jueves, 29 de octubre de 2009

Regeneración



Me pregunto, hoy también: ¿vamos a ser capaces de reconstruir lo que estamos destruyendo? Aunque debería especificar, ESTÁN destruyendo. No me veo responsable de la desolación que se extiende por todo el panorama español. Los signos son apocalípticos. Nos abrimos paso hacia una ruina económica de catastróficas consecuencias. El déficit público es gigantesco. La ausencia de reformas destruye sin piedad el tejido industrial. Los bancos invierten en Deuda Pública el dinero de los créditos que autónomos y empresas necesitan para salir adelante. Del paro mejor no hablar, hace semanas que vivimos en una rutinaria estupefacción. Tenemos un presidente incapaz, cada día más incapaz, y una oposición tancredista y vergonzante. Y, como no podía ser de otro modo, estallan por todas partes casos de corrupción y desfachatez política. Por eso me vuelvo a preguntar: ¿cuándo volverá la primavera a esta sociedad que parece perpetuarse en un invierno de frío y devastación?
Porque esa primavera existe. La vivimos aquí, entre nosotros. De todo lo que se cuece en la rúa, a mí, personalmente, me parece importantísimo destacar como ejemplo de buena política, aunque no se esté de acuerdo con las actuaciones, el acuerdo PSE-PPvasco que permite al lehendakari Patxi López gobernar y ejercer la sensatez que una vez se olvidó. Euskadi se regenera, se vivifica, vuelve a sentirse como partícipe del Estado, se percibe de otra manera. Las cosas cambian y las antiguas proclamas, que son recientes, parecen olvidadas. Guste o no guste a quienes fueron desalojados del poder y que, ahora mismo, se dedican a caminar por todas las orillas de los ríos que encuentran a su paso: las suyas propias, y las ajenas. Sobre este aire fresco y renovado ejercemos la crítica y la opinión, seguros de estar nuevamente transitando por veredas ilusionantes.
Si socialistas y populares, mandados por la ciudadanía, están siendo capaces de reconducir los atavismos vascos, que parecían irreductibles, ¿cómo no pensar que también pueden imponer luz, juntos, en estos tiempos ruinosos que se ciernen en lo más inmediato de nuestras vidas? Nuestra sociedad sabe afrontar retos y dificultades, lo ha demostrado en numerosas ocasiones, y ésta no ha de ser distinta. Por eso digo: que cambie lo que deba cambiarse. Que se vayan quienes deban irse. Que se regenere la política, el parlamento, el Gobierno. Que no corren tiempos para ser regidos por mediocres, y mucho menos por incapaces.

jueves, 22 de octubre de 2009

¿Le importa mucho?

A usted, lector, ¿de verdad le importa el debate de los presupuestos del Estado, el fragor de la batalla política que allí se desarrolla? A mí, personalmente, ni lo uno, ni lo otro. Ya no.
Para qué interesarme. El Gobierno ya consiguió quien apoyase sus presupuestos. Lo llaman negociación. PNV y Coalición Canaria han votado a favor. Unos piden blindaje para el concierto económico. Otros, más dinero. Yo lo del blindaje no lo entiendo, es decir, sí lo entiendo, pero no lo quiero entender. Usted me perdone si le ofendo. Y lo del dinero para la comunidad ultraperiférica se excusa en las consecuencias de la crisis que también azota, y muy violentamente, en esa mitad del Atlántico. Todo lo demás que se ha escuchado, invasión valenciana de la TV3 incluida, era puro y simple chalaneo.
Además. ¿Sirve de algo interesarse? Los Presupuestos del 2009 no se cumplieron. Estaban extraídos de algún universo alternativo. No de éste. Lo cual significa que  los Presupuestos, en realidad, quizá no sirvan para mucho, acaso para televisar un debate y analizar una gráfica de distribución de gasto. El previsible desastre del 2010 no lo va a poder evitar el Gobierno de ninguna manera, y vamos a tener que ser todos, los de a pie, quienes vayamos sacando esto adelante, una vez que escampe en este internacionalísimo cielo grisáceo que cubre de momento nuestras cabezas. Los presupuestos hablan una lengua extraña y construyen el futuro inmediato con frágil cristal, las mal llamadas previsiones que nada prevén, salvo las mentiras con que nos alimentan desde el congreso.
Tal vez usted, lector, tan interesado en el debate de los Presupuestos del 2010, sea capaz de entrever en ellos el acierto de unas medidas políticas eficaces, o el rigor en los planteamientos estratégicos más allá de pagar el paro a quienes esta crisis desemplea, pues esto es lo que vienen en denominar gasto social. Yo no observo compromiso alguno con eso del cambio de paradigma económico. El ladrillo privado lo han convertido, parcialmente, en ladrillo público. Y se sigue gastando mucho en paliar sufrimientos, antes que en evitarlos. Por ejemplo, el mercado laboral, las prestaciones sociales, los agujeros bancarios e industriales… No sigo. Todo esto se viene diciendo desde hace meses.
Seguimos bajo el paraguas del peor gobierno de nuestra historia reciente. Y ante esa evidencia, ¿qué me importa lo que ellos debatan con otros, no mucho mejores, en el congreso de los diputados?

