viernes, 26 de octubre de 2018

Torturas sauditas


Saben que estuve viviendo unos años en Arabia Saudita. Fue hace mucho tiempo, cuando me dedicaba a la exploración del petróleo y aún el reino unificado de los Saúd no importaba trenes, navíos o bombas españolas. Le tengo cariño a Arabia Saudita, pese a su clase privilegiada regente que dulcifica su rígido islamismo (cuales talibanes) con un exquisito gusto por la cultura y la educación (ninguna es gratuita allí).
Últimamente voy a Arabia por trabajo. En general, me gustan sus gentes de a pie, aunque sean muy distintos a mí, y no me sirve de mucho que sean tildados de fanáticos religiosos (si lo son, que no lo son todos ni mucho menos): el fundamentalismo católico que presidió España durante cuarenta años no tiznó a la gente humilde y trabajadora que recorría las calles (mucho más laboriosos y sencillos de lo que lo somos ahora, aconfesionales todos, sí, pero con vicepresidentes entre rejas y una pasión por el dinero como nunca conoció hijo de vecino alguno en la piel de toro por aquellos días).
Por desgracia, no me sorprende que mataran a Jamal Khashoggi degollándolo y despedazándolo: quienes dictaron esa orden tenebrosa no son gentes de a pie, sino una clase de sátrapas con mucho poder que necesita mantener a su pueblo cortamente maniatado porque cualquier revolución sería muy perjudicial para ellos. Tampoco me sorprende que nuestro doctor Presidente diga que el comercio con Arabia de las bombas y demás se mantienen vigentes porque es a favor de los intereses de España. Ya sabemos que la política es hipócrita a más no poder. Los socios parlamentarios del monclovita denuncian las barbaridades del reino saudí, pero callan las que se producen en países afines ideológicamente a ellos. Y entre una vida humana y contratos multimillonarios de bombas y buques, qué quiere que les diga: muchos arrestos hay que tener para no hacer el hipócrita.
Al presidente le ha bastado con una condena genérica por lo sucedido. No necesito pensar lo que hubiera dicho estando en esta misma circunstancia sentado en un escaño de la oposición. Qué divertido es el relativismo político. Cómo cambia todo cuando hay poder y millones en juego. Las razones de estado son todopoderosas. La vida de un periodista libre no.
En realidad, nadie vale nada. Morimos en vano. Acaso sea mejor morir anónimamente… Pero sí les digo que yo hubiera sido más coherente, con sinceridad, y también digo que no hubiese durado en el puesto monclovita ni dos noticiarios.

viernes, 19 de octubre de 2018

Fotos y más fotos


Una pintura en una cueva rupestre es arte y se estudia como tal. Un fresco en un techo o una pared de una basílica es arte. Un lienzo cualquiera en una pinacoteca, es arte también. Desde la simbología del hombre cavernario a los estudios de la luz de Velázquez o Rembrandt, pasando por los pedagógicos óleos de los altares, el arte ha sido siempre una comunicación entre la trascendencia (religiosa o humanista) y el ser. Y alrededor del arte, de su simbolismo sublimado por la genialidad y destreza del artista, están las zonas umbrías de las cuevas, la luz coloreada de las vidrieras, las paredes palaciegas o los habitáculos primorosamente dispuestos para acogerlo en cualquiera de sus formas.
Con la fotografía se enrarece el simbolismo, desparece el entorno y se da pábulo a la percepción de las cosas no como son sentidas, sino como son. Pero para impresionar las cosas con realismo verdadero, hay que estar donde las cosas, no en otra parte. La fotografía nos aproxima desde la distancia a cuanto los ojos no pueden contemplar. Cuando su narración es lacónica y visceral, es decir artística, infunde una altura creadora solo a unos pocos reservada.
Pero esas son las fotos del National Geographic o de las exposiciones, porque ahora por fotos forzosamente hemos de referirnos a esos océanos visuales regurgitados por los móviles a las redes. No tienen nada de laconismo ni de visceralidad genial. Son, por decirlo delicadamente, un reservorio de autoexposición insistente y tenaz que se describe con una sola expresión: egotismo. En esto nos hemos convertido. Y “esto” no es precisamente sublime.
Canso estoy de recibir momentos “especiales” o fotos horrendas con mensajitos. Ni qué decir tiene del espionaje de ida y vuelta en que se han convertido las vidas a través de los vídeos o las fotos en Instagram o donde sea. Los ciudadanos no son nada sin la cámara del móvil, porque quien mira solo con los ojos parece no estar participando cuando, en realidad, es quien más participa al comulgar con su sola naturaleza en la percepción del paisaje o del arte o lo que sea. Pero, ¡ay!, la vanidad. Ese viejo y taimado amigo del hombre ha perpetrado una genialidad absoluta, rellenando el vacío existencial de las personas con Megas y Gigas y Teras de sí mismas, tanto que tengo la impresión de que cualquier día explota el planeta.
Lo mejor es no tener Instagram ni Facebook. No saben cuánto agradezco que no me pidan acompañar esta columna con una foto.

viernes, 12 de octubre de 2018

Ángeles del cielo

Un hombre olvidó a su bebé en el coche durante horas. Sucedió recientemente en Madrid. Pero también en Mallorca. Y en Florida. Que los bebés fallezcan por descuidos irrazonables (no por abandono premeditado) de sus progenitores o abuelos es un horror frecuente en el mundo actual. Unos lo califican de homicidio imprudente. Otros, entre los que me incluyo, de accidente espeluznante porque, ¿acaso puede existir voluntariedad en arrebatar la existencia de una vida inocente y pura a la que se amaba (y se seguirá amando) de forma sobrenatural?

