viernes, 31 de diciembre de 2010

Que cambie todo

Acaba el último año de la primera década del XXI con terribles presagios. Me desconciertan ya tantas cosas, que ni siquiera podría enumerarlas todas.
Una: las pensiones del mañana que sirven para resolver el acuciante problema de hoy. Un problema cuyo origen se encuentra única y exclusivamente en la desorbitada acumulación de riqueza y especulación de unos pocos. La riqueza de los países no se distribuye, no se reparte: se concentra en focos muy aislados y poderosos, tanto, que tienen mucho más poder que el de los gobiernos bajo cuya acción se supone que se encuentran. Y nadie les molesta. Y a todos nos toca pagar con impuestos y pobreza futura sus desvaríos e inagotables avaricias.
Otra: la inmensa y colosal ruina secesionista. Las gentes nos hemos vuelto nacionalistas de uno u otro bando. Por doquier proliferan los taifas, cada uno de nosotros desea verse coronado emperador o rey de su territorio. Nadie parece abrazar la unidad del Estado, y hemos creado una centrifugadora que sirve para ahondar en desequilibrios abismales y un despilfarro insoportable. Tanto en el centro como en las periferias. Y nadie parece poder parar esta locomotora sin freno.
Y aún más: dónde quedan la excelencia, los valores, la grandeza. Nos envuelve un mar absurdo de relativismos y sandeces, donde hasta un imbécil puede denunciar a un profesor por hablar del jamón y todos callamos las ganas de echarle a gorrazos de aquí. Somos unos cobardes silenciosos, acomodaticios. Del más joven al más viejo. En otros países la juventud se suma a las protestas por las pensiones, por las tasas universitarias. Aquí protestan porque les impiden beber en la calle. Y los adultos tampoco elevamos mucho la voz. Qué importa la ruina si todo ese rollo de la política parece un problema inabordable. Fantoches, estúpidos, alelados, los ciudadanos hemos renunciado al dominio de nuestras vidas, sometidos a un Estado expansionista y ruinoso que gasta a mansalva endeudándonos a todos, y encima se arroga el derecho de decirnos qué leer, qué escribir, qué soñar y qué defecar.
De verdad, ojalá cambie todo en 2011, siquiera una pizca, aunque no me conformaría con tan poco. Porque este camino no conduce a parte buena alguna. Pero mucho me temo que seguiremos todos caminando inexorablemente hacia el hundimiento total, por miedo y vergüenza a reaccionar contra lo que nos supera.
Qué ganas de alzar la voz y gritar: “Hagamos algo distinto”. ¿Quién se apunta?
Feliz Año.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Sencillas Fiestas

Qué mansa y calladita entra la Navidad de este año. Con qué mustia serenidad parece instalarse en el rincón más recoleto de los hogares. Parece aún dormida, amodorrada junto al fuego, encima de la mecedora, sin perturbar el ánimo de quienes se avían con los preparativos.
Arranca en la Nochebuena el tiempo de la inocencia. Nace un niño en ella. Nada tan frágil, bello y  jubiloso como un niño recién nacido. Poco importa que sea Dios o no lo sea. Es un niño, y con ello basta. No hay poesía más perfecta, ni elegía más hermosa que la de su sencillez encarnada, sus mejillas sonrosadas, sus parpaditos cerrados, su respirar confiado contra el seno materno. Y qué magnífica la paradoja y el aparente contrasentido: los humanos nos convocamos una vez al año alrededor de la mesa, en familia, con los nuestros, sin otra excusa que haber nacido un niño. Con ella nos alzamos por encima de las desgracias y sinsabores.
Cuán grande e inmensa es la necesidad humana de elevarse por encima de las miserables circunstancias. Y de qué manera tan atroz nos duelen las pérdidas sufridas, y cómo nos ofusca aquello que desvía la sencillez infantil hacia el oropel rampante y ordinario de nuestras vidas (el dinero). Tan sólo por estas dos circunstancias conozco a muchísimas personas que dicen sentirse disgustadas con la Navidad. Aun con todo, también hubo alguna vez una Navidad para ellas. Solo que la han olvidado, o se empeñan en ello.
Quiero, para todos, la Navidad más sencilla, la menos luminosa, la menos brillante, pero la más cálida y de más amor llena. Vivimos tiempos atribulados. Los pocos que lo poseen todo nos tienen confiscada la alegría. Los muchos que poco poseemos, tenemos la sonrisa en fuga. Son momentos de oscuridad e incertidumbre. Pero ese niño nace lo mismo en la bonanza que en la desdicha. Y no lo hace en un portal humilde, ni al comienzo de nuestra era. Nace hoy en nuestros recuerdos y en nuestros deseos, en nuestro pasado acumulado y en el futuro incierto. Nace porque necesitamos que nazca, porque sin Navidad no existiría este mundo.
Por eso me gusta tanto esta Navidad mansa y silenciosa que ha llegado, instalándose sin armar mucho jaleo en un rinconcito cálido y acogedor del hogar. Sabe que afuera hace frío y que suena el ruido de las preocupaciones. Por eso, adormecida junto al fuego, la Navidad espera pacientemente a que se reúna la familia para que puedan olvidar por un instante siquiera, junto a ella, las desdichas.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Facetime

Si las noticias de allende el Atlántico se confirman, acaba de subastarse un importante número de acciones o títulos de la empresa Facebook. Si usted disponía de dinero (cosa complicada en los tiempos que corren) y se enteró a tiempo, quizá sea ya un co-propietario (bastante menor) de la compañía californiana. Y si así es, dígame por favor, pues me cuesta entenderlo, dónde está el truco, por qué esa empresa vale tantísimo dinero, qué es lo que vende para que su negocio sea un éxito. Zara vende ropa. Apple vende chismes. Talleres Suárez vende servicios de chapa y pintura. ¿Qué vende Facebook?
Vaya por delante que, en mi opinión, Facebook no es sino un panel de anuncios individualizado al que le han unido las chorradas más inútiles que uno pueda imaginarse. Sirve para estar en contacto con la gente: de acuerdo. Sirve para tener ahí a los amigos y a los que comparten intereses comunes: vale. Sirve para que usted pierda el tiempo con sandeces del tipo galletitas de la fortuna, granja virtual, preguntas absurdas: idioteces sin remedio. Y sirve para cotillear sin parar, saber de las vidas ajenas y hacer de este patio de vecinas (porque eso y solamente es una red social, leñe) el parangón universal del chismorreo. ¿Y alguien puede hacerme creer que, por todo eso, Facebook vale la millonada que dicen que vale?
Aquí hay gato encerrado. O eso o la locura se ha adueñado del mundo de una forma mucho más absoluta de lo que pudiésemos imaginar. Porque, ¿de dónde saca esta gente el dinero para pagar sueldos y hacer de su dueño uno de los tíos más ricos del planeta? Me gustaría ver sus ingresos por publicidad: ¿o acaso usted decide consumir Coca Cola o comprarse un Toyota por un anuncio visto en Facebook? No, ¿verdad? Ni usted, ni nadie. Que una empresa como ésta deambule por la estratosfera del mercado tiene mucho que ver con la información que guarda en sus tripas. Y los usuarios creyendo que lo que hacen es divertirse chismorreando juntos acerca del último concierto de Lady Gaga o intercambiando las fotos del fin de semana…
Qué tiempos estos que vivimos, qué de misterios oculta. Imagino que, de aquí a unos años, en alguna nueva crisis, Facebook y otras empresas del ramo se darán una galleta que ni la de la fortuna ésa que tienen en sus aplicaciones. Pero mientras tanto, vivir para ver: un modelo de negocio vacío convertido en éxito absoluto, y su dueño, que no será tonto pero muy honrado tampoco parece, portada del Time.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Alarma

