viernes, 31 de mayo de 2013

Las mates y el conocimiento

Hace unos días vi en Internet una foto con un truco para aprender la tabla del nueve. Me llamó la atención una leyenda enorme que la acompañaba: “Querido profesor, ¿por qué no me enseñaste esto antes?”. Alguien le contestó que sí se lo habían enseñado, pero que quizá en ese momento el autor de la foto estaba distraído haciendo volar aviones de papel. Hay gente muy lenguaraz…

Es posible que algunos profesores no sepan hechizar cuando enseñan matemáticas o historia, que alguno sea incluso responsable de la animadversión de sus alumnos hacia estas disciplinas. Hace bastante que en España lo de ser maestro es una salida profesional, no una vocación, y el nivel de exigencia de esta titulación en nuestro país así lo confirma. Si recuerdan, hace unas semanas la prensa se hizo eco de la incultura manifestada por miles de opositores a profesor en Madrid, ante lo cual alguno replicó que su responsabilidad consistía en saber enseñar, no en saber lo que se enseña (sí, los hay con cara de cemento armado, qué le vamos a hacer). Pero, oiga, por cada profesor de aptitudes pedagógicas defectuosas yo he conocido veinte alumnos a quienes tener que prestar atención en clase ya suponía un exceso y aprender algo fuera del horario escolar, una fantasía intergaláctica. Supongo que, de adultos, han perseverado en esta conducta (el camino del lado oscuro es fácil y rápido no solo en las películas). Con ello quiero decir que no toda la culpa está en las escuelas…

Ignoro quién publicó la foto de la tabla del nueve: seguramente alguien que pretendía caer gracioso y que por descontado afirma ver los documentales de la tele. Pero basta un atisbo leve a lo que se cuece en las redes sociales para comprender que cientos de miles de personas tienen el conocimiento como la última de sus inquietudes personales, reducidas a chatear, jugar en Facebook, colgar fotos de sus juergas o atocinarse ante la TV (y no para ver documental alguno). De hecho, produce extrañeza que haya quien exhiba hondura en su relación con el arte, la música o las matemáticas, y que haya querido orientar su vida a saciar una cierta “ignorancia enciclopédica”.

Aun con todo, lo preocupante no es eso (que cada cual haga con su tiempo lo que mejor crea). Lo aterrador es comprobar que esta indolencia intelectual a la que tan propensos somos y que tan hipócritamente negamos, es justo lo que convierte una sociedad crítica y moderna en una sociedad decadente y resignada como la nuestra.


viernes, 24 de mayo de 2013

La mala imagen de España

Acabo de regresar de Perú, adonde acudí por los incas y por algunas reuniones profesionales, y vuelvo convencido de la agudeza de ciertos conquistadores que, como Cortés en México o Pizarro en Perú, huyeron de una España medieval y arruinada por la codicia monárquica, encontrando en el mestizaje un modo de asegurar la libertad e independencia de aquellas tierras ricas y fértiles, mucho más que la madre patria. Aunque fracasaron, y la Historia maltrató a unos y otros después (algo que pocos entienden en Perú o en España, que en ambos lados han prevalecido hasta hace poco atavismos históricos irreconciliables).

Pero no quería yo hablarles de Historia, sino de la situación actual. Porque me ha sorprendido, por desvariada, la pésima imagen que se tiene allá sobre España, algo que ya columbré cuando estuve en Chile el pasado noviembre. Una parte de la población peruana está en la creencia de que, aquí, como consecuencia de la crisis, a los viejitos se les ha dejado sin jubilación, que la gente se ha echado a la calle por el hambre y la miseria, que los hospitales ya no atienden a los enfermos, que empresas como Repsol o Telefónica están en quiebra total, o que el país entero ha sucumbido al desastre.

Les he intentado explicar que no es cierto: que las pensiones se mantienen, aunque se les haya congelado el aumento del IPC; que la prestación por desempleo sigue durando 24 meses y que incluso existe un pequeño subsidio para quien ya no tiene nada; que las manifestaciones son pacíficas, que no reina el caos ni te matan en la calle por un mendrugo de pan; que estamos soliviantados por la pérdida de pequeñas parcelas del altísimo bienestar que disfrutábamos y que, sobre todo, nos indigna la delirante situación política y sus decisiones, siempre tan convenientes para unos pocos y tan sacrificadas para todos los demás.

