jueves, 28 de mayo de 2009

Remake con tetas



En la película “Psicosis”, del maestro Hitchcock, Norman Bates mataba a diestro y siniestro creyendo ser su propia madre. En la insensata “Psicosis 2”, Norman Bates está igual de loco y sigue creyendo ser su propia madre. Y entonces uno se pregunta, ¿para qué demonios hacen en el cine eso que se llaman secuelas?
Yo se lo voy a preguntar a la difícilmente definible Bibiana Aído, inefable ministra de esa cosa de la igualdad. Y lo haré porque, al cabo de siete días de mi última columna, algo que ha dicho ella, con esa frivolidad impropia de quien se sienta en el Consejo de Ministros, me suscita una nueva reflexión que acaso a usted, lector, le interese conocer. Sea, pues, este análisis una suerte de secuela del anterior, aunque confío en dotarle de enjundia, no como en el cine.
Lo primero. No sé qué pensarán ustedes, y me gustaría saberlo, pero siendo uno ministro de algo, lo de decir en público expresiones como “ponerse tetas” revela un desatino profundo, incapacidad de expresión y carencias importantes en el pensamiento. Para qué insistir. Ya lo dije la semana anterior. Esta chica parece un camionero. Y lo segundo, y más importante. Si la cuestión es enfatizar en la capacidad de una adolescente para interrumpir o no su embarazo, dígase claramente: “queremos que el aborto sea un acto decisorio equiparable a otras decisiones personales”. Pero esta ministra no sabe decir las cosas con claridad. Y como no sabe, ni le da la gana crecer en dialéctica, busca subterfugios para demostrar que sus análisis y planteamientos son de primera consideración. Y no teniendo suficientes argumentaciones en su cabeza, suelta la primera bobada que se le viene a las meninges.
A quién se le ocurre establecer una comparación tan espuria entre una mejora estética y la interrupción de una vida en curso. Con independencia de la boutade que es, revela un absoluto desdén por quienes no opinan de igual manera. Y éste es un tema asaz delicado, de esos que conviene tratarse con mucho respeto hacia las sensibilidades opuestas.
Una cosa es legislar para dotar a las leyes de instrumentos que se consideren necesarios, y otra muy diferente despreciar la opinión de los ciudadanos, sean mayoría o minoría. Los ciudadanos podremos estar en desacuerdo con lo que se legisla, pero acatamos la voluntad de la mayoría. A cambio, esperamos que la respuesta a ese acatamiento no sea la frivolidad de pensar en tetas cuando de lo que se habla es de un embarazo.

jueves, 21 de mayo de 2009

Piratas sin caribe



¿Sabe usted lo que es un AK-47? Yo lo ignoraba hasta este asunto de los piratas somalíes. Se trata del célebre fusil de asalto Kalashnikov. Se fabrica en una docena de países y hay, de manera ilegal, más de 80 millones de estas armas en el mundo. Oxfam las ha bautizado como la máquina de matar preferida en todo el planeta. Es muy barata: hay quienes las adquieren por 30 dólares.
Los piratas que secuestran el Alakrana usan AK-47. Y armas lanzagranadas. Y antiaéreos. Y lanchas rápidas. Hace años eran pescadores. Comenzaron su actividad corsaria con el objetivo de expulsar a las empresas occidentales que, más que pescar, saqueaban sus aguas aprovechando el vacío de poder en el gobierno somalí. Hoy, al rebufo del dinero, aquellos pescadores se han convertido en terroristas sin escrúpulos que asaltan barcos indefensos para cobrar rescates suculentos. En un país donde hace ya más de dos décadas que impera el hambre y la guerra, sin infraestructuras, en perpetuo conflicto y bajo la negruzca sombra de la muerte, no puede extrañar que una parte de la población recurra al terror con objeto de lucrarse.
Los AK-47 no los fabrican los piratas. Tampoco los lanzagranadas. Alguien se los vende. En las guerras, y la piratería del Golfo de Adén no es sino consecuencia directa de la guerra, matan y mueren los de siempre, pero se enriquece alguien del mundo civilizado. Nosotros, los países desarrollados, permitimos tácitamente que el hambre y la guerra devasten no solamente países, sino continentes enteros. Y lo permitimos porque nos interesa. Eso sí. Alzamos la voz cuando, de tanto en cuando, algún informativo de la tele alerta sobre lo que pasa por ahí fuera. Con eso aliviamos la cochina neura burguesa que nos susurra desde lo más oscuro de las meninges, y luego se lo contamos a lo demás con el móvil o el laptop, esas miniaturas que disfrutamos porque en el Congo hay una guerra donde muere gente a espuertas, como si aquello fuese la Segunda Guerra Mundial, pero en negro.
Me asusta, en sentido social, que todos los problemas geoestratégicos del mundo provengan siempre de la misma cesta: el de nuestro opulento e imparable desarrollo. Nos conviene que la gente muera en silencio, así sus voces no disturban la retransmisión del partido de liga de los domingos. Pero, ¡ay!, cuando sus voces paupérrimas se tornan violentas y crueles, entonces sí que volvemos la mirada para preguntar, estupefactos, qué demonios es lo que está pasando.

