viernes, 24 de septiembre de 2010

Impresiones

Tengo varias imágenes de actualidad impresas en la retina. Una diputada europea que acude a votar con su bebé recién nacido, en brazos. Los llantos por la muerte de dos ancianos a quien el encargado olvidó en la furgoneta. Los atascos del día mundial de las ciudades sin coches. Las teas encendidas en las astas de un toro. Pero aún no he visto las hojas de los árboles caer sobre la hierba o el asfalto, formando seroja.
Tengo impresiones de una vida durmiente contra el cálido seno de su madre, quien, así lo ha decidido, protesta por las dificultades laborales de las madres. Es una denuncia, sí, visual, dirigida a prender en la retina, para que aparezca en la televisión. Una carta bien escrita hubiera carecido de la misma rotundidad. Nos hemos estabilizado en un punto en el que, si no vemos algo con los ojos, entonces no existe. Yo no hubiese querido ser ese bebé.
Tengo impresiones de dos muertes absurdas. Y de la congoja y amargura del cuidador, que no se lo explica. Yo tampoco me explico cómo los padres pueden olvidar a sus hijos en un coche, o cómo un par de ancianos pueden ser inadvertidos del autobús que los conduce a un sitio donde no molestan. En este mundo uno puede morir de muchas maneras absurdas, pero ésa, precisamente, resulta ominosa porque parece entresacada de un manual de tortura.
Tengo impresiones de coches atascados en las ciudades. Eso del “día sin coches” es como lo de la diputada italiana y su hijo: ganas de salir en la tele. Lo llaman concienciación, pero nadie quiere ser concienciado de lo que ya sabe. Simplemente, miramos hacia otro lado cuando acudimos al trabajo y cuando huimos de las ciudades. Vivimos atascados en el asfalto. Es como una caverna sin techo.
Tengo impresiones de un astado con teas encendidas en los cuernos. Se me antoja que es un espectáculo de un mal gusto deplorable. Ni asomo de oficio, arte o estética, como las que impregnan las corridas, se esté o no de acuerdo con ello (yo no lo estoy). Tanto prohibir, tantas leyes, y a nadie le avergüenza no trazar una raya en la indecencia.
Por último, me agrada saber que pronto tendré impresiones de hojas cayendo. De hojas muertas en el suelo. Y tristeza en los árboles. Luto en el cielo. Una hoja que cae es un poema de vida y de muerte, como lo es apretarse contra el seno materno, o difuminarse en un olvido imperdonable. La vida transcurre sin atasco alguno. Todo sucede como si nadie pudiese pintar una raya que nos ilumine el cielo.


viernes, 17 de septiembre de 2010

Newton y el Corán

Ya saben ustedes que soy ateo. Este rasgo lo complemento con muchas otras vocaciones porque, siendo de pensamiento complejo, no dispongo de una sola. Es probable que en ninguna de ellas haya yo despuntado, pero tal circunstancia tampoco me arredra. Fui hombre de ciencia, posiblemente de más ciencia que la seguida por algunos que con ella se procuran fama y prosperidad. Si tuviese que optar por erigir un libro como fundamento último de mi existencia, no escogería la Biblia, ni tampoco el Corán, mucho menos el Mahābhārata, que aun siendo apasionante, se me antoja lejano. Mi predilección sería la obra cumbre de la Física: el Philosophiæ naturalis principia matemática de Newton, de quien, por cierto, si no lo sabían, estas columnas toman el nombre.
Si un energúmeno, o un fundamentalista, o quien sea, le prendiese fuego a este libro, yo me quedaría tan fresco. Mis convicciones no se acaban con las llamas, y desde luego la ecpirosis serviría para confirmar mi fe en los postulados científicos. De modo que si usted no odia la Ciencia, si la figura de Newton le parece detestable, o simplemente siente hartazgo por cuestiones como la gravedad y las mareas, le propongo una cosa: quémelo. Cuanto más lo queme, cuantos más ejemplares arroje a las llamas, más realzará la colosal importancia de un libro tan fundamental, y en más estúpida se convertirá su hazaña.
Quemar el Principia puede conllevar una consecuencia funesta. Puede usted encontrarse con otros energúmenos como usted que, llevados por la rabia infinita de unas convicciones mal aprehendidas, quieran quemarlo a usted, cuando no su casa, su coche o a su familia. Algunos podrán pretender incluso acabar con su vecindario, aunque en el empeño precisen sacrificar la que les es propia. Porque hay que ver lo insoportables que se vuelven algunos cuando se dejan llevar por la exaltación.
A lo mejor necesitamos, verdaderamente, purificar nuestros ánimos con las llamas. Para ello hemos de construir un enorme fuego, una gran hoguera, como en San Juan. ¿Es usted cristiano? Eche la Biblia a las llamas. ¿Es usted musulmán? Arroje el Corán. ¿Es usted científico? Escoja el Principia. ¿Lo suyo es el hinduismo? Pues que arda el Mahābhārata. Como en la novela de Bradbury, como en la película de Truffaut. ¿Se acaba con ello su fe, su ciencia? Pobres eran, entonces. Lo peor del fundamentalismo no es la estupidez que se exhibe, sino la enorme simpleza de las convicciones que se manifiestan.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Dios y la física

