viernes, 30 de diciembre de 2016

Mañana es 31

Lo sé. Lo sé. Hoy (y mañana) todos hablamos del año que termina y del que está a punto de comenzar. Qué poca originalidad la mía al decidir escribir esta columna tomando tan convencional suceso como asunto con el que entretenerles a ustedes en 2.450 caracteres, arriba abajo. Uno de los motivos de tamaña ausencia de imaginación estriba en la machacona insistencia con que el año quiere despedirse siempre cada 31 de diciembre. ¿Acaso no sería absurdo hablar de ello en junio, por ejemplo? Fíjense en derredor: no solo los diarios, también las emisiones radiofónicas y los programas de la tele se vuelcan en congregar en sus respectivos espacios todo tipo de palabrería huera, casi siempre en forma de resúmenes obligados de lo acontecido y de claves imprescindibles para comprender el porvenir. Hay que resignarse a ello, créanme que yo lo hago.
Admito que hay testarudeces capaces de sacarnos de quicio a todos. Y así como resulta grato que pase la Nochebuena para que concluyan los debates sobre el espíritu navideño, lo es aún más que pase el martilleo inmisericorde de la Nochevieja, con su ristra de enmiendas y buenos propósitos (cuelgan de año en año hasta formar una cadena imposible de manejar) y las transidas añoranzas del pasado, que no es sino el tiempo en que fuimos más jóvenes, razón última por la que nos apetece tanto recordarlo. En definitiva, que en estas fechas decimos siempre las mismas cosas y así va a continuar sucediendo.
Hay, no obstante, un aspecto que se reitera y que vale la pena que lo haga, por convencional que parezca. Me refiero al recuerdo de quienes nos han abandonado, forma eufemística de referirnos a quienes han muerto. Porque si la Nochebuena tiene su razón en la reunión de las familias, la Nochevieja lo encuentra en advertir que hay sillas desocupadas. Es suficiente motivo para que mañana sea 31 de diciembre, con independencia de carreras urbanas, cotillones, viajes caribeños y trasiegos de esquíes sobre nieve blanca: porque nosotros sí añadimos uno al conteo de la vida y, con ello, aumentamos las arrugas del rostro y las experiencias del capazo.
Pongan ustedes el resto en sus reflexiones, si tienen el gusto de hacerlas, o no pongan nada, si creen que forma parte del convencionalismo contra el que despotrican con razón o sin ella. Pero de uno u otro modo, la próxima vez que me dirija a ustedes será un año distinto, y aunque parezca que nada ha cambiado, en realidad lo cambia todo. 
Feliz Año.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Tiempo de adviento

Adventus Redemptoris. Ya apenas significan nada estas palabras en latín. Lo del Adviento todo lo más recuerda a calendarios con cajitas donde se esconden chuches y regalos. Y convencido estoy, salvo que usted sea de pujante catolicismo dogmático, que la venida del redentor y otras amenidades religiosas le quedan a usted muy lejos, cuando no en las figuritas del Belén. Por cierto, ¿hay alguien que aún coloque la corona y las cuatro velas?
La historia cuenta que, en tiempos protocristianos, el Adviento obligaba al creyente a tres semanas de prácticas penitenciales, posteriormente convertidas en una suerte de cuaresma, la de San Martín. Gregorio Magno, el Papa que construyó el purgatorio y también el célebre canto homónimo, finalmente dejó en cuatro las semanas de espera (aunque en el rito ambrosiano siguen siendo seis). De ese punto llegamos al actual, en el que ha desaparecido todo rastro de escatología (la modernidad no cree en realidades últimas) y el Adviento parece entresacado de una tienda de antigüedades.
No seré yo quien predique ejemplaridad cristiana para este ínterin que ha precedido a la Navidad. Saben que no vivo con tales conceptos, aunque me parezcan sumamente interesantes. Pienso que, como en tantas otras cuestiones, la destitución de lo espiritual no tendría que haber franqueado el paso a un dispendio irracional de sinsentidos. Tantas luces y tantos anuncios y tanto mercantilismo… ¿cómo van a ser minoría quienes se pregunten, año tras año, la razón de tamaña banalidad? Y no me refiero al amigo o familiar que, pertinaz e incansable al desasosiego, con los primeros villancicos espeta lo de “Navidad tendría que ser todo el año”. Pero si hasta los cristianos de pro viven heréticamente estas fiestas…
A mí me apena mucho que pase la Navidad. No puedo evitarlo. Se trata de los pocos momentos que me devuelven a la niñez y al calor de una familia que, lentamente, ha ido abandonándome. Por eso en mi Adviento algo ha ido creciendo dentro hasta convertirse en una absorción inquietante, en remembranzas de tradiciones pretéritas y espiritualidades apostatadas que, por algún motivo, a ratos me parecen lo único correcto.
Las hojas ya están caídas. Hay nieve en los escaparates que no miro. Algo se anuncia. No sé bien qué es. Tal vez cosas de niños. Yo lo he olvidado. Allá suena un trineo con renos. Mi memoria se aleja hasta una familia cantando alrededor del lar en casa de mi abuela... Feliz Nochebuena. Feliz Navidad.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Una niña en el telediario

