Uno es pueblo español sin necesidad de convertirse en ello, aunque en
algunas partes, como Euskadi o Catalunya, esté mal considerado: igual que hay
dictaduras que nunca se olvidan, hay mentiras que nunca se corrigen. Los sesgos
nunca se encuentran en solo una de las dos orillas.
Primera impresión: estamos unidos en la crisis que nos azota. Unos y
otros. Ninguno queremos el desastre. Todos queremos dar con la solución a los
problemas emergidos desde el abismo. Algunas veces nos vence la pesadumbre,
otras el desaliento. Pero frente a la desesperanza, un orgullo cierto, malherido,
de muchos siglos atrás, colapsado en este presente esquivo, nos recuerda aún
que somos Historia, parte fundamental de ella aun sin quererlo.
Segunda impresión: sabemos lo que hay que hacer para acabar con
semejante despropósito. De una manera u otra, lo sabemos. Pero nuestros
representantes se empeñan en trazar líneas con sus propias iniciativas, esas
que comúnmente se encuentran alejadas de los intereses que nos convienen. Y lo
que es peor, nada podemos hacer para impedirlo, pues creemos ciegamente en el
mito de la representación popular, que solo por este motivo acabamos sintiendo
en carne propia que esto de la democracia es, en el fondo, una gran mentira
consentida, formulada desde innumerables vértices, estando nosotros mismos en
uno de ellos. Esta mendacidad asumida ha ido desplazando muchas de las
cualidades que nos caracterizaban, entre otras la del propio orgullo y el
respeto debido, ya que hemos acabado permitiéndolo todo
con tal de que nos dejaran vivir en paz.
Tercera impresión: en el camino hemos aprendido a ser ciegos y egoístas,
a no saber mirar en derredor ni encontrar referencias en otras experiencias, en
otros magines, sólo en los bolsillos ajenos como si estuviésemos disponiendo de
los nuestros propios. Y al hacerlo, creyendo perseguir el bien de la mayoría,
hemos dejado que se hundan en la miseria nuestros propios amigos, desgranados
poco a poco del bien común (que no es sino el de uno mismo con tal de que
coincida con el del prójimo), pasando a engrosar las terribles estadísticas de
la pobreza y la miseria, cada vez más acuciante, la de los 400 euros y nada
más, la de las filas ante Cáritas o le negrura absoluta como destino.
Si al final es cierto que somos un pueblo mendaz, que se reinventa,
quizá lo sea también que tenemos aquello que nos merecemos, por empeñarnos en
ignorar hacia dónde vamos y de dónde provenimos.