jueves, 15 de octubre de 2009

Yo también abucheo



Que a uno le abucheen no es malo. Otra cosa es que no le guste. Las personas somos, por lo general, frágiles, buscamos el reconocimiento de nuestras acciones y pensamientos, y precisamente lo hacemos “en” nuestras acciones y pensamientos. Somos endebles, nos rompemos con fragilidad, y apenas nos sentimos capaces de soportar los preludios de una crítica, y mucho menos la crítica en sí misma. Necesitamos del apoyo y el afecto de los demás como demostración de nuestro propio valor, el que disponemos cuando mostramos al mundo nuestras ideas. Paradójicamente, ese valor que nos impulsa a cambiar el mundo es, por lo general, individualista, y coincide con la manera en que hemos construido el mundo moderno: cambiante, flexible, voluble, donde todo fluye.
Yo también abuchearía al presidente. A todos los presidentes actuales, para ser más preciso. Pero con otras maneras y por distinto motivo: el fomento de la liquidez humana. Como ya apuntase el sociólogo Zygmunt Bauman, la sociedad en que vivimos es líquida, no es sólida, no forja valores sólidos permanentes. Nuestros dirigentes viven impregnados de esa misma liquidez como forma pragmática de desgobierno. Revisan continuamente los conceptos, y los convierten en aquello que desean en el preciso momento en que lo necesitan. Han sustituido con celeridad los pilares forjados a lo largo de cientos de años por un “todo vale” que, justamente, a ellos les vale, les resulta útil, les sirve para la liquidez temporal en que desempeñan sus cargos. Por eso, sin ir más lejos, han creado una crisis imparable, y paradójicamente se presentan ante nosotros como los salvadores.
En realidad, todos los fundamentos que parecían sustentar el futuro en libertad de los seres humanos están siendo derruidos por el vórtice en que se ha convertido la economía. Incluso la solidaridad tiene sólo sentido en función del beneficio que reporta. Pero, eso sí, luego nos hablan con grandilocuencia de impedir el calentamiento del planeta y de erradicar las guerras, las mismas que ellos promueven o no detienen con sus decisiones geopolíticas. Es todo falso, es todo pragmatismo. Mitifican algunos pocos problemas para empujar hacia ellos al grueso de la población, y que olvidemos las muchísimas pequeñas cosas que están desajustando con su pragmatismo.
Presidente, ¿cómo no voy a abuchearle, a usted y a tantos otros presidentes? Merecen, todos ustedes, del Nobel de la Paz hacia abajo, mi pataleta más indignada.

