viernes, 28 de mayo de 2010

Esto se acaba

No volveremos a vivir como acostumbrábamos a hacerlo. Esto del bienestar creo que se está acabando. Contemplo, desde mi humilde perspectiva, cómo la sociedad avanza hacia un futuro carente de la abundancia a la que nos habíamos habituado. Había varios modos de hacerlo, pero fundamentalmente dos: despacio y deprisa. Y finalmente le echamos una carrera a un viejito al que, por su paso más lento, quisimos dejar atrás enseguida lanzándonos a tumba abierta por la carretera, y que, con su paso tranquilo, nos ha alcanzado poco a poco, en las subidas de la pendiente más exigente, donde acabamos por dejar hasta el aliento.
Me preocupa, y mucho, el mundo que le vamos a dejar a quienes vienen detrás de nosotros. Llevamos veinte o treinta años disfrutando del Estado del Bienestar, y temo que se esté cayendo a trozos: quiebran los estados, congelan las pensiones, cierran las empresas, despiden a la gente… ¿Seremos capaces de reiniciarlo todo, pero correctamente?
Como fondo de todo ello, están el mercado y la economía. Hemos hecho del dinero el motor absoluto de nuestro desarrollo como individuos y como sociedad. Pudimos haber elegido otros motores, pero no lo hicimos. Alrededor del dinero fluctúan todas nuestras premisas. Erradicar el hambre, las guerras, las enfermedades… es cuestión de dinero, por cierto, de menos dinero del que venimos dedicando a sostener este sistema que ahora nos amenaza con abrasarnos. Nuestro Estado del Bienestar está construido sobre la economía, aunque lo hemos querido fundamentar en lo ideológico (que suena mejor), en conceptos como la sanidad gratuita, la escolarización universal, el derecho a ser jubilado y las prestaciones por desempleo. Y siendo, como son, conceptos magníficos: ¿no hemos caído en la cuenta de que acaso no todos son posibles con el dinero disponible? No lo digo yo solamente, lo expuso –no hace demasiado– un informe de sabios europeos, coordinado por Felipe González.
 Esto” se acaba, y nadie dice por qué, con tanto como se escribe ahora que la crisis nos afecta como si quisiera destruir el mundo. Se aducen razones financieras, fiscales, productivas, sociales... Tendríamos que reconocer que se nos cae a trozos el entramado porque hemos querido, egoístamente, correr desatados cuesta abajo, queriendo dejar muy atrás a ese viejito torpón y lento al que siempre nombramos (sostenibilidad). ¿Y saben una cosa? No quiero realmente que esto se acabe: yo quisiera todo lo mejor para mi hijo.

viernes, 21 de mayo de 2010

Cifras y letras

Primera cuestión, cifras: matemática del dispendio. En la solución hay sumas y hay restas infinitas, pero nos limitaremos a cuatro apuntes. Adiciones: 13.000 millones de PlanE + 11.000 millones de la reforma de la financiación autonómica. Sustracciones: - 12.000 millones por los 400 euros del IRPF - 1.800 millones del impuesto de patrimonio. Total, con las adiciones (positivas) sumando y las sustracciones (negativas) restando: casi 38.000 millones de euros dilapidados. A eso se le llama dispendio.
Segunda cuestión, letras: significado del cinismo. La solución parte de consideraciones no matemáticas del problema anterior. Por ejemplo, que los citados 38.000 millones de gasto dilapidado no salen ni de su bolsillo ni del mío, que está ya bastante exangüe con el gasto corriente (también muy alto), sino del bolsillo de los mercados internacionales a los que acude el Gobierno para financiar su disparatado dispendio, el mismo que no ha servido para nada, ni detener la crisis, ni mejorar la productividad. Lejos de atajar el disparate y practicar las políticas sugeridas por los prestamistas, el gobierno se empeñó en seguir gastando a manos llenas más de lo que ingresaba, esperanzado en que en algún momento la locomotora extranjera le resolvería el problema, de manera que esos mismos prestamistas comenzaron a sospechar que España no tendría con qué devolver el dinero prestado al vencer el plazo estipulado. Ante esa perspectiva, deciden aumentar el interés de los siguientes préstamos a España, en caso de quererlos (que quiere, porque los necesita). El gobierno, con las cuentas descontroladas, tacha entonces de delincuentes y caraduras a esos mismos mercados a los que acudió para conseguir dinero (prestado). A eso se le llama cinismo.
Tercera cuestión, cifras y letras. Ante la evidencia de quiebra técnica, que arrastraría a toda la UE, los otros gobiernos obligan al nuestro a reducir de inmediato en 15.000 millones el gasto del Estado (la mitad del dispendio arriba calculado). Sin tiempo para pensar, el Gobierno echa inmediatamente mano de lo más fácil, funcionarios y pensionistas, para salir del paso. No reconocen sus profundos errores, tampoco que legislan contra sí mismos. Nadie en todo el gobierno se plantea dimitir. Ni se les cae la cara de vergüenza al ver toda su política económica corregida, supervisada y controlada.  A eso no sé cómo se le llama, pero su consecuencia evidente es nuestra estupefacción y enfado.

