viernes, 27 de diciembre de 2019

Detener el tiempo


Por aquello de la peculiaridad de las existencias que se viven, cada cual contempla las últimas hojas del calendario de acuerdo con sus solas apreciaciones. Unos sentirán el alborozo de una nueva vida que llegó. Otros, la pesadumbre del bienestar huido. Habrá quienes lloren amargamente las pérdidas y quienes se regocijen por el éxito de los negocios. Pero, ineludiblemente, todos anotamos un año completo en el incesante trasiego de la vividura, que de tal manera atisbamos los humanos la existencia a la que hemos sido arrojados.
En un mundo sin magia, el trajín grandioso de las tradiciones invernales sirve de consuelo al mero coexistir con el conjunto de todas las cosas vivas. Con ellas simbolizamos los mayores el encanto de compensar nuestras aflicciones con parte del cariño que fuimos dejando atrás a lo largo de los años. Pesares o alegrías, no son sino desgarrones y andrajos de una felicidad extinta, de cuando dejamos de ser niños, y que, ahora, se ha convertido en otra cosa, como una pizca de luz y encanto guardado en un viejo morral en el que rebuscamos para recordar de dónde provenimos y hacia dónde vamos, si es que nos dirigimos a alguna parte.
No diré mucho del año que concluye. Bien sabe mi alma lo tortuoso, mísero y lastimero que ha sido. Los ojos del rostro solo saben mirar hacia adelante, que para observar en derredor es obligado girar la cabeza, y no contemplo opción distinta a seguir atisbando lo que el futuro inmediato quiera deparar. Bueno, malo o peor, tanto da. He ido caminando por un reguero de sufrimiento que, a estas alturas, se me antoja interminable. Y es posible que, en otros doce meses, todo continúe igual. Pero ni siquiera esa perspectiva luctuosa empañará el capricho que tengo por salvaguardar la lucecilla del morral que, con viso mortecino, alumbra mi entendimiento para dedicar mi vida a las pocas cosas buenas que en ellas otorgan sentido a los pesares. Es como el hálito lene de una ceremonia oficiada en algún altar ignoto y que obra su sortilegio porque, dentro de mí, aún hay esperanza hacia todo lo que es mágico.
Ojalá en las últimas campanadas se detenga el tiempo unos instantes y podamos así, todos, observar lo que somos desde la distancia, sin aflicciones ni inquietudes. Los asuntos diarios seguirán ahí, donde están, la mañana siguiente, pero durante ese brevísimo parón emocional algo dentro de nosotros, siquiera levemente, habrá cambiado. Y es muy necesario que así sea.
Feliz Año Nuevo.

viernes, 20 de diciembre de 2019

Pactos


Celebraré que, por navidades, se consume la investidura de quien, en tan solo 24 horas, cruzó el turbulento trecho que media entre el insomnio y un abrazo. De jactancioso a entusiasta: “marchemos francamente y yo el primero”, vino a decir. Hay quienes explican el viraje en la ansiedad de poder, pero yo sigo sin entender por qué eligió ese destino tras la ciaboga, porque el poder también lo hubiese conservado con alguno de los otros puertos. Pero hubo de escoger a los extremistas, vaya usted a saber bien por qué. Tal cosa no se ha explicado más allá de un papelito donde aparecía la palabra progreso y a la que se añadió una inicial declaración de respeto a la Constitución, prontamente corregida por otra de respeto solo al orden jurídico.
Estoy con quienes piensan que la desvergüenza es de proporciones colosales, pero un hombre sediento de poder, aunque no sepa hacer nada, como es el caso que nos ocupa, es bien capaz de cualquier cosa. Pero, aun con todo, tengo apetencia por vislumbrar qué demonios depara todo esto, cómo serán los días con un Gobierno encorsetado por extremistas de todo tipo (menos de la derecha). Necesito hacer yo mismo el análisis. No me sirve que aplauda la militancia, que esa lo aplaude todo, hasta las derrotas en que acaban venciendo. Tampoco que asientan los indignadísimos que, en tediosa espera de un programa común, se ven pisando alfombra y coche oficial: nada tan pródigo como cambiar acampadas por despachos de la administración del Estado. Me preocupan, eso sí, los independentistas. ¿Qué querrán y qué se les dará? Y tengan por seguro que, tras ellos, vendrán los demás. En un reciente recuento de naciones hispanas, a uno le salieron ocho: ancha, muy ancha vuelve a ser Castilla desde que la unieron a León. Yo, extremeño, me ciscaría en sus muertos.
Esto de España se desmorona y nadie advierte que nada impedirá que se siga demoliendo lo poco que quede tras la voladura. Iniciada la taificación, el futuro se muestra impenetrable. El monclovita, por aquello del qué dirán, se ufana en conversar por teléfono durante un cuarto de hora con todos, pero esos mismos todos coinciden en resumir lo conversado de manera distinta a la suya. Mal asunto: suena a pose. Está claro lo que claro estaba desde el principio: solo presta atención a hegemonistas y empoderados. Los demás, por desclasificación, a verlas venir. Y, ¿saben lo peor? Que nos hemos acostumbrado y ya no nos ofende casi nada.
Les deseo una Feliz Navidad.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Chon

Mi madre, Asunción Melado, falleció en la noche del día de la Inmaculada. Por la tarde había hecho rosquillas y habló con ilusión de las navidades. Tras cenar, se sentó a ver una de sus series favoritas y se acostó como acostumbraba. Cuando yo me retiré, mi madre oyó ruidos y, sintiéndose mal, quiso levantarse para ir al baño. Tuvo un desfallecimiento y cayó al suelo. Estaba en espera de un cateterismo para reemplazar la válvula aórtica, algo que los médicos no consideraban urgente. Emergencias llegó con rapidez, pero se limitaron a colocar un gotero y decir que la llevásemos al hospital. Ella no quería. Yo tampoco. Fue mi hermano quien tomó la decisión. Cuando la subieron a la ambulancia, mi madre clavó su mirada en mí, afligida de angustia. Es la última imagen que guardo de ella. Falleció al llegar al hospital por paro cardíaco, complicado con un soplo que sufría desde niña.
Volví a casa cuando despuntaba el alba. Hacia las diez instalaron sus restos en el tanatorio del pueblo, una casa donde otrora, cuando el pueblo rebosaba vida, se celebraban bailes. Lavé toda su ropa de cama y la tendí en el balcón de la contigua casa familiar, ubicada en un enclave privilegiado, donde la mañana, gélida como ninguna, me regaló una estampa prodigiosa de sol y pureza, la misma que mi madre podía contemplar a diario: el corral, la huerta, el regato del Chorro, y más allá la inmensa Peña Gorda, que da nombre y sentido al lugar. Cómo no iba a estar enamorada del pueblo si podía contemplar el mismísimo Edén con sus ojos desnudos…
La enterramos al día siguiente, sin sol y bajo un manto de nubes. El alcalde no quiso conceder la voluntad de inhumarla junto a mi padre y ubicaron la tumba en el otro extremo del camposanto. Con la tierra cubriendo sus restos, desapareció una mujer admirable, nacida con la Guerra Civil, que trabajó toda su vida a destajo, como madre y como maestra, con una perseveración que ninguno de nosotros tendrá jamás. Incluso comprendí, finalmente, por qué sus antiguas alumnas volvían a visitarla veinte años después de dejar el colegio.
La sensación que siento es muy rara. No es solo una inmensa pena, como cuando murió mi padre. Es peor que eso. Es un silencio desgarrador que me consume por dentro y sé que me ha de devorar lentamente sin yo advertirlo, como una pernoctación eterna sin techo. Como un vacío profundo que emerge del hoyo donde reposan sus restos para siempre, y que sabe que yo soy el siguiente.
Adiós, mamá.

viernes, 6 de diciembre de 2019

Pisando


Antes del puente de diciembre, el adviento deja una chocolatina trienal: un informe educativo. Y uno bien amargo el de este año. De hecho, está o ha estado en boca de todos, pese a la efimeridad de los asuntos que se tratan hoy en día. Los malos resultados del último informe PISA, que en tan penoso lugar dejan a los alumnos patrios, nos sitúan años por detrás de las sociedades asiáticas.
No sé de qué se asombran algunos que han hablado… Hace tres años, cuando el informe parecía favorable, brindábamos con champaña y nos creíamos de los más aventajados de Europa. Hogaño, plegamos velas y nos dolemos las costuras. Somos, como siempre, de extremos (las ubicaciones más fáciles, confortables y sesgadas). Pero si echamos la vista un poco más atrás, que tres años no son nada, observaremos que nuestros resultados son más o menos homogéneos: nunca excelentes.
En puridad, para forjarse una opinión al respecto no hace falta el informe. Quienes tenemos hijos en los 15 años lo observamos a diario en casa: indolencia hacia la lectura y el estudio, ninguna gana por esforzarse… Personalmente, lo que peor llevo es la ausencia de competitividad, uno de los motores de superación más importantes que existen. Quizá sea complicado hacer entender a un pimpollo que un bajo rendimiento (cuando no su abandono) en los estudios complica la existencia en etapas ulteriores, pero algo habrá que decir. Y no hablemos de otras cuestiones aledañas. Los padres no deberíamos renunciar a transmitir valores, pero se hace. Los profesores pasan largo tiempo en las aulas tratando de imponer un clima favorable a la educación, tarea ardua en una era donde la disciplina es considerada retrógrada. Imparten como pueden matemáticas o lengua, pero también educación para la salud, sexual, para la convivencia… y naufragan al intentar explicar por qué es tan importante saber matemáticas como ser respetuosos con el prójimo. La cultura alrededor de la educación no invita ni a leer ni a saber, solo invita a perder el tiempo con idioteces (sálvames, partidos del siglo…) y a pasarlo bien, que son tres días.
El informe Pisa sigue posicionando en su sitio el sistema educativo que tenemos, inversiones y didácticas incluidas. Pero sus estadísticas compendian también todos estos pequeños factores que nos enturbian el alma e impiden que podamos sentirnos orgullosos de esta generación Lomce. Y mientras nosotros nos culpamos unos a otros, los chinos en tres días han PISAdo la Luna.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Diferencial


