabrería huera y afectada que crece machaconamente en el humus del narcisismo político. Un presidente de Europa para acabar con la crisis, dicen. Con la crisis que negó, imagino. Con la crisis irremediable e irreparable, supongo. Lo que tiene la vida, grandilocuente nadería de la cosa pública. Se me nota mucho la poca gracia que me hace verle en los informativos. Tendré que aprender a obviar su presencia. No será sencillo. Menos mal que ya no se siente planetariamente alineado.
Prefiero mi taza de aromático café con leche portugués, tan preciado en estas Arribes del Duero, antes que seguir trajinando con fruslerías de personajes acabados. Paso página rápidamente. En la siguiente, con oportunista ironía, otro verdadero presidente de Europa, el elegido de otros esta vez, ejercita su egolatría en la vaciedad de un discurso bajo palio. Anuncia idénticas ganas de acabar con la crisis. Y también un cónclave, un concilio conclusivo para conjugar, conjuntamente, las continuas concordancias de las conveniencias. Desde luego, ser presidente de Europa (por favor, qué ridículo suena todo) parece serio. Y éste, del que no recuerdo ni el nombre, no quiere pasar inadvertido en los titulares. Le ocurre lo mismo que a nuestro diseñador político patrio. Uno duda de las capacidades, que no de las voluntades, de estos prebostes, pero sálvame una buena cosa: la convicción de que esta crisis la iremos resolviendo los de siempre con impuestos y más impuestos. Sobre este esfuerzo suyo y mío andan todos esos charlatanes dilapidando nuestro dinero y nuestro tiempo.
A punto de acabar el café con leche, columbro en la página siguiente el desfile de bragas y calzoncillos en que se van a convertir los accesos aeroportuarios. Y decido ponerme en forma, o al menos endurecer un algo la tripita cuarentona. Que no se diga.