viernes, 29 de mayo de 2020

Placidez vernal

Aunque me gusta el otoño, no renuncio a embriagarme de primavera, cuando “las flores azules del romero mañana serán miel”. En este insólito año, mayo ha relumbrado como acostumbra, preconizando los últimos días vernales con sensual fiereza. El amanecer, bruñido, anuncia más días de sol y calor. En los balcones, y enganchadas a ellos con zarcillos, derraman su verde caudal las trepadoras, abstraídas formando cascadas voluptuosas con las que ataviar el paisaje de quienes caminando pasean. Y en los campos, para quien disfrute la ocasión de verlos, sobre los malvas de los cardos florecidos y los prados de caléndulas que el fin del estiaje ha convertido en vergel asilvestrado, danzan como nunca los mirlos con la última luz del día. Es el embrujo del cielo azul, suavemente deslizado de nubes, que se perpetúa en el brillo nacarado de la luna, altanera, alzándose sobre el grillar de los bichos jubilosos que parecen rondarla vindicando una canción de amor.
Es todo tan bello, tan plácido, que parece mentira que este limpio retrato de primavera, de tan grata emoción que reverdece el alma, muy pronto fenezca. Porque es todo el verano, con sus caniculares angustias, lo que aún falta para el otoño, ese que algunos presagian como un nuevo desfile dantesco de mortandad y lamento. Pero si sucede, que posiblemente no suceda (o tal vez sí, quién sabe, yo ya no me aventuro siquiera a opinar), lo que no nos podrán borrar es el estío, pesaroso, cálido, aplanador impenitente sin necesidad de decretar confinamientos. Llegaremos al lúbrico verano ahítos de miedo y paseos, sin capacidad para contemplar lo que se extienda más adelante porque, de repente, más allá del otoño no habrá nada.
Pienso que este hartazgo profiláctico en que nos han zambullido, de manos limpias y corazones contraídos, de parejas enamoradas a quienes solo es permitido contagiarse bajo techo, o la procesión incesante de mascarillas de ida y vuelta, por no hablar de los guantes azules como los cielos de mayo, se irá relajando. Es normal que lo haga. Relajar no significa obviar. La (re)presión policial en tiempos de libertades, aun vigiladas, cuando no sustituidas por otros asuntos de difícil explicación, son como las tormentas: reprimen mientras duran, pero no mitigan los anhelos.
Yo así lo pienso: ha de prevalecer lo que reste de primavera, convaleciente, y en latencia quedar el estío, pero no los miedos ni las muertes, ni el desconsuelo o la incomodidad de un tiempo finito, terrible, que en lo nuestro hemos padecido.

viernes, 22 de mayo de 2020

Notables medallas

Si no fuera porque no tiene maldita la gracia, diría que estamos divertidos. Nuestro presidente, campeón mundial en invenciones, se cuelga un notable y una medalla por impedir 300.000 muertes en España (las mismas que llevamos en todo el mundo). Todo ello mientras se ríe de Bildu, de los naranjas y hasta del ujier que pasa por allí por servirle agua. Como miente mucho, habrá que tomar por cierto lo contrario de lo que afirma. Verán cómo en unas semanas el CIS publica una encuesta asignándole un 7,5 por su gestión: para eso está ahora el CIS, para crearle argumentario. Y lo de Bildu… bien está que salgan burlados en lo de imponer la política laboral, pero no hay que fiarse porque el Congreso se expande por los extremos y estos tienen un aliado estupendo en el señor a quien horrorizan los escraches perpetrados contra él, que no los por él perpetrados.
Con lo de los escraches también da la risa y sin ninguna gracia. Las dos Españas están más enardecidas que nunca: mal asunto. Se observa cuando un súbdito y tocayo del vicetodo justifica los escraches por la izquierda en la humildad y sencillez de sus activistas. O en lo de uno que, sin pintar ya nada, vocifera que sin Madrid cuán pocos muertos habría en España. O cuando un ministro, menor, pero ministro (aunque hay tantos que poco importa serlo), arrea en el Congreso contra los empresarios del turismo. De verdad, en qué monumental idiotez peligrosa se está convirtiendo la política. No puede sorprender que en la calle solo haya caceroladas y cuchufleteros.
No hay inteligencia. Tampoco al otro lado, desde donde sube al estrado un señor que está ahí porque no tiene cosa mejor que hacer. Su discurso es hueco, como el máster que le regalaron para ser alguien. Supongo que no se entera porque ni siquiera sabe a qué juega su partido, pero habla (muy mal, por cierto) porque es el que está ahí, aunque no sepa ganarle una sola mano al tahúr de enfrente. Los restantes, algunos con aposturas barriobajeras, van de relleno. Incluso los peneuvistas, que no necesitan convencer para vencer siempre y llevarse las ganancias bajo el brazo: qué bien les sienta a los nacionalistas que solo haya bufones en la Corte. Los del partido naranja, a quienes el CIS acaba de bendecir (ay, pobres), ya tienen su minuto de gloria previa al infarto político. Algunos a eso lo llaman el centro: permitir que la gente siga contenida en casa meses después de periclitar el motivo del encierro, mientras un autócrata impone sus desvelos, ficciones y torpezas.