Me compadezco, muy sinceramente, de quienes, ora navegando por las melifluas aguas del nacionalismo, ora alumbrados por la revelación independentista, se consideran partícipes de la épica que cabalga a lomos de los hechos diferenciales, que no son sino un puñado de fueros antiguos, reminiscencias medievales despertadas del sueño de la Historia para mayor prodigalidad de su hacienda, y -eso sí- una lengua.  Poco grano hay en ese pajar para tanto como se muele, o mucho ruido y pocas nueces, que diría el Bardo de Avon, de cuya real existencia dudo.
Mis hechos diferenciales son mucho más elocuentes. No necesito fueros, ni tampoco naciones, bastante tengo con haber sido arrojado a una de ellas en el momento de nacer y sin yo haberlo pedido, que resultó ser la primera de la Historia en ser llamada así, nación, tras la cual vendrían todas las demás. No necesito hacienda para ser diferente, porque estas tensiones con que los gobernantes se empeñan en afear algo con dos siglos y poco más de vida, la democracia, nacen por el peculio, que todo lo envilece, y luego por todo lo demás. Yo no necesito nada para proclamarme independiente de todos ellos, de unos y de otros, que si vivo conforme a sus normas es porque han exhaustado la faz del planeta de tal modo que no hay lugar adonde ir sin que uno se los tope.  Y qué grande alivio se siente cuando los gobernantes son grandes hombres de estado, mas cuán inmensa es la tortura de someterse al dictado de tantos mediocres como menudean.
Mis diferencias no precisan un habla, ni siento envidia o rabia porque alguien escribiera en otros tiempos una gramática para así otorgar a esa lengua la universalidad que las demás para sí quisieran. Porque idiomas hablo, y también matemáticas y música, y escribo con solvencia en varios de ellos, no en igual equilibrio. Y todas me gustan y agradan. Y entenderme puedo hacerlo con cualquiera, que no es obligado batallar cuando se juntan dos diferencias, ni aplastar a la más débil, que siempre es mejor crear otra nueva, mezclada con cosas de aquí y allá, sin humillar a ninguna ni dejarse llevar por la ira que nace de la envidia o la frustración.
Soy diferente. Y por mucho más que por ser gallego, vasco, catalán o lo que sea. Soy diferente y me gusta mezclarme con otros que igualmente se saben distintos, herederos de su Historia, y emprendedores de lo que el futuro aguarda. Aunque contemplando las cosas que pasan, terror siento por ese futuro venidero.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Prestidigitación

680 millones de euros no son nada. Solo una excusa para adherirse nuevamente al respeto por las sentencias judiciales. La cosa no afecta más. Al Gobierno, por descontado que no. Pero a la dirección del partido, tampoco. Total, son sucesos que se produjeron hace diez años, o más, prácticamente en la era cavernaria, y ya ni se acuerda uno, vamos. No importa que los condenados fueran altos, muy altos (altísimos) cargos en Andalucía, donde el partido es hegemónico desde la extinción de los ammonites. Porque la realidad es que ha pasado el tiempo, mucho tiempo, y ninguno de ellos posee ya un sueldo del erario andaluz y tampoco están afiliados. Luego la cosa no va con el partido. El partido está a salvo. Larga vida al partido. 

Como truco de prestidigitación no está mal. Magia Potagia, que dice Tamariz. Miren el pañuelo azul, de seda limpia, que esconde un perdigón negro. Unos polvos, unos pases y nada queda. Solo cicatrices en la epidermis de la ciudadanía, saturada bastante de corrupción. Y con el tiempo caminando y el espacio despejado de sombras, se pueden reinterpretar los hechos y, lo que es más importante, confrontarlos con los hechos recientes del antagonista, quien sí fue condenado como partido: ellos no. Incólumes, salvíficos en un 99%. Además, en todo momento han cooperado con la justicia, en ningún momento han pretendido obstruir la labor de jueces y fiscales (de la pobre jueza de instrucción nadie se acuerda). Y por descontado que el dinero no ha ido al bolsillo de nadie, salvo ese pequeño desliz de la cocaína y las putas, cosas que tienen antes que ver con las veleidades del espíritu humano, siempre tan frágil, que con las conductas de quienes gozaban de respetabilidad y confianza. En resumen: que nadie se ha enriquecido, no como los otros, que robaban a manos llenas; aquí solo se ha malversado un poquito (la omisión de la política clientelar, que es un palabro muy raro que significa mantenerse en el poder a toda costa, es significativa). 

Siempre sonroja más lo que hace el otro. Siempre. Es la consigna número uno para sobrevivir en política y conseguir que la gente se confunda. Para indignante, lo suyo, lo de ellos. ¡Cualquiera les pide cuentas! ¿Lo veían y se quedaban callados? Nunca sabían nada, estaban muy atareados resolviendo los problemas de la gente. 

En los partidos la corrupción no existe: nadie la ve, nadie la denuncia (le mueven de la foto). La vemos los demás, quienes la sufrimos y pagamos. 

viernes, 15 de noviembre de 2019

Revotáronse

Muchos votaron y no pocos se revotaron. Ya todo el mundo sabe que un partido se dejó el domingo dos millones y medio de votos, así como quien oye llover. Los que ganaron perdieron una bonita cantidad, muy parecida a lo ganado por los segundos. Los indepes (que dicen ahora) han ganado terreno casi sin que se note, y a mí me ha preocupado mucho. Entre los vascos se han anulado mutuamente. Y, oiga, aunque sea repetir lo ya dicho mil veces: los “degenerados” (cfr. la columna del otro viernes) han apañado casi un millón más de papeletas. Y esta cifra no es baladí. 

Se pongan como quieran ponerse los unos y los otros, el hecho es incontestable: más de tres millones y medio de personas han apuntalado a la voz en latín y, de todos ellos, creo que solo unos pocos confesarán ser fachas, franquistas, retrógrados o de extrema derecha. Los tiempos son otros. Que le pregunten a mi madre, que en el remake de las elecciones también depositó la papeleta a favor de ellos: “a mí me da igual lo que digan, yo voto lo que me parece”. Pues claro que sí. Quién se lo va a negar: ¿acaso los que se pasan la vida dando lecciones de democracia? Quienes opinen que los votantes son meros trasuntos de los programas electorales que apoyan, ya pueden ir buscando una perspectiva mejor sazonada.

Tanto remake, tanto devoto, tanto revoto… y resulta que el segundo que más ha perdido ha sido a la postre quien más contento ha obtenido (por delante del apestado con quien nadie quiere hablar). Por fin, su prédica ha sido escuchada en el empíreo donde yacen los astros, aunque algunos piensen que antes que estrellas, lo que hay son estrellados. Viendo cómo se han desarrollado los eventos políticos en tan breve espacio de tiempo, confío en que lo escrito por los partidos en esos panfletos que nadie lee sea papel mojado (que es lo que suele ser siempre). ¿Alguien estaba preparado para contemplar el revoto presidencial hacia quienes hasta no hace tanto le impedían conciliar el sueño por las noches? Yo no, al menos.

Iluminados por el dictado popular, dos dirigentes no demasiado antagónicos, pero insoportables entre sí, se han abrazado tras encontrar en la palabra “progresista” su particular bálsamo de Fierabrás. No seré yo quien denoste la coalición de gobierno antes de que se haya formado este, faltaría más. Y tan cínico como me he vuelto en estos asuntos de la política, pero aún no creo que tenga que ser, como anuncian, un caos. De momento, claro. Luego ya se verá.