¿Ustedes advierten lo que está sucediendo? Me froto los ojos y no doy crédito. No lo he dado durante todos estos días, y ahora que ya van calmándose las palabras agitadas, sigo sin creérmelo del todo.
Vaya por delante que he tenido que aprender qué es eso del estado de alarma. Lo ha explicado el gobierno, los diarios, viene escrito en Wikipedia... Creo que nadie pensó jamás que un colectivo de trabajadores pudiese parangonar los males armagedónicos que se describen como causas probables de alarma y excepcionalidad en nuestra Carta Magna. Tela para los controladores aéreos, que ya nos parecían antipáticos. Ahora ya ni les cuento.
Tiene su intríngulis que estos días de atrás se haya recurrido al ejército y sus normas. ¿No habíamos quedado en que mili KK? ¿No somos una sociedad pacífica, aborrecedora de guerras e imposiciones de todo tipo que ni siquiera le parece digno estar unida bajo una misma bandera y una misma patria? Nos hemos inventado las acciones humanitarias, las fuerzas de paz y las estrategias geopolíticas, hemos creado naciones en cada barrio, no admitimos más enseñas que la de nuestra taberna, y desdeñamos todo símbolo al que previamente hayamos copiado para diseñar nuestro regionalismo. Pero, a la postre, nada como la rigidez y valores militares para poner en vereda a un grupo de chantajistas vergonzantes y estúpidos. Me pregunto, ¿no será que alguna disciplina hemos ido dejando de lado en este caminar nuestro de la democracia, que alguna firmeza hubiese venido bien no abandonarla ante la cantinela del relativismo, de la indolencia moral y de la chirriante propaganda política que tenemos la desgracia de sufrir?
No quiero hablar mal del gobierno. Hoy no. Total, ¿para qué? Cualquier cosa que se diga será posiblemente cierta, y se me cansa el dedo de tanto apuntarles como causantes de las muchas y diversas decadencias que venimos observando, y las que nos quedan por observar. Tampoco diré nada de los controladores, cuando lean esto yo habré surcado ya los aires en dirección a Roma y no habré escatimado un solo minuto en reflexionar sobre su vergonzoso chantaje. Hoy de lo que querría hablar es que, en realidad, vivimos todos, usted y yo incluidos, en un estado de alarma ciertamente abochornante, porque hemos creado una sociedad estólida, indolente, sin valores, sin patria, sin unión, sin sacrificio, sin miras, sin audacia. Hoy son los aviones, ayer fue el crédito. ¿Y mañana, qué ocurrirá mañana?, me pregunto.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Leaks

Menudo escándalo están suscitando las filtraciones. Y, la verdad, no es para tanto. A mí toda esa materia sensible me resulta de lo más aburrida. Las promueven quienes dicen estar motivados por la necesidad de evidenciar comportamientos poco éticos, defender la libertad de prensa, la transparencia de los gobiernos y no sé cuántas cosas más. Ya les advierto que no me creo ni una palabra.
Antaño se decía que los trapos sucios se lavan en casa. En la calle solamente se muestran las prendas limpias. El problema surge cuando alguien husmea en tu lavadora, porque del agua sucia nacen muchas pasiones, y el agua limpia solamente le interesa al “Hola”. Al personal lo que le gusta es la sordidez del alma humana: si fulano hizo esto o aquello, si mengano es un seductor o zutana es de las cuatro letras. La gente normal es lo que tiene, que las miserias son todas íntimas, y de intimidad todo el mundo va servido.
La sordidez de la gente que no es normal, o sea, la de quienes manejan el poder y el dinero, es mucho más pintoresca. Las cloacas están rebosantes no sólo de sexo, también de corrupción, de vilezas, de envidias, de odios inveterados. Desde Nixon sabemos fehacientemente que todo eso pasa de verdad, pero tan sólo porque no hemos leído a los historiadores clásicos, que esos ya lo contaban todo (aunque a toro pasado). Y seamos sinceros, nos agrada que el runrún del mundo llegue a nuestros oídos tamizado, limpio, casi idealizado, y hacer creer a los poderosos que tragamos las noticias tal y como nos las cuentan, porque en realidad sabemos que los detalles no los van a contar nunca y, en muchas ocasiones, nos da lo mismo. Vivimos muy felices en el mito de la caverna.
Aparte de algún titular y poco más, ¿qué supone la suciedad desvelada por Wikileaks? ¿Se va a acabar por ello con todo el desorden moral manifestado? Por supuesto que no: si ni tan siquiera la información es del todo reveladora, no aporta nada que no pudiese suponerse de este mundo infectado de guerras, negocios turbios, influencias, corruptelas, intereses, secretos, injusticias, desigualdades y dinero (mucho dinero). ¿Funcionaría este tinglado de la antigua farsa si se desvelasen todos y cada uno de los miles de informes y cartas y mensajes y conversaciones privadas de los poderosos? Lamentablemente no.
A mí lo que me extraña es que unos y otros se sonrojen e incluso se pidan explicaciones entre ellos: embajadas y fondos reservados tienen todos, ¿no? Pues eso.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Frío de otoño

¿Se he dado cuenta del frío que está ya haciendo? En breve, el otoño dejará paso al invierno, que presumiblemente será tan crudo como el anterior: con frío intenso, con paisajes blancos, con aire gélido que atraviesa y corta. Este frío de otoño postrero no me asusta, pero sí ver toda la seroja pútrida esparcida no en parques y calles, sino en nuestras instituciones.
Ateridos de frío, inmóviles como árboles desnudos ante aire congelado, nuestros mandamases contemplan apesadumbrados las batallas que se celebran en derredor, en las que otros disciernen el futuro de los territorios que ellos han renunciado a defender. Hemos visto caer masacrados otros países. Hemos escuchado las advertencias del enemigo, las mismas que llegan ahora a nuestros oídos. Sabemos cuál ha sido la ilusoria retórica con la que los gobiernos ahora arrasados han pretendido contentar a su pueblo, y es exactamente la misma que nosotros venimos escuchando desde no mucho tiempo atrás. Nos están llevando a la derrota más miserable y cruel de todas, y no hacen nada por evitarlo. Se quedan quietos. Los unos, locos, dementes, vocingleros, que no saben ya ni escapar ni unir al pueblo en un último esfuerzo. Los otros, impasibles, esperando las migajas que queden, cual oropel vacuo y arcón polvoriento. Ni siquiera atienden a los lamentos de las gentes, que imploran, que suplican, que se lamentan por haber dejado en manos tan nefastas e incapaces las ilusiones de su devenir futuro, de repente incierto y aciago.
El pueblo burgués se sublevó en 1789 contra sus gobernantes al grito de la libertad, la razón y la igualdad, derrocando lo establecido. ¿Qué nos impide hacer estallar una revolución similar ahora? ¿Tan comprometidos estamos todos ante el imperio de los mercados y los mendaces gobiernos? ¿Hemos de dirigirnos al degolladero sin tan siquiera escupir a las caras de todas estas gentes que, con sus mentiras, sus guerras y sus incapacidades, solamente nos quieren para satisfacer sus veleidades y caprichos? ¿Qué más hemos de entregarles, si no les basta ni nuestro dinero, ni nuestro futuro, ni nuestra felicidad?
Estamos atravesando el otoño más frío, como atravesaremos el invierno más crudo y despiadado. En un mes acabará la primera década de un siglo que, lejos de significar el avance definitivo de la humanidad, nos ha sumido en nuestro propio desconsuelo. Y yo quiero encontrar esa revolución definitiva que dé sentido a cada minuto que quede por delante.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Los chinos y los euros

Los euros somos nosotros. Los chinos son ellos: dícese, cualquier país considerado emergente que, ubicado en Asia o en Oriente Próximo, vende lo mismo que nosotros a precios muy inferiores.
Pero las reglas no son las mismas para ellos que para nosotros. Aquí hemos creado entramados burocráticos esquizofrénicos que en nada ayudan a la productividad. Por ejemplo. Si usted es empresario, se encontrará sometido al dictado de un buen número de normas, leyes, directivas y demás mecanismos que, en aras de la excelencia, le van a dejar patidifuso: calidad, medio ambiente, seguridad en el trabajo, innovación… Si usted no tiene papelitos en su oficina que lo avale, no es nadie. Eso implica gastarse dinero, mucho dinero, en demostrar una buena gestión que, seamos sinceros, no siempre es verdad, y en poco ayuda a vender o crear riqueza. Y además está la guerra globalizadora, ésa que vamos a perder con crisis o sin ella. Porque los chinos no tienen tantos papelitos, o tienen muy pocos. La calidad de sus productos se supone (como el valor en el ejército), aunque no la haya, y venden a millones con sus bajos precios. Y para colmo no tienen leyes esquizofrénicas que obliguen a una empresa eléctrica a construir dos remansos en el Ebro, aguas arriba y abajo del emplazamiento de una torreta, porque resulta que la electricidad de los tendidos estresa (sic) al pez monje. Además, aquí los trabajadores tenemos pisos que han costado una millonada y estamos obligados a pagar al banco indecentes hipotecas so pena de perder la casa y quedar endeudados de por vida, por lo que no podemos tener los sueldos que merecemos por vivir donde vivimos, sino los que nos hemos creído que merecemos por pertenecer a donde pertenecemos.
Quince años llevamos así, sin apenas exportaciones, con la industria en retirada, la clase política derrochando a espuertas, y confiando todo al sol-y-playa mientras rogamos que los moros no terminen nunca sus complejos turísticos. Y, mientras tanto, ni un barrunto serio de cómo ponerle freno a la cosa, tragando las exhibiciones del Pocero en su coche de 600.000 euros (con lo que está cayendo), dándole millonadas a bancos y cajas (¿pero no solía ser al revés?) para que subsistan, y sin que aquí a nadie se le caiga la cara de vergüenza, dimita o sea echado a los leones.
Y encima nos van a tener que rescatar. Vamos, como para estar contentos… Sinceramente, para esto, más nos habría valido no ser tan euros y ser más chinos.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Las moscas y el diablo