Alguien ha cifrado este tipo de sucesos por centenas al cabo del año, pasando con más frecuencia desde que las normas impusieron que los niños fuesen en la parte trasera de los coches. Los expertos hablan de descuido, no sin cierta frialdad, porque el cuidado de un bebé, por mucho amor que se le profese, es una cuestión de rutina para el córtex cerebral que puede verse alterada con una llamada del trabajo, en este tiempo de trabajos alienantes y opresivos donde todo son urgencias a resolver para ayer. Basta esa maldita llamada para alejar de las prioridades al bebé tan querido. Y un rorro no son las llaves del coche. No es el libro olvidado en casa. No es el avión que despega sin nosotros. Un bebé olvidado es la consagración de la muerte por su fragilidad. 

¿Castigo? ¿De verdad se puede juzgar a un hombre o una mujer masacrados por la pena, con toda la estructura moral destruida y en feroz descomposición? ¿Existe mayor condena que el lamento larvado e inconsolable de alguien cuya responsabilidad por la pérdida de un chiquitín al que, hasta ese instante de amargura infinita y malignidad inefable, ha querido como no hay parangón en el mundo, ha de empobrecer lo que le reste de vida?

En Florida las autoridades han adoptado medidas para impedir que estos casos terribles se repitan. Pero permítanme que disienta: estos horrores por despiste u olvido solo revelan la profunda alienación de una sociedad que ha sacralizado horarios y responsabilidades en detrimento de un concepto ancestral como es la familia, aunque decirlo así suene retrógrado o a religiosidad trasnochada.

Ningún lector pensará que tal despeluzamiento pueda sucederle a él. Como tampoco lo pensaba el pobre diablo que abandonó a su bebé en el coche por creer que la había dejado en la guardería. Vivir con esa losa ha de ser terrible. El angelito irá al cielo, pero su alma se la llevará el diablo, que no es sino la vida diaria.

viernes, 5 de octubre de 2018

Conllevancia


Los lábaros amarillos asilan en silencio la saña que germina en el pensamiento fascista extendido entre las masas independentistas. Sus líderes dicen sentirse honrados por el mandato del pueblo, tal vez porque les gusta merodear los ejidos donde crecen las sinécdoques y se marchita la aritmética. Son populistas, claro está, y por ello han de referirse forzosamente al pueblo, no importa cuán inmensa sea la humana multiplicidad (para qué son populistas, si no). Por supuesto los secuaces se cuentan por millares: entre ellos se ven consagrados por la gloria celestial. Esto del fascismo en tiempos de posverdades y correcciones tiene mucho de religión.
Hablan a espuertas. Con palabras o con lazos (lábaros los he llamado, por eso del misticismo que concitan) o a empellones contra todos los demás. Es la política del odio y el desprecio y la costumbre de no saber qué hacer para acabar con tan antipático rictus. Les une una identificación trascendental: poseen un credo, una fe y una atroz ferocidad hacia cuanto denueste sus leyes mosaicas. De ahí que no les duela prendas azuzar a los más jóvenes (¿les suena la palabra cachorros?) para armar una revolución que, antaño, cuando todo era muy verde como en los lejíos de sus metonimias, tildaban de sonriente y floreada. Han devenido cuadrillas de facinerosos que, a la hora de la cena, se recogen en el único lugar donde se les conoce.
Disfrazar de libertad el talibanismo suele evidenciar cinismo, malos modos, exabruptos. Y en algunos lugares del mundo: terrorismo, destrucción y muerte. Jamás he contemplado discursos más sobrecargados de razones (y sofismas) que el de estos seres embebidos de mesianismo. Atentan contra todo lo que consideran conservador (las revoluciones siempre se encienden contra lo establecido), pero descienden hasta épocas cavernícolas con tal de negar a sus contrarios el pan y la sal. Sabido es, desde que se inventaron los dibujos animados, que un garrote prehistórico zanja las discusiones ilustradas: por eso emplean dicterios retóricos, para que su singular violencia verbal no sea visible ante las leyes modales. Quizá por ello el monclovita (cada día más sedicente en eso de presidir) se complace en comentar que no en actuar.
La humanidad se empeña, una y otra vez, en crear mitos. Y tras ellos, religiones. Y luego, cristologías. Y después milicias. Tanto homoptoton para tamaña memez monolitista. Tarde o temprano debía tocarle el turno a la conllevancia catalana.