viernes, 29 de agosto de 2008

Solamente el cielo



Quedan pocas, qué pocas jornadas ya, de este agosto extraño y acidulado. Pasan los crepúsculos dorados. Y en ellos, a ras de suelo, surcan las calles de mi pueblo las golondrinas negras. Llevan consigo una triste canción. No alcanzo a observar que asciendan para tocar las nubes de estío que arriba, allá arriba, pasan.
Regresan de su sueño las cigüeñas, porque de la realidad de estos campos salmantinos, de las Arribes, nunca se marcharon. Continúa suspirando su lamento el sauce viejo, varado desde antiguo junto a la poza del arroyo, donde hace mucho que las mozas no lavan cantoras las blancas sábanas de sus ajuares de novia.
De nuevo espera sorda la ribera, por donde apenas fluye un hilo de agua en su cauce seco. El ronco gemido de las lluvias de primavera se marchó. No queda agua siquiera para reflejar la luna, sonriente sempiterna en el firmamento.
Y vuelvo a oír el grillo de mi huerta, su cri-cri honesto. Al igual que oigo las travesuras de mis tres gatitos y sus suaves ronroneos. Son caricia bella y blanda. Esperan, igual que espera todo, a los primeros fríos del otoño, cuando se enciendan las lumbres y en las cocinas de las casas reine el crepitar del majestuoso fuego. Y su calor eterno.
Quedan pocas, qué pocas jornadas ya, para que termine este extraño agosto de sabor amargo. Pronto volverán los ruidos de las prisas, los caminares que a ninguna parte llevan, los menudeos de un mundo aún más extraño y aún más amargo que este verano, el más amargo de los veranos extraños.
Y en ellos, en todos esos días venideros, reencontraremos los abruptos chillidos de una sociedad que sólo sabe vivir chillando. Los sinsentidos de días transcurrientes, por donde transita, con su prisa absurda, el futuro ansiado. Olvidaremos que somos padres e hijos. Seremos DNIs, nóminas, despertares, madrugadas. Fingiremos desconocer que, en este agosto canicular y feriado, hubimos -alguna vez- reído.
Quedan pocas, muy pocas jornadas ya, para que acabe el verano. Aunque, como el verano, aún queda.
Queda abrir la puerta para que se reconduzcan los afectos. Quitar el cerrojo enorme de la puerta, por cuyo vano no entra en los hogares sino la desconfianza, el recelo. Queda permitir que, por ella, en cambio, entre el destemplar de los afectos y pasiones, los que de verano –y fingimiento- se vistieron.
Y que entre renovado el amor, con su perfumado aroma de fuego. Busquemos, entre lechosa opalescencia, su resplandor de gema, tan precioso, tan sufriente, tan eterno. Y que acabe el verano, sin apenas sacudir el polvo del camino y las moscas en cortejo. La fatiga y el calor que verdegueen juntos en el rellano de la escalera. La que conduce, peldaño a peldaño, ante la diamantina puerta. Que es, solamente el cielo.