Se llama Nadia. Probablemente ustedes ya lo sabían, pero yo no. Esta mañana lo comentaba con un colega, periodista sin periódico, tomando café. “Se trata de un culebrón televisivo de esos que enganchan al personal por la sencillez de su planteamiento y el tono trágico de su desarrollo”, me dijo. “Pero, qué ha pasado”, le pregunto, porque su respuesta me deja igual que estaba, es decir, ignorante. “No quieras saberlo, es territorio casposo”, sentencia. Fue ahí cuando decidí empezar a leer algo al respecto.
Y sí, todo muy casposo, hortera, muy cutre. Una niña con una enfermedad de esas extrañísimas (las enfermedades raras son las únicas que aparecen en los telediarios, como las epidemias). Un padre empeñado en hacer “crowdfunding” para encontrar una cura bajo alguna piedra de algún hospital de vaya usted a saber qué lugar del mundo. Pesquisas que delatan la estafa: ese hombre incluso ha declarado que mantuvo a su hija bajo racimos de bombas en alguna cueva de Afganistán (buen lugar para encontrar curanderos, desde luego). Y a partir de ahí, la vergüenza. Las televisiones, que primero hicieron buen negocio con ello, han acabado enarbolando el dedo acusador y dejándolo bien extendido, pues esto de empezar la guerra en un bando y acabar en el otro no parece oprobio para nadie, menos aún para los medios. En fin, una pena.
Por medio han resonado nombres propios de gravedad pesante como son la Nasa, los premios Nobel, Houston y unos cuantos más, tantos que, de leerlos, producen mucha risa, pues en esto se involucraron todos los que pudieron: cantantes, periodistas, famosos y también todo el personal: ahí hubo mucho, mucho Facebook y mucho Twitter y mucha carnaza: ¿cómo puede uno ser tan cruel de no mostrar sensibilidad ante la muerte de una pobre niña que padece una terrible enfermedad de nombre impronunciable? “Tira de cartera. Haz la buena obra del día”. Bendito mundo correcto y pamplinero, envuelto en simplezas y bobadas ensangrentadas: qué bien os engañan todos.
Yo peco de no enterarme de las cosas (me gusta esta ignorancia, cada vez más), pero si usted se vio tentado a rascarse el bolsillo, o directamente se lo rascó, debería plantearse dejar de ver la teletonta no vaya a olvidarse de esto que ha pasado y vuelva a caer con el próximo clamor de los medios. El problema no es ayudar (merece alabanza), el problema es haber perdido la capacidad crítica. Hágaselo mirar, ¿quiere? Y espero que Nadia sea feliz por mucho tiempo. 

