viernes, 23 de febrero de 2024

De zurullos y meigos

Me escribe Juanjo para decirme, el domingo por la noche, que quiere emigrar a Galicia. Por supuesto, es una broma: vive en una de las ciudades más bonitas de España, San Sebastián, o Donostia, y es vasco de pies a cabeza, habla un euskera autóctono perfecto y no soporta a este peneuve que le toca padecer, como lo padecemos todos, nosotros menos. Se refiere, con la broma, al batacazo del pesoe en la tierra de las meigas donde los votantes infligieron un soberbio leñazo al indocto que nos preside, también conocido como Massimo Inuttil, entre otros apodos, consecuencia todos ellos el cariño que le profesamos muchos (creo que solo una vez oí ser mencionado como simplemente “Pedro” por parte de una señora que sí vota al tipejo este). 

Lo de Galicia está bien, aunque el señor estirado que hay enfrente, y que proviene de allí, ejerce una política que, hasta el momento, y siempre en su tierra, se distingue bien poco de la socialdemocracia nacionalista (algún día entenderé por qué muchos peperos lo que realmente quisieran es ser sociatas): no hay más que rememorar las decisiones que adoptó y las opiniones vertidas durante la pandemia del coronavirus, donde don Alberto, que así se llama, se explayó con argumentario símil al del indocto, y que, posteriormente, fue sentenciado como inconstitucional por ese tribunal que hoy preside el Pompidou mayor del Reino (de España). Decía que lo de Galicia está bien, por aquello de confirmar sensaciones de la calle sobre los túrbidos asuntos que bullen a diario ya (aunque, bien mirado, lo que son es impúdicos), pero su relevancia estriba en el definitivo retorno del bipartidismo, o casi, aunque en esta ocasión haya sido el pesoe quien se haya vestido de ignominia (nuevamente por mor del mencionado indocto que nos desgobierna). Porque si el monclovita va camino de necesitar un indulto (juro que tengo la convicción de que el gallego no dudaría en devenir indultario), los sumandos,  podenqueros y voxeadores  lo que necesitan es un buen entierro. Y yo que me alegro. 

Y mientras nos eran reveladas estas calendas gallegas del martirologia político, allá en el centro rector del partido pesoístico una de las adláteres del indocto, vicepresidental, con mando en la plaza de los dineros de España (enfaticemos el nombre del país, que nos venimos olvidando), micro en mano, recuerda a un manchego mareado como un pato (por no saber ni quién es ni lo que está haciendo, de tanta dicotomía como acumula en sus meninges) cuál es el camino si no del cadalso, el del oprobio (deshonra, deshonor, vergüenza, ignominia, humillación, afrenta, agravio, baldón, injuria, vilipendio, infamia... qué cantidad de sustantivos -por no incurrir en adjetivaciones- para referirse al desgobierno del indocto) como siga insistiendo en valoraciones indoctales. Y encima la vicepresidental lo expuso en formato futbolero, como pasa también en los recuentos de sufragios y votaciones, salvo que en estos últimos nunca pierde nadie, aunque no se lleven los tres puntos del partido. Aunque, si les soy sincero, lo más iluminante de la arenga en la que conminaba al manchego volver al redil, fue su lígrima consagración de que el pesoe estaba reconvertido en marca, es decir, en mero distintivo o mojón. Y ahora dígame usted, coloquialmente, a qué nos referimos con este último término… Pues eso. 


viernes, 16 de febrero de 2024

De agua y ecologismo

Un hectómetro cúbico son un millón de metros cúbicos. Esta cifra es muy grande: son mil millones de litros de agua. Al mismo tiempo, es una cifra muy pequeña: mil millones de litros de agua los consume una población media de quince mil habitantes durante todo un año. También es una cifra inadecuada para hacerse a la idea de cuánta agua contiene nuestro planeta: casi mil cuatrocientos billones de hectómetros cúbicos. Como la Tierra es en su mayor parte océanos de agua salada, el agua dulce ocupa unos “escasos” treinta y cinco billones de hectómetros cúbicos (no llega al tres por ciento del total). Como vivimos en la superficie unos ocho mil millones de personas, que desde los albores del siglo XX el crecimiento de la población humana es exponencial (y esperemos que se modere), cada individuo gestiona (es un decir) más de cuatro mil trescientos hectómetros cúbicos de agua potable. Una cifra más que respetable que, lógicamente, no es para su uso y disfrute: del agua viven todas las especies animales y vegetales del planeta, por lo que bien podemos decir que dicha gestión consiste en procurar que todos, bichos, plantas, microorganismos y bípedos racionales, tengamos una existencia dichosa. Como se suele decir, y es obligado repetirlo, el único problema del agua es su reparto. O mejor dicho, lo que no hacemos para repartirla de manera justa y proporcionada.