viernes, 22 de agosto de 2008

Sabores que no saben


Hay un melocotonar en la esquina más umbría de mi huerta. Hace varios años que nadie cuida de él. Y sin embargo, sus árboles siguen produciendo la rica fruta que nace en sus ramas. Tengo ganas de recoger los melocotones blancos del árbol. Aún no están del todo maduros. Pero despuntan brillantes y lozanos, e incluso han sido un poco picoteados por los pájaros. No les culpo. Es una fruta refrigerante, muy rica, aporta fibra y vitaminas, su jugo regula la función renal. Eso dice la enciclopedia. Para mí, en cambio, lo más interesante de los melocotones de mi huerta, es que saben. Saben mucho y muy bien. Y tienen un aroma tan intenso que basta uno solo de ellos, sobre una fuente encima de la mesa, para aromatizar el amplio salón de la casa de mi madre.
Los sabores, como casi todo lo que merece la pena en esta vida del siglo XXI, se han ido perdiendo. Los sabores y los aromas. El bizcocho que preparamos en mi casa, con huevos del corral donde viven felices unas cuantas gallinas, con leche de vacas que pacen en el campo, es esponjoso, de intenso color amarillo, y cada mordisco es una delicia llamada milagro. Usted, acuda al supermercado a comprar uno de esos bizcochos bonitamente empaquetados, y encontrará que lleva sabores sintéticos debidamente aprobados por Sanidad. Todo tiene colorantes y saborizantes y edulcorantes autorizadísimos. Con ellos paliamos la vaciedad gustativa de los productos industriales. Todo mentira. Los yogures de fresa no han visto las fresas en su vida. Los batidos, los zumos, todo cuanto piense, arrastra un procesado industrial que mejor es ignorarlo. Si hasta llaman leche a un líquido blanco que daría espanto a las vacas… Y no hablemos siquiera de esos snacks imposibles con inaudito sabor a barbacoa, o las patatas fritas de bolsa con sabor a jamón, o los pastelitos imposibles como el Tigretón.
Perdimos los sabores y los aromas. Y con ellos, el sentido de lo natural. No nos conformamos con seguir el ritmo de las estaciones. Nos apetece melón tanto en febrero como en agosto. Las fresas, en cualquier momento del año. El pan, con forma de perrito caliente. La carne, blanca, de un pollo engordado artificialmente y embrutecido con antibióticos. Cínicamente, nos llamamos sostenibles.
Vaya mierda de sostenibilidad, oiga. Y perdone que se lo diga así de claro. Si no hemos sabido sostener lo que la naturaleza nos entrega, fingiendo sus sabores y aromas más preciados; si hemos inyectado hidrocarburos al campo para que todo fuese mucho más rápido, y no solamente los coches; si lo único en que pensamos es en la fugacidad de los placeres inmediatos, a cualquier precio y en cualquier instante… dígame, amable lector de estío: de qué sostenibilidad estamos hablando

viernes, 15 de agosto de 2008

La mitad de agosto



Ignoro de qué manera pasa usted, amigo lector, estas jornadas de agosto. Y, créame, me encantaría saberlo. Cuántas veces siento necesidad de entablar un diálogo directo con usted, que me lee, para quien yo escribo. Diálogo. Directo. Dialogar, es cierto que ya dialogamos. Conversamos cada jueves. Usted con sus ideas y opiniones, yo exponiendo las mías. No importa que sólo una parte del diálogo quede impresa. Bien sabemos, usted como yo, que la importancia verdadera reside en el momento de la lectura de usted. Y hacia ese momento quisiera yo abreviar los espacios. Acortar quisiera el tiempo que transcurre entre mi pensamiento y el suyo. Entre la ordenación que conformo de las palabras, y la desestructuración que usted acomete con la lectura. Sería, piénselo bien, como charlar amigablemente en un café.
Podríamos contarnos de qué manera se suceden estos días de fiestas y ferias, de suficiente holganza vacacional, no importa que usted, precisamente usted, siga trabajando. Ni se imagina lo que me placería hablarle de mi hijo y su afición a lanzarle piedras al río. De los paseos que, juntos, él y yo, nos damos por los sabulosos caminos del pueblo. Y de cómo se detiene en cada recodo, en cada rincón donde encuentre una piedra mayor que la anterior, o esa hierba seca pero espigada con la que se imagina abrir las puertas de un campo que esconde un castillo. Él lucha contra los tigres malos bajo los robles y las encinas. Y yo, que le veo imaginar y jugar y divertirse con tan poquito, rememoro los tiempos en que eran mis pasos los que hollaban esos mismos caminos, los tiempos en que jugaba a anticipar cómo sería mi vida. Qué necio fui, espantosamente necio, que jamás entonces imaginé a mi hijo.
Y usted, lector, dialogador mío. ¿Usted qué me podría contar, ahora que mediamos este mes de agosto? Si no viajó, si permaneció aquí, acaso esté disfrutando la Aste Nagusia. Acaso quiera interpretarme cómo presenta su personación en las txarangas, los bertsolaris o el Zezen-Zuzko. Ya sabe que me gustan esas cosas de la humanidad y el eterno deje romántico que la fuerza de las ideas saca a las concepciones grandiosas. Y me gusta esconder los ruidos para escuchar el alma. Quizá sea usted padre o madre también. Y vea las cosas de distinta manera a como se ven desde afuera. Fíjese que en la televisión o en la radio siempre se informa del bullicio, las programaciones, el devenir de las muchedumbres, la diversión ciudadana. Pero nunca, o muy pocas veces, del hondo sentir de las gentes.
No le entretengo más. Vuelva usted con los suyos. Páselo muy bien. Baile toda la noche. Disfrute con las tracas y chispas del toro de fuego. Yo me quedo aquí, en mi retiro charro, caminando junto a los alegres pasos de mi hijo.

