jueves, 30 de abril de 2009

Quería hablar de un volcán



Yo deseaba hablarles hoy de un lago y un volcán. De una extensión enorme de tierra estrecha por donde una cordillera se sumerge en el océano. De un lugar donde la noche es inmensa y las estrellas resplandecen rodeadas de una oscuridad que todo lo abarca. De comunas aisladas y poblados agrícolas tan pobres como dignificados por un tiempo que parece haberse detenido en el pasado de por vida. Deseaba hablarles de estas tierras del Sur, que parece siempre lejano y pendiente, y del reflejo sin mácula de la Historia contenida en estos paraísos distantes de Chile a los que otros antes, mucho antes, arribaron.
Pero no ha de poder ser. Por el siguiente motivo.
Frente al volcán Villarrica, ante un sol resplandeciente y puro, embriagado del azul y la quietud de un lago que se postra generosamente ante su cumbre, dialogaba yo apaciblemente con un señor de México. Comenzamos hablando de los ciclos de vida de las cosas, cuestión que nos reunió a ambos en este paraje, y pronto derivamos la plática hacia esa opresión negra de la influenza. Así es como mi interlocutor de México nombra a la gripe porcina que aterroriza a la porción de humanidad que no vivía aterrorizada por la crisis. Que los terrores no han de sumarse como los números naturales.
Y digo yo, tendré que empezar a someterme voluntariamente a la observación metódica e incuestionable de lo que hay que hacer si uno puede haberse contagiado. Porque al señor de México le di la mano para saludarlo, como corresponde a las buenas normas de la cortesía, y no interpuse mascarilla alguna para comunicarme con él. No tenía intención alguna de permitir que una sospecha limitadísima derivase en pésima educación. Quizá cometí un error, pero la afrenta hubiese sido lamentable.
Coincidirán conmigo en que es asaz molesto perder la oportunidad de escribir cuestiones dichosas para el entendimiento, contagiado (esta vez sí) de los horrores que se propagan con mayor celeridad que los virus. No pretendo minusvalorar la importancia de la gripe. Lo que intento es mantener una existencia llevada con dignidad suficiente. Y, para ello, nada como la información y unos saludables hábitos higiénicos. Ya me gustaban las verduras y las frutas, pero seré más cuidadoso en adelante con mis manos, que lavaré frecuentemente, y me abrigaré bien para que una corriente de aire no me obligue a estornudar. Porque sepan que, a orillas de este lago, enfrente del volcán Villarrica, refresca bastante por las noches.

jueves, 23 de abril de 2009

Cosas de la lengua


Hoy les escribo a toda prisa mientras espero la salida de un vuelo que me ha de llevar al Nuevo Mundo. A ese continente inmenso que, desde Colón, nadie ha podido arrogarse como nosotros el derecho de reclamar su descubrimiento. Otros lo pisaron antes, pero sin el relumbre que de la impronta de la Historia. Adonde voy, esa franja extensísima de tierras australes bañadas por un océano inmenso y una cordillera majestuosa que llamamos Chile, no tendré problemas de idioma. Sus habitantes hablan la misma lengua que yo, si bien coexisten diversas lenguas indígenas que no toda la población conoce. De este ejemplo, y otros muchos, incluso más próximos, se deduce que lo de las lenguas del Estado es un asunto común con infinitud de Estados, y no de nuestro solo ombligo.
Uno no escoge al nacer la lengua en que ha de expresarse. El individuo se une a ese rasgo cultural que le viene impuesto, pues es la más fácil solución de entre todas las posibles. Desde la burocracia o desde la misma sociedad, luego, pueden exigirle que se comunique en otra distinta. Pero, ¿no es acaso un forzamiento encaminado a resignarle en lugar de sumarle a la causa del otro idioma?  Aquel dictador que pervivió en su poder tantos años como yo llevo vividos, impuso la lengua de España y prohibió las otras lenguas de España. ¿Sirvió de algo?  Creo que de nada en absoluto. Y de ello habrían de aprender muchos impositores.
En Madrid los alumnos pueden solicitar el bilingüismo castellano-inglés en un buen número de colegios públicos. Sin embargo, no conozco de muchas escuelas que faciliten nociones básicas, no comunicativas, de catalán o euskara o gallego, siquiera por inculcar en los futuros adultos civiles una comprensión íntegra de lo que es España en el siglo XXI. Tanto como podría ejercer su dominio, y el Estado no profundiza en la riqueza cultural de las lenguas vehiculares del tinglado autonómico español, perdiendo así una herramienta poderosa de armonización social. Es como si, por dejación, alentase el despegue de la diferenciación que se propugna desde los nacionalismos. Gran paradoja. De ahí a diferenciar presupuestos sólo media un paso.
El conocimiento de las culturas estatales facilita la cohesión social y elimina esos esquemas torticeros que aparecen en las discusiones de sobremesa en las que no solamente se habla de fútbol o de famosos rosas. De ahí que parezca mentira que aún debamos argumentar cómo se hace para convivir con justeza.