La gente piensa que en España nunca llueve. Pero no es cierto. Cae más agua de lluvia que en Suecia, por ejemplo, aunque menos que en Francia, que es el país europeo con más aportación de agua de lluvia. Somos los segundos. Y si tenemos en cuenta a la población, somos los primeros en cuanto a agua de lluvia por habitante. Y, nuevamente los segundos en cuanto a lluvia por hectárea de cultivo, pero muy cerquita de Francia, tan cerca que estamos casi empatados. Puede decirse que somos los campeones europeos en saber gestionar los recursos hídricos para alimentarnos. Otro día les recordaré que es cierto, como dicen los franceses, que nuestros tomates (y melocotones, y melones, y ciruelas, y…) son incomestibles, salvo que uno acuda al Hipercor, que es donde se encuentra la mejor verdura y fruta de toda España: los demás supermercados nos abastecen de basura vegetal porque los agricultores tiempo ha que dejaron de ofrecer productos frutícolas y hortícolas a la altura de nuestro templado y mediterráneo clima. 

Los ecologistas modernos están empeñados en destruir cuantos embalses se extienden por el suelo patrio. En este país disponemos de casi sesenta mil hectómetros cúbicos de agua embalsada, que en muchos casos se emplean para generar electricidad mediante centrales hidroeléctricas, en su mayoría reversibles. Nuestros ríos recogen aproximadamente la tercera parte de todo el agua de lluvia que cae. El resto se evapora o se infiltra por el suelo, acumulándose en acuíferos subterráneos que, de momento, se están explotando a la mitad de su capacidad. El balance entre las aportaciones fluviales y el consumo humano, en España, es más que suficiente: cinco veces más. Incluso tenemos suficiente para cumplir con las obligaciones internacionales (Portugal) y para disminuir las importaciones agrícolas actuales porque, en puridad, se pueden suplir con nuestras posibilidades de regadío, e incluso tripicarlas. Por supuesto, la famosa PAC europea, fuente de margen de los agricultores europeos, porque todo lo demás asociado a ella es punitivo, es el obstáculo a sortear. 

Junto con la soberanía energética, si se aumentasen las superficies de riego, España sería una potencia europea de primer orden. El ecologismo de salón queda, por tanto, como la mejor senda para empobrecerlo todo.


viernes, 9 de febrero de 2024

La esfera de los zorros malvados

Un bobo integral con coleta acuñó la ridícula palabreja que engloba bajo la etiqueta del Fascio a cualesquier personas que no piensen de acuerdo a su iracundo sentir. Recientemente el palabro ha sido usado por el indocto perreador que nos desgobierna para seguir durmiendo en palacio, y el mundo, como toda respuesta, ha estallado en indignaciones cuando más bien debiera haber callado (como putas). No sé muy bien el contexto, pero lo he leído en relación a ciertos cantares que han de suceder no dentro de mucho en sede televisiva, mas es nítido que tiene la sola intención de provocar o subvertir, sin advertir quienes así promulgan, que esto de la provocación se viene ejerciendo desde hace muchos siglos (ahí están los Bocaccio y el de Sade, sin ir más lejos, por no hablar de toda la década de los 60 del pasado siglo) y que solo se pueden sentir provocados quienes disponen de una mente estrecha y un mundo más bien pequeño, como por ejemplo esos que piensan, con fachenda (peligroso inicio de palabra), que el mundo está repleto de carpetovetónicos a los que hay que combatir, lo mismo con una teta que dos pedos (aunque lo de la pedosfera es otra cosa, que conste), o el empleo de ciertos vocablos expresivos para que solo licuefacten las meninges de quienes los profieren porque ellos se guisan el potaje y ellos mismos se lo comen. 

Respecto a lo de las expresiones de marras… Una vez, hace mucho tiempo, conocí a una mujer de extraordinaria factura que confesaba ser muy zorra, pero muy selectiva. Aquello fue después de lo de las Vulpes, pobrecillas, y mucho antes del fin de siglo. No sé qué fue de ella, pero seguro que se encuentra en el grupo silente de mujeres que están más que hartas de la tergiversación maloliente en que los analfarrojos han convertido su femenil sexo. Hoy día no hace falta erigirse en esa suerte de elector: hay millones de tías buenas en Instagram exhibiéndose cada minuto en bikini o profundo escote, siempre añadiendo frases cutres entresacadas de algún inútil e insufrible texto de autoayuda. Los mismos millones de hembras que son continuamente coreadas por muchos millones más de maromos que aúllan cuales monos ardientes cada vez que contemplan una imagen zorruna como las que ellas exponen, razón por la que el planeta entero se encuentra contaminado erótica y acústicamente, porque los aúllos no son de lobo, sino de espécimen humano, que bien sabido es no sabe aullar como se debe. Digo yo que algún día se aburrirán las unas de su superficialidad y los otros de su idocia. Pero de momento no se cansan. Me canso yo. 