Dice el refrán, tan popular como irónico, que si el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Uno se pregunta bajo qué circunstancia ha de verse el diablo para solazarse de un modo tan aburrido como inútil, con la cantidad de cosas que se puede hacer cuando no hay nada que hacer. E intuyo que algo así es lo que ha debido ocurrirle a las Academias de la Lengua Española (hay 22, no solamente una, todas con su brillo y esplendor): en pleno hastío, se han dedicado a preparar una ortografía ridículamente innecesaria.
No bastaba que las palabras agudas se acentuasen si terminaban en o, ene o ese. En su día introdujeron la norma que exceptuaba a los monosílabos de la regla general. ¿Por qué? Ni idea. En tiempos pretéritos se acentuaba tranquilamente un “fué” o un “dió”, por ejemplo, pero llegaron los lingüistas y dijeron que de eso nada. ¿A quién no se le ha escapado una tilde así alguna vez? Se nos escapaban monosílabos como “guión” y “truhán”, o “guió” y “rió”, pero principalmente porque nadie se acordaba ya de que lo eran y que, por tanto, estaban sujetos a la excepción convertida en norma.
Como los académicos quieren ejemplarizar, vuelven a la carga cual lanceros bengalíes para que no se nos olvide quién escribe aquí el guión (perdón, “guion”) de la lengua. Y no contentos con eso, a la “i griega” de toda la vida, que también se conocía (pero muchísimo menos) por “ye” nos la van a dejar convertida casi definitivamente en mitad de aquella chica que Concha Velasco quería ser. Cuestión parecida con la be y la uve, llamadas en muchos sitios aún “be alta” y “be baja”: justo ahora me estoy acordando de un chiste de Les Luthiers que, de repente, pierde todo su sentido.
En fin. Y mientras tanto, yo sigo recibiendo emails y cartas con procacidades como “haber si vienen los buenos tiempos”, “tanto hechar de menos” o “a sido”. Pero los académicos no están preocupados por ello, o no lo aparentan, o acaso les da lo mismo (por considerarlo una batalla perdida). Sus moscas son la be de burra y la tilde de los truhanes singulares, cuando no la cu de Qatar, país de repente convertido en verbo. Al menos confío en que el aburrimiento les haya servido de acicate para escribir un libro de ortografía fácil de leer, ameno e instructivo, porque su Nueva Gramática les quedó asaz insufrible. Y es que, para ciertas cosas, uno sigue prefiriendo lo viejo. Que más sabe el diablo por ser viejo que por tener rabo para matar moscas.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Paseando por Munich

Ando un tanto desaparecido esta semana. La razón no es otra que un viaje que he debido realizar a Munich, la ciudad que los italianos llaman Mónaco de Baviera. Me cubre un cielo demasiado imprevisible y una ciudad bordeada de nieves y planicies frías. Por aquí, en alguna parte, se encuentran nombres bastante comunes entre nosotros: BMW, Siemens... Muchos la reconocerán por el equipo de fútbol, uno de esos titanes de presencia sempiterna en los calendarios de tantos forofos balompédicos como hay en este mundo.
Les escribo tras haber disfrutado de una velada muy agradable en la célebre Hofbräuhaus München, una suerte de enorme cervecería fundada en tiempos de Guillermo V, Duque de Bavaria, cuya sed de cerveza (dicen) era sencillamente homérica. En tiempos más modernos, y más oscuros también, Hitler pronunció uno de sus tristemente célebres discursos ante miles de personas. Pero hay detalles de la Historia que acaso sea mejor disimular…
Los alemanes, como siempre me los he topado, son un pueblo amable, atento, silencioso, educado, ahorrador y bienintencionado. Sorprende la delicada funcionalidad de sus edificios, entremezclados de elegancia y sobriedad. También sus calles limpias. Sus lugares bien conservados. Sus maneras comedidas. Sorprende, de alguna manera, lo que una vez fueron, y lo que hoy en día ya son. A mí me causa una envidia enorme el modo de vida de los alemanes.
Siempre me pasa lo mismo. Salgo de España y encuentro un mundo que me gusta más, que me atrae más, que me parece más maduro y mejor educado. Entonces me pregunto cuáles son  las raíces que me unen no sólo al lugar del cual procedo (si es que procedo de alguna parte), sino al lugar al que estoy inequívocamente unido. Se trata de una unión que quisiera romper, destrozar, de la que quisiera liberarme. Entonces acudo a esos discursos tan grandilocuentes, tan ensalzadores de una Historia menor, casi ridícula en el devenir humano, y los encuentro tan vacíos como falsos. Mi mundo es el mundo entero, el planeta en su totalidad, o al menos los lugares del mismo en los que soy bienvenido y recibido sin estridencias.
Los ciudadanos de Munich hablan, dicen, un dialecto, y poco se parecen a sus vecinos de Bremen o Berlín. Pero todos ellos juntos, porque estar juntos es importante, consiguen día a día ese milagro del que los viajeros (que no turistas) nos maravillamos. Sin recetas. Pero sin falsas esperanzas sobre un futuro que no existe, ni existirá jamás.

viernes, 29 de octubre de 2010

La tropa P.C.

Cuando era niño, ver escrito en la pizarra de clase lo de PC suscitaba sonrisas, porque sonaba a Carrillo, a soviéticos, a la KGB. Luego, en la universidad, llamábamos PC a una cierta clase de computadora. Ahora no, ahora los niños (y muchos padres) ignoran en qué siglo vivió Marx y por qué fundó la Liga de los Comunistas (¿comunistas jugando al fútbol?). Incluso los ordenadores parecen otra cosa: ahora son laptops, iPads, Vaios…
Por P.C. quería referirme a lo Políticamente Correcto, ese empeño cínico que tienen muchos en aras del dichoso respeto y la dichosa tolerancia, conceptos que más valdría encerrar en un cajón porque ya no se puede opinar siquiera en este país sin que se indignen los que nada piensan. Y no me refiero a cosas como lo de los morritos de Pajín, porque hay que ser cafre para decir con voz pública semejante cosa, que ni es políticamente incorrecta ni es nada salvo estupidez supina (con lo sencillo que hubiera sido decir: “¿Ministra ahora? Hay que joderse, con perdón”, para que todos lo entendamos). Yo me refiero, por ejemplo, a las tempestades que ha desencadenado Pérez Reverte por llamar “mierda” a Moratinos, que se emocionó al despedirse de su cargo, y que ha provocado un debate que ríase usted del asunto de las pensiones. Supongo que don Arturo, que de tonto no tiene un pelo, se habrá regocijado al ver su fama y presencia aún más incrementada de lo que ya la tiene. Y mire usted, por dónde, que a mí sus libros ni fu ni fa, pero prefiero sus excesos verbales, tan maleducados como claros, a una portada de un telediario informándome de que se ha muerto el pulpo futbolero.
Al padre de Alatriste le han dicho de todo, menos guapo. Por criticar. Y por sus modos, pero principalmente, tengo la sospecha, por hacer uso de un lenguaje rico en florituras y guarrería, capaz de convertir un comentario mordaz en un vapuleo insospechado. Lenguaje del que han carecido, por cierto, la inmensa mayoría de los insultadores de don Arturo, tan incorrectos como él, pero mucho menos ingeniosos. Ay, los perros de Castilla, si Quevedo o Larra o algún otro viesen esta moda snob y apestosa de ser correctísimo, pijísimo, tolerantísimo y respetuosísimo…
Lloran los políticos, cuando su oficio es tragar sapor y culebras. Truenan las masas P.C., cuando deberían ser lacerantes con quienes ostentan el poder. Al final será que aquí ya no se puede hablar en román paladino. Mierda de relativismo. Mierda de respeto. Mierda P.C.

viernes, 22 de octubre de 2010

Redes insociables

La gente habla de Internet y de las redes sociales como si se tratase de una misteriosa confabulación masónica de alcance desconocido, como de un arcano esotérico. La gente suele referirse a Internet como “este medio”: de repente se le ha convertido en algo que sirve para una finalidad concreta (aunque no se sepa muy bien cuál es). Pero si se piensa detenidamente, no es muy distinto Internet de las aceras de nuestras calles. Ha sustituido a las cabinas telefónicas y los buzones postales que en ellas se encontraban, y ha modernizado bastante la función de listín telefónico de las páginas blancas de toda la vida. La diferencia es que en Internet puedes alcanzar la gloria, la fama, la miseria, la difamación, la estupidez e incluso la muerte cerebral.
A mí me gusta la capacidad enciclopédica que tiene la conexión de todos los circuitos integrados del mundo formando un único banco de memoria (no siempre veraz). No me gusta, en cambio, el barullo de las redes sociales. Se han vuelto famosas porque sus creadores se han vuelto muy ricos y muy famosos (parece increíble que el mercado siga premiando suculentamente las cuestiones intangibles, pero ésta es otra historia). Pero, sobre todo, porque ha permitido desarrollar el sentimiento de “ser alguien” hasta límites insospechados. Lo apuntaba arriba con la lista de cosas que uno puede llegar a ser (sin ser realmente nada).
No tengo nada claro que todo esto nos haga más libres de lo que ya éramos. Como en cualquier otra actividad humana masificada hasta el límite, Internet se ha convertido en un pozo de necesidades angustiosas. Hace unas semanas me desconecté de facebook, del blog, de todo. Quise regresar a la pureza del mundo que no se deja influir por el vocerío. La conclusión fue obvia: llovió primero torrencialmente en forma de preocupación ajena y algunos aprovecharon para urdir contubernios inaceptables (qué peligro tiene eso de permitir que cualquiera diga lo que le venga en gana…). Pero pronto me difuminé en la bruma del silencio, donde nadie me molestaba y yo no me sentía preocupado por la red. Encontré la satisfacción que ya me dio, en su momento, la ausencia de televisor en casa. Qué paz, qué dicha más inmensa, qué feliz con mis cosas hechas a la usanza acostumbrada durante siglos, sin atisbo alguno de esclavitud informacional, la que proporcionan las verdades a medias, las mentiras enteras y las opiniones extremas… Pruébenlo. Quizá lo necesiten. Y no lo saben aún.

