viernes, 26 de julio de 2013

Muerte en el tren

Tantos muertos y heridos. Sangre sucia y roja tiñendo lágrimas cristalinas que lloran por un familiar perdido, un amigo, un conocido, o simplemente por la tragedia. La misma muerte de siempre, asoladora y ciega, aunque sea en un tren distinto, novísimo, tecnológico y limpio.

Las estaciones ya no huelen a vapor o carbonilla. Las maletas ya no se atan con una cuerda. El viajero ya no marcha a la ciudad huyendo del campo por labrarse un mejor futuro. Los edificios ferroviarios ya no se alzan con aquella maravillosa arquitectura arquetípica. Las máquinas no resuellan ni tosen con tos ferina. Los trenes parecen centellas -tan rápido marchan- que devoran distancias con apetito pantagruélico: hasta resulta incómodo mirar los arbolitos pasar, que decía el poeta. Son breves y fugaces los viajes en tren, incluso es difícil dormir en ellos: antes de subir ya casi hemos llegado. Ha desaparecido el murmullo de las conversaciones entre extraños, solo se oye al señor vocear por el móvil (siempre el dichoso teléfono móvil), o la película chirriando en los auriculares, cuando no las estridentes advertencias del whatsapp. No recuerdo la última vez que abrí en un tren el envoltorio de un bocadillo preparado en casa esa misma mañana…

No quiero morir en un tren de los de ahora, capaces de descarrilar a una velocidad tremenda mientras voy pensando en cualquier cosa menos en que estoy de viaje. Esa muerte me horroriza, porque ni la presiento ni la considero una opción: la modernidad construye ingenios perfectos y los expresa luego a todos con idéntico sufijo: fiabilidad, seguridad, comodidad, versatilidad… No, no quiero perecer en un artefacto que ha renunciado a transportar la muerte en sus entrañas, por mucho que la experiencia nos dicte que ésta se acaba infiltrando a través de cualquier rendija: es demasiado horrible. Para morir así quiero mejor un tren antiguo, un tren viejo, donde se pueda intuir la fatalidad porque, al fin y al cabo, es ley de vida que las cosas fallen.

Lo siento por los muertos de la tragedia de Santiago, por sus familias y sus amigos. Lo siento por el conductor del tren, también, y por cuantos asuman que fue responsabilidad suya haber evitado el accidente. Cuando se produjo la catástrofe yo estaba en casa viendo, irónicamente, hundirse (una vez más) el Titanic, y pensando en cómo el ingenio humano nunca ha sabido vencer al infortunio: así fuera con barcos insumergibles o con trenes perfectos y maravillosos.


viernes, 19 de julio de 2013

Afinsa

Una carta de Afinsa me pide que elija entre recuperar el 5% de un dinero que doy por perdido o recibir la filatelia que sustentaba mi inversión.

Un buen día, alguien muy próximo te habla de una empresa que lleva 25 años comerciando con sellos en todo el mundo: compra, vende, genera plusvalías y con ellas remunera a sus clientes. Un folleto del Ministerio de Consumo animaba a invertir en bienes tangibles, avisando de que no se confundiese con una operación financiera. Todo parecía legítimo. Años atrás, un expediente del Ministerio de Economía confirmaba que esta actividad, en efecto, no era financiera, como también constaba en el archivo de una denuncia sobre la que juzgó el Tribunal Superior de Madrid. Era el tiempo en que el ICE, del Ministerio de Industria, ensalzaba a la empresa y apostaba por su mercantilismo, y la CESCE, propiedad del Estado, la calificaba como una de las más solventes del país. ¿Por qué iba a resultar ilógico confiar en semejante acumulación de experiencia, normalidad y éxito? Ese buen día, uno decide invertir, confiado, su dinero.

De repente, Hacienda pasa a considerarla financiera, calificación contraria a la ley, al igual que la fiscalía y los instructores. El nuevo balance, hecho trizas, convierte una longeva empresa modélica en una monumental estafa piramidal, en opinión de una inspectora y una poco clara consulta a la Auditoría de Cuentas. Pese a ello, la Audiencia Nacional sigue manteniendo que la actividad de la empresa es mercantil (exculpando a las instituciones de control del sistema financiero). Lo más interesante de todo es la forma en que se produce la intervención: brutal y desordenadamente. Esta intervención en España hace que un hedge-fund, que enciende la mecha con una carta a la Agencia Tributaria, consiga millones de dólares al conseguir hundir las acciones en el Nasdaq de la filial americana.

Han pasado nueve años. Los clientes hemos sido desprestigiados de todas las formas imaginables en todos los medios posibles y hemos perdido todo el dinero (quizá lo menos importante, al menos para mí). El proceso sigue abierto, todo va muy despacio, como corresponde a las cosas del pasado.