viernes, 14 de mayo de 2010

Lo siento



Lo siento (infinitamente) por los funcionarios y pensionistas: les bajan o congelan los ingresos, y aun así tendrán que encarar la subida del IVA, los impuestos indirectos, el IRPF, y todo lo que inventen las meninges de nuestros mandamases para reducir el déficit público, cosa que no ha de lograrse solamente exprimiendo nóminas.
Lo siento también (muchísimo) por las generaciones venideras: serán quienes paguen los intereses de nuestra deuda y el reciente despilfarro keynesiano (solamente el inútil PlanE ha supuesto tanto dinero como el que Europa nos obliga ahora a recortar).
Lo siento (sinceramente) por todos, especialmente si le pasaba a usted como a mí, que no daba crédito al inmovilismo reinante en la capital, y rabiaba impotente al observar cómo la locura nos llevaba derechitos a la ruina, sin que aquí nadie moviese un dedo, especialmente todos esos que acostumbran a mover sus dedos a base de manifestaciones y huelgas, y que han venido callando como egoístas que son.
Lo siento (por usted, y por mí) por esta tristeza inmensa que produce oír lo que se dijo el miércoles en el parlamento, porque todo esto nos lo hubiésemos ahorrado si desde el primer día se hubiesen tomado las medidas adecuadas, y porque mientras van a dejar temblando a tres millones de personas que habían ajustado en el pasado su deuda al sueldo que de repente les minoran, y otros tantos continuarán en el paro hasta que las ranas críen pelo, a esos otros que les da igual una crisis más o menos, porque sus dividendos no dejan nunca de crecer, y a todos los que nos han llevado a esta debacle sin precedentes, no les van a bajar ni los humos. Y lo que es peor. Con estas medidas, y las que vendrán después: ¿cree que vamos a poder reformar el modelo económico para que esto no vuelva a ocurrir? ¿De verdad cree que podremos luchar alegremente contra el cambio climático e impulsar la energía renovable? ¿Sinceramente piensa que habrá dinero para algo tan legítimo? De ésta no saldremos hasta que pasen varios años. El final del túnel está lejos, es ahora cuando entramos en él.
En parte, lo siento (hondamente) porque… lo merecemos. En vez de luchar contra la corrupción y el despilfarro, hemos demostrado que nos gusta vivir ajenos a la realidad, y por eso lloramos como plañideras cuando –desde afuera- nos imponen curas dolorosas. Y agradecidos hemos de estar que en Europa haya alguien con poder de convicción sobre quien no se escucha sino a sí mismo.