viernes, 15 de octubre de 2010

Continente viejo

Somos el Viejo Continente, pero también el continente más viejo de todos, el de menos futuro. Visto desde un mapamundi, Europa no volverá a ocupar el centro. El centro corresponde a los ricos y poderosos. Y esos ya no somos nosotros. La riqueza huye de nuestras manos hacia otras manos, manos amarillas, manos asiáticas, manos africanas, esas manos a las que despreciábamos y ninguneábamos no hace mucho tiempo.
Los llamamos emergentes, porque los tenemos que llamar de algún modo. Los llamábamos pobres, pero están convirtiéndose en los ricos del mundo. Les llamábamos de todas las maneras posibles, porque recelábamos de ellos de todas las maneras, incluso cuando les abríamos las fronteras en aras de la confraternización multicultural, la mezcolanza racial o la idiotez ésa de las civilizaciones en alianza. Pero eran chinos, eran moros, eran negros, casi siempre de mierda. Y mientras cruzábamos las aceras occidentales por no encontrarnos de frente con ellos, ellos (pero esta vez lejos, en sus tierras) iban ocupándose de ahorrar para prestarnos más tarde el dinero que nosotros nunca tenemos por suficiente.
Desde grutas y cuevas nos han bombardeado y amedrentado. Pero, primero, se instruyeron en nuestras universidades, porque deseaban crear las suyas propias. Y mientras nos emborrachábamos de gloria y de poder, olvidamos cosas tan elementales como tener hijos, como estudiar más, como trabajar más duro. Estamos solos y solos moriremos. No solamente somos el continente más viejo, también somos el continente de los viejos solitarios.
Nadie advierte cómo se viene desarticulando, lenta y pacientemente, el sueño de las clases medias. Fascinados con los coches carísimos, los pisos adquiridos a precios disparatados, las vacaciones de crucero, y las copas todos los fines de semana, vamos caminando ciegos por una parte de la Historia que nos va a hacer perder no solamente nuestros sueños, también la dicha. Todo lo más, nos consolaremos con ver cómo ese gilipollas de director general, que con un sueldazo de escándalo se empeña en contratar cada vez más barato, acabará también mordiendo el polvo. Pero triste consuelo es: mucho antes lo habremos mordido todos nosotros.
Qué pena de Europa unida. Qué enorme contrariedad esta crisis que ha venido a sepultar a los pueblos viejos del más viejo continente, ante la incapacidad de sus gobernantes y los afilados colmillos de quienes aún son dibujados en las orillas de los mapas del mundo…

viernes, 8 de octubre de 2010

Princesa del pueblo

Yo no sé quién es Belén Esteban. Deben creerme, no lo sé. Se lo juro. Conozco de ella su nombre. Como no veo la televisión, ignoro cómo es su cara (aunque tenga yo vaporosas remembranzas de una mujer rubia y no muy guapa, de un día que comía con mis padres y estaba la tele encendida). Eso sí, sé que aparece con cierta asiduidad en la prensa escrita (a la que yo acudo) y muy de tarde en tarde en las ondas de radio (las que yo escuchaba cuando no me movía por la ciudad en moto). Es en los diarios donde me he enterado del nuevo título nobiliario que se estila por estos pagos carpetovetónicos. “Princesa del pueblo”. El pueblo, claro está, somos todos. Yo incluido, aunque me pese. Y me pesa, porque de ser así, a esa señora, cuyos méritos intuyo que no han de ser muy egregios, la han proclamado princesa mía también, o quizá se ha proclamado de esa guisa ella misma, que no lo sé, ni me interesa mucho tampoco saberlo.
He leído por alguna parte que en la Casa Real están que trinan. Porque eso de los príncipes y las princesas es cosa que solamente a ellos corresponde. A mí este otro asunto también me da lo mismo, pues me considero republicano, aunque no desee derrocar monarquía alguna (también soy ateo y, ya lo saben, salgo en defensa del nuncio). Pero como estamos en un país aparentemente libre, hablo de ello. Y digo que de ser cierto el enfado regio, en palacio han confundido churras con merinas, pues a la tal Belén la podrán denominar princesa, sí, pero simbólicamente: a día de hoy carece y ha carecido de estirpe borbona, pero mola mazo que alguien se atreva a llamarse “princesa del pueblo”, así, a lo Grace Kelly, porque lo de Letizia es otra cosa, claro. Es metáfora, o símbolo, lo que sea. Podría haberse llamado de cualquier otro modo, pero desde que existen los cuentos y Walt Disney eso de ser princesa mola mazo. Sobre todo si eres niña.
Y digo yo, ¿a quién le importa la tal señora? ¿A usted? Si es así, por favor, explíquemelo, que necesito que se me explique por qué últimamente no contemplo sino sinrazones en el mundo. A veces presiento que me asfixia esta inmensa tontería en que lo hemos convertido todo: la política, la economía, las comunidades de vecinos, las asociaciones de padres (y madres, que el genérico no se estila desde Ibarretxe), incluso las vanidades televisivas. ¿Saben una cosa? Yo me vuelvo los libros, que hablan mucho y en silencio.  No como esa prole de mediocridades vocingleras que nos aturden.

viernes, 1 de octubre de 2010

Piquete

A mí me gustaría ser piquete. Me colocaría en cualquier calle concurrida para desempeñar mi labor. Trataría de informar a las gentes de las cuestiones que asoman en mi entendimiento sobre muchas cosas que pasan en la vida, por las que merece la pena ir a la huelga. Por descontado, de aquello que nos preocupa a todos, como la economía. Pero también de otras que, aun sin preocuparnos mucho, tienen su razón de ser.
Uno tiene que ser piquete para trasladar con efectividad las propias convicciones a los demás, no vaya a ser que con su inalteración habitual la gente entorpezca estos objetivos tan beneficiosos que me he propuesto. Cosa es bien sabida que las huelgas hay que secundarlas sí o sí, de lo contrario no sirven de nada. No hacerlo es cosa más propia de acomodados y lameculos que de personas con inquietudes por un mundo cada vez mejor. Y no sirve decir que en la sociedad en que vivimos hay diversidad de opiniones. Mis convicciones son obviamente superiores pues buscan asegurar el bienestar de todos y mantener a raya a la estirpe de explotadores y ricachones que desean arruinar el futuro de los ciudadanos y ciudadanas. Que ya nadie se ocupa del bienestar general. La gente es que se ha vuelto muy egoísta…
Porque ya está bien. Hay que ver. Menuda desfachatez que nadie se ponga de los nervios al ver cómo algunos se enriquecen a costa de la sufrida clase trabajadora, y que luego se inventan una crisis para ponernos a todos de patitas en la calle con cuatro duros mal contados y ellos a seguir conduciendo esos cochazos que tienen. Esos cabrones no reparan en nada, ni en nadie, y si han de rascar en la hucha de las pensiones lo harán con toda seguridad con tal de seguir ellos en sus tronos dorados mientras los demás nos comemos la mierda que van dejando. Y luego quieren que nos estemos callados. Pues no, no va a ser así, se van a enterar de lo que es bueno esos hijoputas. Si se han creído que se saldrán con la suya se van a enterar, no saben de lo que soy capaz: me planto en la calle y les amargo la fiesta, porque no dejo pasar ni un cliente a sus tiendas, y al que trate de pasar la parto la cara, que si me buscan yo soy capaz de todo, que no me toquen los cojones, que no me cuesta nada lanzar hostias en lugar de lanzar huevos, a ver si así aprenden, coño, que la gente es que no aprende nunca. Insolidarios, que son todos unos insolidarios.
Por cierto, a ver si logro que dimita alguien del gobierno. Eso estaría bien…