jueves, 16 de abril de 2009

Grasa en el cuello


Lo decía en la radio una de esas locutoras de fama entretejida en las dimensiones de la pequeña pantalla. Pasada la Operación Retorno, ahora toca la Operación Bikini. Y de eso quiero hablarles, de mostrarse en bikini, y no por deleite ante la esplendidez de las formas femeninas.
A la locutora, como a mí, como a usted, como a tantos, lo que nos preocupa es mostrarnos desnudos a la intemperie, que es como uno se encuentra cuando va a la playa a bañarse o broncearse. Y nos preocupa por esas gorduras y lorzas tan manifiestas y, por ende, desasosegadoras. Un desasosiego estúpido, pues todos nacemos con los mismos cueros puestos. Pero en esta época de bonanza, pese a la crisis, la estética, que siempre nada contracorriente, dicta que lo que vale es el cuerpazo del gachó que sale en el anuncio de la colonia, o las curvas divinas de la señora estupenda que dice en la tele usar un anticelulítico, cuando obvio es que lo que necesita es un chuletón.
O sea. Y pasando por alto lo de los músculos, pues a los mortales comunes nos basta con enorgullecemos de nuestras tonificadas neuronas, lo que realmente nos duele hasta el tuétano es la grasa que acumulamos. Y que ni metiendo tripa se consigue disimular que no somos objeto ya del deseo de la jovencita dieciochera que toma el sol a nuestro lado. Uno siempre piensa que, en el fondo, lo de la edad no es importante… para los demás. De ahí que los gimnasios vivan una época tan gloriosa, porque sabido es desde Galeno que el ejercicio no nos hace más longevos.
Pues sepa usted, lector, que tenemos todos una grasa tan buena que desaparece a pocas escaleras que subamos. Es la llamada grasa marrón, de alto contenido en hierro, que prácticamente se quema sola. La tienen en abundancia los niños y los ratoncitos. Pero, ¡ay desgracia!, no los adultos. La nuestra no es marrón, sino del color de la eternidad. Pero alguna tenemos, que eso es lo que han descubierto unos médicos bostonianos muy listos. Está agazapada, escondida alrededor del cuello y la clavícula. Y por eso resulta difícil de detectar. Como es grasa buena, y tímida, no quiere pasar demasiado advertida.
En fin. Que acaso pronto ya alguien descubra un fármaco que beatifique nuestra asquerosa grasa triponcera, y la convierta en esa grasa buena que nos permita a todos convertirnos en aéreos sílfides de esbeltez inmaculada. Podremos comer a destajo sin expiar luego nuestras penas con las mancuernas, y nos iremos olvidando de las tallas que aumentan año tras año como el IPC. 

Pero no sueñe tanto, lector: cuando ese día milagroso llegue, descubriremos horrorizados un hecho que no habíamos advertido. La jovencita dieciochera no nos desprecia porque estemos gordos o calvos, sino porque somos viejos.