jueves, 14 de mayo de 2009

La situación a debate


Tocaba esta semana uno de esos duelos con que anualmente nos obsequian nuestros políticos. A decir verdad, y ha de serlo por cuanto tantos han dicho esto mismo en repetidas ocasiones, no se debatía sobre cómo están las cosas en España. Los políticos debatían sobre sí mismos. Es lo más triste, y aquello que demuestra hasta qué punto la iniciativa política de este siglo XXI está varada en el partidismo.
No voy a entrar en consideraciones sobre vencedores o vencidos. Sobre propuestas y críticas. No me apetece. Lo único que concluyo de ello es que España se tambalea y a poco que nos descuidamos se cae, colapsada, al suelo de los infiernos. Para mí, el estado del Estado es justamente ése: crítico. Y si lo es, acaso debamos encontrar la causa en nuestra predisposición social a ser considerados muy ricos. Sin serlo, incluso. No hace muchos días leía en un diario económico que los españoles trabajamos una tercera parte del año para cubrir los gastos del gobierno, las autonomías, los ayuntamientos y la seguridad social. Y no sé usted, pero yo encuentro muchísimo dispendio en las administraciones públicas. Sin ir más lejos, contamos en nuestro país con un puñado de Ministerios cuya función aún no me explico. Y qué decir tiene de las burocracias imperantes, y crecientes, de autonomías y concejos.
Además, me parece obvio que esta crisis no la va a resolver Patxi López en Euskadi, ni Zapatero en España, ni Trichet en Europa. Es algo tan global, tan pandémico, que nadie sabe ya qué hacer para resolverla. Cada vez estoy más convencido de que su origen reside en la voracidad de nuestra sociedad avanzada, que consume los recursos de la Tierra sin atender a nada más que al dinero que va a obtener con lo que de ellos se obtenga. Que solo por esta razón hay hambrunas eternas en muchos países del mundo, y enfermedades y pobreza que jamás se resolverán, y devastaciones y guerras, y trabajadores oprimidos, y niños explotados para que yo disponga en pocos meses de un nuevo MP4. ¿Es éste el mundo en el que deseamos vivir?
Me admira que en ese debate parlamentario nadie haya sido capaz de mirar un poco en derredor. Desconfío de las nuevas medidas tanto como compruebo que las ya implantadas no han servido absolutamente para nada. Esta situación necesita de una urgente entonación de mea culpa, sin ambages, y que nuestros líderes aúnen esfuerzos en pos de un mejor futuro. Cosa que no van a hacer. Y ésa, y no otra, es la situación a debatir.

jueves, 7 de mayo de 2009

El progreso


Un vuelo de Iberia, excesivamente retrasado, ha de devolverme en una hora al Mundo Viejo del que partí hace ya muchos días. Desde este aeropuerto internacional de Santiago de Chile, escribo apurado esta columna mientras reflexiono en la importancia que cobran los viajes para el ciudadano de hoy. También para el de ayer, y para el de mañana, pero centrémonos en nuestro presente.
A usted, lector, acaso le guste también viajar, y ver sitios y lugares. Muchos a eso lo llaman hacer turismo. Y recopilan parajes y ciudades y países del mundo como si se coleccionasen los minutos que se van viviendo. Viajar, a lo mejor, es otra cosa. Acaso descubrir con asombro que, tan iguales como somos los seres humanos, la belleza de nuestras usanzas es siempre distinta. Yo he visto, en este viaje austral, cordilleras imponentes, y volcanes humeantes. He sorteado lagos y hielos, descubierto valles fecundos y aromas de cepas y frutos. Pero lo más importante que he visto, es una sociedad educada y amable que me ha recordado enormemente la sociedad de la que me hablaban mis mayores, cuando me educaban para la vida.
No recuerdo cuándo fue la última vez que, en el metro de Madrid o Barcelona, viese a un joven ceder su asiento a un anciano, a una embarazada, a una mujer cargada con bolsas. Tampoco recuerdo la última vez que transité por una calle poco iluminada, de noche, con sensación de sosiego y sin alarma alguna. Ni siquiera recuerdo cómo era mi vida cuando en ella poblaban las cosas sencillas que me enseñaron a amar. Porque yo ahora solamente recuerdo mal civismo por doquier, temor ante la noche, y una complejidad tecnológica y lujosa que nos vuelve a todos individualistas hasta la náusea.
Yo quería comprobar, una vez más, que nuestros países y regiones septentrionales han sabido conservar su legado social, moral, cultural y ético. Pero cuanto más ahondo en las tierras lejanas de estos países que nosotros creemos menos desarrollados que el nuestro, más vergonzosamente compruebo que vivo envuelto en el ruido de una hedonista incultura.
No puedo cambiar nada, ni lo pretendo siquiera. A mis amigos les he hablado desde estas tierras del Sur, diciéndoles que estaba recorriendo el paraíso. Pero no por sus hermosas estampas, que las hay, y en muy abundante número, sino por la sencillez y educación de unas gentes que han recordado lo que una vez fuimos nosotros, y que tan estúpidamente hemos ido perdiendo en aras de eso que denominamos el progreso.