viernes, 24 de septiembre de 2010

Impresiones

Tengo varias imágenes de actualidad impresas en la retina. Una diputada europea que acude a votar con su bebé recién nacido, en brazos. Los llantos por la muerte de dos ancianos a quien el encargado olvidó en la furgoneta. Los atascos del día mundial de las ciudades sin coches. Las teas encendidas en las astas de un toro. Pero aún no he visto las hojas de los árboles caer sobre la hierba o el asfalto, formando seroja.
Tengo impresiones de una vida durmiente contra el cálido seno de su madre, quien, así lo ha decidido, protesta por las dificultades laborales de las madres. Es una denuncia, sí, visual, dirigida a prender en la retina, para que aparezca en la televisión. Una carta bien escrita hubiera carecido de la misma rotundidad. Nos hemos estabilizado en un punto en el que, si no vemos algo con los ojos, entonces no existe. Yo no hubiese querido ser ese bebé.
Tengo impresiones de dos muertes absurdas. Y de la congoja y amargura del cuidador, que no se lo explica. Yo tampoco me explico cómo los padres pueden olvidar a sus hijos en un coche, o cómo un par de ancianos pueden ser inadvertidos del autobús que los conduce a un sitio donde no molestan. En este mundo uno puede morir de muchas maneras absurdas, pero ésa, precisamente, resulta ominosa porque parece entresacada de un manual de tortura.
Tengo impresiones de coches atascados en las ciudades. Eso del “día sin coches” es como lo de la diputada italiana y su hijo: ganas de salir en la tele. Lo llaman concienciación, pero nadie quiere ser concienciado de lo que ya sabe. Simplemente, miramos hacia otro lado cuando acudimos al trabajo y cuando huimos de las ciudades. Vivimos atascados en el asfalto. Es como una caverna sin techo.
Tengo impresiones de un astado con teas encendidas en los cuernos. Se me antoja que es un espectáculo de un mal gusto deplorable. Ni asomo de oficio, arte o estética, como las que impregnan las corridas, se esté o no de acuerdo con ello (yo no lo estoy). Tanto prohibir, tantas leyes, y a nadie le avergüenza no trazar una raya en la indecencia.
Por último, me agrada saber que pronto tendré impresiones de hojas cayendo. De hojas muertas en el suelo. Y tristeza en los árboles. Luto en el cielo. Una hoja que cae es un poema de vida y de muerte, como lo es apretarse contra el seno materno, o difuminarse en un olvido imperdonable. La vida transcurre sin atasco alguno. Todo sucede como si nadie pudiese pintar una raya que nos ilumine el cielo.


viernes, 17 de septiembre de 2010

Newton y el Corán

Ya saben ustedes que soy ateo. Este rasgo lo complemento con muchas otras vocaciones porque, siendo de pensamiento complejo, no dispongo de una sola. Es probable que en ninguna de ellas haya yo despuntado, pero tal circunstancia tampoco me arredra. Fui hombre de ciencia, posiblemente de más ciencia que la seguida por algunos que con ella se procuran fama y prosperidad. Si tuviese que optar por erigir un libro como fundamento último de mi existencia, no escogería la Biblia, ni tampoco el Corán, mucho menos el Mahābhārata, que aun siendo apasionante, se me antoja lejano. Mi predilección sería la obra cumbre de la Física: el Philosophiæ naturalis principia matemática de Newton, de quien, por cierto, si no lo sabían, estas columnas toman el nombre.
Si un energúmeno, o un fundamentalista, o quien sea, le prendiese fuego a este libro, yo me quedaría tan fresco. Mis convicciones no se acaban con las llamas, y desde luego la ecpirosis serviría para confirmar mi fe en los postulados científicos. De modo que si usted no odia la Ciencia, si la figura de Newton le parece detestable, o simplemente siente hartazgo por cuestiones como la gravedad y las mareas, le propongo una cosa: quémelo. Cuanto más lo queme, cuantos más ejemplares arroje a las llamas, más realzará la colosal importancia de un libro tan fundamental, y en más estúpida se convertirá su hazaña.
Quemar el Principia puede conllevar una consecuencia funesta. Puede usted encontrarse con otros energúmenos como usted que, llevados por la rabia infinita de unas convicciones mal aprehendidas, quieran quemarlo a usted, cuando no su casa, su coche o a su familia. Algunos podrán pretender incluso acabar con su vecindario, aunque en el empeño precisen sacrificar la que les es propia. Porque hay que ver lo insoportables que se vuelven algunos cuando se dejan llevar por la exaltación.
A lo mejor necesitamos, verdaderamente, purificar nuestros ánimos con las llamas. Para ello hemos de construir un enorme fuego, una gran hoguera, como en San Juan. ¿Es usted cristiano? Eche la Biblia a las llamas. ¿Es usted musulmán? Arroje el Corán. ¿Es usted científico? Escoja el Principia. ¿Lo suyo es el hinduismo? Pues que arda el Mahābhārata. Como en la novela de Bradbury, como en la película de Truffaut. ¿Se acaba con ello su fe, su ciencia? Pobres eran, entonces. Lo peor del fundamentalismo no es la estupidez que se exhibe, sino la enorme simpleza de las convicciones que se manifiestan.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Dios y la física

Les hablo de la reciente polémica derivada de una frase contenida en el último libro de Stephen Hawking. Me ha sorprendido el modo en que esa simple frase (alegórica) ha levantado pasiones, inyectando una polémica (bastante sana) en la prensa. He observado que los ateos suelen responder con cierta prepotencia a las argumentaciones de la religión, pero no es menos cierto que los creyentes tampoco se quedan atrás.
La ciencia proporciona conocimiento del mundo, pero no dispone de dimensión ética: no sugiere cómo obrar o qué hacer para transformar la realidad que examina. Desde este punto de vista, es incuestionable que la ciencia no tiene respuesta para todas las preguntas que puede formularse el ser humano. Y si esto es así, ¿para qué necesita negar la existencia de Dios? ¿Para qué sirve tratar de desmontar la afirmación de que Dios es el creador del mundo que conocemos? ¿Acaso porque la tesis de un creador de la naturaleza le parece obscena? Qué ridiculez…
Su enfrentamiento es muy subjetivo: no hay dictado alguno que obligue a la ciencia a responder aquello que no le concierne en absoluto. Filosóficamente, como he dicho antes, es incluso contraproducente, porque hay conceptos, como el de Dios, que responden al anhelo del individuo por responder a cuestiones intrínsecas de su propia existencia. Personalmente me irrita mucho la arrogancia de quienes, desde posiciones científicas, se empeñan en combatir la religión como si fuese urgente desterrar la cuestión religiosa no solamente del camino científico, sino de todo el ser humano. Muchos divulgadores responden a este perfil, y exhiben un fundamentalismo tan soez como el que combaten.
Siempre que me pregunta un creyente (y yo lo fui en algún momento de mi vida), respondo lo mismo: la Creación y Dios, de existir ambos, cosa que yo niego, han de ser muy distintas a lo que podamos siquiera concebir. Los teólogos lo llaman trascendencia, y son sensatos cuando apartan la necesidad de demostrar la existencia física de Dios (contumazmente la ciencia les irá cerrando las puertas). Como ateo, creo en la no existencia de Dios, pero ni quiero ni puedo demostrar tal cosa. Mis preguntas más profundas y oscuras no necesitan de Dios. Y por descontado que se trata de preguntas a las que la ciencia no sabe dar respuesta.
Yo seré ateo, y científico, pero Dios ha de estar más que contento conmigo. Nuestra desconfianza mutua está teñida de una respetuosa amistad. Al menos por mi parte.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Dependencias

Me complace mucho ver a mi hijo cada vez más independiente. Tengo el privilegio de observar las evoluciones de su mente, que empieza a desarrollarse y a definir una personalidad. El peque está cambiando, eso es evidente. O mejor dicho, está formándose. Lo bonito de verle crecer es que se trata de una mirada al futuro, es decir, a la vida.
Nos gusta el futuro porque nos gusta la vida y abominamos de la muerte, a la que no desearíamos prestar ninguna atención. Sin embargo, el ocaso de toda existencia es la muerte, y como se trata de un hecho incontestable, desearíamos que estuviese vinculada al disfrute de una vejez placentera y amable, cuando en realidad pocas veces lo está. La vejez es el último de nuestros cambios. Pero ése no gusta, ese cambio da mala espina, por ahí suelen rondar “el segador” y las enfermedades latosas. A nadie complace ver cómo nuestros padres se vuelven viejos. Y supongo que mucho menos ha de complacer que nos pase a nosotros mismos llegado el momento.
De entre todos los estadios de la vida humana, los de mayor ternura y también los de mayor atención requerida son la niñez y la vejez. Entonces, si es así, ¿por qué todo parece discurrir en contra de esta elemental premisa? Trabajamos en pos del progreso y del avance de la sociedad, pero, ¿para qué?, ¿para nuestro solo beneficio personal? Así parece. La sociedad (el trabajo, el ocio) consume nuestro tiempo con avaricia, hasta tal punto que nos suena raro, cuando no fastidioso, que se mencione eso de la obligación de cuidar no a nuestros hijos, que de eso casi todo el mundo se ocupa, porque son una ricura y la idea es verles crecer y educarles, sino a nuestros mayores. Porque cuidar a los ancianos es harina de un costal muy diferente: no se concede meses de permiso para atender a personas dependientes, apenas hay dinero para quienes se ocupan de ello en el seno de la familia, la crisis hará que la tijera recorte contundentemente la dotación presupuestaria prevista para la ley de dependencia, y encima se trata de algo muy ingrato y difícil que a menudo precisa de asistencia profesional, ¿o acaso no se han inventado para algo las residencias (o asilos, como se llamaban antes)?
Yo le tengo un cariño infinito a quienes sacrifican su vida por cuidar de los mayores. Suelen ser mujeres, algo ya habitual. El papel de la mujer en la sociedad es tan inestimable y tan imprescindible que los varones solemos hacer eso mismo: no estimarlo como se merece.

