viernes, 27 de octubre de 2023

Antisemitismo y antisionismo, siglo XXI

Cuando uno se adentra en el estudio de la Alemania nazi, sorprende sobremanera que en la Europa de aquel tiempo (y de mucho antes) se manifestase un antisemitismo atroz y descarado, y que el estado nazi no fuese ni el primero, ni el único. Si tuviésemos que resumirlo en una sola frase, la única culpabilidad atribuible a los nazis (en el sentido de haber acometido algo que los demás no hicieran igualmente) fue la persecución y exterminio industrial de los judíos, una exacerbada decisión que se precipitó a raíz de la derrota de Hitler en el frente oriental. En muchas ocasiones creemos que la reunión de Wannsee supuso su inicio, pero no es cierto: se trató de una reunión en la que se abordó de manera "administrativa" la deportación de los judíos a los territorios orientales, pero en la que no se decidió que los judíos fuesen eliminados en cámaras de gas a ritmo frenéticamente industrial (de hecho, Reinhard abogó por matarlos de agotamiento construyendo carreteras). Cuando los alemanes concibieron Sorbibor o Trebinka, y descubrieron las magnas posibilidades del envenenamiento por gas, se inició el distanciamiento con las prácticas antisemitas que otras naciones ya practicaban (Rumanía, sin ir más lejos, ya encerraba a los judíos en trenes de transporte de ganado que posteriormente recorrían el país hasta que sus ocupantes morían de sed o de inanición).   

En aquel entonces, culpar a los judíos de todos los males del mundo era una práctica habitual. A este lado y al otro del Atlántico. Pareciera que los horrores del Holocausto hubiesen debido erradicar el antisemitismo de la faz del planeta, pero como sabemos, los árabes respondieron a la creación (justísima) del estado israelita con un odio atroz y furibundo hacia los judíos. De hecho, la Carta Fundacional de Hamás dice explícitamente: "Hay un judío escondido, ve y mátalo". Y esta fuente de odio hay que extenderla al resto del islamismo, y el odio en sí mismo no solo a Israel, sino a todos los aliados de los judíos. ¿Fueron los israelitas los artífices de los asesinatos de Charlie Hebdo, de los atropellamientos en Niza o incluso del 11-S? No. Incluso tras las devastaciones de las torres gemelas, algunos consideraron que los Estados Unidos se lo tenía bien merecido por su expansionismo inperial y su apoyo sin ambages a Israel. Por supuesto, la existencia misma de Israel en una tierra que los árabes creen solo suya (ya ven, el sentimiento regionalista no es exclusivo de etarras y catalanes) siempre ha sido formulada como la causa raíz del problema. El terrorismo internacional tiene sello islámico, esa estúpida creencia en un dios inexistente  que los judíos desarrollaron, san Pablo universalizó y un árabe describió entre sueños. Un mismo dios, tres religiones. Los cataclismos provocados por los cristianos desaparecieron hace siglos. Los provocados por musulmanes fanáticos siguen aún vigentes. 

Políticos de todo el mundo han vuelto a enfatizar en la idea de confeccionar un segundo estado, el Palestino, como solución a un problema tan enquistado y podrido que nadie sabe cómo resolver si no es a bombazo limpio. Lo de Armenia, la guerra civil en Siria o lo que pasa en Yemen, son asuntos menores y ninguno de ellos se percata de que fue en los acuerdos de Oslo del 2000 cuando Arafat rechazó la práctica totalidad de las concesiones a su causa y se negó a firmar el nacimiento de un estado palestino. Y ahí siguen. En lugar de buscar la convivencia, leña al judío aunque perezcan en el intento. El objetivo no es tener nación propia, sino la desaparición de Israel. Veinte años más tarde, los pobrecitos palestinos de Hamas perpetran la matanza de judíos más cruel desde los tiempos del Holocausto. Y como la izquierda se ha vuelto idiota a más no poder, lanza el concepto de judío sionista al caldo del debate interminable. Los judíos ya no son los asesinos de Cristo, o los usureros de antaño, ni siquiera los infrahombres que eran para los nazis. Ahora son sionistas y se dedican a usurpar ilegítimamente algo que no es suyo. 