viernes, 7 de mayo de 2010

Comprarse un piso

Dicen (quienes pueden decir tal cosa) que la gente vuelve a comprar pisos. Y coches. Que hay apuntes de ciertos repuntes que actúan sobre los puntos y decimales de la economía. Que no estamos tan mal, vaya. Que todos estos miedos inveterados que pueblan mi psique (y que yo les transmito a ustedes, lectores, desde esta columna) son simples veleidades mías. Y de otros. Y de algunos más. Pero, ante todo, veleidades de índole pesimista: será que tengo una cierta capacidad para no atisbar en este revuelto presente nada de lo que se obstina en permanecer oculto.
Pero lo de los pisos, es cierto. Yo mismo voy a comprarme uno en muy pocos días. Ya tengo la hipoteca, el notario… lo tengo todo. Me faltó dinero, pero supe llamar a la caballería. Nunca falla, aunque en estos tiempos que corren está fallando prácticamente todo.  Al principio, tuve la impresión de que los bancos no iban a querer concederme ninguna hipoteca. Que solamente se concedían a los funcionarios y a quienes no necesitan hipoteca. Pero no es cierto. Calculan riesgos (tiendo a pensar que los exageran demasiado) y si finalmente les parece que la cosa (la operación) puede ser beneficiosa para sus intereses, pues son justamente intereses la recompensa de su esfuerzo inversor, te ofrecen algo (un poco) que no puedes rechazar, y lo pueblan de aditivos: seguros de vida, primas únicas, otros gastos, zarandajas varias que usan los banqueros para sacarnos los cuartos porque no tenemos otra opción.
De manera que, humildemente, voy a engrosar la estadística de supuesta recuperación de este país nuestro: ya hay un piso más que se vende y que se compra. Me consta que los dueños no han especulado con su valor. Una plusvalía razonable no es especular. Ese verbo solamente aplica a esos movimientos monetarios con los que, sin esfuerzo ni sudor, impúdicamente, aprovechando un cero coma cero uno de una situación casi desconocida que permite después vender al treinta y cuatro coma siete, alguien se forra. Alguien que, para muchos, es listo. Aunque para mí no es nada más que un desalmado.
Decía que a este repunte puntual estadístico al que estoy echando una mano, dudo que se pueda llamar recuperación. Tanto paro. Tantas dificultades. Tanto déficit. Está todo fatal. Quizá suceda que más abajo ya no se puede descender: sería un desastre homérico (helénico). Esto de trabajar duro para comprarse un piso se llama normalidad. Y es por lo que tendrían que velar nuestros políticos.

Un Senado absurdo

Leo que, a partir del otoño, el Senado dispondrá de traducción simultánea para que los senadores puedan entender los discursos de quienes prefieran expresarse en euskera, en catalán, en gallego o en valenciano. Y yo me pregunto: ¿qué pinta un senador guipuzcoano hablando euskera en el Senado español? ¿O uno de Barcelona hablando catalán? ¿Qué democracia se preserva cuando habla gallego un senador lucense en la plaza de la Marina Española, en Madrid?
Lo de los traductores simultáneos se ha promovido para que el Senado "ejerza con plenitud su función de representación territorial", porque para ello es necesario ampliar "al conjunto de la actividad de la Cámara, y singularmente al Pleno, la posibilidad de que las intervenciones se realicen en cualquiera de las lenguas oficiales de una comunidad autónoma”. Pues no, eso es mentira. La plenitud de la susodicha representatividad territorial no se alcanza así. La plenitud de la que hablan se consigue mediante acertadas discusiones, inteligentes acuerdos, interesantes debates y bienintencionados consensos: es decir, con política de utilidad para la ciudadanía, trabajando por el bien común. Lo de los idiomas es otra cosa. Parece como si no bastase con los esfuerzos ingentes (extralimitados) que realizan para no perder ni un sintagma  de estas lenguas. Parece como si sólo se tratase de derrocar lo que no puede ser vencido.
En esta carrera loca, desaforada, que se ha emprendido desde las CCAA, estos modernos reinos (perdón, repúblicas) de taifas que nos toca sufrir, con todo su déficit, su dispendio sin mesura, sus irracionales batallas desintegradoras, etc., sólo faltaba por ver que obligasen a erigir en la capital del Estado una suerte de Pequeñas Naciones Unidas, a cuya asamblea acudiesen los delegados con sus folklores y esencias para discutir, cada cual en su idioma (teniendo todos ellos uno en común), lo que pasa en cada rincón de la piel de toro. Ahora ya se ha visto. ¿Qué será lo siguiente?
La política está rebosante de idiotez. Las propuestas son cada día más disparatadas. El atractivo de la desintegración seduce por doquier. De tanto magnificar su diminuto valor personal e intelectual, los políticos han terminado por olvidarse del pueblo. Ya sólo discuten de sus ombligos, de sus visiones, de sus pequeñeces (regionales) a las que consideran poco menos que universales. Avanzan hundiéndonos a todos en el absurdo. Vivimos regidos por una colosal e inmensa mentira.