Aunque me gusta el otoño, no renuncio a embriagarme de
primavera, cuando “las flores azules del romero mañana serán miel”. En este insólito
año, mayo ha relumbrado como acostumbra, preconizando los últimos días vernales
con sensual fiereza. El amanecer, bruñido, anuncia más días de sol y calor. En
los balcones, y enganchadas a ellos con zarcillos, derraman su verde caudal las
trepadoras, abstraídas formando cascadas voluptuosas con las que ataviar el paisaje
de quienes caminando pasean. Y en los campos, para quien disfrute la ocasión de
verlos, sobre los malvas de los cardos florecidos y los prados de caléndulas que
el fin del estiaje ha convertido en vergel asilvestrado, danzan como nunca los
mirlos con la última luz del día. Es el embrujo del cielo azul, suavemente
deslizado de nubes, que se perpetúa en el brillo nacarado de la luna, altanera,
alzándose sobre el grillar de los bichos jubilosos que parecen rondarla vindicando
una canción de amor.
Es todo tan bello, tan plácido, que parece mentira que este
limpio retrato de primavera, de tan grata emoción que reverdece el alma, muy
pronto fenezca. Porque es todo el verano, con sus caniculares angustias, lo que
aún falta para el otoño, ese que algunos presagian como un nuevo desfile dantesco
de mortandad y lamento. Pero si sucede, que posiblemente no suceda (o tal vez
sí, quién sabe, yo ya no me aventuro siquiera a opinar), lo que no nos podrán borrar
es el estío, pesaroso, cálido, aplanador impenitente sin necesidad de decretar
confinamientos. Llegaremos al lúbrico verano ahítos de miedo y paseos, sin
capacidad para contemplar lo que se extienda más adelante porque, de repente,
más allá del otoño no habrá nada.
Pienso que este hartazgo profiláctico en que nos han
zambullido, de manos limpias y corazones contraídos, de parejas enamoradas a
quienes solo es permitido contagiarse bajo techo, o la procesión incesante de mascarillas
de ida y vuelta, por no hablar de los guantes azules como los cielos de mayo, se
irá relajando. Es normal que lo haga. Relajar no significa obviar. La
(re)presión policial en tiempos de libertades, aun vigiladas, cuando no
sustituidas por otros asuntos de difícil explicación, son como las tormentas:
reprimen mientras duran, pero no mitigan los anhelos.
Yo así lo pienso: ha de prevalecer lo que reste de primavera,
convaleciente, y en latencia quedar el estío, pero no los miedos ni las
muertes, ni el desconsuelo o la incomodidad de un tiempo finito, terrible, que en
lo nuestro hemos padecido.