A usted le parecerá la anterior explicación un cuento
de hadas ingenuo. Pero si le ocurre como a mí, que siente hartazgo con “eso”
del cambio climático, deje que la imaginación reinvente y adopte una realidad
más amable. En estos meses nos han cocido con documentales espeluznantes en el
cine, noticias apabullantes en la televisión, alarmismo creciente en la prensa
escrita, y miles, decenas de miles de iniciativas adoptadas por instituciones,
entidades financieras, asociaciones medioambientales, empresas de aquello y de
lo otro, famosos de turno, y famosos de siempre. A las corporaciones privadas se
les llena la boca con la responsabilidad social. Muchos iluminados predican, de
repente, sobre el clima. Quienes se deberían dedicar a gestionar (lo que sea)
se arrogan el derecho a darnos (malas) lecciones de medioambiente. Y al final,
el lento trabajo de la ciencia, de naturaleza humilde y dubitativa, acaba
pareciendo arrogante en esos imparables informes internacionales donde se dice
que ya es tarde para resolver el problema. Por fortuna, hay quienes siguen
trabajando lento y sin vociferar.
Al final, como de costumbre pasa, los culpables somos
usted y yo. Usted por no hacer uso del autobús, y yo por no reciclar. Porque,
eso sí, todos los del anterior párrafo han descubierto su capacidad para
enseñarnos a los demás sobre lo que ellos tampoco supieron en su día. Olvidan
que el ser humano crece de pequeño a grande, de abajo a arriba, y todo ese
flujo de responsabilidad ambiental navega desde arriba hacia abajo. Nos la
imponen. Nos conciencian. Nos castigan. Nos educan.
Manda huevos, con perdón, que ni una sola empresa haya
fraguado su éxito pasado con actividades ambientalmente sostenibles, y de
repente todas se sientan salvadoras del planeta. Porque, ¿acaso lo ha
olvidado?, que usted y yo somos los que estamos trastornándolo todo. Y cierre
el grifo ya. Que en Gipuzkoa llueve mucho, pero el agua en Murcia escasea.