viernes, 27 de agosto de 2010

Se acaba agosto

Se termina agosto. Va acabándose con una lánguida procesión de amaneceres frescos. Atrás van quedando las fiestas, los ruidos, los amores que han nacido para fenecer temprano. Las playas aún seguirán cubriéndose de piel al sol. Los montes, de caminantes. Pero, entre unas y otros, son de nuevo las ciudades quienes van desperezándose poco a poco, con ganas de trasiego y ruidos, prisas e incertidumbres.
He visto cómo este agosto se llenaba todo de su acostumbrada molicie veraniega y el regalo del descanso y del ocio. Está comprobado que las crisis ásperas, agrias, son simples arañazos en nuestra piel temerosa. Las sufren los de siempre, pero las interiorizamos todos como nuestras. Salvo en agosto. En agosto, un poquito menos. Nos olvidamos algo de la solidaridad y de ese barrunto extraño, economista o financiero, con el que llenamos horas de charlas y debates durante el resto del año.
También he visto fuegos, como decía en la columna de la semana pasada. No he dejado que me calcinasen los asuntos mundanos, que parecen no querer descansar nunca: tan insufrible y agotador es el cacareo de políticos y famosos (me gusta ya incluirlos a todos en el mismo costal). Agosto es el mes adecuado para silenciar el aparato de televisión y hacer callar lo que nunca calla.
La civilización que conocemos nos enferma poco a poco. Vivimos agotados, y lo que es peor, agotamos lo que nos rodea. Exhaustados, incluso el ocio acaba convirtiéndose en una actividad anhelada pero estresante. ¿Alguna vez descansamos? Qué sano es dormir mucho, nutrirse sin excesos, pasear con calma, disfrutar del sol y del viento y del agua, apagar los ruidos y las luces, respirar aire puro, colocar unas flores en casa, manifestar a nuestros seres queridos el amor o la amistad que sentimos por ellos… Si hay algo que me gusta del descanso estival, es su enorme capacidad de curación.
Hay quienes necesitarán descansar de las vacaciones. Entre viajes frenéticos y ese mal gusto extendido llamado turismo, muchos regresarán a sus casas agotados de emociones y paisajes. Yo, en cambio, prefiero un mes de agosto como les venía contando: sin nada realmente que contar. Sosiego. Mi hijo. Libros. Agua fresca. Una cama perezosa. Naturaleza sin prisas. Mi familia alrededor. Tengo poca añoranza por los otros agostos. Ninguna, más bien. Me gusta éste, el mío, que se ha ido despoblando de todo hasta quedarse en muy poca cosa. Es casi un reflejo exacto de cómo me gusta vivir.

viernes, 20 de agosto de 2010

Incendios de verano

No hace mucho tiempo, Portugal ardió. De arriba abajo. El fuego perpetró, unos pocos años atrás, la mayor calcinación de bosques que se recuerda en el país luso. Este mes de agosto, con religiosa periodicidad, las llamas han vuelto a arder en varias de las regiones de nuestros vecinos (al menos, vecinos míos: estoy de vacaciones muy cerca de su frontera).
Hay en el fuego un misterio inmenso, inmarcesible. La sequedad de los pastos y bosques, característica de los meses estivales, alimenta el estrepitoso crepitar de las llamas, que no conocen descanso y acaban consumiendo todo lo que encuentran a su paso. Los aromas a arboleda, bajomonte y retama, tras un incendio, dan paso a la calcinación, el humo espeso, el negro olor a quemado. En estas vastedades asoladas, de aspecto afín a como ha de ser el infierno de la inconsciencia, puede surgir nuevamente la vida. Lentamente. Sacrificadamente. Le cuesta tanto, es tanto el tiempo que necesita la tierra para regenerarse, que debemos echarle una mano.
Es habitual ya contemplar bosques repoblados, repletos de frescura y vida. Es una de las labores más loables que pueda imaginarse. Y es loable porque se da la circunstancia de que esos incendios devastadores, en su gran mayoría son provocados. Con esta palabra quiere decirse que no ocurren espontáneamente porque los bichos de los montes jueguen con palitos a provocar chispazos. Unas veces, es la propia desidia e indolencia humana quien los inicia. Otras muchas, acaso las más, son el egoísmo y la avaricia quienes deciden cebarse con los bosques.
Nunca he entendido del todo bien los motivos que puede tener alguien para querer quemar los árboles. Puede suceder que muchos pirómanos sean enfermos mentales, incapaces de sobreponerse a su obsesión crematoria. O acaso sean interesados que buscan sacar provecho de la madera calcinada, pero extraña que las leyes dejen abierta una puerta tan ominosa. Pero hay quienes dicen disfrutar de la naturaleza, y son incapaces de llevarse una fiambrera (tupper, que se dice ahora) o un bocata, para comer con simplicidad a la orilla de un arroyo: por ellos se han construido una enormidad indecente de merenderos y barbacoas, riesgo absurdo en los montes, por más que los pinten de seguridad.
Uno quisiera ver siempre los bosques lozanos, frondosos, naturales, umbríos, con su maravilla de aromas y sonidos en armoniosa concordancia. Pero el verano, el progreso y la estupidez humana en ocasiones los quema.


viernes, 13 de agosto de 2010

La Luna del Ramadán

Esta semana dio comienzo el Ramadán, el noveno mes del calendario islámico. En mi opinión, la más importante diferencia entre el mundo islámico y el occidental reside no en el credo religioso, ambos muy similares, sino en la manera que tienen los musulmanes de medir el tiempo.
Nosotros sentimos adoración por el Sol. Nos ilumina y da vida. Abandonar la visión geocéntrica y comenzar a girar alrededor de la estrella que nos ilumina, fue una magnífica cesión ante el astro que denominamos rey. Medimos el paso del tiempo de acuerdo a su regencia. Los musulmanes no. Ellos constatan el paso del tiempo de acuerdo a la Luna. Se han acostumbrado a nuestro calendario porque las fronteras son líneas trazadas en un mapa, y es inevitable establecer relaciones con los vecinos, especialmente si son poderosos. Pero es mera diplomacia. Tan rabiosos y furibundos como nos parecen, tan extremistas e intolerantes, y no advertimos que conocen nuestras costumbres mucho mejor que nosotros las suyas.
A mí hay aspectos de su cultura que me parecen de una poesía inmensa. Como tener que escudriñar el cielo en busca del primer creciente tras la luna nueva, en el noveno mes, para que se inicie la rememoración de la Hégira. Las civilizaciones islámicas siempre manifestaron un gusto exquisito por el conocimiento y la imaginación. Y ese gusto nos lo transmitieron. Muchos de nosotros vivimos en una perpetua dualidad mágica, Luna y Sol. La Luna es el objeto celeste preferido por los poetas. Sus rayos tibios, índigos, evanescentes, evocan un mundo (lunar) superior a éste tan terrenal (solar) en que ajamos nuestras existencias. Una evocación consoladora, balsámica, reconfortadota…
Es una lástima que los derroteros egoístas e interesados, a todos los niveles, de la humanidad, hayan diezmado ese mundo diverso y solidario, que se gestó en el humus de las antiguas civilizaciones, de las que todos nosotros provenimos. Nuestra carrera alocada por satisfacer el máximo individualismo posible ha ido dejando atrás muchos, muchísimos aspectos esenciales a la persona. Como el respeto hacia la diversidad y la tolerancia integradora. Del Islam sólo observamos su fanatismo, su intransigencia, su segregación y el odio que sienten por nosotros. A cambio, ellos observan nuestro egoísmo, nuestra arrogancia e insensible avaricia.
El reinado del Sol lo ha cubierto todo con su brillo enceguecedor. Me pregunto en qué parte del firmamento se esconde la Luna del Ramadán…