viernes, 9 de diciembre de 2016

Las dos efes

Una viñeta me anuncia el peliagudo tema que quiero abordar hoy porque, como ustedes saben, a mí las vicisitudes del balompié me la traen al pairo, que se dice vulgarmente, y no sería la primera ni la decimonovena vez que recibo vituperios por mis opiniones vertidas acerca del deporte rey. Por eso, lejos de aproximarme a los campos de juego, voy a acercarme a lo que pasa fuera de ellos, más concretamente de las conexiones (vergonzantes) entre el fútbol y el fisco.
Miren. Las gentes hacen piña ante los juzgados para lanzar execraciones e insultos a los políticos que entienden que la cosa pública se encuentra a su servicio: “son todos unos ladrones” es la frase más concurrente del griterío patrio apostado ante las puertas de los tribunales. Sin embargo, cuando se trata de los fraudes fiscales de los astros del fútbol, la reconvención del aficionado desaparece y es transformada en aplauso y exhortación. Diríase que estos que dan patadas a millón de euros el balón, no obran como aquellos, estos no roban, solo son víctimas propiciatorias de un sistema fiscal que, como nos sangra a todos por los costados, ellos, ay míseros, ay, infelices, ellos que pueden, hacen cuanto está en sus manos (y en la de sus clubes y representantes) por subvertir tan inicuo sistema y, cuando son atrapados con las manos en la guita (y mucho es el parné que manejan, cualquiera diría que excesivo), el calificativo que merecen no es el de ladrones, sino el de damnificado.
Tócate los… que diría el otro. Tanto deporte rey, tanto espectáculo, tanta pamplina y tanto acudir a los hospitales infantiles a mostrar conmiseración por los niños enfermos, y luego resulta que fuera del campo de juego son mercachifles sin más objetivo que ocultar su hallazgo de la piedra filosofal, esto es, la capacidad de convertir el bruto en neto. Delito de lo más ominoso, por cierto, y seguramente no solo suyo, propio también de quienes, de golpe y porrazo, dejan de preocuparse por el presente y el futuro.
En fin. Héteme aquí en medio de un acueducto y con ataque de cuernos, que diría el cuñado del otro ya mencionado. Ahora díganme que exagero, como siempre, que casi todos son honrados y pagan sus impuestos, cosa que a buen seguro es cierta, pero aplíquese aquello del ciego y Lazarillo y las uvas, y así como entre los políticos nadie denuncia al colega de partido, que siempre han de venir de fuera quienes los sonrojen, también en los campos de fútbol todos callan. O aplauden.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Viajar a La Habana

Se preguntarán qué pinto yo hablando de Fidel Castro: mito de tantos revolucionarios, azote de dictadores caribeños e imperialistas yanquis, héroe del pueblo, conciencia universal de la izquierda, discursista impenitente y comandante. ¿Acaso no aseveré hace pocos días que gusto de procrastinar las noticias de palpitante actualidad en aras de una reflexión más distante y serena? Y bien hallada encuentro la pregunta, porque tengo una sola respuesta que darles.

Hace ya unos cuantos años, pues el tiempo va pasando, tuve ocasión de conocer personalmente, y de compartir mesa y mantel, con uno de los principales arquitectos municipales que alguna vez trabajó en La Habana. Había sido invitado a exponer en un congreso de arquitectura en Alicante. Se trataba de un hombre admirable: entre otros méritos, había diseñado la iluminación de la biconvexa Habana Vieja y atesoraba una ingente calidad humana y cultural. Resultaba muy fácil encariñarse de él. Su ancianidad, plena de frescor y lucidez, y los rasgos inequívocamente cubanos de su dicción y las arrugas de su rostro, le dotaban de una capacidad de entrañamiento inmensa.

En los postres, el viejo arquitecto lloró. Cuando la revolución castrista (había pasado el tiempo) él se posicionó a favor de Fidel y su hermano, mellizo, contra Fidel. El hermano tuvo que huir: se vino a España. Y el venerable arquitecto suspiraba, cuarenta años después, una vez atemperadas las pasiones revolucionarias, por el hermano perdido en el fragor de las diferencias políticas. Además de exponer en aquel congreso en Alicante, se había dedicado a buscar a su hermano de manera infatigable, y le encontró. El día antes se había fundido en un abrazo eterno con él en la salida de pasajeros del aeropuerto de Barajas. Y allí mismo, como primera palabra que le dijese al hermano exiliado tras varias décadas de silencio, prometió que las diferencias políticas jamás volverían a separarle de él.

El arquitecto habló también durante la sobremesa, pero con liviana criticidad, de la miseria en Cuba, del ansia de libertad de muchos cubanos, de todo aquello que, evidentemente, hubiera molestado a su idolatrado Fidel. Yo, que apenas pronuncié palabra, no dejé de pensar que la subjetividad hace caer silencios espesos en la percepción de las gentes. Allí mismo, mientras el arquitecto hablaba, me prometí que no visitaría Cuba mientras Fidel siguiese al frente. Mañana mismo pienso comprar un billete de avión para La Habana…