viernes, 15 de mayo de 2020

Ignominiosas mentiras

El virus no está dando paso a una desescalada de la bronca política ni de sus ideologías más perniciosas. Asistimos, en mi caso con cierta perplejidad, a un asentimiento silencioso con la actuación del Gobierno frente a las caceroladas de quienes expresan su malestar con una situación que, gestionada con solvencia, nunca debió degenerar en lo que estamos padeciendo. Nos zarandean, nos hurtan libertades y derechos, con la arbitrariedad que concede la continua improvisación y, ¿aún quieren que callemos? Ya lo advirtieron, que debía combatirse el virus.
Y qué lástima, por favor, lo único que recibimos a cambio son un puñado cada vez mayor de mentiras. Desde lo de "los españoles necesitamos un Gobierno que no nos mienta", dicho por Rubalcaba cuando el infausto 11M, para ignominia eterna del último gabinete de Aznar, las mentiras han sido recurrentes en todos los gobiernos. Mintió Zapatero al negar la crisis, mintió Rajoy con todo el asunto de su tesorero, y miente Sánchez cada vez que abre la boca para hablar del coronavirus. ¿De verdad merecemos esto?
Hay mentiras políticas: en política solo se dicen mentiras para expresar lo que los demás quieren oír y hacer después lo que a uno le venga en gana. A los únicos a quienes debería espantar ese tipo de mentiras es a los adláteres y votantes de quien las profiere, y está claro que no es algo que espante. Pero otra cuestión son las mentiras que afectan, y de qué manera, a la sociedad en su conjunto. Como hizo Zapatero ante la crisis, Sánchez negó el riesgo de pandemia, mantuvo el 8M, permitió la llegada de aviones procedentes de zonas en cuarentena y tuvo la osadía de afirmar que apenas se producirían contagios en España pese a la información de la OMS que se hallaba encima de su mesa a finales de enero.
Evitaré contar el resto. Todos lo sabemos. A quienes horroriza un Gobierno capaz de mentir con todo descaro lo mismo a ciudadanos que a otros gobiernos, a la UE o a la OMS, nos espanta aún más pensar de lo que son capaces con tal de mantener al viento el estandarte de su demagógico marketing político. Este ejercicio continuado, casi patológico (o sin casi) de la mentira, en aras de inculcar una determinada propaganda, tan evidente que ha sido puesto de manifiesto por organismos de todo tipo, no hay que denunciarlo porque constituya un oprobio insoportable para quien profesa tal aborrecimiento de la verdad. Hay que denunciarlo porque ha costado muchas más de las 26.000 vidas oficiales y la ruina inmediata de todo el país.