.

viernes, 8 de noviembre de 2019

De votos


De nuevo a votar. Casi lo olvido. Me acordé el lunes, cuando alguien me dijo, “los de Vox son unos degenerados”, minutos antes de que empezase algo en la tele que no vi. Respondí saliendo por peteneras. No me apetecía refutar una descalificación con otra: en esto de las opiniones políticas ya se sabe que lo de menos es la mesura. “No entiendo que haya mujeres que les voten. No merecen siquiera un lugar en el Congreso”. Acabáramos: de nuevo elecciones. Vivimos en un continuo remake.
Lo de Vox y mi interlocutor no es algo baladí. Este partido expone en su programa 100 medidas de cierta contundencia, tanto que muchas de ellas obligan a reformar la Constitución: suspender la autonomía catalana; derogar la ley de memoria histórica; deportar a los inmigrantes ilegales que delincan e impedirles el acceso a la sanidad; levantar un muro en Ceuta y Melilla; proteger la tauromaquia y la caza; derogar la Ley de Violencia de Género; prohibir los vientres de alquiler; fomentar el teletrabajo y la media jornada; fusionar ayuntamientos; cerrar televisiones autonómicas; rebajar el IRPF; reducir o suprimir los impuestos sobre inmuebles, patrimonio, sucesiones y las plusvalías municipales; promulgar leyes ‘antiokupa’; permitir el uso de la fuerza en la defensa del hogar; suprimir el Tribunal Constitucional…
¿Degenerados? No parecen muy viciosos o de conducta sexual anómala. Son, eso sí, extremistas. La extrema derecha, en su utopía regresiva, interpreta una música que a muchos suena bien pese a estar preñada de ataques continuos al orden constitucional y europeo. No he leído en ninguna parte que alguien en el debate contestase al señor de Vox con los arrestos que, en otros tiempos, políticos de raza (cuyos nombres resuenan aún en nuestra memoria) le hubiesen espetado. Y, estando frente a frente con tan inefable candidato, ¿ninguno es capaz de colocarle en su sitio? ¿Ni siquiera el que tiene a gala desenterrar a Franco e ilegalizar su fundación? ¿Tampoco quien teme por la buena suerte de su spin-off?
El problema es que primero les descalificamos, después desoímos las razones que han llevado a muchos a votarles (alguna hay que resulta incluso comprensible), y finalmente nos amedrentamos a la hora de elevar el discurso. No por el respeto, tan de moda, sino porque en otros frentes también se escuchan (y producen) barbaridades parecidas contra la convivencia y la igualdad, pero al parecer solo depravan cuando las dicen unos y no otros.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Cuelgamuros

Ayer, mientras disponíamos las sepulturas del camposanto, llovía suavemente. Los cielos se tornaron macilentos y afligidos en la víspera del Día de Difuntos. Una vecina, que nos contemplaba remover con el zacho los terrones amazacotados, se lamentaba de que la lluvia malograría las flores. No se queje, repuse, no tenemos razón alguna para protestarle a la meteorología: bien caída es esta agua. Colocamos el centro más bonito y lozano, con plantas del jardín que florece en el corral, sobre la tumba de mi padre, al pie del muro. Los restantes arreglos: donde enterramos a mi abuela, a mi abuelo (quien descansa junto a mi tío) y la hermana mayor de mi madre. También coloqué un ramo de flores blancas en la tumba de Serafín, cuyos sobrinos la mantienen imperturbable durante el año con horribles flores de plástico.
Eché un vistazo al resto de enterramientos. La gran mayoría yacen olvidados, como se evidencia en las muchas tumbas desaseadas y mohínas. Algunas son vergonzosamente recientes. La España menguante comenzó a disminuir en la memoria de los vivos mucho antes de que lo hicieran sus ilusiones. Las sepulturas más antiguas datan de los tiempos de la posguerra. El cementerio fue removido durante la fratricida contienda por razones que nadie recuerda. En el pueblo vecino los republicanos fusilaron a grupos de agricultores contrarios al Gobierno y los trajeron a enterrar al mío. Nadie sabe dónde se encuentran. Tampoco queda nadie que reclame sus huesos. Ha de ser terrible saber que un antepasado tuyo fue masacrado sin contemplaciones en algo tan monstruoso como una guerra civil.
Celebré en su momento (hace 17 años ya) la unanimidad del reconocimiento moral a quienes padecieron la represión franquista. No puedo celebrar el espectáculo de la exhumación de Franco del inmenso cementerio que es el Valle de los Caídos, donde yacen decenas de miles de personas de ambos bandos, y al que la propia Ley de Memoria Histórica obliga a ser gestionado conforme a las normas aplicables a los lugares de culto y los cementerios públicos. Es lamentable que hayamos presenciado, nuevamente algunos, el sepelio del dictador. Nadie pensó en el sigilo o en las leyes.
El cementerio de mi pueblo acabará consumido por la naturaleza una vez que la memoria de las gentes olvide que una vez existió. Espero que le suceda lo mismo al del valle de Cuelgamuros porque significará que se habrán tomado decisiones con criterio, y no precisamente el partidista.

viernes, 25 de octubre de 2019

Sociedad muerta

Ahora que las lluvias han apaciguado los fuegos en los contenedores, puede contemplarse con cierta nitidez que el problema no trata del enfrentamiento entre Generalitat y Gobierno. La opresión ha trascendido las pintadas, los lazos y la xenofobia reprimida para convertirse en calles de pesadilla porque, en sentido cívico, el Estado no es capaz de garantizar la libertad en ellas. 

Comentaba la semana pasada la extraña adoración por el fuego, que no es otra cosa que un trasunto de la destrucción y la intransigencia (¿hemos olvidado las antorchas y cruces prendidas del Ku Klux Klan?). En Cataluña han confluido la derecha y la izquierda para parir un monstruo obcecado y sordo que no deja de proferir voces culpando a todos los demás de los destrozos y estragos que causa. Monstruo, sí, pero jalonado por las otras voces, las tranquilas, las que no rompen ni queman nada, pero lo entienden y apoyan todo, y que a estas alturas del espectáculo se identifican con los jovenzanos de los pasamontañas: unos y otros muestran el mismo iris encendido y visceral, la misma bilis e invectiva en los ojos. La turba embozada conmina a irse, sin sutilezas ni hostias, que para eso están las marchas por la libertad, tan mussolinas; los otros, en tanto, vuelven a reclamar diálogo y exhortan a hacer política para resolver la situación que estalla de puertas afuera, mientras vuelven la mirada a los chisporroteos de los vehículos prendidos con la sonrisa convertida en rictus.

Mucho peor es el incendio que se ha registrado en el Parlament, con esa vuelta de la burra al trigo, a la autodeterminación, con los empresarios reclamando al Gobierno que se avenga al diálogo que, no solicitado, se exige por parte de unos próceres que no han querido nunca controlar a la muchedumbre incendiaria y se sienten exultantes con este pulso al Estado, que echan sin verse derrotados, y las magras consecuencias que de todo el barullo se observan. ¿Acaso se han creído que somos tontos y no nos hemos dado cuenta? Los tontos, en esta película de terror, son los que han dormido uno tras otro en el palacio monclovita. Y en aquella tierra, ¿dónde quedaron los hombres de pro, que no se les ha visto a ninguno de ellos repudiar todo el vandalismo insurgente? Qué ominoso es el silencio cuando esconde egoísmo y doblez. Ha sido la gente quien ha debido salir con cubos a apagar contendores o encararse con los gilipollas de las piras.

Es lo que son. Una sociedad enferma. No, muerta.

viernes, 18 de octubre de 2019

Nunca es suficiente


Aquel segundo día de octubre alguien me dijo que había acudido a votar que no, pero que sintió miedo y acabó votando que sí. El recurso del miedo, como el recurso al fracaso político, revela una posición mediocre, la de no decir que sí para que se note menos, porque el sí es de fanáticos y extremistas y no es ejemplar ser visto como tal, aun siéndolo. Hoy se desvela la aparente mediocridad: quien profirió tan afrentoso (y ofensivo) argumento, realmente contemplaba el futuro que se dibujaría dos años más tarde.
No es un futuro nuevo ni exclusivo. En Euskadi todavía se pintarrajean las paredes y muros con pintadas perceptibles y presuntuosas que reclaman libertad para los presos (los presos son terroristas). No nos vanagloriemos por la libertad de expresión: muchos aún necesitan dar a entender que tal libertad no existe, que solo sucede cuando se usa las calles para expresar lo que uno realmente piensa o siente. El fanatismo precisa muros para manifestarse. Y cuando no bastan los muros, contenedores. Pero los muros no arden, los contenedores (y, a veces, lo que en derredor se halla) sí, como se ha vuelto a demostrar en Cataluña. Algo ardiente es siempre transmisión de la palabra divina.
Las hogueras de las noches, tanto paganas como cristianas, purifican. Las hogueras reactivas, tanto a las sentencias como a la política, amedrentan, que es otra manera de expiación, si bien controvertida. Porque quienes las prenden, como quienes pintarrajean, hace tiempo que no distinguen entre realidad y ficción, entre falsedad y verdad. Es relativamente sencillo desvelar lo que es incierto y falso, pero, ¡ay!, la verdad frecuenta caminos retorcidos donde acaban entremezclándose las opiniones y egoísmos para no llegar a ninguna parte. El fuego de un contenedor o de un vehículo, como la pintada en la pared, trata de convencer que, tras él, solo existe un legítimo sentimiento de democracia y justicia, porque, como todos saben, o deberían saberlo, no es democracia sino lo que el pueblo, en su ínfima minoría identitaria, decide. Aunque decida vivir una farsa o a espaldas de todos los demás.
Lo tengo muy claro. A esto también conduce el nacionalismo, no solo a la exaltación de la propia identidad. Si existe la posibilidad de trasladar el sentimiento a la calle, acaban llegando las pintadas y los contenedores quemados. Y, en ocasiones, los féretros. Porque, como bien enseña la Historia, para ciertas cuestiones la política nunca es suficiente.

