Lo sé. Lo sé. Hoy (y mañana) todos hablamos del año que
termina y del que está a punto de comenzar. Qué poca originalidad la mía al
decidir escribir esta columna tomando tan convencional suceso como asunto con
el que entretenerles a ustedes en 2.450 caracteres, arriba abajo. Uno de los
motivos de tamaña ausencia de imaginación estriba en la machacona insistencia
con que el año quiere despedirse siempre cada 31 de diciembre. ¿Acaso no sería
absurdo hablar de ello en junio, por ejemplo? Fíjense en derredor: no solo los diarios,
también las emisiones radiofónicas y los programas de la tele se vuelcan en
congregar en sus respectivos espacios todo tipo de palabrería huera, casi siempre
en forma de resúmenes obligados de lo acontecido y de claves imprescindibles para
comprender el porvenir. Hay que resignarse a ello, créanme que yo lo hago.
Admito que hay testarudeces capaces de sacarnos de quicio a
todos. Y así como resulta grato que pase la Nochebuena para que concluyan los
debates sobre el espíritu navideño, lo es aún más que pase el martilleo
inmisericorde de la Nochevieja, con su ristra de enmiendas y buenos propósitos (cuelgan
de año en año hasta formar una cadena imposible de manejar) y las transidas
añoranzas del pasado, que no es sino el tiempo en que fuimos más jóvenes, razón
última por la que nos apetece tanto recordarlo. En definitiva, que en estas fechas
decimos siempre las mismas cosas y así va a continuar sucediendo.
Hay, no obstante, un aspecto que se reitera y que vale la
pena que lo haga, por convencional que parezca. Me refiero al recuerdo de
quienes nos han abandonado, forma eufemística de referirnos a quienes han
muerto. Porque si la Nochebuena tiene su razón en la reunión de las familias,
la Nochevieja lo encuentra en advertir que hay sillas desocupadas. Es
suficiente motivo para que mañana sea 31 de diciembre, con independencia de
carreras urbanas, cotillones, viajes caribeños y trasiegos de esquíes sobre
nieve blanca: porque nosotros sí añadimos uno al conteo de la vida y, con ello,
aumentamos las arrugas del rostro y las experiencias del capazo.
Pongan ustedes el resto en sus reflexiones, si tienen el
gusto de hacerlas, o no pongan nada, si creen que forma parte del
convencionalismo contra el que despotrican con razón o sin ella. Pero de uno u
otro modo, la próxima vez que me dirija a ustedes será un año distinto, y
aunque parezca que nada ha cambiado, en realidad lo cambia todo.
Feliz Año.