viernes, 8 de mayo de 2020

NiN-NiN

"Claramente, las reglas de distanciamiento social están ahí para todos. Son muy importantes porque constituyen la forma en que lograremos controlar el virus”. Esta cita pudo haberla formulado hace una semana el dimitido director de emergencias de Osakidetza, pero pertenece a Neil Ferguson, catedrático de Imperial College y uno de los asesores científicos de Boris Johnson que propuso la estrategia de reclusión en el hogar en el Reino Unido, y que se la saltó por ir a ver a su amante. Haz lo que yo diga, no lo que yo haga. Será que la “vieja normalidad” que ha reclamado Rafa Nadal es atractiva hasta para quienes abogan por la NiNi (ni nueva, ni normal). Y gracias que no nos mantienen bajo arresto hasta que al coronavirus le dé por morir de asco. Aunque nunca se sabe.
Algunos pensadores se preguntan cómo podemos ser los europeos tan obedientes cuando nos retiran las libertades individuales. En Francia, muchos ciudadanos africanos se siguen reuniendo en la calle para hacer negocios y barbacoas (buen gatuperio) pese a las restricciones, y cuando acude la policía a disolver el jaleo se indignan y acaban a pedradas con las fuerzas del orden. Imagino que hay que ser muy africano (pobre, huido, desterrado) para defender con saña la libertad que por poco cuesta la vida alcanzar. El resto de nosotros agachamos la cabeza y, todo lo más, decimos “asco de gobierno”.
Por llegar (el porco Gobierno) tarde a prevenir la peste anunciada, nos castigan a todos: unos a morir, los demás a la ruina. De la emergencia para descongestionar UCIs a la emergencia para vaya usted a saber qué. Yo ya no tengo ni idea. Otros lugares se han resistido al estado de alarma y les ha ido mejor que a nosotros, que llevamos dos meses encerrados. Y si decretan otros dos más, pues como silencio de corderos, aunque se vaya todo al carajo. Obedientes hasta en la cama, que decía Jarcha. Hasta la miseria, diría yo.
Si usted no sabe comportarse precavidamente al salir a la calle, métase en un agujero y déjenos a los demás sanos. Y si los gobiernos (regionales o nacionales) no saben gestionar mejor que hasta ahora, empezando por proteger a los sanitarios, que se vayan a tomar viento fresco ellos y su miedo. Porque tienen pánico a un virus que les ha descubierto todas sus inepcias, pero no parece que nos teman a nosotros, que deberíamos estar a toda máquina tratando de devolver las cosas a su sitio y, en cambio, nos mandan al paro. ¡Qué NN ni qué ocho cuartos! Esto va de estar cada uno en su sitio, no en casa.


viernes, 1 de mayo de 2020

Prisioneros sin romance

Por el mes era de mayo, pero aún no hace calor. Los pajarillos arrancan a trinar cada día un poco antes, unos con otros y sin importarles el tráfico, que empieza a ser más frecuente. El jolgorio de las aves porta una sonoridad de enorme blandura. Solo por esta razón deberían construir los vehículos sin neumáticos estridulantes.
Ya pronto podremos pasear. Algunos de nuevo observaremos, mas esta vez sí advertiremos, que a la naturaleza le importa un comino nuestra angustiosa reclusión antropogénica. Son felices el grillo que grilla y las flores silenciarias. En cambio, nosotros, que no entendemos la vida sino en perpetua aflicción (maldito dinero), arrastramos tribulanzas, una tras otra, hasta el final, que es el morir. Tal vez por eso nos amarga tanto saber que los mayores han estado pereciendo en soledad, encarcelados. Al cabo de una vida de amor y de cariño, ni el sollozo de los seres queridos han sentido en el momento más íntimo. A decir verdad, solos y recluidos ya estaban, mas nada impedía la compañía de los suyos. Queriendo protegerles, hemos asestado la más desgarradora herida. Esta primavera arrastra un silencio que jamás pudo mejor calificarse como sepulcral.
Pese al agobio, esa molesta desazón que nos tribula este virus para quienes seguimos con vida, mantengo la convicción de que todo lo que se está desplomando podrá ser revertido y que apareceremos en ese desconfinado futuro con las enseñanzas bien aprendidas. Quiero seguir aparentando optimismo: pesimista ya es mi monedero. Por cierto. Cómo detesto el oxímoron de la normalidad nueva: si es nueva, no es la conocida ni la acostumbrada, y entonces, ¿a dónde carajo volveremos? La misma vida será, de ricos y pobres, de holganzas y apreturas, de oportunidades para los de siempre y sangría para todos los demás. Como siempre ha sido. En la India mueren veinte veces más tuberculosos que infectados de coronavirus en el mundo. ¿No vamos a poder con un patógeno tan diminuto y graso una vez repuestos del sobresalto? No teman por la economía: siempre habrá pobres paupérrimos de cuya penuria podamos los demás extraer siquiera una pizca de riqueza o ensayar en sus cuerpos míseros las salvíficas vacunas para nuestra inhumana especie, cosa que ya sucede. En todo lo demás, es una estricta cuestión de persistir en olvidarlos durante más tiempo.
Sigue siendo por mayo, aunque cueste creerlo. Pían los ruiseñores al albor. Y yo, triste mezquino, continúo en esta prisión, que ni sé cuándo es de día, ni cuándo las noches son.