viernes, 22 de febrero de 2019

Está oscuro afuera


Hace una semana, mientras dilucidábamos en qué fecha el monclovita convocaría elecciones, algo mucho más minúsculo, en apariencia, estaba sucediendo. Para muchos, la Opportunity, la sonda itinerante (eso significa la palabra “rover”) colocada por NASA en Marte en 2004 (casi un año antes de que Queco naciera, meses antes del nacimiento de Facebook), famosa por detectar esmectita (rastro de agua) al abrir una zanja, murió. Para otros, entre los que me cuento, sucedió que NASA dejó de intentar comunicarse con ella. En silencio permanecía desde junio, cuando una colosal tormenta de arena abatió el planeta, oscureciendo la superficie y cubriendo con tanta arena los paneles solares del robot que ni los vientos estacionales del rojo mundo pudieron limpiarlos, como esperaban los controladores en Pasadena. Su gemelo, la sonda itinerante Spirit, en la otra punta del planeta, ya había dejado de funcionar en 2010 tras cuatro inviernos marcianos y dos ruedas perdidas.
La Opportunity no ha sido el único trasto humano merodeador por el espacio y otros mundos. Solo en Marte se acumulan ocho hasta el deceso de la entrañable oportunidad. Están varados en la superficie y allí permanecerán cuando un día abordemos el planeta rojo con garantías de poder volver a casa, junto con otros chismes que acaban de posarse o lo harán en breve. Porque resulta que Marte es la historia de un empeño que no siempre se ha dignificado con éxitos como la Opportunity o el Spirit, pero el empeño está ahí y seguirá estando. Lo mismo que la exploración espacial: por el espacio interestelar va lanzado la sonda Voyager 1 hacia no se sabe dónde, por no hablar de los aparatos espantajados en la superficie lunar o el monumental atasco orbital (y burocrático) de los miles de satélites que allí orbitan alrededor de nuestro planeta.
El cielo, y lo que hay allende, está repleto de misterios y enigmas, de ciencia y tecnología, de descubrimientos y fracasos, y también de poesía, porque cielo es lo que todo lo cubre y en ese todo se encierran también nuestras ilusiones y sensibilidades. Muchos han llorado creyendo que el último mensaje de la Opportunity (el pasado junio) fue “Me quedo sin batería y empieza a oscurecer”. En realidad, el sentimentalismo partió de un periodista científico, pero es entrañable saber que la especie humana es capaz de sobrecogerse con estas cosas. La realidad es que afuera, en el espacio, siempre está oscuro, con nosotros o sin nosotros en él.

viernes, 15 de febrero de 2019

Los versos de Segismundo


Hoy, en una de las largas conversaciones que mantenemos Queco y yo de camino a casa (el mejor lenitivo para mi dolor de verle crecer y abandonar el niño que fue), al referirnos al asunto catalán le cité los versos de Segismundo, cuando responde al criado aquello de “nada me parece justo en siendo contra mi gusto” (aunque omití la réplica de aquel: “en lo justo es bien obedecer y servir”). Lo de soltar citas encierra un gran desatino porque suelen servir para manifestar sedicente bagaje cultural, pero en esta ocasión me valí del artificio para suscitar en Queco curiosidad por los clásicos y porque parecía adecuada la ilación de los versos con las voces de los líderes separatistas en juicio por hacer aquello que les convino, creyendo -dicen- de justicia obrar así, de manera tan opuesta a lo que se espera de sus cargos.
También le hablé del Príncipe de Maquiavelo, libro rico en consejos de los que entresaqué aquel donde el florentino conviene en la necesidad de saber mantener y agrandar los reinos, reto más complejo que conquistarlos. Es, tal vez, el fracaso más estrepitoso de esta España del siglo XXI. Políticos han pasado (y pasarán) por los divanes monclovitas sin que ninguno de ellos entreviese ni anticipase la futura deriva del nacionalismo catalán desde que quisiera zafarse de las indignaciones provocadas por el primer arreón de la monumental crisis que se vino encima. Un Estado urdido con pretendida visión federal (autogobierno autónomo) e incapaz de mantener cohesionadas las partes, es un Estado que en algún momento ha cometido dejación de responsabilidades. Pero eso no se juzga, salvo en las urnas, y no hay cosa más desmemoriada que los receptáculos de los votos del pueblo.
Total, parece que llegamos al punto, por muchos esperado (en esa campaña viven de forma constante desde que el pontevedrés se marcó una de güisquis con tal de no oír a sus oponentes), de contemplar la zozobra del Gobierno a causa de los movimientos provenientes de una de las muchas ramificaciones del tinglado catalán, y mal hago en llamarlo tinglado y no aquelarre: a estas alturas del cuento es antes pandemónium que jaleo.
Mire usted lo poco que me gusta votar, para ofensa de muchos, y en este año, que se prometía inspirador en lo político, resulta que habremos de zafarnos con las arengas y peroratas de siempre. Hagan ustedes lo que mejor crean, yo volveré a Calderón, por ver si encuentro versos que rediman esta aflicción grandilocuente mía…

