Se han apaciguado las voces que se alzaban contra la SGAE,
esa sociedad que gestiona los derechos de autor de quienes crean arte con su
talento y lo manifiestan en público. Hace muchos años, tantos como un siglo
entero de por medio, Chapí, Arniches y los Álvarez Quintero, entre otros,
defendieron su derechos contra los contratos leoninos de intermediarios y
exclusivistas. De aquella unión cuelgan las pancartas de hoy en día.
La gente, la sociedad, se subleva contra el canon, contra
las campañas que intentan detener y hacer retroceder la piratería, contra los
derechos de la propiedad intelectual. Para muchos, la universalidad de la
cultura exige el derrumbamiento de sus precios y la imposición de la gratuidad
y el libre intercambio. Quienes disfrutan de su solaz con la creatividad ajena,
no parecen comprender que los autores que a ello se dedican, también comen y
pagan una hipoteca. A nadie le viene el dinero caído del cielo. Ojalá.
Las voces son muchas. Y muchas las cosas que dicen. Que el
canon es injusto. Que la piratería no tiene, en su inmensa mayoría, ánimo de
lucro. Que la SGAE se ensaña, codiciosa y deshumanizada, incluso con las causas
más justas. Las voces no hablan de las razones por las que los autores
decidieron un buen día, asociarse. A mí no me molesta que, desde la calle o los
diarios, se critique el canon y lo que sea menester. Estamos aquí para eso,
criticar, y luego contribuir a alcanzar acuerdos satisfactorios para todos.
Pero sí me molesta que se esconda bajo ese manto el reclamo de algo que me
parece absolutamente injusto, como es la piratería, el uso indiscriminado del
trabajo ajeno y todo aquello a lo que tan fácil es acceder y fácil de difundir por el aire o por los cables.
Para bien o para mal, vivimos en un mundo donde el mercado
lo abarca absolutamente todo. Y las leyes del mercado son despiadadas, pero están
universalmente aceptadas por todos. Y de igual modo que las empresas defienden
con uñas y dientes sus derechos de propiedad y explotación de los productos que
comercializan, y a nadie he visto yo montar trifulcas públicas por ello, justo
es que los autores defiendan lo que es suyo. El alcance de unos y otros: que lo
regulen las leyes civiles, debate social incluido.
Hago constar los dos matices con los que quiero
terminar esta columna: una, que los autores son generalmente pobres; y dos, que
hay mucha cultura gratuita, para quienes se niegan a pagar siquiera un poquito.