Voy a hablar sobre el “Manifiesto por
la lengua común” promovido por algunos intelectuales. Vaya por delante que me
parece un despropósito que existan normas autonómicas en contra de principios
fundamentales como son la libertad de enseñanza, el derecho al trabajo y la
igualdad. Pero de ahí a considerar que el castellano está en peligro, media un
largo trecho por el que no me apetece transitar.
A usted le puede parecer que ninguno de los principios
arriba expuestos se conculca actualmente. Aun así, entiendo que es tiempo ya
para debatir sin agobios sobre el estado del bilingüismo, la diglosia y las
políticas inmersivas en España. Al menos para explicarme, a mí y a tantos
otros, por qué ha de sancionarse a quien desea utilizar, en ciertas comunidades
autónomas, solamente el español para desenvolverse en los negocios, la
administración pública, la justicia o la escuela. Y hasta aquí el debate que
habría de promoverse: por qué se hace tanto, y de tantas maneras, para
fortalecer el euskera, el gallego o el catalán, en detrimento del castellano.
Quizá sea de un problema de desconfianza. En este caso desconfianza hacia la lengua
común, por temor a que ésta dificulte la utilización de la respectiva lengua
privativa. A mi entender, quienes así piensan, olvidan que fue nuestro sistema
democrático, esto es, la propia lengua castellana, quien dispuso de medios y
herramientas políticas suficientes para que las distintas lenguas españolas se extendiesen
y se hiciesen grandes y fuertes. Fue España quien hizo del euskera, el catalán
o el gallego, un patrimonio cultural de y para todos los españoles. Y como
valiosísima parte de este patrimonio es como conviene entender este mensaje.
Los gobiernos autonómicos andan enfrascados
desde hace tiempo en la creación de fronteras interiores mediante el uso
impositivo de su propia lengua. No advierten que esta estrategia, ejecutada
desde los boletines oficiales, conlleva al debilitamiento del sistema
constitucional que les hizo a ellos mismos fuertes. Parece un pecado querer
garantizar y consagrar la oficialidad de dos lenguas en perfecta igualdad una
de la otra. Quizá sea un asunto para la ministra Aído. Y, sin embargo, pese a
todo lo que he expuesto, no creo que el célebre manifiesto, del que tanto se
habla, tenga sentido. Dice cosas sensatas, desde luego. Pero fracasa en su
intención. No pretende sino suscitar una sensación de alarma política, única y
exclusivamente. En verdad, es ese mismo contenido político lo que desvía su
interés de un mejunje mucho más sustancioso en este debate tan arduo: si un
gobierno autonómico pone trabas a un ciudadano que desea usar únicamente una lengua
cooficial, no está atentando contra la lengua. Atenta contra los derechos
civiles de ese ciudadano.