viernes, 8 de febrero de 2019

De relatoribus mercatorum


El chiste lo contó Serafín un día de cosecha en mi pueblo. Un hombre portaba a lomos de su acémila un cargamento de huevos y, según entró por la calle, el bocinazo de un tractor espantó al pobre animal (al mulo, puntualizo) que, de inmediato, se puso a respingar, cayéndose todo el cargamento de huevos al suelo. El hombre, resignado ante el espectáculo de los huevos estrellados, suspiró diciendo: “cosa sería de reír si los huevos fueran de otro”. Pues algo así me sucedió al saber lo del relator afamado: estaríame aún desternillando si el asunto fuese de otro país. Pero resulta que sucede en el mío, en la España que por estos pagos muchos eufemistas llaman Estado.
Para qué diantre tenemos Constitución, leyes y Parlamento, si cualquier botarate monclovita a merced de unos elementos consiente en hundir las naves antes de que estos estallen en sus narices dejándole sin juguetes. Los juguetes, claro está, somos todos los demás, los que moramos de puertas afuera del conciliábulo donde se gestan singulares decretazos (algunos de ellos portadores de exequias fatuas, 40 años más tarde, que en 40 días se disuelven por sí mismas). Como juguetes son la Constitución (gustoso estoy de comprobar si en la distópica república catalana se instaura un texto que permita la libre autodeterminación de sus provincias), la Administración (de la que ya hablé como penoso papel defensor de la Abogacía del Estado, que, por cierto, aquí sí conviene el palabro), el Parlamento (para estas cuestiones ninguneado por un mecanógrafo con el casco azul de las Naciones Unidas) o las leyes (no solo por el asunto de los sedicentes padres constituyentes de la patria catalana: léanse despacito las 21 exigencias que tales próceres entregaron al todavía Presidente, quien aún no ha mencionado sentirse avergonzado ante ninguna de ellas, como correspondería a quien se yergue al frente de nuestro Estado, íbidem).
Bienvenidos seamos todos al gran mercadeo de la infamia, donde cualquier chorrada es posible en aras del diálogo y el clamor mal entendidos, ora por justificación pusilánime de la obsoleta dinamita (y sus derivados silbantes), ora por el trágala de una alta sociedad política podrida hasta los mismísimos cancanujos. Y puesto que trátase ante todo, y sobre todo, de mercadería, publiquemos ahora mismo en este DV una oferta de trabajo que diga: “Búscase relator comercial para Estado y estadillo: imprescindible sordera, ceguera muy recomendable”. ¿Se apunta?

viernes, 1 de febrero de 2019

Tomar un taxi


Aquel día, el taxista, un hombre viejuno que manejaba un vehículo al que le sonaban todas las tuercas, nos informaba a María José y a mí que el gran problema del mundo moderno es el exceso de gente y que convendría eliminar a media Humanidad, no importaba que uno de los finados fuese él mismo. Aquello  tan espeluznante sucedió en Lima, no en España.
Una vez en Madrid tomé un vehículo para ir al aeropuerto. El conductor, con corbata, me ofreció agua y un periódico, aceptaba todas las tarjetas de crédito, llevaba WiFi y varios cables para recargar cualquier móvil, incluso una toma de corriente para encender un portátil. Me permitió sintonizar la radio que yo quisiera (preferí el silencio) y se mantuvo alerta con la climatización. El vehículo no era VTC, sino un taxi. Lo habrán adivinado por el detalle de las tarjetas de crédito. El taxista, dueño de su negocio, tenía muy claro que debía orientarse al cliente y brindaba un servicio de calidad aplastante. Era sabedor de que la inmensa mayoría de sus colegas tan solo se preocupan de tener cambio. No le pregunté cuánto había pagado por la licencia de taxista, ni si estaba de acuerdo en que el ayuntamiento tolerase la especulación con las autorizaciones que expide. Que unos pocos miles de euros se conviertan en una hipoteca a 30 años ante la inacción total consistorial es una muestra impecable de cinismo político.
Tomar un taxi es para muchos un mal inevitable salvo que topemos con aquel taxi manejado por ese hombre capaz de interpretar estos tiempos modernos de Amazon, Netflix o Wallapop. Por qué los demás no siguen su huella, en vez de quejarse tanto, es una demostración más de que, hoy en día, mucha gente monta un negocio enamorada de su producto y no del cliente. Las empresas han de vivir inmersas en una estrategia de mejora continua o acabarán rebañando los despojos que dejen quienes sí centran su atención en el consumidor (en mi último empleo hube de vérmelas con casi todo un sector incapaz de entenderlo así).
Lo más triste no son las trifulcas, sino ver al organismo regulador sometido por gremios dispuestos a hacer prevalecer sus intereses de cualquier manera. Taxistas, estibadores, controladores aéreos, ferroviarios, por no hablar de eléctricas o de las telecos. Para todos ellos, lo de la libre competencia es una máxima encomiable siempre que no les toquen el oligopolio, porque los de afuera nunca tienen ni tendrán derecho a comer de la olla donde, desde siempre, tan ricamente se han cebado hasta el tuétano unos pocos.