viernes, 11 de octubre de 2019

Alcaldesa expugnable


Estos días cunde en la prensa el extraño y desvergonzado caso de la alcaldesa de una localidad (bastante grande) de Madrid, cuyos días están contados. Una alcaldesa que, con el consentimiento de todos los partidos políticos presentes en el pleno, aprobó una subida de sueldo para su emolumento y también el de los concejales. Por supuesto, el alzamiento de los salarios consistoriales no solo se ha registrado en el ayuntamiento que nos ocupa: muchos otros, de cualquier signo político y condición, han obrado igual. La pela es la pela.
La enfermedad (antes que drama) de esta alcaldesa se traduce en el nepotismo con el que ha actuado en su breve singladura (desde julio): nombramientos (llamados también designaciones) en favor de parientes y amigos a quienes, como el valor en la mili, se les supone capacidad y adecuación. Los amigos de uno siempre son adecuados para cualquier cosa, está claro. El nepotismo es contrario al orden constitucional. Y al código ético de cualquier partido, también el de la alcaldesa. Pero no está reñido con la indecencia. Por supuesto, el partido político que ha venido amparando a esta señora alcaldesa la ha acabado empujando al lúgubre ostracismo que pende encima de su cuello. Yo me pregunto por qué no se reaccionó de inmediato. Como en cualquier liza, la que antaño sería corregidora (acaso hogaño también) va bien parapetada de amistades y fieles inasequibles al desaliento que producen sus ofuscaciones designatorias. Incluso cuando el escándalo ha sido tan mayúsculo que, presionado por la opinión pública y el hartazgo de afiliados afines, la buena mujer ha decidido la suspensión de su militancia, pero no la cesión del acta ni tampoco la dimisión de su cargo.
Es lo que tiene la carrera política. Que una funcionaria del departamento de obras, tras una prueba presidida por un compañero y amigo del partido, con estudios en servicios sociales, pase a concejala de inmediato, desde donde ataca con saña al alcalde (afín) hasta su dimisión, afectada de tanta soberbia y autoritarismo como de escasez de bagaje intelectual, y logre ser recompensada, por arte y efecto de las nuevas políticas monclovitas, hasta su inevitable caída en desgracia, al poco tiempo de ser nombrada lo que aún es, no deja de ser una muestra más del modo de pensar de quienes son, de forma vitalicia, parte del aparato de los partidos. No viven para servir al pueblo: viven para el partido.
A quién le puede extrañar lo que pasa en este país.

viernes, 4 de octubre de 2019

Octubre es otoño


Hablamos Queco y yo del otoño. Las hojas ya van amarilleando y pronto sembrarán las calles con su manto mortecino. Aprovecho para enseñarle el sustantivo que identifica la hojarasca seca que cae de los árboles: la seroja. Le comento que en algunos lugares de los Estados Unidos es habitual encontrar, en este mes, a grupos de turistas que se desplazan hasta los bosques para observar tanto los colores otoñales de la foresta como el espectáculo de las hojas que han caído.
Octubre es, definitivamente, el otoño. Alguien me habla de lo mucho que le gusta esta estación. No me extraña. La gradación de tonos que nos brinda esta época del año es espectacular en todas sus dimensiones. Walt Whitman, que era neoyorquino, la dibujó como roja, amarilla, parda, púrpura y verdes claros y oscuros. Nosotros estamos más acostumbrados a la predominancia del amarillo, del jalde que vertía en esta columna la semana pasada. Pero cualquiera que haya viajado sabe que los otoños en ciertas zonas del planeta son antes rojos que amarillos, por la antocianina.
No solo las plantas, al ir yéndose el verano, se preparan para soportar los fríos del invierno. Muchos de los habitantes de este hemisferio se recluyen en casa, donde el verbo invernar cobra todo sentido, y solo la abandonan para aprovisionarse o porque se cruza uno de esos puentes laborales que tanto apetecen. En cualquier caso, como le sucede a las plantas, el otoño pone a punto los procedimientos de clausura del buen ánimo y de la felicidad solar. Posiblemente no dejemos de producir clorofila, como le sucede a las hojas, pero nos volvemos cáscaras vacías sin nada aprovechable dentro hasta que el sol de la primavera vuelve a fortalecer nuestros ánimos.
La tildan de yerma, de melancólica, pero esta estación que tan bien pronostica el ocaso de nuestras vidas, no solo propicia balances emocionales. Y sí, hablo de un ocaso, no tanto meteorológico como espiritual. Pablo Neruda decía que “una mano de congoja llena de otoño el horizonte y hasta de mi alma caen hojas”. Pero ya casi nadie lee poesía, y acaso por eso exista Instagram. Los poetas embellecen con palabras incluso los más indeseables estados de la mente. Los fotógrafos, aun aficionados, se contentan con reflejar la luz que contemplan.
Queco es joven y aún no siente como propias las melancolías otoñales. Pero quien esto suscribe, siente que en su verbo cansado hay una clave para calmar la necesidad de comunicar que, de nuevo, es otoño.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Libros difíciles

Me consulta una chavalina, de esas que no son de mi tiempo, sobre unos cuantos libros que le han recomendado leer en clase sobre la Generación del 98. Ella cursa este año el segundo de bachillerato, lo que traducido a mis tiempos pretéritos sería el COU. La lista de lecturas no es muy amplia. Lo cual no me asombra. Los autores que enuncia parecen imprescindibles, pero faltan muchos. Pío Baroja, Unamuno, Azorín, Machado… y me cita a García Lorca. Incomprensible. "Quién será su profesor", me pregunto. No importa. Me cita algunas obras: San Manuel Bueno, Mártir; Campos de Castilla… y ahí se detiene. Me pregunta, entonces, qué libro me parece que será el más fácil de entender. "¿Disculpa?", inquiero, "¿a qué te refieres? ¿A un contenido más leve?", "No, a que use un vocabulario más fácil". ¿Y los diccionarios?

No pregunto más. Prefiero mostrar desagrado, pero busco la dialéctica. “¿Por qué no te los lees todos? Total, si solo has de hacer el trabajo de uno de ellos, el resto pueden ser solo para disfrutar”. Imposible. No puede: tiene tantísimas cosas que hacer que no le va a dar tiempo a nada más. Por eso busca un libro que le resulte fácil. Le replico que, ya puestos, puede descargar un trabajo de los miles que pululan en internet si, a cambio, eso le permite leer más de un libro, porque está viviendo un momento estupendo para comenzar a enriquecer el intelecto. Que no. “Pero si haces uso de una media de cinco horas de ocio en internet, cuando no más”. "Ya, pero…" Al final cierro la conversación de manera unilateral: no soy capaz, ni quiero, ni me apetece decidir qué libro es más fácil de leer o de entender o de disfrutar y, en cualquier caso, si alguna vez lo supe, ya no me acuerdo. Cuelgo la comunicación y me entristezco largamente de su contenido. Olvido mencionar que García Lorca no es del 98.

Tal vez el mundo de mañana sea así: homogéneo, incapaz de suscitar interés, como lo es ya el mundo físico, repleto de espacios idénticos en cualquier ciudad del mundo. Estoy convencido de que el futuro óptimo solo se construye mirando con sapiencia al pasado. Un pasado en el que se encuentra, entre otras cosas, todo nuestro legado cultural, el mismo que al parecer produce antes tedio que asombro.

Los estudiantes (¿algunos?, ¿muchos?) posiblemente agradezcan un atajo ante lo que consideran un marrón que les roba tiempo para lo que sí importa. ¿Y los profesores? No sé qué desean, pero si yo fuera uno de ellos acabaría deprimido y desesperado. 

viernes, 20 de septiembre de 2019

Estío vulgar


Con el otoño terminan las vulgaridades del verano. No me refiero a los propósitos que la gente se hace para cuando acaba agosto. Eso más que vulgaridad es risión. Tampoco la ausencia del amurrio que causan los días exiguos, la luz teñida de jalde o los despertares con cencio. ¿Cómo tachar de insustancial una exquisitez tan extraordinaria? Me refiero, por ejemplo, al milagro de ver cómo cientos de miles de horteras encierran, hasta nueva orden, ese calzado ignominioso consistente en una suela y dos tiras de plástico que se cuelan entre los dedos. El otoño cura ese trastorno denominado mal gusto. Porque los pies… ¡mira que son feos!
Las chanclas, o zoris, o como se llamen, y que algunos muy instruidos elevan a históricos por las sandalias faraónicas y las caligae romanas, parecen incitar a la felicidad y al frescor frente al rigor canicular, por involutivo que parezca. A mí, personalmente, me incitan a pisotear pinreles. Qué quiere que les diga. Un padre de familia, de apariencia honrosa, pierde toda su dignidad vistiendo pantalón corto, admisible en ciertas situaciones, y chanclas. No digamos si el aderezo se completa con un tatuaje, por pequeño y discreto que sea. La manifestación orgullosa y exterior de un sentimiento, profundo o superficial, arrebata a la persona la intimidad de sus pensamientos y los convierte en pasto de narcisistas.
Claro que, puestos a sentir alivio, nada como despedir la otra vulgaridad estival que, de un tiempo a esta parte, pese a lo controvertido que resulta denostar la propia naturaleza en aras del entendimiento entre sexos y la corrección de las formas, impera en el mundo moderno. Me estoy refiriendo a esos pantalones ultracortos, porque decir cortos es decir poco, que se empeñan en usar damiselas y jovencitas, con un corte en la confección tan rácano, con la juntura tan al aire, que a las hembras que los visten dejan sin disimulo la mitad de la nalga, o cachete, o glúteo, que lo mismo es.
Sea pinrel o tatuaje o culo, este exhibicionismo urbano parece escorzo de Instagram, donde, como en casi todas las redes sociales, hay que relatar continuamente lo que hacemos, como si fuese importante. Y si uno lo cuenta todo, ¿cómo no mostrar lo restante en todas partes, ya puestos? La chancla puede producir fascitis o cojeras y para cuando lo advirtamos será demasiado tarde. El pantalón y el tatuaje, desubicación estética perpetua (salvo en las redes, donde siempre es estío). Por fortuna para los pies, en la calle puede ser otoño o invierno.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Don Camilo


