viernes, 26 de agosto de 2011

Vuelta atrás

Cuando yo era adolescente, y aquello no sucedió hace tanto tiempo, no había agua corriente en las casas de mi pueblo de las Arribes del Duero. Las calles tenían arena, piedras, tierra y excrementos animales. Los campos eran como un puzle enrevesado de tierruchas no más grandes que el salón de una casa. La gente segaba a mano o con una maquinilla que hacía de la mies manojos con aburrida precisión. En la era se trillaban las parvas y los rastrojos de la Hoja eran aprovechados al final de la cosecha por todo el pueblo a partes iguales. Ya entonces aparecían casas abandonadas en las calles del pueblo, pero aún se podía echar charlas improvisadas en cualquier rincón porque el pueblo se encontraba aún poblado de vida y trajines. No como ahora, que los vecinos han ido desapareciendo conforme el tiempo se los ha ido llevando y los trajines fueron modificados por la modernidad parcelaria, repleta de eficiente indolencia. Los que emigraron entonces vuelven ahora a casas nuevas y cómodas, levantadas casi siempre sin respeto alguno a la arquitectura que durante siglos aquí ha prevalecido.

Entonces la carencia más absoluta era la bañera o la ducha. Nos lavábamos como mejor podíamos en un barreño de agua calentada al fuego o en el pilón de lavar junto a algún pozo de gélidas aguas. Pero, mirado en retrospectiva, ahora pienso que, aunque entonces no lo supiéramos, lo que faltaba más era la intercomunicación. ¿Cómo podíamos vivir sin teléfono, sin móvil, sin aplicaciones, sin Internet, sin redes sociales ni whatsapps, sin cien televisiones las veinticuatro horas al día? 

Las tremendas tormentas del pasado domingo dejaron a esta zona de las Arribes sin telefonía y sin televisión durante dos días. Ya saben que a mí lo de la televisión ni fu ni fa, pero oiga: en lo relativo al móvil (ya de por sí escaso aquí) e Internet (ya de por sí fragilísimo), como si nos hubiesen asolado los hunos. Qué horrible sensación el verme privado de la rayita de la antena del móvil. Y sin embargo, conforme avanzaron las horas y Telefónica insistía en no resolver el problema, fue volviendo a mí el recuerdo de una vida que creía olvidada por completo y en ese recuerdo logré rescatar de lo más profundo de mi ser las innumerables circunstancias de una vida que siempre he sentido como feliz, plena, amplia y dichosa.  

Nada de todo ello volverá, salvo ocasionalmente porque medie una tormenta. Las fragancias y aromas del pasado se pierden irremediablemente en los cimientos profundos de nuestro presente.


viernes, 19 de agosto de 2011

Los antiJMJ

Está el Papa por tierras españolas, y hasta su presencia han venido gentes de todos los rincones del mundo. La Iglesia, siempre tan vituperada, tan denostada, tan rechazada y criticada, convoca con éxito a las almas que viven alrededor de los cuatro mares. Su mensaje continúa calando hondo en los creyentes, aunque en esta Europa decadente, egoísta y mediocre, su vigencia y prevalencia esté en franco retroceso.

Las críticas más duras y desabridas que he escuchado contra la Iglesia hablan siempre de riquezas acumuladas, de curas pedófilos, de sotanas ariscas y de monjas clausuradas. Ni una palabra sobre el descomunal (por vasto) imperio de sus misiones, ni una sola línea sobre la labor ingrata, sacrificada y desinteresada de quienes llegan hasta los confines más problemáticos del mundo mucho antes que cualquier ONG. Se critica a la Iglesia su presencia entre nosotros, pero se enmudecen (o distorsionan) las palabras ante la ingente labor de ayuda (primero) y evangelización (después).

En España, contra la JMJ se han organizado unos pocos, convocando manifestaciones, proclamando su anticlericalismo con la connivencia de los medios de comunicación, quienes han otorgado una portavocía descomunal a estos movimientos irrisorios, mínimos, extremistas y agrios. Algunos, muchos, se declaran ateos, y en el ateísmo encuentran los fundamentos para la batalla. No han de ser más ateos que los demás, o que yo mismo, que en esto de no creer en Dios hay escasa cardinalidad. Pero sí son más fanáticos, más egocéntricos y mucho más intolerantes: no importa que hablen de libertad, de igualdades y de un nuevo sistema. El suyo está poblado de demagogia, de intransigencia y de una reflexividad tan manida y tan común que casi hastío produce tener que enfrentarse a ella con la dialéctica.

Siempre las mismas voces, y las mismas palabras. Los anti Dios, anti Iglesia, anti sistema y anti todo. Los que con gusto trazarían rayas negras para separar su racionalidad de lo demás. Los que convocan a la Historia a su antojo y en sus páginas encuentran siempre razones últimas para justificar la segregación religiosa. Entre aconfesionales y laicistas, anticlericales y anticuras, estamos apañados los ateos que contemplamos nuestra no-fe con idéntico respeto a la fe más apasionada, y nos maravillamos de que aún hoy en día haya gentes que lo dejen todo para ir a echar una mano a quienes mueren a mansalva sin que los demás movamos un dedo para impedirlo.


viernes, 12 de agosto de 2011

Violencia

Premonitoriamente lo escribí hace dos semanas, al hilo de la crisis: “Pienso que todo esto acabará en mucha violencia”. Y la violencia emergió finalmente. En el país más conservador y de tradiciones más religiosas y diplomáticas de toda Europa. El más aislado geográficamente, y el más diverso. 