viernes, 8 de agosto de 2008

Personas en la tele



Uno de mis hermanos, el mayor, aparece en el “Pásalo” de la ETB. Confieso que no le he visto jamás frente a las cámaras. Pero lleva ya un tiempo exhibiendo su desparpajo ante los telespectadores. Le gusta eso de la tele. Le gusta y mucho. Podría decirles que la cosa va en los genes. Pero no es verdad. La cosa va de audacia.
Ya saben ustedes cómo me las gasto yo con la tele. Nos odiamos con una profundidad desconocida. Por eso, habitualmente las andanzas de mi hermano por los estudios de TV me traen sin cuidado. Pero no siempre. Hace poco me espanté con una de sus ocurrencias. Resulta que le ha dado por aparecer también en otra televisión autonómica. La valenciana, por más señas, que ni de lejos alcanza los estándares de calidad de la ETB. En ella habla y discute, sobre todo tipo de cuestiones, con Yola Berrocal, la bruja Lola y Regina do Santos. Sí, oiga, sí. Han leído bien. Yo tampoco me lo creía.
Al principio, y a cuenta de ello, las risotadas en nuestras reuniones familiares podían oírse en Pernambuco. Cómo ha de ser que un ilustrado divulgador, escritor prolífico y enciclopédico, mida la capacidad de sus meninges con gentes cuyo único mérito es haber protagonizado los asuntos más casposos, lamentables y vergonzantes de nuestro reciente pasado mediático.
Andábamos en esta turbia discusión metidos, cuando mi hermano suelta, en su defensa, la perogrullada de que Yola Berrocal es tan ser humano como usted lo es y como yo lo soy. Casi se me cae la dentadura al suelo. Que estamos hablando de salir en la tele. No de ir a comprar el pan. Que esta tropa se caracteriza por su vulgaridad, su atrevimiento desvergonzado, su excentricidad y su ignorancia. Pero no. Vivimos en un país relativista, muy relativista. Basta con saber abrir la boca para que, de repente, a cualquier zafiedad se nos exija responder con el respeto. Me aburre que el respeto siempre fluya en una sola dirección: la de consentir los rebuznos ajenos.
Y oiga. Lo diré bien claro, pues estamos en agosto. Lo de muchas teles ha sido y es descaro. Y del más elemental. Dicen querer entretener y divertir. No es cierto. Buscan forrarse a espuertas. Aborrecen de lo instructivo, de lo educativo, de los valores. Recurren sin vergüenza alguna a lo chabacano, lo zafio, lo grosero, lo insultante. Por eso contratan a la Yola y, cínicamente, la rodean de seriedad o de tipos que hablan con solvencia, como mi hermano.
Pura patraña. Como al cerebro humano cualquier alimento le sirve, y está visto que pagamos antes la basura que la inteligencia, los de la tele, que son muy listos, nos alimentan con lo más simple y lo más básico. Por eso emiten antipáticos espectáculos de mal gusto con millonarias audiencias. Y por eso yo no veo la televisión. Y la Yola, que discuta con mi hermano.