viernes, 6 de agosto de 2010

120

Tenemos unas magníficas autovías y autopistas por las que muchos conductores no circulan a la velocidad máxima permitida. Los vehículos que por ellas transitan son potentes, robustos, fiables, cómodos.
Las carreteras se han ido adaptando a las evoluciones tecnológicas. Nadie compra un coche con aros o estrellas para discurrir somnolientamente por caminos trazados a la vera de un río: en cada recodo, por bello que sea, puede surgir un inconveniente, un estorbo, una sorpresa. En ocasiones no queda otro remedio: queremos visitar los inhóspitos lugares que parecen estar lejos de la civilización, aunque tengan hoteles rurales, camping y restaurantes (nos parecen, precisamente, inhóspitos, porque ya solamente sabemos de asfalto y retenciones y calles y muchos, muchísimos coches por doquier). Y a ellos se accede habitualmente por asfalto estrecho y con muchas curvas, desde el punto en que la autovía se niega a proseguir.
La DGT no desea que vayamos tan rápido. Permite que adquiramos vehículos rapidísimos, que se levanten carreteras adaptadas a la fiabilidad tecnológica de la rapidez, pero mantienen sus límites en 120. Dichosa cifra. Allá por 1974, se estableció la velocidad máxima en 130. La crisis del petróleo la redujo a 100. Y en 1981 se alzó hasta lo que marcan los redondeles de las autopistas. Dicen, los de la DGT, que subir ese límite hasta 130 supondría un 30% más de víctimas por accidente en carretera. Si es así de espeluznante, no me explico por qué no reducen el límite de inmediato a 100: pienso que con gozo celebraríamos todos, una reducción porcentual parecida de accidentes de tráfico. Mi opinión es que nos engañan, de manera interesada: siempre hay un informe que avala con exactitud lo que se dice (de igual modo, siempre hay un informe que asegura justo lo contrario y con parecida exactitud).
A mí, personalmente, esta cuestión (y otras parecidas) me da lo mismo. Velocidad, tabaco, antibióticos, toros… Todo son prohibiciones que provienen de leyes que aburridamente se inventan nuestros aburridos mandamases. Y como no me apetece enfrentarme a nadie, circularé a 120, no fumaré nada, acudiré al médico para que me recete, dejaré de bostezar con el astado… Menudo ácrata soy: no combato nada. Me vence la indolente cobardía del sistema. Todo lo más, pisaré algo el acelerador cuando vea la autopista despejada y el GPS no anuncie un radar. No por llegar antes, sino por echar una risotada de pura satisfacción.

viernes, 30 de julio de 2010

Toros

No me gustan los toros. Me aburren soberanamente. Me da lo mismo que se trate de una corrida o de un encierro. También me aburre la F1 o el tenis. Muchos de los espectáculos que mueven masas, me aburren. Pero es un problema (ni siquiera creo que lo sea) mío. No de los demás. A mucha gente no le gustan los toros por otros motivos. Porque se mata (cruelmente) a los animales, dicen. La crueldad es algo subjetivo, opinable. La muerte es objetiva. En los cosos taurinos se mata a estos animales.
En Canarias los toros estaban prohibidos. Ahora los han prohibido también en Cataluña, con mucho más ruido. Ese ruido es muy interesado. Últimamente los políticos hacen mucho ruido sobre cualquier cuestión, tanto más ruido cuanto menos importante es. Esto de los toros, se mire por donde se mire, no es realmente muy importante. Pero sí abiertamente visceral. Justo el tipo de ruido que se necesita para que el ciudadano mire en esa y no en otra dirección.
Nos hablan continuamente de libertad. Yo veo justo lo contrario: que experimentan y crean leyes para privarnos de ella. Quieren establecer un único camino. Un único fundamento. Las verdaderas libertades, las que permiten vivir a todos por igual, abren caminos: no cierran destinos. Qué empeño en querer construirnos un modelo de sociedad. Siempre uno nuevo para que vivamos en él contentos, programados. Qué tenacidad en salvarnos la vida, en orientarnos, en iluminar nuestras existencias.
Pues no. Ya basta. Hay que rechazar los dogmas de la vida pública. Y cuestionarlos. Basta de leyes, de prohibiciones, de derogaciones, de normas, de lenguajes espurios. Basta de tanto progresismo de tanto liberalismo, de tanto conservadurismo, de tanta ética inventada, de tanta moral articulada. Basta de hacernos perder el tiempo, de obligarnos a buscar derroteros al margen.
Este verano me iré a ver una corrida. Me aburriré soberanamente. Me apiadaré del bicho cuando lo maten. No me gustan los toros. Aplaudiré no al matador, sino a la gente que acuda. Y luego iré a una asamblea de antitaurinos. Y también les aplaudiré, aunque también me aburren esas asambleas, no crean. Allí pediré (sin exigir) que no mueran los bichos. Poco a poco, que afecta muchísimo al sentir de la gente. Y la gente puede estar equivocada, pero incluso equivocándose llevan algo de razón en su sentimiento y eso hay que tenerlo en cuenta. Total, si los toros acabarán desapareciendo, ¿por qué esa prisa en dividir al pueblo?


viernes, 23 de julio de 2010

Tres años ya

Llevamos muchos años de crisis. Demasiados ya. Excesivos. Aquello tan exótico de las hipotecas subprime y los ninja, que sonaba a extravagancia estadounidense, se nos echó encima como una tormenta caribeña, cubriendo miserablemente nuestra existencia con dolor y llanto. De repente, advertimos que nosotros nos veníamos comportando también como aquellos ricachones capitalistas a los que despreciábamos por envidia. Adquiríamos pisos carísimos al precio que le daba la gana al mercado, porque –total- siempre vendría algún pardillo detrás que decidiese comprar el nuestro... Y los bancos y cajas, encantados. Y todos, ahora, estupefactos. Porque la crisis ni se acaba, ni se va a acabar.
Tres años, además, de continua zozobra para España. Esto del independentismo es un saco sin fondo. Hay días que me levanto, pensando: “¿y por qué no les damos a todos la independencia que piden? Total, si estamos ya casi arruinados, la ruina total no ha de ser mucho peor…”. Sería curioso ver cómo regresan las aduanas, los aranceles, los pasaportes. Y todos tan satisfechos de ver a nuestras regiones convertidas súbitamente en naciones. Qué importa que se nos coman los mercados, que nos engulla la deuda. Extraño mundo éste del siglo XXI. Tanto como se ha empeñado la Historia en unir los reinos e imperios, y bastan cinco vocingleros demagogos para convertir un recóndito valle en cuna de una nación imposible…
Y qué decir de la crisis cultural. Hoy, más que nunca, como vale todo, y todo vale lo mismo, no hay distinción entre el saber y el no saber. Somos como máquinas. Viajamos a todas partes, festejamos todos los fines de semana, vivimos hedonistamente una existencia a la que hemos esquilmado el conocimiento y la cultura. Pero en mi correo apenas entra un email sin faltas de ortografía, con léxico abundante, con riqueza conceptual. Y que no se me ocurra reprochar las haches faltantes, o las bes convertidas en uves, o las tildes sacrificadas: me acusarían (como me han acusado) de intolerante, de redicho, de esnob, de cursi; incluso me han llamado sátrapa (porque no saben lo que significa, claro). La miseria intelectual lo llena todo. Ya lo decían los viejos, esos despojos que encerramos en residencias para que no estorben: en el propio ombligo no crece nunca la sabiduría.
Tres años, bien largos y atribulados, de crisis inacabables. Uno empieza a sospechar que la palabra crisis es sinónima de otra mucho más evidente: el mundo que hemos creado.

viernes, 16 de julio de 2010

Leña goyesca

Como eso de la victoria no lo quise celebrar, que uno tiene más orgullo que años, y ser poco futbolero es algo que se ha de mantener con dignidad aunque la Selección gane el Mundial, esta semana no me he sentido nada resacoso porque la borrachera de éxito balompédico no me alcanzó. Lo que sí me siento es magullado. Tengo el cuerpo repleto de cardenales. Los más ocres, esos que parece que se van yendo (que dicen los gallegos) pero siempre están ahí, como el padre de Hamlet, son moratones de lo económico y lo social. Más de lo económico que de lo social, seamos sinceros. Y los oscuros, de un rojo casi taurino, que nunca la muerte produjo tanta fiesta, e incluyo los Sanfermines, los oscuros (digo) son las secuelas de la leña que sacudió Holanda en el partido final del Mundial.
Oiga. Los alemanes juegan fino, dejan jugar, lo intentan, son buenos. Pierden (por la mínima) con una educación, un buen saber estar, una nobleza y un decoro tales, que no puedo menos que acordarme de ellos con la más abierta de las sonrisas. Lo que no quiero es ver a un holandés en meses. ¡Pero qué cerdos! ¿Vieron qué patadas, qué agresividad, qué bastedad y qué indecencia? Ni que fueran las huestes de Guillermo de Orange… Tenía yo a los tulipanes por simpáticos y modernos, y en lo del balón por mecánicos. Pero los que perdieron el otro día se equivocaron: para mí que vieron antes del partido “La Matanza de Texas”. Aún me duelen las magulladuras.
Y yo que pensaba, con no poca ingenuidad, que esto del fútbol nos resarciría algo de la cosa pública, que anda muy malita. ¡Qué va! Ahí andan nuestros prebostes dándose leña también. ¿Que las cosas están difíciles y hay que arrimar el hombro? Pues nada, a decirse uno al otro el nombre del marrano y a soltar zarpazos y repartirse estopa al más puro estilo goyesco (con las piernas hundidas y a garrotazo limpio), y a no darse por enterados de los hinchadísimas que tenemos ya todos los ciudadanos las gónadas (con perdón) con eso de que todos sean tan lamentables, egoístas, ineficientes y cantamañanas.
Cómo está el país, madre. Cinco millones de parados y el Estado hecho unos zorros, y aquí nadie alcanza acuerdos, ni pactos, ni cede, ni aporta, ni ayuda, ni transige, ni nada de nada. Al menos los holandeses dejaron de dar leña con el pitido final. Aquí, ¿dónde está el que pita? ¿Podría hacer el favor de enviarles directamente a la ducha? ¡Ah!, que pitamos nosotros… Vaya, vaya. Casi lo había olvidado.