El antisemitismo de antaño se ha trocado en el antisionismo de hodierno. Pero es todo parte de un mismo humus: el de la intransigencia religiosa y el gusto por ver los sesos del contrario esparcidos por la calle. Provenga de donde provenga, a izquierdas o derechas, de arriba o de abajo, no se está hablando de los derechos civiles de unos y otros, sino de la erradicación del contrario a ultranza. Algo por lo que abogan, silentes, algunos ministros de este Gobierno en funciones, por cierto.


viernes, 20 de octubre de 2023

Hospitales de Gaza, siglo XXI

Ahora que los terroristas islámicos (posiblemente, una de las peores calañas que ha parido este planeta desde hace miles de millones de años) son capaces de recontar cientos de cadáveres de entre los escombros de un hospital de Gaza en cuestión de minutos, siempre con la ayuda inestimable de los medios progresistas, cuyos plumillas, bien repantigados en cómodos sillones de escritorio, otorgan en milésimas de segundo las atrofiadas mentiras terroristas, ahora -digo- es momento de seguir abochornando a ese borreguismo patrio e internacional teñido de puño y rosa que no deja de propagar las bobadas propias y ajenas, para vergüenza de unos pocos y obcecación de otros muchos, con tal de que encajen bien en sus concepciones mentales. Como no encaja que la explosión proviniese de un artefacto disparado desde la propia Gaza. Pero, para entonces, los esputos ya habían sido expectorados. 

Lo cierto es que apenas queda ya prensa alguna, escrita o internetizada, que imponga una praxis de dignidad, seriedad, rigor y alguna tiesura en sus escritos. Si echan un vistazo, da vergüenza comprobar cuánta basura y mediocridad incorporan en sus contenidos, si bien es cierto que aún es más vergonzoso comprobar cómo la basura suele registrar los índices más altos de lectura por parte de los leyentes. Y no me estoy refiriendo solo a esta situación de hodierno en suelo patrio, donde el sentimiento antiisraelita es pieza común en la oratoria de izquierdas, aunque no menos que en otras partes: ahí tienen ustedes a los franceses del tal Mélenchon, encantadísimos con las decapitaciones de bebés judíos, o los afanes antiimperialistas y prohamaístas de la más inútil vicepresidenta del conjunto de vicepresidentas en funciones que no funcionan, y nunca lo han hecho, en el desgobierno de las sancheces continuadas. Y Palestina, o mejor dicho, los palestinos, especialmente los de la franja de Gaza, que se yergue junto a un Egipto que no los quiere ni en pintura, pese a ser árabes (tampoco los dejan entrar en Arabia Saudita, no vayan a creerse), son el aderezo perfecto para la vorágine anticapitalista y antiimperialista de quienes la tienen tomada con Estados Unidos desde que surgió (y eso que es una democracia, lo mismo que Israel). Pero como este conflicto es difícil de entender, de tan incardinado como se encuentra en las proclamas meningíticas de unos y otros, y es tan tumoral e irresoluble, lo mejor sigue siendo agarrarse a él por donde se pueda y usarlo para sacudir estopa a judíos y yanquis, que los árabes y musulmanes, conocido es, son todos seres sufrientes y próvidos, incapaces de mal alguno. 

Por si no lo recuerdan, algo parecido sucedió hace ya muchos meses, demasiados, cuando Rusia quiso invadir Ucrania, desencadenando una guerra en el mismísimo intestino europeo, ante las que los defensores del terrorismo islámico ya exhibieron su cordura pidiendo a los ucranianos que se dejaran matar, así de fácil, para no empeorar las cosas. Defensores que, mire usted por dónde, están en el Gobierno (ahora en funciones) y presumiblemente seguirán en el mismo cuando la situación amnistiada se resuelva en favor del tiranillo de vía estrecha que nos quiere seguir desgobernando.


viernes, 13 de octubre de 2023

Israel, siglo XXI

Estuve en Israel hace ya demasiados años (de repente mi vida ha transcurrido en un pasado cada vez más distante). Coincidí en el avión con la habitualidad más insistente hacia el país de los judíos: varios grupos de gentes (casi todos personas en edad provecta, monjas y curas) que deseaban visitar los “santos lugares”. A mi lado se sentó un sacerdote, con expresión adusta y palabra escasa, a quien parecía molestar darme explicaciones cuando yo solo pretendía ser amable. Le cambió la cara al verme discutir con un asistente de vuelo que respondió a un pasajero (este último de evidentes maneras pueblerinas, que no rurales) empeñado en fumar que dentro del avión estaba prohibido por riesgo de que el aparato volase por los aires, y no del modo para el que fue construido. La admonición tuvo efecto, porque el pasajero no fumó, pero yo no pude sino increpar al azafato: si los aviones estallan a consecuencia de un cigarrillo, ¡qué fácil es cometer terrorismo! Basta encender un pitillo a escondidas. No dudo que lo hiciera con buena intención, pero alarmó a gran parte del pasaje, que parecía no haber tomado un avión en su vida. 