En estas y otras cutreces estábamos cuando el sociópata gubernativo decidió emponzoñar otro poquito más su coprosfera particular (lugar que lleva por nombre España) con las turbiedades egoístas de siempre. Todo lo que este este mamarracho suelta es pura boñiga, algo que al parecer representa el alimento perfecto de tanto gregario con periódico o televisión y tanto sociata impregnado de doble vinculación sin que lo sepa, que son los únicos que lo vociferan jaleosos. Qué aburrimiento de incultura y de política de parvulario. Vulgaridades en sede parlamentaria hay muchas y variadas, y no hace falta dirigir la cabeza hacia los argumentarios de verduleras y porteros, pero de repente el cabezahuequismo se ha extendido como virus covidiano, matando las neuronas de cuanto político encuentra. Coja usted un titular cualquiera y dígame si no se empieza a agobiar con tanta contravención sistemática de la ley, tanto hostigamiento a jueces y fiscales, tanta dictaduría destinada a someter al triste y cívico individuo que no deja de pagar más y más impuestos para que huidos y terroristas y delincuentes varios le sigan levantando el pulgar al perreador sanchista pese a todas las humillaciones que le profieren cada vez que abren la boca. 

No sé si España ha devenido behetría o antro sadomasoquista. Pero sí sé que solo unos poquísimos tienen ya derecho alguno en ella. Yo no tengo ninguno, solo obligaciones y la resignación a seguir escupiendo rabia por todo lo que pasa. Lo de las zorras como metáfora, y el caralsol emético con que han querido hallar la némesis perfecta, es la triste demostración, y bien fehaciente, de lo desahuciados que están ya todos. Pero ahí siguen, mientras el gallego se sigue sin enterar de qué va esto.


viernes, 2 de febrero de 2024

Insondable mundo

Cuando yo era niño, mi madre me enseñó a rezar. Aprendí el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo, y el entrañable “Jesusito de mi vida”, que era niño como yo y a quien debía entregar mi tierno corazón. Estas fórmulas litúrgicas, y otras, han sido siempre poderosas. De hecho, son una muestra concluyente de cómo el tiempo afina las elocuencias hasta convertirlas en un dechado de perfección gramatical y semántica. Cada noche repetía las sacras oraciones, que se iban aposentando en la memoria, robándole minutos al sueño (y pobre de mí, cuántos remordimientos a la mañana siguiente si despertaba admitiendo que, por dormir, no había rezado o lo había hecho mal, es decir, a prisa y corriendo, erosionando las sílabas y juntando todas las palabras). 

Mientras todo eso sucedía, en el colegio, en los Maristas, nos enseñaban a orar. Es decir, a dar gracias a Dios, con júbilo y alegría. Mi percepción de la visión cristiana del mundo en la que estaba siendo formado era de optimismo, como si se tratase de un canto a la vida. Celebrábamos eucaristías regularmente y se ofrecía la posibilidad de tomar parte de grupos de tiempo libre y crecimiento religioso. Los maristas eran muy listos: sabían que solo “haciendo comunidad” y participando profusamente en ella era posible convolar hacia la fe. Cuando comprobé que, sin Dios, la vida seguiría siendo la misma, abandoné esa fe y me volví ateo. El único razonamiento que podía oponer con fiereza a la apostasía no provenía de la sed de justicia, ni de la bondad entre hermanos o los parabienes del amor universal: emanaba del mundo exterior, prolijo, perfecto e intrincado, tan insondable que se necesita reunir todas las posibles mentes humanas en un único sistema de conocimiento para abarcarlo siquiera de manera minúscula. Qué poderosa la tentación de pensar que, por mucho que aprendamos y avancemos en su saber, precisamos de un Creador tan infinito como el propio universo, si no más, para justificar que todo cuanto existe tiene sentido pleno. Tal vez por este motivo cuando aún oraba, cuando aún daba gracias al Hacedor, lo hacía por la constancia de mi propia pequeñez dentro del intrincado mecanismo inabarcable que es el mundo y, con él, la vida en todas sus formas. 

Reprochan los teólogos al ateísmo que se justifique la paulatina descristianización occidental en el estilo de vida hedonista, marcado por el lucro, y la arrogancia científica con que nos desenvolvemos. Hay mucho de intolerancia y de arrogancia en la cosmovisión substractiva del individuo que emana del modernismo, que achaca impunemente a su complejidad y significado el enaltecimiento de un colectivo cuyos integrantes, día a día, se sienten cada vez más solos, minusvalorados y perdidos. Yo, en particular, no soy monista, no de ese modo: simplemente soy ateo y en absoluto irreverente hacia el hecho religioso. Soy consciente de que tampoco las ciencias son capaces de responder a todas las preguntas que ejerce la mente humana, sobre todo cuando muchas de ellas escapan al objetivo de buscar respuestas con la observación y el razonamiento. Mas algo de razón tienen los teólogos al criticar de ese modo al hombre moderno: los ateos no han sabido escapar a su propio conjunto de opiniones (que no creencias), cada vez más y más superficiales e innecesarios, y con ello el ateísmo ha devenido parte del paisaje. Paisaje, sí, mas sin la imponencia y excelsitud que atesora el entorno que los ateos dicen poder explicar sin necesitar de un dios que lo haya creado.