viernes, 26 de octubre de 2007

Las amenazas de nuestro tiempo

Me pregunta una lectora, M. J. R., por qué considero como amenaza al hedonismo que rige este mundo post-moderno en el que vivimos. Con una considerable audacia, esta lectora apunta que las sociedades secularizadas, como la nuestra, abrazan la búsqueda del placer como forma de realización suya propia, no la de una divinidad trascendente. En verdad, da gusto tener lectores tan inteligentes. Con sumo placer respondo que este tipo de amenazas, tan intangibles como filosóficas, han traído como consecuencia el cambio climático o la crisis del petróleo. Hablo de la televisión, el individualismo, el relativismo...

El imperialismo de la imagen va demoliendo el reino de la palabra y de la inteligencia. Es un acercamiento progresivo a la estupidez y la necedad. Su adicción me parece un hito lamentable en la historia. Por muchas virtudes que destaquemos sobre la televisión, ha sido y es la principal creadora de mediocridad. Suple la lectura, produce imágenes y anula los conceptos. De este modo atrofia la capacidad de entender y nos roba vida interior. Ha construido una descomunal cultura de la evasión masificada. Los expertos en marketing lo saben sobradamente. Al hombre masificado se le hace creer que por su unión con la multitud es alguien importante. Sin carácter ni conciencia. Pero con sentido de su propio individualismo.

Esa es otra amenaza. Antes en las ciudades todos se conocían y había más interrelaciones personales. Ahora las ciudades despersonalizan con el anonimato. Las personas son indiferentes entre sí. Nadie está dispuesto para nadie sino para lo que le sirva a sus intereses. Como consecuencia, el hombre se encierra en sí mismo, se retrae, reacciona con una aptitud egoísta, endiosándose. Este individualismo lo ha explotado la economía de mercado hasta la hipertrofia. Los modelos de vida que se abrazan son los de quienes han triunfado económicamente, gente llena de cosas, pero a la intemperie metafísica. Por eso consumimos los recursos de la naturaleza. Pero no para mejorar a la humanidad como un todo, sino para nuestro propio e individualizado provecho.

El individualismo nos impide volver a una moral que creemos extinta. Que nos hablaba de verdades trascendentes. Hemos migrado al polo opuesto sin encontrar el equilibrio. Ahora la verdad es relativa. Y genera incertidumbre. Actualmente, el argumento más recurrido es el del consenso, esto es, que la verdad dependa según lo que opine la mayoría. El relativismo trae consigo la deferencia por la opinión pública, que siempre repite y admite algo sin sacar consecuencias. Admira de todo un poco, teme a comprometerse y sigue la corriente.

La tendencia al hedonismo es consecuencia del desarraigo y el vacío que caracterizan al hombre moderno.

viernes, 19 de octubre de 2007

¿Verdades incómodas?

No le concederán un premio Nobel, pero quizá usted viva convencido en la necesidad de preservar nuestro medio ambiente. Y de luchar contra los cambios producidos en la naturaleza por la actividad humana. No importa mucho que fundamente poco o nada sus afirmaciones. No estamos hablando de verdades científicas, sino de algo más importante. Por tanto puede adoptar una postura alarmista, y exagerar sin paliativos lo que le cuentan, lo que dice la prensa o lo que llega a leer en unos cuantos artículos especializados. En realidad, por vociferar más alto usted no deteriora el clima, pero contribuye a “concienciar” a la sociedad. Sociedad a la que usted pertenece, no lo olvidemos. Ya se sabe que la sociedad es ese concepto al que se puede reprochar todo sin personalizar en nada.

Para convencer al mundo hay que ser audaces. Al Gore predicaba en el desierto cuando informaba del calentamiento global con simples diapositivas. Aburría hasta a los niños. Pero, ay, convenció a Hollywood para que se hiciese un muy buen documental. Y todo fue distinto. A cambio de agitarnos la sensibilidad, cobra por una sola conferencia lo que usted gana con su sueldo en toda una década. Ya ve cómo son las cosas. No sé si dedica parte de sus ganancias a fomentar la sustitución de los hidrocarburos. A lo mejor sí. A lo mejor su jet privado se mueve con energía solar…

En líneas generales, opino como tantos otros, que estamos bien concienciados ya sobre medio ambiente y clima. Sin embargo, falta el cambio social que revierta en hechos lo que ahora mismo son voces. Pero hay esperanzas. Las políticas científicas de la UE buscan a largo plazo una solución factible. No puede hacerse de otro modo. Solamente promoviendo la I+D. Y la paciencia.

No puede pretenderse una revolución climática. Todo lo que usted y yo somos, lo somos porque vivimos en una economía que crece ensuciando y engullendo recursos con pantagruélica voracidad. Ya lo he dicho en más de una ocasión: el reto está en sacar diariamente 82 millones de barriles de petróleo de las energías limpias y construir un puente de energía fósil que permita llegar a un futuro nuevo y supuestamente renovable. Porque si no lo conseguimos, ya puede usted clamar al cielo. Dudo que renunciemos masivamente a nuestro actual modo de vida, por mucho que éste haya promovido las desgracias que van a suceder.

Y cuánta hipocresía hay. Que alguien explique cómo se compatibiliza el desarrollo de los países pobres con el medioambiente. Quizá sea que, realmente, inadvertidamente incluso, no deseamos que se desarrollen. Y la excusa es que no pueden estropear aún más el planeta, que ya lo hemos estropeado bastante nosotros y peligra que sigamos viviendo igual de bien.

viernes, 12 de octubre de 2007

Nosce te ipsum

¿Tiene alguna utilidad el latín? Muchos piensan que no y aplauden su pronta defunción en el currículo escolar. Total, dicen, constituye una pérdida de tiempo. Total, volverían a decir, nadie quiere realmente saber por qué estas columnas se dicen “philosophiae” en vez de “philosophia naturalis”.