jueves, 8 de octubre de 2009

Campanella


En muy pocas ocasiones hablo aquí de cine. O de teatro. Y sin embargo, las artes escénicas siempre han atraído mi atención, desde que, siendo aún muy joven, me embarcara en esa aventura a través de un grupo aficionado que yo mismo dirigía. Desde entonces, guardo una querencia especial hacia lo que sucede en las tablas de los escenarios españoles. Por ejemplo, este fin de semana pude disfrutar del talento de Josep María Flotats encarnando a Descartes. Pero me distraigo. Hoy quería hablar de cine.
La última película de Juan José Campanella pasó, enamorando a propios y extraños, salvo excepciones, por la última edición de Zinemaldia. Y de ese amor absoluto, cálido y fresco, yo también quise participar. Atenuaron poco a poco las luces de la sala y ya estaba con el alma abierta y el corazón estallando de gozo. Seguía una intuición, nada realista, pero no me importaba. Mi entendimiento estaba dispuesto hacia la aceptación de la obra de un autor que en anteriores ocasiones mucho me había conmovido. Y no me equivoqué.
Las buenas películas del cine actual tienen, todas, una característica común. El guión. La precisión del mismo, su austeridad esencial, la ilación entre lo que se cuenta y lo que no se narra directamente ante nuestros ojos. Los estudios Pixar, los de los dibujos animados, o el grandísimo Clint Eastwood, por citar tan sólo un par de ejemplos, son buena muestra de ello. Y Campanella también. En su film, nos habla con infinita dulzura de unos acontecimientos duros, broncos, perversos, en una etapa convulsa y terrorífica de la reciente historia argentina. Y, sin embargo, no nos lo muestra apenas. Concentra su atención en la historia de amor, eterna e inabarcable, de sus protagonistas, entrelazados mediante una causa judicial que también nos arrastra, y su propia incapacidad frente a un presente que desean y no consiguen.
Existe una buena literatura, que ya no se lee. Y un muy buen cine y teatro, al que apenas se acude. Flotats no logró llenar el patio de butacas, a diferencia de esos musicales abarrotados de público, como Campanella no concitó el favor del jurado del festival donostiarra. Pero qué importa. El discurso del consumismo cultural ya lo conocemos, y sabemos de la peregrinidad de los certámenes. El discurso que ignoramos, y es el que merece la pena homenajear hoy en esta columna, se encuentra, aún sin esbozar, en las páginas del próximo guión que este gran director decida llevar a su gran pantalla

jueves, 1 de octubre de 2009

Impuestos infelices



Ignoro, lector, si le hace feliz pagar más impuestos. O pagar algún impuesto siquiera. Supongo que no. Pero no lo sé. Las declaraciones que vengo leyendo, de un tiempo a esta parte, me hacen dudar. Por supuesto, me permito dudar de muchas cosas. Que la duda genera conocimiento, es sabido desde antaño. Y el conocimiento evita ser manipulables.
Por tanto vivo satisfaciendo, moderadamente, mi sed de conocimiento, esa cuestión inabarcable que estrictamente viene supeditada a mi existencia, que tampoco sé cuánto ha de durar. Y ante el resto de cuestiones que me afectan, por mucho que no sepa enumerarlas todas, creo saber adoptar algún criterio. El económico es crucial, por más que le restemos importancia, a menos que decida irme a vivir a la República de Vanuatu, donde son todos muy felices.
Carnegie, el conocido filántropo y millonario, pensaba que las enormes fortunas del mundo deberían ser en gran parte devueltas a la sociedad. Y, recordémoslo, esta sociedad es una carrera de perros en pos de la riqueza y el acomodo. A menudo no trabajamos más para ser ricos, cosa que no lograremos nunca salvo excepciones, sino para sobresalir más que los demás. No somos más felices por disponer de un poco más de dinero, sino por saber que vamos dejando atrás, en esta carrera, a otros perros que igualmente corren junto a nosotros con la lengua fuera. Atisbamos esas fortunas inmensas como un faro que nos guía en la oscuridad del alma, sin darnos cuenta de que casi nadie se hace inmensamente rico sin el esfuerzo de quienes no lo son. Y esto, lector, es otra manera de representar gráficamente la inmoralidad de la sociedad capitalista. Una inmoralidad que admitimos, toleramos, y de la que nos aprovechamos.
Justo parece, entonces, que las fortunas, grandes o medianas o pequeñas, devuelvan a la sociedad lo que de ella arrebataron, lo que su perjuicio ha ocasionado a muchos, se reconozca o no. Y que esa devolución coadyuve a la sostenibilidad de todos. De ahí la existencia de los impuestos directos sobre la renta. Los indirectos afectan sobre todo a quienes no pueden ahorrar. Quien se gasta todo su poquito sueldo en sobrevivir, paga todo el IVA de lo que precisa. Quien ahorra la mitad, paga la mitad del IVA de lo que gana. De ahí la falacia de no querer tocar los impuestos directos, como va a hacer este Gobierno, o eso dicen. Supongo que en eso consiste lo de gobernar para quienes no lo tienen todo, y yo, por tanto, estar muy equivocado.