viernes, 24 de junio de 2016

Frutos de un estío breve

Hace unos días celebró Queco en el colegio la fiesta de graduación de Primaria (obligado es emular a las instituciones sajonas también en esto) en una ceremonia lenta, farragosa, mal planteada, pero que a todos los padres y abuelos parecía embelesar cuando a mí se me antojaba un tostón.
Me mezclo poco con los demás padres. Prefiero mantenerme a un lado. Sus manifestaciones públicas carecen de sentido crítico y están casi siempre centradas en las calificaciones de los hijos, lo cual es un fracaso. Pero en ocasiones soy civilizado y me mezclo. Y en uno de tales momentos escuché, nuevamente, ese mantra de lo bien preparados que están nuestros hijos porque saben manejar el móvil, la consola, YouTube y el twitter, y para colmo saben inglés y practican deportes… ¡Y un huevo duro!, pensé yo. Saben muy pocas cosas porque se les enseña poco y, además, ese poco se encuentra continuamente en revisión a la baja. Hay más enseñanza fuera de las clases que dentro. Y fuera lo que se busca son experiencias intensas y continuas: las labores para las que se precisa sosiego y paciencia, como aprender, parecen un rollo y son aparcadas sine die.
Aprender jugando: la nueva norma, de consecuencias devastadoras, pero irrebatible. Porque, ¿qué puede haber de emocionante en leer cuando las historias de la tele contienen todo tipo de detalles visuales? ¿Por qué aprender la aburrida historia de los reyes peninsulares si las genealogías inventadas para esos juegos con tronos son mucho más enrevesadas y divertidas? ¿Por qué aprender la práctica lingüística o científica, repetitiva y latosa, cuando por común acuerdo solo se valora aquello que sirve para aprender un oficio y ganar dinero, pues el desarrollo intelectual no cuenta?
Hace poco leí que la enseñanza está en contradicción con el mundo de hoy por su oposición a la rapidez y lo inmediato. Pero no solo la enseñanza en las aulas. También la de nuestras casas. Nosotros mismos estamos totalmente contaminados de apetitos repentinos y protegemos a nuestros hijos pensando que el esfuerzo o la cultura les sobrevendrán difusamente del cielo que cubre esta sociedad de oportunidades y tecnología.
La educación y el conocimiento han pasado a ser consecuencia del entorno, no son ni motor impulsor ni parte esencial del mismo.  De ahí que piense que vamos a vivir un muy breve estío en nuestras vidas. Y un largo, muy largo y desesperanzador otoño, en el que todo poco a poco se impregne de frío y oscuridad.

viernes, 17 de junio de 2016

Contendores

A los debatidores se les conoce, principalmente, por su inexistencia léxica. En Sudamérica se los denomina contendores; nosotros los llamamos contendientes (prefiero el término de nuestros hermanos latinos). Y comienzo así la columna de hoy y con el apuro que me produce confesar que, esta vez, sí seguí el debate del lunes. Mucha gente lo hizo. En la tele hubo casi diez millones de personas pendientes de lo que decían. Incluyan a quienes nos sumamos por radio o internet y comprobarán que un muy buen pellizco de la población permaneció atento a lo que decían. No voy a escribir aquí mis pareceres de guerra (si ganó fulano o zutano), ni a defender a mi candidato predilecto (no tengo), como hace la inmensidad de los comentaristas políticos, cual si hablasen de un partido de fútbol o la batalla de los Dardanelos. Pero sí les voy a apuntar mis reflexiones porque, de hecho, me sorprendieron incluso a mí.
Lo que vi en ese debate fue, principalmente, dos modos antagónicos de hacer la política. Por una parte el modo antiguo, representado por un señor viejo que defendía su gobierno y un señor menos viejo en apariencia de cuyo recuerdo al finalizar el asunto hube de salir espantado y a quien pronostico un pronto final (para felicidad de todos). No sé quién les elige en sus respectivos partidos (valga la negación retórica), pero son la viva imagen del anquilosamiento ortopédico que ejerce una práctica, la del poder, en quienes la abordan desde sus entramados vetustos y obsoletos. Por la otra parte, había dos líderes jóvenes que me sorprendieron por su viveza y libertad a la hora de proclamar sus mensajes y cifras, se estuviese de acuerdo o no, como si además de repudiar las gangrenas de los de enfrente, quisieran también sobrepasarlas. El de la coleta, al que había escuchado poco en directo, y a quien tengo por político muy sospechoso ideológicamente, lanzó datos y afirmaciones con desparpajo. El otro, el que no llevaba corbata, pese a un exceso de tirria escorredera, salpicó la noche con sopapos a diestro y siniestro, evidenciando que voluntad  de erigirse no le falta.
La política vieja y la política nueva. Parecen lo mismo, pero no se presentan de la misma manera. A estas alturas uno anda tan escarmentado de lo viejo, por lo enredado y laberíntico de su devenir, que lo nuevo relumbra, aunque encierre trampas y peligros. Pienso que vivimos un momento de cambio. Y puedo entender por qué. Basta echar un vistazo a lo del lunes

viernes, 10 de junio de 2016

Parlanchines

No son pocas las veces que me preguntan por mi "desafección", esa palabreja que ha pasado a designar indignados, pasotas, decepcionados o hartos. En no menos ocasiones aludo a la política de vía estrecha perpetrada en el parlamento, al egoísmo de los próceres, a la baja calidad democrática de los partidos políticos, al elefancíaco entramado institucional inventado por unos y otros, a las mentiras que excitan a los electores (las promesas electorales) o la desvergüenza de los muchos andobas metidos en política no para mejorar el país sino pillar cacho (poder) como sea.

