Acaba el último año de la primera década del XXI con
terribles presagios. Me desconciertan ya tantas cosas, que ni siquiera podría
enumerarlas todas.
Una: las pensiones del mañana que sirven para resolver el
acuciante problema de hoy. Un problema cuyo origen se encuentra única y
exclusivamente en la desorbitada acumulación de riqueza y especulación de unos
pocos. La riqueza de los países no se distribuye, no se reparte: se concentra
en focos muy aislados y poderosos, tanto, que tienen mucho más poder que el de
los gobiernos bajo cuya acción se supone que se encuentran. Y nadie les
molesta. Y a todos nos toca pagar con impuestos y pobreza futura sus desvaríos
e inagotables avaricias.
Otra: la inmensa y colosal ruina secesionista. Las gentes
nos hemos vuelto nacionalistas de uno u otro bando. Por doquier proliferan los
taifas, cada uno de nosotros desea verse coronado emperador o rey de su
territorio. Nadie parece abrazar la unidad del Estado, y hemos creado una
centrifugadora que sirve para ahondar en desequilibrios abismales y un
despilfarro insoportable. Tanto en el centro como en las periferias. Y nadie
parece poder parar esta locomotora sin freno.
Y aún más: dónde quedan la excelencia, los valores, la grandeza.
Nos envuelve un mar absurdo de relativismos y sandeces, donde hasta un imbécil
puede denunciar a un profesor por hablar del jamón y todos callamos las ganas
de echarle a gorrazos de aquí. Somos unos cobardes silenciosos, acomodaticios.
Del más joven al más viejo. En otros países la juventud se suma a las protestas
por las pensiones, por las tasas universitarias. Aquí protestan porque les
impiden beber en la calle. Y los adultos tampoco elevamos mucho la voz. Qué
importa la ruina si todo ese rollo de la política parece un problema
inabordable. Fantoches, estúpidos, alelados, los ciudadanos hemos renunciado al
dominio de nuestras vidas, sometidos a un Estado expansionista y ruinoso que
gasta a mansalva endeudándonos a todos, y encima se arroga el derecho de
decirnos qué leer, qué escribir, qué soñar y qué defecar.
De verdad, ojalá cambie todo en 2011, siquiera una pizca, aunque
no me conformaría con tan poco. Porque este camino no conduce a parte buena
alguna. Pero mucho me temo que seguiremos todos caminando inexorablemente hacia
el hundimiento total, por miedo y vergüenza a reaccionar contra lo que nos
supera.
Qué ganas de alzar la voz y gritar: “Hagamos algo
distinto”. ¿Quién se apunta?
Feliz Año.