Aún recuerdo mis clases de latín. Tuve un muy buen profesor. Pero se complicaba la vida. Entonces, como ahora, se enseñaba la hermosa lengua de Catulo, de Virgilio, de Cicerón, o de Tácito, como un prolijo conjunto de fórmulas gramaticales. Pasé meses aprendiendo declinaciones y conjugaciones. Enfrentado a fragmentos de dos líneas, procedía casi a un ritual de subrayados y estemmas hasta, disecciones arriba y retazos abajo, alumbrar una traducción con más de monstruo frankesteiniano que de otra cosa. Pero decidí cambiar la clásica pregunta “¿dónde está el verbo?” por “¿aquí qué dice?”,  y comencé a aprender de verdad. Era una excelente gimnasia mental. Pero no defenderé su enseñanza sólo porque constituya un ejercicio intelectual notable.

Vivimos en plena evolución tecnológica y en una sociedad de la información al servicio de los ciudadanos. Las enseñanzas técnicas se imponen. Pocos eligen en su itinerario curricular realizar estudios humanístico-lingüísticos. Y aun su endeble escasez, que debería inspirarnos compasión, son continuamente denostados y maltratados (ya lo advertí la semana pasada: acabaremos volviéndonos dogmáticos). Similar compungimiento aflige a quienes velan por las ciencias experimentales. Tampoco son realmente útiles, diría alguno. La conclusión parece clara: no vivimos en la sociedad del saber y el conocimiento, sino en la sociedad que posee donde buscar ese saber y ese conocimiento. Todo está en los libros o en internet. Pero los libros que instruyen no tienen quien los lea. Como si fuese su sola presencia, aun ilecta, quien nos infundiese sabiduría. El saber sí ocupa lugar. Y está muy abajo...

Al final, pienso que todo es consecuencia de este postmodernismo hedonista. Muestran las estadísticas que nuestros jóvenes lo que desean ser el día de mañana son administradores de empresas, abogados, constructores… Tener poder, diría yo. Y manifestarlo. La avidez de conocimiento no se alberga en las emociones de las generaciones que casi están ya aquí. Nosotros coadyuvamos con nuestra laxitud. A nadie sorprende que parezcan sobrar el latín, el griego, la trigonometría o la edafología de nuestras vidas.

Aequat omnes cinis. Animum debes mutare non coelum. Fallaces sunt rerum species et facilius per partes in cognitionem totius adducimur. Ignoranti, quem portum petat, nullus suus ventus est. Otium sine litteris mors est et hominis vivi sepultura. Omnibus enim mobilibus mobilior est sapientia.

viernes, 5 de octubre de 2007

Crear imbéciles

Suena mal. Es violento incluso. Pero el título de hoy corresponde a una contundente frase escrita por un columnista en un diario de tirada nacional. Crear imbéciles, decía. Este columnista y filósofo arremetía así contra la decisión de sustituir una asignatura de filosofía por la controvertida “Educación para la Ciudadanía”.

Si no recuerdo mal, fue el Consejo de Europa quien recomendó que los estados miembros hicieran de la educación para la ciudadanía democrática un objetivo prioritario en sus políticas educativas. Las razones eran obvias. Nadie puede cuestionar los problemas a los que se enfrenta la Unión Europea: inmigración, pluralismo religioso, diversidad sexual, cohesión social. Dicen, quienes de esto entienden, que los valores cívicos y las conductas democráticas no se pueden aprender como una teoría, que son ante todo una práctica, un saber hacer, un saber vivir. Que la conducta democrática no es una actitud innata en el individuo. Que las normas democráticas necesitan un aprendizaje en el ámbito familiar y escolar para que el ejercicio de la ciudadanía sea consciente y maduro. No parece, por tanto, mala idea educar a nuestros niños y jóvenes en estos valores. Si perseguimos una sociedad donde esté erradicado el fanatismo, la xenofobia, la intolerancia y la violencia, parece lógico concluir que esa asignatura es, al menos, oportuna.

¿Estaremos creando, como decía aquel columnista, imbéciles? Evidentemente, no. Pero acaso sí estemos educando en el dogmatismo. No aciertan nuestros gobernantes al sustituir la libertad del individuo por la libertad del ciudadano. Y el debate filosofía versus ciudadanía parangona este error. La filosofía plantea, ante todo, preguntas, dudas sobre el sentido de la existencia humana. Adoctrinar en democracia es, en cambio, escribir unas determinadas respuestas sobre el papel. Sin margen para las preguntas. Aunque éstas vayan encaminadas a reafirmar lo que ya sabemos. En definitiva, no damos margen para que nuestros estudiantes descubran por sí mismos las benignidades de una ciudadanía demócrata.

Pero hecha esta salvedad, quizá sea buena idea echarle un vistazo a esa nueva asignatura. Polémicas al margen, nada hay en ella que no responda al mundo que deseamos para nosotros y nuestros hijos. Y no conviene olvidar un detalle. La ciudadanía modélica que se propugna no la hemos sabido alcanzar en el tiempo que llevamos viviendo. Es como si el siglo XXI quisiera recordarnos que nuestra libertad y nuestro bienestar tienen enemigos. Enemigos ocasionados por los desequilibrios que hemos generado en este mundo tan bien aprovechado por unos pocos. Y sólo ahora caemos en la cuenta de lo imbéciles que hemos sido al no haber advertido antes del peligro que ello implica.