Lo más amargo de todo es advertir que nadie, en ningún momento, se detuvo a pensar en salvaguardar el interés de los consumidores o en intentar, al menos, que se minimizasen sus pérdidas. Pero a estas alturas bien sabemos lo que sucede en estos choques de titanes, y quién ha de salir perdiendo.



viernes, 12 de julio de 2013

Entre rejas

Hay un tal Bárcenas animando el cotarro como hacía mucho que no se veía por estos pagos. Se encuentra entre rejas, preventivamente, y pese a su fama de pedregoso la asfixia judicial le está volviendo lenguaraz. Unos dicen que miente cual bellaco (aunque hayan tardado 20 años en descubrirlo). Otros que sus cuadernos encierran negruras hediondas en las que se ahogarán los que ahora mandan. Los demás nos conformamos con asistir divertidos a este choque de titanes asfixiados en su propia podredumbre.

Que el gerente de un partido político esté acusado de blanqueo significa que por sus manos pasó dinero de procedencia ilícita. Que este mismo gerente esté acusado de cohecho significa que lo aceptó a cambio de ejercer influencia. Nunca resultó tan sencillo unir los puntos, ¿verdad? Luego viene el tinglado la antigua farsa: nadie nunca supo nada; el asunto les ha pillado de sorpresa; todo es cosa del tipo entre rejas; nunca nadie ha hecho nada ilegal; ellos, los que callan y también los que acusan, son todos honorables e íntegros…

Como hace ya muchos años que no voto en las elecciones, y tengo a los partidos políticos como fuente inagotable de chanchullos y enredos, el asunto no deja de parecerme otro “remake” más de una película ya vista. Y la razón de que no aflorase antes no se encuentra en la probidad de los políticos, sino en los mecanismos de que disponen unos para ocultar las cloacas, y la fehaciente incapacidad que tienen todos los demás para delatar cualquier irregularidad así se ponga el cazo enfrente mismo de sus narices. De ahí que desconfíe de todos ellos.

Personalmente, me importa un bledo que vayan a la cárcel o no. Mi interés radica en hacer que todos estos políticos de ahora vayan dejando paso a una nueva forma de entender su función, sus partidos y las leyes (realmente creo que las escriben sabiendo en qué subterfugios han de ocultarse). Sería un desastre para mí ver a los Rajoy y Rubalcaba de turno clonarse lustro tras lustro, sin permitir que se reinvente el sistema, como viene pasando hasta ahora.

Ya sé que a los ciudadanos todo esto nos ha importado un comino mientras teníamos el buche lleno. Pero si nosotros estamos cambiando, que cambien ellos también. Porque el espectáculo que estamos dando solo lo he visto en países a los que denominamos emergentes, y un gerente político entre rejas es el único indicio que necesito para reclamar que se vayan todos a sus casas y dejen de chingarnos con sus mentiras.



viernes, 5 de julio de 2013

Leer un cuento

Érase una vez un mundo donde los ciudadanos, pese a su costumbre de adquirir libros, habían abandonado la lectura. Convertida en espectáculo de vagones de metro o en agitación intelectual de algunos pocos bohemios, ningún adulto parecía recordar que, años atrás, de niños, ellos mismos habían reclamado a sus padres cada noche que, por favor, les leyeran un cuento antes de dormir…

He realizado una rápida encuesta entre algunos padres que conozco (me pregunto si, pese al plural, debo aclarar que me estoy refiriendo a un padre o a una madre, indistintamente). La pregunta era única y clara: ¿leéis cuentos a vuestros hijos? La respuesta, casi mayoritaria, fue: no. Qué desastre. Aunque hubo quien introdujo un matiz: “no, pero sí se los cuento de memoria”. 

La encuesta deparó alguna sorpresa más. Por ejemplo, comprobar que pocos recordaban el argumento real de “El gato con botas”, confundido con los sucesos narrados en la película de dibujos animados de hace unos años y que los guionistas desarrollaron muy cínicamente sobre otro cuento infantil, el de “Juan y las habichuelas mágicas”, para mayor confusión. Ni rastro del Marqués de Carabás, por tanto, dentro del magín de mis amigos, de cuya sequía buena culpa tiene la severidad con que los mayores nos dedicamos a ser responsables. O eso quiero creer.

A mí me siguen gustando los cuentos infantiles, aunque lógicamente he dado paso en mi vida a otro tipo de cuentos, más adultos y complejos, pero igualmente percibidos de imaginación e impredecibilidad, sus fundamentos orgánicos. Disfruto leyéndoselos al enano porque los pulgarcitos, blancanieves, cerilleras, sirenitas y demás protagonistas que habitaban en aquellos mis primeros mundos de fantasía siempre se resistieron a desaparecer. La exuberancia emocional que siento al leerle cuentos al peque no se detiene en las remembranzas de mi niñez, sino por haber podido contemplar con satisfacción mi propia evolución lectora, que se inició con las recitaciones pausadas y rítmicas de mi madre al pie de la cama o en la cocina.

Las películas de dibujos, la Wii o los videojuegos son necesarios. Y las bicis, la pelota o el corre que te pillo. Qué duda cabe. Pero también lo es leer cuentos. Y de ahí el disgusto con que acogí los inquietantes resultados de mi nada rigurosa encuesta. Resultados que abundan en la dificultad de construir una sociedad de hombres libres, como mencionaba en este mismo espacio hace una semana por motivos anejos.