Quienes, pese a todo, dieron algún crédito a mis argumentos, invariablemente me respondían con estupor: "¿Por eso se quejan? Ustedes no saben lo que es una crisis de verdad". No, no lo sabemos: pese a los recortes, seguimos viviendo en una opulencia ficticia, y a ella mucha gente se ha enrocado para impedir perder un ápice de lo mucho que nos sobra. Somos como la casta política a la que criticamos: no deseamos carecer de ningún privilegio y la solución siempre pasa por la renuncia de los demás, no por la nuestra propia. Por eso creo que en Perú, sin ellos saberlo, me ayudaron a acertar con la clave de todo…


domingo, 12 de mayo de 2013

El pan nuestro de cada día

Hay falacias que son más que simples confusiones o errores. Por ejemplo, que el pan engorda, una de las falsedades más extendidas en nuestra sociedad moderna y, al mismo tiempo, de las más perjudiciales desde el punto de vista nutricional. Ninguna evidencia permite sostener tal afirmación, todo lo contrario. Por ejemplo, en los años 60, cuando, todo lo más, se veía algún “gordito” por la calle, el consumo medio de pan por habitante y día era de 300 gramos; hoy en día, habiéndose reducido a escasos 80 gramos, nuestros niños se encuentran entre los más obesos de Europa. Sinceramente, ¿conoce usted a alguien que, estando a dieta, no elimine el pan o reduzca la ingesta de hidratos de carbono de manera inmediata y tajante, pese a que con ello no haya logrado apenas adelgazar nada? Y si usted es uno de tales sufridores a causa del sobrepeso, ¿está dispuesto a reconocer que está cometiendo un error y, acto seguido, volver a comer pan y analizar un poco mejor sus decisiones, por ver si con algo más de sensatez y cordura atina plenamente?

Pues algo parecido sucede con los ínclitos próceres cuyas decisiones económicas y políticas nos destrozan por dentro y por fuera. No importa la obstinación con la que, desde todos los frentes, múltiples voces demuestren que paliar el hundimiento de la recaudación con más subidas de impuestos solo ha de producir nuevos hundimientos, o que cinco años de rigor presupuestario desequilibrado (es decir, el que afecta y soporta una sola de las patas del banco, en este caso las clases medias) no conduce a la siempre anunciada y nunca vista recuperación económica. Erre que erre, los ministros (y por descontado, quienes les presionan o asesoran), por agobio, nerviosismo o qué se yo, tiran de atajo, olvidando sus anteriores prédicas, y nos arrastran a todos al precipicio (en realidad, sospecho que se trata de simple fragilidad intelectual: sus convicciones carecen de fortaleza). Generalmente justifican sus decisiones con la siguiente expresión. “no había otro remedio, es lo único que se puede hacer, no existe alternativa posible”.

Claro que, puestos a evidenciar testarudez, la de muchos votantes es ciertamente supina: un amplio espectro del electorado vota siempre al mismo partido, ya sea por razones gástricas o por creer que, al enemigo, ni agua.

Lo del pan puede ser ignorancia. Lo de los impuestos, obcecación. Lo del voto, atavismo. Pero todas ellas, en realidad, representan una sola cosa...


viernes, 10 de mayo de 2013

Mi Bengala dorada (Bangladés)

En los años que pasé explorando el subsuelo saudita en busca de petróleo tuve ocasión de tratar a gente con la que habitualmente, en España, nos relacionamos poco o nada: bangladesíes, filipinos, somalíes, etíopes… Todos buscando en el oro negro huir de la pobreza. Realizaban las tareas más penosas: en pleno desierto, bajo el sol ardiente. Trabajaban dos años enteros de continuo. Luego podían tomarse un mes de vacaciones. Se les pagaba muy poco: una miseria. El convenio regulador lo establecía el gobierno, no las empresas.