viernes, 9 de julio de 2010

Las cosas del fútbol

Lo que tiene el fútbol. Sus cosas buenas y sus cosas malas. Y sus cosas curiosas. Incluso para quienes, como yo, el asunto del Mundial 2010 nos da un poco lo mismo, aunque eso sí, nos alegremos del éxito del equipo español. Yo me alegro. Y mucho. El pasado miércoles, incluso estuve viendo el partido. Y me contagié de la euforia final, esa suculencia exquisita que proporciona la victoria.
Tiene cosas buenas el Mundial. Por ejemplo, une y aproxima a los ciudadanos. Eso de compartir una misma alegría y una misma tristeza es algo encomiable en estos tiempos de egoísmo desconsiderado. Hay sentimiento de eso que aquí se llama Estado, y que en todas partes se llama España. Luego acaba el partido y todos volvemos a ser vascos, catalanes, gallegos, mirobrigenses o de Ponferrada. E incluso muchos olvidan que estaban animando a una selección. Pero no importa. Los sentimientos profundos a menudo no necesitan de signos. Ni siquiera el de una camiseta o una bandera, cosas que en algunos sitios produce escozor. Están ahí. Si escuecen, acaso sea porque tienen su importancia.
Otro ejemplo muy bueno del fútbol, aunque breve, es que los micrófonos que atienden a los políticos permanecen callados mientras el balón está en juego, como se dice en el argot. Qué descanso, oiga. Y que les roben las portadas, más aún. Los futbolistas se parecen a los políticos en que sus declaraciones están repletas de palabras prefabricadas. Pero estos últimos sólo tratan con ello de rellenar vacíos y provocar confusión (ya lo criticaba Orwell en su momento). Algunas veces, incluso los titulares deportivos, que me parecen horrendos casi siempre, aplacan un poco la ansiedad del trasiego político…
Las cosas malas del fútbol, creo que las omitiré por hoy. El país entero es un clamor en pos de la gloria balompédica, y no seré yo quien venga a soltar monsergas ahora.
Y las cosas curiosas parecen inauditas. ¿Ustedes han leído el caso del oráculo cefalópodo, del pulpo Paul que vive en un acuario y predice los resultados del campeonato? Para mondarse. Ya podrían los del Aquuarium donostiarra encontrar un escualo o un galápago capaces de predecir, qué sé yo, algo útil, las cotizaciones de bolsa o los números de la primitiva. Los alemanes van sobrados en lo mundano, les basta con el fútbol. A nosotros que la naturaleza nos eche una mano para sacarnos las castañas del fuego, no nos vendría mal. Pero que nada mal. Eso sí, que el pulpo diga que ganamos la Final.

viernes, 2 de julio de 2010

Síndicos

Los eligen para defender intereses de otros. En la Antigua Grecia, se trataban de autoridades que cuidaban de los intereses del vulgo. En el siglo XXI, esa intermediación entre el pueblo y las autoridades con objeto de salvaguardar la legalidad y la honradez, está simple y llanamente desvirtuada.
Cuando las cosas van bien, se encargan de negociar. Negociar cosas. Convenios de una colectividad, o de varias, por ejemplo. Sus proclamas son conocidas: el bienestar del trabajador, las condiciones dignas de seguridad e higiene, el diálogo social, etc. Cuando las cosas vienen mal dadas, protestan. Ejercitan la defensa de sus intereses mediante movilizaciones, manifestaciones, huelgas… Nada que objetar, hasta este punto.
La reciente huelga del metro de Madrid demuestra que las cosas nunca son como aparecen en los manuales escolares. Una huelga en la que se rompen unilateralmente las condiciones pactadas para su desenvolvimiento, no es una huelga. Es un conflicto, y de mucho cuidado. Los sindicatos, cuando niegan someterse a lo pactado, colocándose incluso en la ilegalidad, ¿qué desean realmente? ¿Una vía rápida de resolución de algo injusto? Lo dudo. Nadie se pliega al chantaje rápidamente, nadie en su sano juicio. ¿Ponerse en contra a la ciudadanía, a otros trabajadores como ellos, indignados ante lo que está sucediendo? Realmente no, pero no les importa: saben que tenemos memoria de pez. ¿Un enfrentamiento político? Por supuesto. Se trata de eso. De ver a los sindicatos actuando como actores políticos, “usando” a los trabajadores para evidenciar su oposición a ciertas formas de gobierno, enfrentándose con renovados argumentos (que parecen lícitos) a sus eviternos enemigos: los que ellos llaman “poderosos”…  Personalmente, hubiese preferido que los sindicatos, esta vez, hubiesen hecho esa huelga, sí, pero gritándole al que sí tendrían que haber gritado desde el principio, en lugar de adularle tanto.
Qué insoportable mal gusto arrastra una huelga sin reglas. Y, sobre todo, cuánta bilis genera. Bastante tenemos con tragar lo que hemos de tragar, para encima soportar estas ilegalidades. Los ciudadanos somos el saco de boxeo al que todos, unos y otros, gusta sacuden de lo lindo: ya sea con el IVA, el IRPF, con la crisis o las huelgas.
Es curioso. No consiguieron detener el trabajo de los funcionarios, pero deteniendo el Metro en Madrid sí han logrado indignarnos a todos, en todas partes, nuevamente. Nihil novum sub sole.

viernes, 25 de junio de 2010

Apolíticos

Yo no soy apolítico. En realidad, me considero ácrata, pero eso es harina de otro costal. No comparto las opiniones de quienes se consideran al margen de la política. Los asuntos públicos, por lo general, interesan, aunque bien es cierto que muchos temas son antes manipulaciones ideológicas que propuestas razonables.
Admito que muchas veces da ganas de ser apolítico. Menuda casta tenemos instalada en los parlamentos, nacional, autonómico o consistorial. Da lo mismo. Son tan ramplones que merecen indiferencia. Aunque sospecho que les da lo mismo que toda la ciudadanía les castigue con su desinterés. Prueba de ello es que no nos defienden a nosotros, tan sólo al líder. ¿Por qué si no votan desde sus escaños en bloque, sincronizadamente, sin que una sola voz disienta u ose cuestionar lo que dicta el mandamás, por muy irresponsable que sea? Da lo mismo que sea para que éste nos lleve a una guerra o para que nos hunda en la miseria financiera. Prevalece la disciplina, y ante esta sinrazón todos callan sus barruntos. ¿Y luego dicen representarnos? También dicen que discuten entre ellos, pero lo hacen a oscuras, que no se sepa. Les aterra moverse y no salir en la foto, que decía aquél. Para eso nos podríamos ahorrar los estipendios de esta clase política aborregada: bastaría un único representante por partido, con mayor o menos peso en la toma de decisiones dependiendo del sufragio recibido.
Pero: ¡tachán! Esta semana vimos una excepción. No la única, ni la primera, pero sí grandiosa. Un ex-secretario general de sindicato, desaparecido entre los escaños del hemiciclo durante los últimos seis años, de repente ha roto el régimen de sumisión al partido para decir alto y claro lo que piensa y lo que siente sobre un tema de suma importancia. Por supuesto, sus colegas, que también piensan como él (porque de hecho decían todos pensar así hasta hace dos días) han callado: rinden obediencia al líder.
En fin, políticos. Con su silencio partidista nos arruinan o desemplean mientras miran para otro lado. Miedosos: no saben opinar ni en tiempos de enorme responsabilidad. Se les llena la boca de democracia y luego son los primeros en acatar la dictadura del líder, silenciando lo más valioso que podrían entregar a los ciudadanos: la disparidad de ideas.
¿Apolítico? Dan ganas de serlo. Menos mal que algún Gutiérrez devuelve dulzor a la boca amarga, de lo contrario no sé qué clase de democracia es ésta, porque yo no la quiero así…