viernes, 28 de enero de 2022

Libros con sentidos

Lo hablaba con mi hermano el pasado fin de semana, cuando le mostraba la casa donde vivo y la biblioteca que he construido. Hasta el difuso instante en que los almacenamiento digitales, accesibles con un móvil o un ordenador, llenaron el orbe, todo estaba en los libros. Ahora, no estoy seguro. Los libros también desaparecen. Hablábamos de las enciclopedias que, o bien he conservado, o he adquirido recientemente a saldo, porque ya nadie las quiere. Por aquello de que mi hermano es astrofísico, hice referencia a una enciclopedia en concreto, que versa sobre astronomía y que ya reposa en una de las estanterías. Coordinada por Piero Tempesti, su origen se remonta al final de la década de los 70. Es una auténtica maravilla para cualquier interesado en esta disciplina. La información que atesora en sus siete volúmenes dista años luz (nunca mejor dicho) de cualquier entrada al respecto en la inobjetable Wikipedia. La venden de segunda mano para coleccionistas y porque queda bonita en unas baldas. No porque sea imprescindible, que lo es.

La popularización de internet merma la dedicación humana a los libros que enseñan cosas y, con ello, la adquisición de conocimientos porque ya nadie los escribe si no es en internet. Sus cualidades benéficas de accesibilidad y universalidad (¿en qué momento las estanterías de las bibliotecas no lo fueron?) parecen haberse reducido a poder realizar búsquedas desde el sofá de casa. Buscar es metonímico con saber en estos tiempos que corren. Pero no siempre la búsqueda entrega diversos puntos de vista: ¿se han dado cuenta de la cantidad de webs distintas que aportan exactamente la misma información, todas ellas, sobre cualquier tema, sin modificar una coma? 

El conocimiento sigue necesitando calma y silencio. En una época donde todo es ruido y rapidez, a nadie puede extrañar que en parte alguna se abra una sola página de la magna obra de Tempesti. Por eso me siento bien en la pequeña biblioteca que he construido. Incluso voy desdeñando el ebook, que tanto servicio me presta y que tanto he ponderado estos años atrás, y quiero disponer de una copia impresa de los libros digitales que he atesorado. En las aplicaciones de venta de segunda mano sigo encontrando auténticos tesoros. Hans Kung y Anacreonte han sido mis últimas adquisiciones. Pienso seguir llenando espacios, pero sin descuidar la economía, porque es muy sencillo incurrir en la locura y querer tenerlo todo. ¡Parece tan barato y, sin embargo, es tan caro (en los dos sentidos de la palabra)! 


viernes, 21 de enero de 2022

Remembranzas perdidas

Recuerdo uno de aquellos burros de mi pueblo, más concretamente el mío, bebiendo sin prisa del pozo de aguas limpias y frías, dejando pasar la tarde. Tras abrevar, sabía que tocaba guarecerse del crepúsculo y ronzar la buena medida de pienso que le dábamos, con trigo y centeno. Pasaba yo mucho tiempo con aquel burro antañón cuando, al término de la cosecha, tocaba arrear las vacas por los barbechos en lontananza de la hoja labrantía. No le daban miedo las vacas, se arrimaba a ellas cuanto fuera necesario, no como el mulo, su compañero, al que espantaban las astas como si fuesen la osificación del mismísimo diablo. El burro era listo como él solo: entre otros muchos conocimientos, sabía desanudar los lazos del cañizo con que cerrábamos la pesebrera. Solo cuando, finalmente, se hizo viejo, pude verlo dormitar sobre la paja. Yo pensaba que las caballerías nunca dormían. Un buen día, el crepúsculo acudió a sus pupilas, bajo la serenidad del aire franqueado por los vencejos. Mi tío lo vendió, junto al mulo, también ya muy viejo, a un gitano que compraba ganado añoso y a quien pregunté, con una inocencia ciertamente ilusa, a dónde los iban a llevar. “Al starlux”, me replicó. Por ese motivo jamás he comprado sopicaldo de carne. 

Al salir de mi casa, siguiendo los cercados de piedra que definían las sendas del campo en los aledaños del pueblo, podía conducirme a parte ninguna, hacia los minúsculos prados o las roquedas lejanas de la hoja, y extraviarme en aquel laberinto conformado por una naturaleza respetada por el ser humano, no como ahora, que todo lo mancillamos sin detención. Aquel laberinto de silencio hacía brotar en mí el amor por lo que ahora llamamos sencillo o sostenible; en realidad se trataba de una gusanera por un estado de vida que llevaba miles de años aprendiendo a convivir con lo que existe. 