Les hablo de la reciente polémica derivada de una frase contenida en el último libro de Stephen Hawking. Me ha sorprendido el modo en que esa simple frase (alegórica) ha levantado pasiones, inyectando una polémica (bastante sana) en la prensa. He observado que los ateos suelen responder con cierta prepotencia a las argumentaciones de la religión, pero no es menos cierto que los creyentes tampoco se quedan atrás.
La ciencia proporciona conocimiento del mundo, pero no dispone de dimensión ética: no sugiere cómo obrar o qué hacer para transformar la realidad que examina. Desde este punto de vista, es incuestionable que la ciencia no tiene respuesta para todas las preguntas que puede formularse el ser humano. Y si esto es así, ¿para qué necesita negar la existencia de Dios? ¿Para qué sirve tratar de desmontar la afirmación de que Dios es el creador del mundo que conocemos? ¿Acaso porque la tesis de un creador de la naturaleza le parece obscena? Qué ridiculez…
Su enfrentamiento es muy subjetivo: no hay dictado alguno que obligue a la ciencia a responder aquello que no le concierne en absoluto. Filosóficamente, como he dicho antes, es incluso contraproducente, porque hay conceptos, como el de Dios, que responden al anhelo del individuo por responder a cuestiones intrínsecas de su propia existencia. Personalmente me irrita mucho la arrogancia de quienes, desde posiciones científicas, se empeñan en combatir la religión como si fuese urgente desterrar la cuestión religiosa no solamente del camino científico, sino de todo el ser humano. Muchos divulgadores responden a este perfil, y exhiben un fundamentalismo tan soez como el que combaten.
Siempre que me pregunta un creyente (y yo lo fui en algún momento de mi vida), respondo lo mismo: la Creación y Dios, de existir ambos, cosa que yo niego, han de ser muy distintas a lo que podamos siquiera concebir. Los teólogos lo llaman trascendencia, y son sensatos cuando apartan la necesidad de demostrar la existencia física de Dios (contumazmente la ciencia les irá cerrando las puertas). Como ateo, creo en la no existencia de Dios, pero ni quiero ni puedo demostrar tal cosa. Mis preguntas más profundas y oscuras no necesitan de Dios. Y por descontado que se trata de preguntas a las que la ciencia no sabe dar respuesta.
Yo seré ateo, y científico, pero Dios ha de estar más que contento conmigo. Nuestra desconfianza mutua está teñida de una respetuosa amistad. Al menos por mi parte.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Dependencias

Me complace mucho ver a mi hijo cada vez más independiente. Tengo el privilegio de observar las evoluciones de su mente, que empieza a desarrollarse y a definir una personalidad. El peque está cambiando, eso es evidente. O mejor dicho, está formándose. Lo bonito de verle crecer es que se trata de una mirada al futuro, es decir, a la vida.
Nos gusta el futuro porque nos gusta la vida y abominamos de la muerte, a la que no desearíamos prestar ninguna atención. Sin embargo, el ocaso de toda existencia es la muerte, y como se trata de un hecho incontestable, desearíamos que estuviese vinculada al disfrute de una vejez placentera y amable, cuando en realidad pocas veces lo está. La vejez es el último de nuestros cambios. Pero ése no gusta, ese cambio da mala espina, por ahí suelen rondar “el segador” y las enfermedades latosas. A nadie complace ver cómo nuestros padres se vuelven viejos. Y supongo que mucho menos ha de complacer que nos pase a nosotros mismos llegado el momento.
De entre todos los estadios de la vida humana, los de mayor ternura y también los de mayor atención requerida son la niñez y la vejez. Entonces, si es así, ¿por qué todo parece discurrir en contra de esta elemental premisa? Trabajamos en pos del progreso y del avance de la sociedad, pero, ¿para qué?, ¿para nuestro solo beneficio personal? Así parece. La sociedad (el trabajo, el ocio) consume nuestro tiempo con avaricia, hasta tal punto que nos suena raro, cuando no fastidioso, que se mencione eso de la obligación de cuidar no a nuestros hijos, que de eso casi todo el mundo se ocupa, porque son una ricura y la idea es verles crecer y educarles, sino a nuestros mayores. Porque cuidar a los ancianos es harina de un costal muy diferente: no se concede meses de permiso para atender a personas dependientes, apenas hay dinero para quienes se ocupan de ello en el seno de la familia, la crisis hará que la tijera recorte contundentemente la dotación presupuestaria prevista para la ley de dependencia, y encima se trata de algo muy ingrato y difícil que a menudo precisa de asistencia profesional, ¿o acaso no se han inventado para algo las residencias (o asilos, como se llamaban antes)?
Yo le tengo un cariño infinito a quienes sacrifican su vida por cuidar de los mayores. Suelen ser mujeres, algo ya habitual. El papel de la mujer en la sociedad es tan inestimable y tan imprescindible que los varones solemos hacer eso mismo: no estimarlo como se merece.