Este domingo pasado, en la más fría tarde que recuerdo de
este frío y largo invierno, enterramos en mi pueblo, allá en las Arribes del
Duero de Salamanca, a un familiar muy querido. Tan intenso era el frío, que los
terruños del camposanto con que se iba cubriendo el féretro parecían resonar
contra la madera como bolas de hierro. En mi pueblo, aún se da sepultura a los
muertos. Mi pueblo es, de alguna manera, un rincón de esa España rural, pobre y
olvidada por el tiempo, que se va muriendo con sus gentes, y donde poco a poco
no quedará otra cosa que el silencio. El mismo silencio roto este pasado fin de
semana por las campanas de la iglesia, cuando tocaron a muerto.
La hermana mayor de mi madre, descansa ya en la tierra
donde nació. En una ocasión escribió mi hermano, mejor articulista que yo, en
algún otro diario, que la muerte no es una derrota, pues contra ella no hay
posibilidad de victoria. Nos amedrenta y nos asusta, nos sobrecoge y humaniza.
Es al mismo tiempo destino e impulso. Mi tía, hasta el último instante, pese a
sus horribles padecimientos, se aferró a la vida. Como si quisiera decirnos con
su esfuerzo por vivir cuál es el sentido real de la existencia. No importa el
dolor del cuerpo, aun acechado por una horrible enfermedad. No importa el
sufrimiento que conlleve. Importan los momentos de amor por los tuyos. Hasta el
último aliento.
Estos meses atribulados que nos toca vivir, repletos de guerras
y crisis e incertidumbres, algún día pasarán y llegarán otros. Nos preocupamos
del presente porque lo identificamos con la existencia, pero tanto el pasado (lo
aprendido) como el futuro (lo que hemos de aprender) forman parte de ella. El
ser humano, para lo bueno y lo malo, es dinámico, creativo, ingenioso y fértil.
Destruye los caminos transitados para construir encima unos nuevos. Se alimenta
de las hojas del calendario que van cayendo. Sustituye unos momentos por otros,
y cuanto más construye, con más levedad cubre la persistencia de la memoria. Pero
somos el tiempo en que vivimos, y en ese tiempo, entre el nacimiento y la
muerte, alcanzamos cuanto somos. Lo mismo usted, que yo, que el otro. Si hay
algo que dignifique nuestra vida, es el respeto inmenso por quienes ya se
fueron.
No me gustan los consuelos que se escuchan
cuando las campanas doblan. No creo que necesitemos reconfortar nuestra pena,
sino muy al contrario, ahondar en ella y reflexionar. El ajetreo ordinario nos
aparta de estas cuestiones humanas. Si nos apeamos de los instantes de duelo,
nos apeamos del sentido de la vida. Al menos tal fue mi pensamiento mientras
observaba cómo unos terruños helados golpeaban en las maderas de mi pasado,
advirtiéndome con ello cuál ha de ser mi futuro