Cuando yo inicié mi andadura de doce de años en eso del teatro amateur, siendo entonces un jovenzuelo repleto de ganas de hacer cosas al margen de los libros, en el instituto se representaba cada año la ópera rock “Jesucristo Superstar”, en playback. La obra musical de Andrew Lloyd Webber (hijo de William Lloyd Webber, a quien debemos la magnífica “Missa Sanctae Mariae Magdalenae”, qué gran coincidencia) ya hacía tiempo que se había normalizado en España, y lejos quedaban las revueltas y anatemas de los Caballeros del Santo Cristo ante los cines. Parecía lógico que cautivase la atención de mis compañeros de instituto. Pero, ¿en playback?
Aquel musical abrió a mis oídos un universo más amplio. La voz de aquel Jesús tan inefable (y tan poco pop) la ponía en español Camilo Sesto. Ángela (Angelita) Carrasco resultaba en una estupenda María Magdalena. Y aunque siempre me pareció como más importante el papel de Judas (el mismo inveterado traidor en quien, según Borges, se encarnó Dios), la versión del ahora controvertido Teddy Bautista no me gustó nunca. Lógico: nunca pudo igualar al prolífico Carl Anderson, pero el Jesús de Camilo Sesto sí resultaba tan bueno (si no más) como el de Ted Neeley en la versión cinematográfica. Dotado igualmente de una voz portentosa, timbradísima, exquisitamente modulada, de tan amplia tesitura que se paseaba cómodamente por cualquier armonía hasta alcanzar registros altísimos, aquel afamado cantante (entonces) se convirtió en la encarnación del éxito en la música internacional. Como cantante y como compositor. Porque el hombre que estremecía cantando “Getsemaní” fue igualmente capaz de componer e interpretar un tema tan majestuoso como “Vivir así es morir de amor”, balada romántica difícilmente superable. E incantable (salvo para unos pocos). Eso sí, sus canciones siempre hablaban de amor. Un poco como ahora…
Se fue Camilo Sesto, de nombre Camilo Blanes, aunque pienso que su imagen desapareció hace mucho tiempo, como casi todo lo que florece alguna vez en los años fértiles de la juventud y, después, en el advenimiento de la madurez, ha de dejar paso a lo nuevo, que todo lo borra. En mis viajes a México y a Costa Rica me han recordado su nombre, un nombre que, en estas longitudes del meridiano de Greenwich, tiempo ha que permanecía en el olvido. Precisamente Camilo Sesto se despidió de los escenarios con un título muy costarricense (Camilo Pura Vida). Pero yo sigo viéndole en Getsemaní.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Bloqueos estériles

Mientras viene llegando septiembre, y las noticias profieren lastimosos testimonios políticos cargados de atolladeros, bloqueos y otros impedimentos, en Costa Rica, donde me encuentro, cae una lluvia atronadora. En la estación de las lluvias, invernal, de un invierno de temperatura exquisita y humedad muy alta, el agua cae del cielo con puntualidad inconmovible. Acaso por esta causa y sus muchos efectos, los turistas regresan de este país con alabanzas admirables de la prodigalidad y verdor de este país tropical, donde el color que los daltónicos contemplamos mal lo llena todo. 

Hace unos meses les comenté algo parecido desde estas tierras adonde he regresado para materializar un proyecto profesional que me está resultado muy grato. Los ticos (así se denominan a sí mismos los aquí nacidos) conforman una nación de formas pacíficas que soporta, con mucha paciencia, un retraso secular en todo aquello que por el Viejo Mundo disfrutamos sin advertir gran cosa sobre ello. Almorzando con mis clientes, me comentan que ayer mismo se puso fin a una situación injusta que llevaba años sucediéndose sin que nadie pusiese remedio: por fin se materializó en su Parlamento un proyecto de ley para que las huelgas dejen de estar retribuidas. ¡Quedo admirado! ¿Hacen huelga y siguen cobrando como si tal cosa? ¡Qué maravillosa propuesta para los viejos sindicatos! Llevaban los maestros costarricenses muchas semanas de huelga en estas condiciones, y el fisco sorprendió a muchos de ellos en Miami, en Europa o Estados Unidos, solazándose en pleno conflicto laboral. Fue la gota que colmó el vaso de la infinita paciencia tica. La ley se aprobó por mayoría y el pueblo piensa que se regresa al buen camino. Los maestros desleales han sido expedientados y despedidos de su puesto estatal. 

Las situaciones de bloqueo suelen derivar en pingües beneficios para unos pocos e ingentes sacrificios para la inmensa mayoría. Es lo que viene sucediendo en España con un Gobierno que no se acaba de formar por múltiples razones o en el Reino Unido con un Brexit que ya ha atravesado casi todos los escenarios posibles, incluido el del tal Johnson. Y mientras todo eso ocurre, y nada se despeja (al igual que tampoco despejan las tormentas vespertinas en este paraíso vegetal donde me encuentro) la vida continúa y sigue abarcando mucho más de lo que nuestros ojos contemplan, con independencia del lugar en el que nos encontremos. Huracanes e incendios planetarios mediante.

viernes, 30 de agosto de 2019

Cuotas


Los hombres (los de sexo masculino) a lo largo de la Historia hemos forjado situaciones de poder con respecto al sexo opuesto. Estas situaciones han sido estudiadas con objeto de erradicarlas y lograr un mundo más equitativo (lo prefiero a la igualdad, que no es obviamente lo mismo). Tiene orígenes similares a otras situaciones dañinas como el racismo. La aceptación implícita de que en la sociedad existen jerarquías y desigualdades inevitables, conduce a pensar que uno mismo (y su sexo, o su raza) es mejor que el otro. Si han perdurado a lo largo del tiempo ha sido, en parte, por nuestra predisposición a englobarnos en colectivos para ser más fuertes: uno solo no llega muy lejos.
¿Y si la injusticia sucede en sentido contrario? Algunas de las medidas políticas actuales, de cuya buena voluntad no hay duda alguna, tales como lo fueron las inmersiones lingüísticas o, más recientemente, las cuotas y paridades hombre y mujer, son asumidas y defendidas por muchos que rechazan cualquier tipo de injusticia. Pareciera que es necesario integrar en nuestra estructura social un poco de esa injusticia (desigualdad positiva, la llaman) para modificar las cosas y ponerlas en su sitio.
Algo así le ha sucedido a la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid, mujer, quien ha sido ampliamente criticada por no cumplir con las cuotas en su gobierno. Nuevamente el colectivismo, pero a la inversa. ¿No queda claro en la Constitución, en las leyes y directivas que existe igualdad de derechos y responsabilidades sin importar sexo, fe o raza? ¿Hasta qué punto es necesario imponer un ejemplo que bien está tanto si se escora el equilibrio hacia un lado o el otro, una vez asumida que cualquier decisión no trata de perjudicar a colectivo alguno sino buscar el beneficio común? Las mujeres, como los ciudadanos de otras razas que viven entre nosotros, no son ciudadanos desvalidos que necesiten el tutelaje del Estado de los gobiernos autonómicos. Solo del cumplimiento firme y preciso de la ley. Resulta incoherente pensar que todavía se nace esclavo y distinto y desigual ante la ley.
Existe el machismo (y el racismo). Es innegable. Pero, ¿son problemas tan sistémicos como para que solo se puedan resolver de manera sistémica, tratando a las víctimas como seres desvalidos necesitados de sobreprotección? ¿No basta con hacer cumplir la ley? Los hombres también somos responsables de que muchos de los problemas del pasado no atenacen a la mujer del presente.

viernes, 23 de agosto de 2019

Migrantes estrella

Unos pocos cientos de personas cobijadas en un buque en mitad del Mediterráneo son, en agosto, noticia de demasiados titulares. En el barco se encuentra un equipo de televisión que narra a diario el hedor y las tensiones existentes. Si es sencillo hacer subir a unos reporteros, quizá sea igual de sencillo hacer bajar, escalonadamente, a todas las personas que en dicho navío se han convertido en noticia. Total, una sucesión de actos considerados ilegales no creo que empeore por añadir un eslabón salvífico. Pero esa vía nadie la ha descubierto. Los migrantes, hartos por lo que están padeciendo ante las cámaras, solo son captados cuando se lanzan al agua en pleno día o cuando figuran como atrezzo de las declaraciones de quienes patronan el buque. 

Y los gobiernos, y partidos, de toda Europa, de perfil. En otros lugares las políticas migratorias se han endurecido y es muy probable que estas respuestas signifiquen la incapacidad de articular, a escala planetaria, unos protocolos que regulen el tránsito de las personas desesperadas. Las fronteras se cierran porque, dentro de ellas, lo único que hay no son tierras fértiles y empresas con empleos: dentro hay un bienestar que los nativos desean proteger a ultranza. Si ellos mismos, una población contabilizada y legalmente asentada, ven peligrar su ventura por efectos económicos, ¿cómo no sentir pavor ante la avalancha de gentes que, desde todas partes, ansían lo mismo, siendo eso anhelado tan aparentemente escaso, frágil y vulnerable? 

Hay millones de extranjeros instalados en nuestro país. Un número alto que debiera causarnos enorme satisfacción por la manera provechosa de gestionarlo. Y es positivo: para nuestra demografía (los impuestos del futuro), para cubrir los trabajos que nadie entre los patrios quiere… para multitud de circunstancias en las que muy pocos quieren reparar. En las escuelas hace tiempo que la integración es cotidiana y esa es la mejor noticia: que mientras los próceres se dedican a hacer política en Twitter, como nuestro Presidente, la sociedad civil (a la que siempre alude) ya facilita las cosas. Cada cual que bregue por su pan, pero en concordia: no con prejuicios enarbolados hasta la frontalera. 