Dicen los analistas que la violencia en el Reino Unido no tiene su origen en los malestares económicos que nos zozobran (por no decir que nos tienen otra cosa, malsonante y testicular). El primer ministro británico ha responsabilizado directamente a la falta de valores de la sociedad actual, a la deficiente educación, a la ausencia de moral. Oímos hablar de turbas de veinteañeros (y menores) dedicadas al pillaje de lo que, no pudiendo comprar, se llevan por las buenas o por las muy malas. Este vandalismo convierte al anónimo en poderoso, arroga a cualquier mindundi la capacidad colectiva de combatir a las fuerzas del orden cual gánster matón. Oímos hablar de saqueos extendidos y una violencia desatada, reprimida con dureza y hacia la que se pide aún mayor contundencia. ¿Y tras ello qué hay, aparte de delincuencia? ¿Se trata de una reivindicación? Los sociólogos opinan que no. Y yo tampoco. Todo está relacionado con la sociedad consumista en que vivimos. Poco importa la muerte del joven negro por un policía de gatillo fácil: eso fue una excusa, lo que detonó esta riada inmensa de altercados y destrucción dirigida hacia el corazón mismo de nuestra sociedad: la convivencia pacífica.

Una semana hablo de violencia económica, de ese ángel de la muerte que asola el planeta buscando víctimas ofrecidas en sacrificio por quienes han gastado a manos llenas y sin mesura. Otra semana toca hacerlo de barricadas, de miles de detenidos y de llamadas a los valores cívicos en los que nadie cree ya, mucho menos quienes tales llamamientos proclaman con desvergüenza. No hace tanto debatíamos sobre las revueltas árabes, que parecen ya asunto de otra galaxia, pese a su vital importancia, donde la gente sigue muriendo bajo la opresión de una estructura civil injusta. Y como siempre, están las guerras abiertas que se comen el mundo a pedazos. Y las hambrunas asoladoras que matan despiadadamente porque preferimos entregar el dinero a los bancos antes que salvar una vida humana (las vidas humanas no devuelven intereses). 

No sé lo que pensarán ustedes, pero yo creo que estamos siendo visitados por los jinetes del Apocalipsis, y no nos damos cuenta de ello.


viernes, 5 de agosto de 2011

La venda

Voy a taparme los ojos con una venda. No quiero ver nada. No quiero mirar nada. Quiero que me llene agosto de su dulce calor, de su reposo tranquilo, de sus nubes de estío y su sol menguante, de su silencio de campo y su aire festivo. No quiero echar la mirada a los mercados, no quiero advertir la impotencia gubernamental, no quiero en modo alguno abrir mi alma a la angustia del futuro catastrófico que se avecina. Me da lo mismo si, estando en un paseo o en una terraza, salta la alarma de la intervención de España. Casi me da igual que nos lo quiten todo ya, que nada funcione: me veo a mí mismo como el último de una clase (la trabajadora) que no entiende a las elites que dirigen el país, no entiende cómo funciona el mundo, no entiendo por qué se ha llegado hasta donde estamos, por qué nadie nos explicó cómo se estaba funcionando realmente.

Alguno habrá que piense que soy un hipócrita, que cierro los ojos a los problemas, que escondo la energía que justamente ahora habría de aflorar. No es cierto. Dejo los ojos abiertos al sufrimiento de los ciudadanos, a quienes desesperan en el paro o en la miseria que no cesa, que no se acaba. Para ellos, que me han antecedido, a quienes posiblemente deba unirme en algún momento (aunque ojalá no suceda: ¡necesito de algún modo mantener la esperanza!), tendré mis ojos y mis brazos y mis puertas abiertas. Pero a ese torrente de noticias desesperanzadoras, angustiosas, atemorizantes, no puedo ni debo otorgarles un solo minuto de esta paz vacacional que ya casi me sumerge: acaso sea la última, en mucho tiempo, por eso no he de concederle la palabra en mis oídos. 

Porque si me dejo llevar por la insana curiosidad del momento, para ser testigo minuto a minuto del derrumbe trágico de nuestra forma de vida (tan errada), entonces alzaré mi mano contra los prebostes y mandamases, contra los políticos y quienes nos han llevado a la ruina, gastando lo que no está escrito, endeudándose sin mesura, arruinando este país y su futuro. Y si la alzo, aunque no sea con piedras ni con violencia, sino con palabras, no podré disfrutar de este, acaso último, verano.

Parecerá lamentable y cobarde, pero voy a colocarme una venda en los ojos, de igual modo a como llevo tapándome el hedor que siento por la calle con un trapo perfumado de honradez y silenciando mis oídos con algodones donde solamente suena el aire y el oleaje del mar cuando atardece. No quiero mirar más. No quiero saber más. No puedo más.