Hice algunos amigos entre ellos. En concreto recuerdo a un bangladesí con quien bajaba a comer de rancho en lugar del menú a la carta para ejecutivos. Agradecido de mi compañía, nunca olvidó agasajarme con una taza de té y algo de charla. Me hablaba de su familia, del tiempo que faltaba para volver a ver a sus hijos, de los compañeros o del Real Madrid: nunca le oí quejarse del trabajo. Su motivación era estrictamente económica, desde luego, pero no en beneficio de un futuro desarrollo personal. Quería el dinero para llevar a sus hijos a la universidad y librarlos de las penurias que él había soportado. Decía que sus vecinos, en Bangladés, llevaban a casa en un año lo que él cobraba en un mes. Aquella soledad, aquel calor y aquella ingrata arena del desierto eran tan solo la cara menos amable de un privilegio afortunado.

Un día me contó que su mujer había empezado a trabajar en una fábrica textil. Seguramente en un lugar muy parecido al que hace poco se derrumbó en Savar causando centenares de muertos. En aquel tiempo, coser para occidente significaba añadir 15 dólares mensuales a los ingresos familiares. Nada desdeñable para un bangladesí. Hoy día creo que la cifra está en 30 dólares al mes: una fortuna. Él creía innecesario que su mujer trabajase: decía que las condiciones eran pésimas. Yo me callé. No le dije que por esa razón en Zara una chaqueta cuesta 20 euros. Tampoco le dije que occidente necesita que en muchas regiones del mundo haya esclavos modernos, como lo eran él y su mujer, o de otro modo no podríamos disfrutar de ropa a capricho y móviles con lo último, todo a precios muy bajos. Asequibles, decimos.

Quizá usted piense que lo de Bangladés es indigno. Pero seguirá yendo a Zara o Mango o a la tienda que sea. No le cabe otra. Todas hacen lo mismo. Si lo piensa bien, tampoco quiere que cambie nada. En mi caso, simplemente espero que los hijos de mi amigo hayan podido ir a la universidad.


jueves, 2 de mayo de 2013

Por qué todo va a mejorar

Tengo el convencimiento de que acabamos de superar ese punto de inflexión que tantas veces hemos creído alcanzar, que a partir de ahora todo va a ir mejorando aunque sea muy despacio. Por descontado que el Gobierno sigue sin saber explicar nada, sin pensar en los problemas que asolan a los ciudadanos, y sin determinación para reducir el gasto público y dejar de exprimirnos. Pero al menos la dirección es correcta, que no es poco, y no parece que entorpezca a las escasas benignidades que soplan desde afuera.

Un dato. Por vez primera desde que Rajoy obtuvo su mayoría absoluta (no sé para qué), el Gobierno ha planteado con crudeza la realidad que toca vivir. Posiblemente sea respuesta a una exigencia clara del BCE y de Bruselas, aunque, como es habitual, entreverada de la torpeza e insensibilidad habituales. Pero, dejando a un lado la política, es buena señal que tengamos una foto muy nítida de las dificultades que atravesamos y que vamos a seguir atravesando.

Otro dato. Europa se va a beneficiar de la inyección masiva de yenes puesta en marcha por Japón, yenes que van a buscar las altas rentabilidades (no exentas de riesgo) de nuestros países. Esto va a influir en la actividad real que, no obstante, no puede sino mejorar como consecuencia de los brutales ajustes que nos han destrozado (ajustes sin parangón en la historia mundial reciente, no solo de España).

Otro más. Se empeñan en calcular el paro siguiendo uno de los criterios de Eurostat (no el único) en el que se incluye a más de dos millones de personas que, con edades entre los 16 y 24 años, están estudiando, no buscando trabajo. Si descontamos este número, si se cuenta a quienes realmente quieren trabajar y no encuentran empleo, la cifra de paro en España se sitúa en el 19% (no en el 27%) y la juvenil en el 22% (no el 57%). ¿Por qué nadie lo explica así? En absoluto dulcifica la situación, pero ayuda a orientar correctamente las políticas de empleo. Pura inepcia gubernamental, como siempre.

Y por último. Confío en que, a partir de ahora, los políticos sean hormigas y dejen de comportarse como irresponsables cigarras. Dilapidaron nuestros impuestos durante los felices años del boom, en lugar de ahorrar para el crudo invierno (la crisis), y por eso la deuda y sus intereses atenazan nuestras vidas. Esta cruel crisis les va a forzar a cambiar sus comportamientos. Es el mejor signo de mejora: que todo nuestro sufrimiento haya servido para obligarles a ser responsables.