El Open Arms puede querer ridiculizar a los políticos, cosa pretendida sin disimulo por quienes comandan el buque, especialmente ante las cambiantes estrategias que se observan de mes a mes. Pero establecer unas pautas comunes, nunca será farsa ni será fútil.  

viernes, 16 de agosto de 2019

Asunción

15/08. Festivo en España. Y en mi pueblo. Antaño, en esa época que nadie recuerda y muchos ignoran que una vez existió, cuando la cosecha iba tardía en la festividad de agosto aún se trillaba en las eras. Pero las máquinas paraban, todo se detenía. Nadie trabajaba salvo para atender el ganado. Los parroquianos iban a misa con fiel determinación, creyeran mucho o poco en lo que allí se barruntaba, y la iglesia se llenaba hasta los topes con agricultores y veraneantes. A la salida, nos encontrábamos todos allí, en la plaza, bajo el grueso roble milenario cuya existencia la acometida de las aguas segaría de cuajo no muchos años más tarde. 

El ayuntamiento servía sangría y chochos (altramuces). Sabido era que los cuerpos castigados se regocijan mejor con un vinillo aromatizado y algo que echarse a la boca. En los corrillos bajo las sombras había charlas interesantes. De hombres: las mujeres aparte, como en la iglesia. Recuerdo con nostalgia las de Alejandro, el molinero, o las de Vitoriano, tan cultivado en leyendas, y por supuesto la sabiduría y sensatez de Serafín. El 15 de agosto el pueblo entero se aseaba y vestía de fiesta. La ceremonia de la felicidad en la plaza resultaba una liturgia más trascendental que la eclesial. 

Todo aquello sucedió hasta que cumplí los 24 años y llegó la concentración parcelaria. Con la división del territorio nunca más se volvió a segar ni a trillar. Los graneros se vaciaron y en los pajares nunca más revoloteó el tamo seco en los rayos de sol por entre las tejas. No volvieron a abrirse las hojas, donde el ganado pacía las pajas dejadas atrás en los vados. Las veredas y trochas que serpenteaban por entre las tierras desaparecieron, los caminos de concentración inundaron el paisaje con sus rectas de autopista, los campos se limitaron con alambre de espino, la gente no volvió nunca más a encontrarse en el trabajo y los días de fiesta dejaron de ser distintos. Los campesinos fueron muriendo y aquel otro mundo, en el que me crié, desapareció para siempre. 

Ahora el pueblo es un lugar en progresivo abandono y de aquella generación de últimos agricultores solo quedan el tío Germán y el tío Manuel, el Herrero. Dentro de un rato tocarán las campanas a misa (solo hay misa dos veces al mes). No sé cuántos se reunirán en la plaza porque nunca voy. Antes iba por la gente. Ahora la gente me da igual, porque solo hay jubilados que regresan al pueblo tras el éxodo y no tengo nada que recordar con ellos.  

viernes, 9 de agosto de 2019

Agostados

Se secan las patateras y llega el momento de pasar la reja del arado para, después, apañar sus frutos. En los pueblos pequeños, como este mío, es así como se sacan del suelo las patatas. Sudando sobre los terrones adustos y ásperos. Alguien me comenta que también los pepinillos y las castañas exigen doblar la espalda e hincar las piernas. Pero esos trabajos los desconozco: esta no es tierra para el castaño y, desde luego, nunca recolectamos los pepinos antes de tiempo. Por cierto, este año está siendo extraordinario para ellos y para los calabacines. Recogemos herradas enteras. Los tomates van tardíos, pero están riquísimos igualmente.
Supongo que las playas estarán atestadas de gentes y las ciudades medio vacías. Hay quienes se sienten infelices sin el orden y las rutinas de la vida profesional. Yo les invitaría a mi huerta, que exige constancia. ¿Para qué las vacaciones si les repugna la vida sin horarios, todos penosos, y sin responsabilidades, tan absurdas a veces? Admito que, por agosto, las personas nos volvemos mediocres. Incluso en el vestir, porque no puede tildarse de ninguna otra manera esa costumbre gregaria de salir a la calle en chanclas. Me invaden pensamientos negruzcos cuando las veo, quiero pisar todos los dedos, tan feos e impares. Pero el descanso, la lectura (siempre hay libros pendientes, algunos desde el nacimiento), las faenas en el jardín o los trasiegos en las orillas del mar, la religión de las albercas de agua clorada donde se zambullen los niños, todo ello conforma un orden alternativo, místico casi: cuántos agostos recuerdo en mi vida y qué pocos febreros.
La España menguante no contiene aromas a paella, ni afanosos mozos sirviendo mesas con temporalidad de reloj suizo. Tampoco filtros estúpidos de Instagram o fotos de rostros transformados con orejas de burro y hocicos de rinoceronte. Lo llaman tecnología y suena incluso importante cuando se echa la cuenta de los euros que vale. Pero es subdesarrollo, la insignificancia de haber olvidado que hace décadas teníamos un huerto y se segaba a mano con las hoces y que es en verano cuando más se trabaja. Luego dicen que en agosto hay fiestas en los pueblos: se celebraban al finalizar la cosecha y los cuerpos, molidos y desbaratados, buscaban risas y goces merecidos. Lo de ahora es una burda patraña de chocolateros y veraneantes con risas idénticas a las del fin de semana.
Se agostan los campos, sí, pero más se agostan las almas urbanitas

viernes, 2 de agosto de 2019

El futuro en los árboles


En el siglo I una ardilla podía cruzar de Cádiz a los Pirineos de árbol en árbol sin tocar tierra. En el siglo V media península estaba desarbolada. El pastoreo, la minería, las villas... todos los motivos de las deforestaciones masivas condujeron a la silvicultura, una de las primeras medidas del mundo antiguo. El paganismo protegía los bosques (como lo fue Lugo). El Imperio Romano taló árboles de manera indiscriminada. El cristianismo dispuso la creación de Dios en beneficio del hombre.
La visión musulmana de la naturaleza hizo que aumentase la superficie arbolada y que las políticas forestales fuesen óptimas. En el siglo XII por el Júcar se conducían pinos. Con la madera de Cazorla se hacían cazuelas muy apreciadas en África. La Reconquista supuso volver a la tala continua de vegas y montes, y a roturar las tierras para crear nuevos poblados y más necesidades madereras. Alfonso X, en el siglo XIII, legisló contra quienes cortasen los árboles y a perecer pasto de las llamas a quienes quemasen un bosque. Similares pragmáticas medievales se desplegaron por todos los territorios. La ley del pino piñonero del siglo XIV obligaba a repoblar el doble de lo que se talaba. Eran los tiempos del bosque como refugio del lobo.
La ganadería trashumante del siglo XV azotó los bosques, acabando con los brotes nuevos e impidiendo la regeneración natural, endureciendo el suelo y creando cañadas. En el siglo XVI aumentó la roturación de las tierras. La flota nacional de finales del XVI requirió talar ciento veinte mil hectáreas, y debía renovarse cuatro veces cada cien años. En tiempos de Felipe II se mandó quemar los árboles de los caminos reales para evitar el pillaje. El crecimiento de la población supuso más necesidad de madera. A la llegada de los Borbones apenas había bosques. Felipe V ordenó una reforestación rápida. Fernando VI promulgó la Real Ordenanza para el aumento de las masas forestales. Estamos en 1748. El siglo XIX fue negro para el bosque con la desamortización de Mendizábal. Y el XX aún más con el aumento explosivo de la población.
En el siglo XXI, un estudio de la universidad ETH de Zúrich ha analizado la superficie terrestre para concluir que hay 1.700 millones de hectáreas no arboladas donde podrían crecer un billón de árboles. Reforestar un billón de árboles supone solo 3.000 millones de dólares y conduce a la reducción absoluta de las emisiones de CO2. Ese es el único futuro: lo hemos tenido siempre al alcance de la mano.

viernes, 26 de julio de 2019

Artículos hegelianos 

«Han dado espectáculo», dice un periodista, emocionado con los devenires del hemiciclo. «Han dado el espectáculo», dice otro, muy distinto, enojado como al parecer siempre lo está con estas cosas. Y yo pienso: cuánto determina el artículo al sustantivo en el sintagma nominal… 

Espectáculo o no, ni siquiera se han asomado sus señorías estos días al tríodo hegeliano: ética, estética y dialéctica, pese a lo muy próximos que han estado al filósofo alemán en cuanto a las cotas nunca antes holladas de lo ininteligible. Uno puede comprender las causas estéticas del disgusto, de la frustración. La escenificación, en suma, del enfado tras las negociaciones, esas sedicentes diplomacias en las que cada uno de ellos ha trabajado arduamente para desvelar los secretos de lo que estaba en el ajo, sin reserva ni discreción alguna, “Trumpeando”, diríamos, porque de ese modo es como ahora se encuentran los compañeros de cama que la política en tiempos pretéritos celosamente conseguía aplicando criterios éticos muy diferentes. Pero, una vez producido el fracaso, hemos visto que la cuestión dialéctica se convierte en «cuestión personal». Léase, la persona se sobrepone a la a la dialéctica (muy pobre), e incluso a la estética (formal) y la ética de sus intríngulis. 