Acudí al aeropuerto de Tel Aviv, a mi regreso de Rehovot (donde el desierto se hace ciencia y conocimiento), con tanto tiempo por delante que una agente de la policía israelí, muy guapa y nada simpática, se detuvo casi con saña a inspeccionar todo mi equipaje. Digo todo porque no dejó nada, ni un mísero artículo por examinar. Allí me tuvo media hora, el aeropuerto estaba aún medio vacío y yo fui el párvulo que quiso pasar con comodidad y tiempo más que suficiente el control de policía. Finalmente me pidió disculpas (ya sonriendo) diciendo que, en Israel, rodeados como estaban de enemigos, debían tomar muchas más precauciones que el resto del mundo para evitar atentados. Debí haberla invitado a una copa: casi me daba pena. Lo mismo me había pasado días atrás con un taxista: un jovenzano que se lamentaba de haber tenido que entregar dos años de su vida al servicio militar. Aunque parezca contradictorio ahora, en Rehovot y el resto de ciudades donde permanecí, palestinos y judíos trabajaban juntos y en armoniosa paz. Ya les he dicho que aquello sucedió hace mucho tiempo. Luego llegaron los políticos y, sobre todo, los miles de árabes con ganas de matar a todo el mundo, y la armonía se convirtió en otra cosa bien diferente.

Mucho tiempo después, los terroristas árabes y musulmanes, los mismos que en nombre del inútil de su Dios -inútil porque es incapaz de deshacerse de semejante caterva de idiotas- degüellan profesores y queman vivos a soldados cautivos, se dedican a lanzar miles de cohetes iraníes sobre Israel, a matar bebés judíos, a violar mujeres judías y a asesinar a cuantos judíos se pongan a tiro. El Holocausto resumido en una jornada del siglo XXI. Y algo de tiempo después, otra plaga de idiotas, que se tildan a sí mismos de progresistas, empezando por el inútil del presidente (inútil porque no sabe hacer nada que no sea para bien de sí mismo) y acabando por los vocingleros con micrófono o columna en prensa, dedican sus ajadas meninges a hacer lo que sea menester por no conceder a Israel ni tan siquiera el consuelo de una lamentación fingida. 

De verdad que en ocasiones cuesta decidir quién es peor.


viernes, 6 de octubre de 2023

Diez años transcurridos

Diez años han pasado desde que ocurriese la irrevocable ausencia de mi padre. (Irrevocable ausencia… No digan que no causa ridiculez leer algo tan afectado y sentencioso. Por qué no decir, llanamente, desde la muerte de mi padre. Cargamos de eufemismos la vida con tal de no encarar su prístina substancia. De nada sirve teñir de conceptualismo un dolor, desgarrador como muy pocos, que jamás desaparece, por mucho que insistamos en que se trata de una ley de vida. Los tecnicismos, como el argot, modifican las cosas hasta desposeerlas de su sustancia. Tendría que ser más pulcro en esto).

Son estos diez años trascurridos una de las pocas razones de desasosiego que invaden mi alma de tanto en cuando: la certeza de la propia muerte. Me preguntaban hace poco si no le tengo miedo. ¿Miedo? Ninguno. Tal vez, lástima: presiento que muy poco podré ya aportar de nuevo, y pocas las esperanzas que conlleve esa ilusión radiante que apremia el espíritu en pos de vivir más y más ampliamente, de forma más interesante, sin reparar en pequeñeces ni dejarse amedrentar por dificultades. Pero, en estos diez años, me he vuelto más cínico y conformista. En demasiadas ocasiones me escucho decir: “bueno, y qué”. El tiempo ha pasado y lo que había de acontecer, ya acaeció. Solo quedan simple hojarasca, un poco de seroja en los flancos del camino, tan frágil y quebradiza que apenas concita otra emoción que el silencio. Solo se vive de joven, cuando la vida es toda ella una aventura, un reto que se adivina interminable, un largo trecho hacia ese espacio ocupado por mayores y ancianos donde las ganas y las pasiones tiempo ha que dieron paso al tedio y la indolencia.

Diez años he seguido caminando en pos de los últimos pasos hollados por mi padre en vida. En ellos he visto crecer a mi hijo hasta convertirse en mozalbete encantador, primero, y cariñoso caballerete, ahora. Cambié mis rutinas, mis labores, casi mi vida entera, y nada de ello cobró importancia alguna realmente. En cambio, sufrí también la pérdida de mi madre, quien abandonó nuestro cariño por reunirse con mi progenitor en los mismos extramuros donde él se había instalado. (Ojalá fuese cierto, y esta poesía resultase cierta, pero mucho me temo que se trata del último fogonazo de belleza con que tratamos de hermosear la existencia). Diez años han sido sin que supiera cuántos diez años me quedan. Ni siquiera esto último tiene tampoco importancia: solo que mi hijo perviva tantos decenios como necesite para contemplar su vida con orgullo.