Quedan pocas, qué pocas jornadas ya, de este
agosto extraño y acidulado. Pasan los crepúsculos dorados. Y en ellos, a ras de
suelo, surcan las calles de mi pueblo las golondrinas negras. Llevan consigo
una triste canción. No alcanzo a observar que asciendan para tocar las nubes de
estío que arriba, allá arriba, pasan.
Regresan de su sueño las cigüeñas, porque de la
realidad de estos campos salmantinos, de las Arribes, nunca se marcharon. Continúa
suspirando su lamento el sauce viejo, varado desde antiguo junto a la poza del
arroyo, donde hace mucho que las mozas no lavan cantoras las blancas sábanas de
sus ajuares de novia.
De nuevo espera sorda la ribera, por donde
apenas fluye un hilo de agua en su cauce seco. El ronco gemido de las lluvias
de primavera se marchó. No queda agua siquiera para reflejar la luna, sonriente
sempiterna en el firmamento.
Y vuelvo a oír el grillo de mi huerta, su
cri-cri honesto. Al igual que oigo las travesuras de mis tres gatitos y sus
suaves ronroneos. Son caricia bella y blanda. Esperan, igual que espera todo, a
los primeros fríos del otoño, cuando se enciendan las lumbres y en las cocinas
de las casas reine el crepitar del majestuoso fuego. Y su calor eterno.
Quedan pocas, qué pocas jornadas ya, para que
termine este extraño agosto de sabor amargo. Pronto volverán los ruidos de las
prisas, los caminares que a ninguna parte llevan, los menudeos de un mundo aún
más extraño y aún más amargo que este verano, el más amargo de los veranos
extraños.
Y en ellos, en todos esos días venideros, reencontraremos
los abruptos chillidos de una sociedad que sólo sabe vivir chillando. Los
sinsentidos de días transcurrientes, por donde transita, con su prisa absurda,
el futuro ansiado. Olvidaremos que somos padres e hijos. Seremos DNIs, nóminas,
despertares, madrugadas. Fingiremos desconocer que, en este agosto canicular y
feriado, hubimos -alguna vez- reído.
Quedan pocas, muy pocas jornadas ya, para que
acabe el verano. Aunque, como el verano, aún queda.
Queda abrir la puerta para que se reconduzcan los
afectos. Quitar el cerrojo enorme de la puerta, por cuyo vano no entra en los
hogares sino la desconfianza, el recelo. Queda permitir que, por ella, en
cambio, entre el destemplar de los afectos y pasiones, los que de verano –y
fingimiento- se vistieron.
Y que entre renovado el amor, con su perfumado
aroma de fuego. Busquemos, entre lechosa opalescencia, su resplandor de gema, tan
precioso, tan sufriente, tan eterno. Y que acabe el verano, sin apenas sacudir
el polvo del camino y las moscas en cortejo. La fatiga y el calor que verdegueen
juntos en el rellano de la escalera. La que conduce, peldaño a peldaño, ante la
diamantina puerta. Que es, solamente el cielo.