jueves, 9 de abril de 2009

Recuerdos de temblores


Las noticias sobre terremotos siempre han despertado en mí una inquietud ambivalente. Qué duda cabe que un temblor de tierra genera una sensación descorazonadora de servidumbre hacia la naturaleza. Como los relámpagos o las tempestades, no los controlamos, ni los dominamos, ni siquiera podemos anticiparnos a ellos. Llegan, descargan su violenta energía en unos pocos segundos, destruyen y se van. Son fugaces. Son muy extraños. En este sentido, mi primer sentimiento, de los dos encontrados, no es muy distinto al que pueda tener usted, lector. Pero sepa que comencé mi andadura científica como sismólogo, esto es, investigando no solamente las ondas que ocasionan esos daños terribles, sino también la tierra que subyace bajo nuestros pies. Ella es el lugar por donde se propagan los seísmos, que solamente por tal razón éstos pueden considerarse como el mejor escriba de nuestro planeta. Por eso la segunda de mis inquietudes pivota alrededor de la curiosidad que me suscita esta Tierra nuestra cuya superficie ocupamos.
Una vez conocí a un absurdo mequetrefe que hacía méritos para ingresar en el Instituto Geográfico Nacional, ente gubernamental que tiene por función, entre otras, detectar y comunicar de los movimientos sísmicos. Digo que era absurdo porque, por querer ejercer de sismólogo, cada vez que un temblor dejaba tras de sí el correspondiente reguero de muerte, él se dedicaba a celebrarlo con alborozo. En el elenco de personajes absurdos que uno ha tenido la infortuna de conocer en esta vida, no me he vuelto a topar jamás con un tipejo semejante. Pero ya no me espanto de esas cosas. Esta modernidad de vida nuestra conlleva a perder la perspectiva de lo humanitario y abrazar únicamente la limitada visión de nuestras entendederas. Acaso por eso, de tanto en cuando, la naturaleza nos envía un terremoto y puebla de dolor y devastación regiones enteras, como la de los Abruzos en Italia, para que no olvidemos que hay cosas que únicamente pueden superarse si trabajamos juntos y juntos colaboramos para enmendar el daño que han infligido esas fuerzas más poderosas que nosotros mismos. Lo llaman solidaridad, pero es también otra cosa. Es bonhomía.
Por mucha ciencia de que dispongamos, no acabamos de entender bien las catástrofes naturales, y éstas no nos entienden a nosotros. Algo así podríamos reprocharles: que acechen desde el umbral de nuestra inadvertencia y lo asolen todo sin consciencia ni respeto alguno hacia nuestra crisis económica y nuestras vacaciones vernales. Por eso lo mejor, lo deseable, es que si han de pasar, pasen rápido, y que no regresen en años. Que necesitamos de todo nuestro tiempo para seguir conduciendo esta sociedad hacia un tipo muy distinto de desastre

jueves, 2 de abril de 2009

La vida tras nosotros



Se decía antes que los inviernos crudos desviejan. Las reses antañonas se apartan de los rebaños para que no impidan la crianza y desarrollo de los ejemplares jóvenes. En la naturaleza, lo viejo apenas tiene cabida mucho tiempo. El ciclo de la vida es un proceso donde la sustitución de lo agotado por lo fresco es algo inherente. Pero la sociedad civil lo ha convertido en una autopista de destino incierto, donde el consumo y la obsolescencia campan por sus respetos, sin miramiento alguno por nuestros mayores. El progreso ha instaurado la cuarta edad donde otrora el invierno desbardaba las lindes humanas. Pero se ha olvidado decirnos qué hacer con ella, aparte de olvidarla. Como un buen amigo me solía decir, la gente ahora se muere no de vieja, sino de viejísima.
Un anciano requiere de muy poco. Sólo necesita el fluir suave de los días y el cariño de la familia. Sus necesidades son todas básicas. Inadecuadas para satisfacer los apetitos dinerarios de la sociedad que produce y consume con frenesí. Por eso mismo, parece que los viejos sobran de todas partes. Y digo parece, porque en las sociedades ancestrales, y en esas llamativas culturas aborígenes, un anciano es respetado por ser sabio. Para nuestra sociedad, sencillamente no sirve. Donde la hora de los cuidados habría de sentirse como una gratificación y una obligación, nuestra productividad vigente lo ha etiquetado como el más estéril de los sacrificios.
Tampoco habría de sorprender esta repulsiva subversión del orden de la vida. Afecta a todas las edades del hombre. La primera edad está cada día más descuidada, pues hemos sustituido la vigilancia y el afecto por la guardería abrasiva de la televisión, el botellón o las redes sociales de internet. La segunda edad vive (vivimos, diré) desvinculada de la grandeza del horizonte, manifestando una miopía hedonista, torpe e inculta, que sólo permite vislumbrar las irregularidades del ombligo de cada uno. Y la tercera edad, ésa hacia donde nos dirigimos todos si el estrés o el infarto no lo impiden antes, se encuentra prematuramente infrautilizada.
El miedo a morir siempre ha estado vigente en nuestra cultura, bien lo sabía Unamuno, pero es ahora cuando abrazamos el egoísmo como fingimiento para superarlo. Por eso nos seduce tanto vivir por encima de nuestras posibilidades, hurtando recursos a quienes han de existir tras nosotros. Vivir deprisa. Disfrutarlo todo. Apartar lo que nos impide acumular experiencias, que todo alimenta. ¿Acaso hicieron nuestros mayores, nuestros viejos de hoy, algo así con nosotros? Descerebrados e indolentes, el hombre de hoy desdeña la sabiduría de los ancianos, porque desprecia todo cuanto no provenga de sí mismo. Luego dicen que hay crisis.