Lo acabamos de ver. Ha sucedido en numerosas ocasiones en el pasado y habremos de seguir viéndolo, porque los casos tales no son pocos, sino muchos, como corresponde a una situación en la que el sujeto disfruta enormemente anteponiéndose al objeto. Nuestra perversa gramática antropocéntrica lo distingue muy bien: antes es el «querer tener razón» a la «razón» en sí misma; antes de cualquier consideración es «vencer» a «convencer»; antes es el «yo» (presidencial) que la muchedumbre opositora o el rebaño coadyuvador. Es mal camino para establecer principios, si es que, en asuntos de ética y estética y dialéctica, conviene disponer de principios universales y críticas del juicio. 

Dirán ustedes que la estrategia está bien planteada, porque las encuestas favorecen la sustantividad del sintagma que se pasea por los jardines monclovitas en detrimento de los otros sintagmas ambivalentes o expectativos. Pero, ¿es por esto que ustedes han votado? ¿Para repetir el juego electoral una y otra vez hasta que el hastío decante la balanza? Divertido me quedo. Otro año electoral más con doble votación a la que no acudiré. El espectáculo de querer dar el espectáculo que lo trasiegue otro. No yo. 

sábado, 20 de julio de 2019

Amenazas eclesiales 

Lo discuto aquí, en Las Arribes, con un paisano que tiende a levantar la voz en cuestiones de política. Se queja de la casilla de las aportaciones a la Iglesia. Que no debería existir, dice. Y le replico, para su satisfacción, que no debería existir, en efecto. Pero no por los motivos que él piensa (es anticlerical acérrimo) sino porque, en realidad, da lo mismo que se ponga esa casilla en el IRPF o que no se ponga. Las aportaciones a la iglesia católica provienen de los presupuestos del Estado. La casillita de marras es más una trampa para apaciguar las conciencias que una opción. Lo que recauda la Iglesia no depende de la voluntad eclesial del contribuyente. Entonces, ¿por qué colocar esa quimera? 

En las catedrales e iglesias, y durante los oficios religiosos, hay cestitos para que los fieles realicen aportaciones al sostenimiento de la Iglesia. En mi pueblo, tan católico de boquilla como tantos otros pueblos, se vierte en la colecta un par de céntimos de euro y nunca más de veinte, excepción hecha de ciertas señoras mayores como mi madre para quienes la cosa nunca baja de varios euros. Será que eso de compartir los bienes, que dice el Misal Romano, para la mayoría no significa cantidad sino simbología… 

Hacienda no es nada simbólica y sus asuntos suelen ser muy secretos, como la confesión. Ignoro si publica la proporción de contribuyentes que eligen la casilla de la iglesia en sus declaraciones frente a los que no lo hacen o los que eligen ambas, pero debería: valdría para saber más del grado de catolicismo en España. 

Todo esto del IRPF sirve lo mismo para la Iglesia que para las ONG. Yo abogo por una modificación de la financiación de ambos, pero no del modo que este gobierno en funciones ha espetado públicamente, ante micrófonos, quién sabe si por berrinche o por venganza contra la Iglesia por el dichoso asunto de la momia del dictador, quien estaba muy bien enterrado hasta que profanaron su eterno sueño quienes quisieron derrotarle una vez muerto. Lo quisieron con todo el ruido del mundo y solo lograron resucitar no su cadáver putrefacto sino a los retrógrados fundamentalistas que permanecían extintos. 

Amenazar fiscalmente al Nuncio es una torpeza porque no se persigue con ello el interés general, que tiene otros cauces, y lo confunde todo. Los impuestos no son del Gobierno. ¿Me van a amenazar a mí también? Ya una vez (otros) pretendieron desvelar secretos fiscales. A veces los políticos no entienden nada… 

viernes, 12 de julio de 2019

Trump, el lioso

Se lo resumo. Uno ha dicho (en un informe filtrado): “Trump es inepto, inseguro, incompetente y disfuncional (como presidente)”. El otro ha replicado (en Twitter): “(Fulano) es chiflado, estúpido e imbécil pomposo”. Nótese que la enjundia se encuentra en los paréntesis. La diplomacia, existente desde la Paz de Westfalia, con sus valijas inviolables y sus secretos profundos, se ve contrapuesta hogaño por el uso indiscriminado que de las redes sociales hacen los mandatarios (no solo Trump) al enterarse de las informaciones por los servicios secretos o la prensa. Y en las redes sociales ya se sabe hay millones de idiotas que hablan sin cesar, con fama o sin ella, con razón o (lo que es habitual) sin ella. Que los mandamases se unan a esta sedicente democratización de las opiniones, dibuja con realismo verídico el nivel intelectual de nuestras élites.

Sé por experiencia que no hay nada tan goloso como las confidencias. Cualquier cosa dicha en discreción acababa tornándose vox populi con el tiempo. Tal es el afán de nuestra curiosidad humana. Pero lo que no parece de recibo es devolver las pelotas de la diplomacia en la vía pública, porque ahí ningún gobierno está exento de culpa (ni falta que hace). Supongo que el señor que habita en la Casa Blanca es consciente de los sentimientos que desata su persona y, como los borricos en la noria, pretende librarse del sambenito tirando aún más del arreo. Todo muy confuso, como la que esparce Trump en sus políticas con Teherán, puestas en entredicho por quien ha tildado de pomposo; o en sus relaciones peligrosas con Kim Jong-un, poseedor de bombas nucleares; o en las turbias negociaciones qataríes con talibanes afganos, nidos de cucarachas (terroristas).

En fin. Que las cosas con los Trump se dirimen siempre a la vista de todos. Como cuando su esposa se encaró (por Twitter) con quienes criticaban la puntillosa y desvelada presencia de sus eréctiles pezones bajo un vestido blanco en plena conmemoración del Día de la Independencia. Encaramiento para el cual encuentro todo el sentido hacerlo en público (como hicieron los detractores). Pero digo yo que unos senos egregios no son tema de política internacional, sino de rumiación en el bar. Confundirlo todo es arengar hacia la confusión y el lío. Los vericuetos de las relaciones diplomáticas son lo suficientemente importantes como para sentir la responsabilidad de esquivar la tentación de rebuznar donde no se debe. Con sujetador o sin él.

viernes, 5 de julio de 2019

Turisteando


Comenta un lector mi última columna. No le encanta mi malquerencia hacia el turisteo. Aprovecha, además, para enviarme la célebre fotografía de Nirmal Purja con decenas de alpinistas haciendo cola, pacientemente, en el último tramo antes de coronar el Everest, porque cree que desconozco tal fotografía y que ha de producirme pavor. Ignora que ya la había visto: hace tiempo. Creo haber hablado de ello en alguna columna, pero no lo recuerdo y me siento perezoso para efectuar una búsqueda. Será que me repito cada año por estas fechas (¿acaso usted no lo hace?). En cualquier caso, por este lector me siento obligado a recordar que no me molesta el turista, sino quienes explotan miserablemente a ese turista que, en la mayoría de las ocasiones, o bien ignora estar siendo explotado o simplemente lo acepta porque es lo que hay.
Que una larga fila de alpinistas espere pisar la cumbre de la montaña más elevada del planeta es de lo más normal, aunque no sea turismo low-cost. Hace una semana, en Finisterre, ese lugar emblemático de la Costa da Morte gallega que hace varias décadas era un lugar inhóspito, pude horrorizarme con la tópica proliferación de tiendas con regalitos y otros enseres inútiles, bien acompañadas de bares y un asfalto facilitador (el turista es indolente) y de trastos, ropas y basuras desperdigadas por toda la extensión visitable del célebre cabo. Tanto en el Himalaya como frente al Atlántico uno puede deleitarse con el imperecedero azul del cielo o la imponencia del mar bravío (para todos es la representación de lo sublime), pero no lo parece tanto si no lo ensuciamos todo y no se asfalta el camino. Y no me vengan diciendo que ustedes no son así, que anhelan otros afanes. No les pienso creer ni una palabra de lo que digan.
Sea en el Everest o en Galicia, e incluso en las estepas mongolas, siempre encontrará una horda de turistas que lo estropeen todo mientras hacen fotos para el Instagram (dudo que quede alguno que se absorba contemplando el paisaje con los ojos desnudos). Y tras ellos, los tour operadores. Y la hostelería y demás industria de servicios. Por ese motivo se colapsan las plazas, los museos, los pueblecitos blancos y las cumbres borrascosas. Todo el mundo quiere ir a todas partes pese a quien pese.
La semana pasada hablaba de la soledad y el silencio estivales. estoy cada vez más convencido a estas alturas de que solo se encuentra en mi pueblo. Y en Altamira (que la cerraron al público).