Y esto suelo responder, como digo arriba, porque suena bien y son argumentos que aúnan consensos en las discusiones y le hacen pasar a uno por un tipo responsable. Pero la realidad es que me da igual porque hace tiempo deduje que todos juegan al mismo juego y ninguno sabe jugar distinto. Y lo necesitamos, pero estamos vendidos. ¿Saben ustedes el daño que causa la corrección política, o la simpleza de los retruécanos parlamentarios con que se dice siempre lo mismo, aunque sea del revés, seguramente por falta de altura de miras y una voluntad y valentía que ninguno de ellos posee ni en sus más húmedos sueños? ¿Entienden que tenga escasas ganas de este pasatiempo consistente en idear miles de maneras (llamadas leyes) con las que decirnos cómo pensar, actuar o rascarnos salva sea la parte, mientras se deja ir de rositas a los de siempre, que se hurgan la napia con el dedo que mejor alcanza, porque nadie sabe cómo meterles mano aunque se dejen? Que la palabrería alcance rango de ley no es preocupante, es un desastre.

Quiero que me dejen en paz. Y como no es posible, me resigno a ser correcto ciudadano de puertas para afuera, ácrata de puertas para adentro, y audaz semoviente cuando toca mirar alrededor, de los que han aprendido a no ver. Mejor cubrir de invisibilidad lo superfluo y seguir el propio camino como si no existiera lo mediocre, las verdades espurias o los lugares comunes (vértices de la decadencia). Nuestro declinar nace de un único sustrato: las masas acomodaticias que, no queriendo luchar por su libertad individual, no dudan en querer ser ajorradas por los líderes del pueblo, que son siempre o los más parlanchines (salvo excepciones, véase a don Mariano) o los que tienen más pasta en el caldero. Yo digo que es muy sano salir por piernas de tanto espanto. Mejor que le echen en cara a uno su intolerancia que pasarse de frenada, como es habitual.

viernes, 3 de junio de 2016

Noctívagos

Ya es junio. Otra vez. El cielo lo sabe y se despeja. Las gentes ya frecuentan las calles. Dejamos de vivir de espaldas al mar (hay quienes viven siempre dentro de él, en cascarones repletos de pesca). El último sol de la primavera empuja a la noche y la achica. Cuantas menos horas contengan las tinieblas, más las recorreremos. No necesitamos vampiros: somos noctívagos. Pasamos sueño. Las sábanas tornan rutas selváticas. Las almohadas, meditación catártica. Una marejada de impaciencias puebla la oscuridad. El despunte del alba renueva las pulsiones.  Las mañanas ya no avanzan con cuidado. Tras ellas, el mediodía aplana, aplasta como se chafa a una oruga, sin remisión de la pena. Surge un ajetreo de copas y platos en las terrazas, entre plazas y calles, colonizadas por gaznates y risas alborozados, como un resalsero de olas renacientes que se esconden del mar océano. Muy pronto las horas centrales del día se volverán asfixiantes.
Hay algo en este mes, desde siempre, que me fascina. Final del curso. Inicio del verano. Más luz. Calor incipiente… Son sintagmas todos ellos no sé muy bien en torno a qué articulados. Posiblemente en la precognición del estío en ciernes. Nos favorece la holganza veraniega, pero salvo por el canto de la chicharra y la canícula, la poética la aporta realmente este mes de junio que ahora arranca. Si se piensa bien, hay poco de elegía en el desorden de la arena eclipsada por toallas y cuerpos al sol. Es más bien prosaico, de una basteza que, no por asumida, deja de parecerme procaz.
Aún falta algo para todo ello, tenemos el deber de deleitarnos ahora con la musicalidad de un mes que reina sobre la panoplia de dioses mitológicos, que invoca en su transcurso a que crezcan todas las maravillas gestadas durante los meses vernales previos, un mes de fácil olvido, aún silencioso ante los estruendos de julio y agosto. Merece la pena, por todo ello, que no es poco, olvidar que ha de librarse en este mes, en unos días, no sé cuántos, ya ni me importa, una contienda. Ninguno de quienes en ella combaten piensa señalar el reloj de sol o portar una antorcha encendida. Seremos nosotros quienes les alumbremos, a ellos, cuando nazca el verano, que por tal razón seremos prontamente olvidados.
El día soleado y la noche fría. El mar aún destemplado. La montaña reverdecida. Hojas de Santa María aromatizando. La jara con flores. El monte, accesible. Ya es junio. El cielo lo sabe. Nosotros nos vamos dando cuenta.