Aquellos fueron días surcados de signos. Los he olvidado casi todos. Tal vez porque soy consciente de su contingencia, ya irreparable. Hay quienes jamás han montado en burro o, si lo han hecho, fue tras pagar un buen dinero a una empresa y subir la fotografía a alguna de las nubes del infierno. Y como esta peculiaridad, tantas otras: el sabor real de la leche ordeñada, el pan horneado a diario en barro, el campo sin suciedad ni ruidos, las camas muy altas y frías en invierno… El burro fue enviado a la carnicería y yo aprendí que aquel amor por la vida natural corría el riesgo de acabarse de súbito para siempre, como así sucedió, que un día se fue para nunca más regresar. 


viernes, 14 de enero de 2022

Ministro cárnico

Cerca de mi pueblo levantaron, hace unos años, naves horrendas para criar cerdos. Están a menos de quinientos metros de la carretera (sacrificio odorante al pedalear). Esos animales no ven la luz del día (ni las bellotas) aunque el mundo se esté acabando. Comen pienso, su vida no es sensitiva y acabamos con ellos para comérnoslos, tal es su finalidad. Si hubiera cerca un pozo de agua, sería hediondo. En la comarca no hay puestos de trabajo por efecto de esa granja. El embutido que genera la explotación no tiene, ni de lejos, las propiedades organolépticas del que hacemos en casa. Pero se vende con éxito porque es barato. Sin más. Yo no lo compro.

Debo ser de los pocos que, siendo contrario al ministro de Consumo, le da la razón en su última trifulca. Le critico que, siendo parte del Ejecutivo, debería tratar de resolver el problema en lugar de embrollarlo. Pero ese es otro tema. La cuestión es que usted, caro lector, compra jamón y pollo y huevos y morcillo y lo que sea a buen precio porque en el mundo se crían animales a destajo. Este tipo de explotaciones, favorecidas por la economía de escala, vuelven agónicas las pequeñas explotaciones locales que sí producen alimento de mucha calidad. ¿Más caro? Puede ser, pero coincido igualmente con el ministro en que deberíamos ingerir menos carne. Causa sonrojo que sus colegas del Consejo declaren que se trata de opiniones personales: un ministro es Gobierno y cualquier cosa que diga es la expresión del Gobierno. Otra cosa es que el Ejecutivo tenga cinco o diez opiniones sobre un mismo asunto, dependiendo de a quién hablar (de eso, el actual va cumplido).

Este tema abunda en los asuntos thoreaunianos en que insisto de tanto en cuando: nos alimentamos mal, vivimos vulgarmente y somos analfabetos. Creo que todos se correlacionan, como un tsunami que lo anega todo y ante el que no cabe adoptar salvaciones distintas. Con lo que produce mi huerto, o con las gallinas y pollos y terneros y cerdos que podría criar en el pueblo, soy capaz de proporcionar alimento a unas cuantas familias: no a cientos de ellas. El mundo con sus miles de millones de vivientes necesita una inmensidad cárnica, y hortícola también, aunque no estoy seguro de que necesite tanta como requiere el primer mundo. Pero a estas alturas esos temas son cansinos y solo interesa contemplar el tormento y la pasión de un ministro prosaico que anuncia la reconversión del cuerpo como penitencia salvífica bajo un tunda de palos propinada tanto por propios como por extraños.


viernes, 7 de enero de 2022

El año parte

Este va a ser un año de cansancio, viejo e innecesario. Llevan los designios, si es que existen, cien semanas de ausencia, olvidados en un silencio que es maldición. Y mientras tal eventualidad sucedía, las palabras pactaron el regreso de la esclavitud. Tengo recelo de la prez con que algunos se engalanan a costa de ello. Todas las palabras invocan, con efervescencia, un único propósito al que hemos de conducirnos todos. La disidencia, inevitable por otra parte, e inobjetable si el pensamiento es lo que tiene que ser, cosa que dudo, se combate en todos los campos de batalla. En vez de discutir, hemos aprendido a injuriar con fórmulas archisabidas y a perder el respeto al ser humano que una vez fuimos: nos hemos convertido en una horda irresponsable de amnesia colectiva. Ha llegado el tiempo del canibalismo especulativo. 

Si no creo en preces, por qué habría de permitir las invocaciones a diario. Es aviesa esta insaciable obsesión por llenar todos los espacios con afirmaciones que ni tan siquiera saben hacer sombra o rasgar el aire. Son como especímenes sin esqueleto, consistentes en el contenido manipulado por los cerebros que lo profieren y los credos inequívocos que formulan quienes lo recogen. Tanta exhortación a la unidad y la fe salvífica, tanta abnegación por combatir la herejía, espesas todas ellas en cualquier oído bien educado, precisa de una obediencia ciega y sin dubitación. A eso hemos optado: a ser obedientes y a refugiarnos en la oscuridad que cierne el cielo de las preguntas nunca formuladas. 

La naturaleza de los cuerpos es fingir que la eternidad existe. La de las mentes, imaginar que finalmente se ha alcanzado. Nuestras pasiones devinieron triviales en el momento en que adoptamos cualquier forma de tristeza contraria a nuestros propósitos. Por tal motivo nos conduelen las vidas que el virus apagó en las necrópolis adonde fueron conducidas por estorbos e inútiles. Ni siquiera las hemos anotado correctamente. Ni siquiera nos planteamos qué porquería de ciudades hemos construido donde solo cabe la esclavitud o la más repugnante riqueza, objetivos ambos del levítico ser inanimado del que no logramos zafarnos, aunque ya no mate. La administración de la muerte no es apta para paladares exquisitos. Las convicciones son azumbres rebosantes de cualquier cosa más concluyente que el dolor. 

Sólo es comprensible el libro de lo fortuito. El miedo ejerce de pastor, pero ignora de cualquiera de nosotros más que una libélula absorta en el agua tensa de un regato.