viernes, 28 de junio de 2019

Onomásticas y cumpleaños


Se me olvidan los cumpleaños de casi todos mis allegados porque, en puridad, nunca me los aprendo. Como tampoco consulto el calendario googleano a la hora del café para enterarme de quién debe recibir felicitación por mi parte. Dirán ustedes que soy muy hosco: no sin razón. Pero me da igual. Otra cosa es la onomástica. Ahí mi hosquedad se convierte en peculiar devoción, por tradiciones familiares, si bien es cierto que comparte análogas debilidades memorísticas que los cumpleaños.
Hoy la columna está plagada de religiosidad en su manifestación literaria, como han podido comprobar. Me resulta útil para comentarles que en casa de mi madre se sigue recibiendo un almanaque, uno de esos calendarios pequeños con un solo día por página, cuales parapegmata modernos, y que llevan un adhesivo para que no se despeguen de los azulejos de la cocina. Bajo la fecha se encuentran todos los desusados conocimientos astronómicos que ya ni interés suscitan, los pobres, y también la enumeración del santoral completo para esa jornada.
Antaño era común asignar uno de los nombres de pila de los recién nacidos según la festividad que se celebrase el día de su nacimiento o de su bautismo. Hoy no, lógicamente. La cosa se ha desacralizado mucho, si bien en numerosas zonas del mundo ha emergido una nueva hermenéutica cuyos fundamentos parece que residen en la neodivinización de los mártires de la imaginería popular: hogaño se bautiza a un hijo como “Thor de Jesús” o “Ironman de los Cielos” lo cual, aparte de ser una extraña mezcolanza cristiano-popular, manifiesta abundante licuefacción meningítica. Pero qué más da. ¿Quién soy para mofarme de ello? Total, ¿no estamos aquí para hacer lo que nos dé la real gana, sin objetar normas o protocolos, y para que los demás, todos nosotros, lo encomiemos, que está muy mal visto eso de juzgar entre las mentes pensantes de este siglo XXI?
Qué quieren que les diga. Compadeceré a quien conozca con semejantes artefactos en la designación de su pasaporte. O, casi mejor, me reiré al mismo tiempo de los progenitores, y lo haré abiertamente. A buen seguro que nunca celebraré el tal cumpleaños, por desconocimiento, ni la tal onomástica, básicamente porque no sé en qué día se martirizó a Thor o a Ironman para salvación de todos los hombres. Pero el escarnio será de proporciones colosales y algún día se celebrará la “Onomástica de los avergonzados” como hoy en día se celebra la noche de San Juan. Al tiempo.

viernes, 21 de junio de 2019

Aurora estival

Hoy mismo, hacia las 18:00 hrs, inundados de luz y una temperatura agradabilísima, dará inicio el verano. No tenía deseo de mimetizar los anuncios de los entes meteorológicos, pero la noticia así concebida tiene su gracia. Con permiso de la mañana de San Juan (la mañana del amor), la mañana del día de hoy ha sido especial. Si no se ha percatado, hágalo el lunes camino del trabajo. Mire el amanecer. No espere a las vacaciones. Sinceramente, ¿cuántas veces el éxtasis del amanecer le ha encontrado abandonando la cama, no yendo hacia ella? Con sueño y cansancio la consagración de la naturaleza deja de ser admirable.
Si echo la vista hacia atrás los años suficientes que no alcanzaré a ver si la echo hacia adelante, recuerdo el solsticio como el reencuentro con una soledad que apreciaba enormemente. Llevaba una vida feliz junto a mis padres y hermanos, y era dichosa porque, sin móvil ni wifi, no quedaba otra que embarcarse en mil y una actividades, todas nutritivas (teatro, música, excursiones): lo de ligar o tomar copas era aburrido y siempre lo mismo. Pero el verano era otra cosa: llamaba la recolección, lejos del desorden y caos de la ciudad. El campo, mi hogaño añorado terruño junto al Duero, con su silencio, liberaba las cadenas que me mantenían sujeto al devenir citadino. Y, entonces podía, como Cyrano, cantar y reír, quizá volar no muy alto, pero solo. Con mi abuela y mis tíos y mi primo y uno o dos amigos sinceros: pero solo. Quizá por ello siempre me parecieron mediocres los veranos de quienes, en el pueblo, solo sabían o querían hacer lo mismo que hacían en las ciudades. No sabían estar a solas. Por supuesto, en cuanto crecieron, olvidaron el camino de regreso. Las casas llevan vacías todo el tiempo.
Muchos parecen buscar en los veranos el apartamiento de la soledad: fiestas a diario, playas atestadas, viajes de catálogo, actividades tour operador… Jamás lo entenderé. El verano es justo para lo contrario. La soledad no es, como muchos piensan, la ausencia de amor o de compañía, sino de problemas. Y muchos provienen de esa realidad que transitamos olvidando ver el amanecer, lo que sucede casi siempre.
No se encuentra la aurora del estío en la machacona información viral, como tampoco en la palabra de los influenciadores ni en la interconectividad absoluta que jamás desfallece. Se encuentra en la observación individual y solitaria de los ojos que la miran (aunque usted desee fotografiarla para subir la imagen a esa cosa horrenda llamada Instagram). Un amanecer de verano convierte la soledad en éxtasis. Un verano sin apartamiento no es sino una alegoría del mal gobierno en nuestras vidas. 

viernes, 14 de junio de 2019

Asueto adelantado


Estos días sucede algo que me tiene perplejo: desde finales de mayo, los jóvenes que hogaño cursan ESO y Bachillerato o están de vacaciones adelantadas o van al instituto para hacer talleres y visitas a los jardines, creo. Ustedes dirán que ahora las cosas son así, pero yo sigo sin entenderlo.
Puedo aceptar que a los jóvenes les convenza este solaz repentino impuesto por las autoridades bajo la excusa de que algunos han de hacer recuperaciones. Total, es tan poco lo que les enseñan que una o dos semanas de junio bien pueden obviarse. Pero si reparo en que están recibiendo una educación magra y desvalida, acaso desde que alguien distinguiese entre enseñanza y cultura, no salgo de mi asombro. Y no es suya la culpa, sino nuestra: hemos derrumbado todo lo ancestral para que el esfuerzo no asomara las narices en las vidas de la esta generación, la peor preparada de todas (decir que es la mejor es un mal chiste de los políticos).
Supongo que he envejecido y por eso no entiendo nada. Debería reflexionar sobre este conflicto generacional palpitante, pero en YouTube, para que alguien me haga caso. En Twitter no quepo. Sería buena ocasión para filmar un cortometraje crítico, en lugar de los cortos de terror que filmamos en el pueblo, emulando el estilo de Yasujirō Ozu, aquel cineasta nipón que tan bien supo retratar el choque entre la tradición y la modernidad.
Y sí, la madurez, como preámbulo de la vejez, es también una etapa desconcertante: recuerdo todos mis momentos de infante y no logro olvidarlos para que las usanzas de Queco me resulten asombrosas. Cuando yo era joven decían los mayores que mi generación traería el fin del mundo, nada menos, dadas nuestras costumbres hueras y nuestras peligrosas inclinaciones y gustos. Y ahora que los mayores somos nosotros, en vez de asombrarme de la evolución vivida, lo que descubro es el cinismo de quienes, frisando o subidos a los cincuenta, se empeñan en eternizar la adolescencia queriendo ser como sus hijos y convirtiendo a estos en unos oseznos perezosos, hipersensibilizados y egoístas, incapaces de sobreponerse a una simple regañina.
Holden Caufield, viendo a su hermana Phoebe dar vueltas en un tiovivo, se sintió -por vez primera en mucho tiempo- feliz. Tal vez musitaba el elogio de Dante a Virgilio: “me satisfacen tanto tus respuestas que, más que saber, dudar me agrada”. Jerome y Alighieri no asoman sus narices en las aulas: siguen encerrados en una caja en el desván.

jueves, 6 de junio de 2019

Fanatismo cinéfilo


La semana pasada, en Costa Rica, en medio de una conversación intrascendente, comentaba que este 2019 es fabuloso para el séptimo arte porque por fin (¡por fin!) concluyen tres sagas-río, de las más exitosas entre el público: el tostón de los Vengadores, la decrépita Star Wars y el interminable Juego que tenía tronos. Son de consumo inmediato, como un pastelito con crema, y su triunfo reside tanto en su calidad como en haber sabido elevar su luz por encima de todas las demás propuestas, relegándolas a lo episódico.
El cine ha descubierto dos filones: el folletín, convirtiéndose al formato de las series de la tele (que cada vez son más cine); y los fanáticos, esos sedicentes espectadores que colman los espacios públicos con frases altisonantes, dependencias emocionales de cuanto aparece en pantalla, y una angostísima cultura que, no obstante, le es sobrevenida, porque algo o alguien se encarga de idiotizarlos a todos.
Cada vez hay menos espectadores y más fanáticos. Al espectador le da igual que se orquesten fastuosas campañas de marketing o que aparezca un tipo con capa tratando de salvar el mundo de la misma manera en veinte películas distintas. El espectador busca saciar su curiosidad, disfrutar y, si es posible (que no suele ser), acrecentar sus fronteras sensorial y emocional. Pero el fanático no. Su universo es limitadísimo, vive enganchado al marketing viral (que es interminable) y piensa de continuo en unir sus expectaciones a las de los otros millones de fanáticos que pululan, como él, por el planeta.
Sí, hay fanatismos peores, y no me refiero al fútbol, la política o la religión (que también), aunque sean, por desgracia, eternos. Pero he de celebrar jubiloso la obsolescencia de estos barruntos televisivos y cinematográficos que a tantos envicia y suplico, por favor, que los obsolezcan aún más, porque son propuestas sin duda entretenidas y con su punto de talento y técnica, pero tan solo su finalización puede acallar las voces de millones de fanáticos que hormiguean por el mundo digital convirtiéndolo en un estercolero mendaz y estúpido donde solo vale esputar más fuerte.
Un hombre se vuelve fanático casi a su pesar, como explicó Jean-François Revel. Todos podemos construir en el pensamiento un sistema capaz de explicar el mundo y otro capaz de rechazar lo que se le oponga. El problema surge cuando, en el fragor de ambas visiones, se atraviesa la linde de la mesura y se accede a algo similar al apocalipsis.