viernes, 29 de septiembre de 2023

La Luna y el escarnio

Mientras otros (muchos, pocos: no lo sé y tampoco quiero reflexionar sobre ello) se dedican a contemplar los juegos de la política, en tiempos estos donde cada despunte parece más incapaz que el anterior, yo volvía los ojos hacia la imponente presencia de la luna llena en un firmamento oscuro donde titilaban los luceros y las estrellas, de limpio que se extendía. Esta limpidez tersa y pura parece subyugar el alma hacia lo infinito, hacia las inconcebibles distancias sidéreas que permanecen más allá del entendimiento y la imaginación, hacia el inmenso vacío que se extiende en un universo cada vez menos contemplado por los hombres.

Sobre el planeta, en cambio, prosiguen los aconteceres diarios, tan habituales y previsibles que incluso se han acallado las voces de una guerra sostenida en una de las barriadas de nuestra propia urbe. En esto de los clamoreos, nada como la mediocre asechanza de lo político, esa estirpe parasitaria que, como las bacterias gástricas, convive en simbiosis con nuestros males, e incluso la aclamamos como líderes, cuando no son sino simples (muy simples) extractores de impuestos y, al mismo tiempo, dispensadores de regalías. Estos días, la caterva radicícola se entretiene en repensar las modernas pugnas independentistas que unos absortan y otros repugnamos. A falta de problemas reales, este pasatiempo de convertir terruños en imperios ha devenido preeminente estatismo. 

Lo curioso de la situación es que, el indocto presidente que aún mantiene sus funciones, aquel para quien la defensa de justamente lo contrario debería ser función primera, se ha convertido en el más férreo defensor de las razones independentistas, una conversión que sucede tan de golpe y porrazo como se desgranan las necesidades aritméticas del parlamentarismo patrio. Entre sus muchas personalidades, porque tanto la paranoia como la esquizofrenia conviven en su repugnante alma, se halla la de habilitador y escribidor de una nueva ley fundamental que a unos nos silencie y a otros (los delincuentes, pero solo los delincuentes secesionistas) engríe. 

Cuando un gobierno debe su poder a los malhechores, y la ciudadanía calla o accede, y sus próceres acuden raudos a rendir pleitesía a un perseguido por la justicia que, en breve, podrá responder apremios que hablen de su causa, es momento de considerar que todo está perdido, que sean ellos quienes jueguen a lo que les dé la real gana, y los demás nos dediquemos a tratar de saltarnos todas las normas y prohibiciones, comenzando por las fiscales, porque esto ha dejado de merecer la pena.


viernes, 22 de septiembre de 2023

Equinoccio lingual

Querría escribir que lo han olvidado, no que jamás lo supieron. Y entonces tendría que preguntar: ¿qué explicaron, en tal caso, maestros y profesores? ¿Por qué se olvidaron? ¿O sucede que, igualmente, nunca lo supieron? Sigo el ovillo de la Historia hasta Mesopotamia y me topo con el babilónico Cidenas, que antecedió en más de un siglo al griego Hiparco de Nicea, y posterior en más de dos mil quinientos años a los constructores de Giza. Vuelvo malhumorado a mi era, a esta era de desolación y egoísmo (tanta exaltación hedónica y epicúrea no es en vano). Pregunto: ¿qué es un equinoccio? Y nadie me contesta, solo algún fanático de la astronomía. Todo lo más, citan que algunos centros comerciales han sido bautizados así.

Con la experiencia arriba mencionada, arduo resulta incidir en cuestiones relativas. Por ejemplo, ¿por qué los equinoccios vernal y el otoñal no están simétricamente dispuestos en el calendario? Y aquí es donde habría de retrotraerme un poco más cerca, hasta hace unos quinientos años, cuando Kepler. Pero no tengo ganas. Que lo expliquen los “influencers”, que tienen más seguidores que la Larousse o la Británica. Yo elijo este argumento para parangonar el otoñal equinoccio que parece vivirse, estos días, y toda esta legislación, en el Parlamento, donde ahora todas las lenguas habladas, con mayor o menor futura, de repente han hallado su equinoccio.

Si me preguntasen, porque nadie lo ha hecho hasta ahora, les diría que me da lo mismo la modificación reglamentaria de la que todos hablan, cada cual en su germanía (por aquello de ser tan principal edificio un antro de rufianes). Si no les prestaba atención antes, por qué habría de hacerlo ahora. Me sucede lo mismo que con el fútbol practicado por hombres o por mujeres: no hago ningún caso. Aunque a un colega del trabajo le he explicado, no sin sarcasmo, que prestaría más atención si ellas se arropasen como en el vóley-playa (y me da lo mismo que me acusen de cosificador: el que no se entera de qué va esto del mundo, propenso es a convertir su iracundia en rencor y travestirlo de progreso). 

El firmamento no varía sus reglamentos a gusto de quienes lo observan. Es más, se complace en dificultar la tarea de hallarla, y por eso es un reto desde que el hombre mira los cielos y combina los movimientos lunares y solares que observa, ambos (preciosa metáfora del amor), en un solo calendario. El lenguaje del cielo no entiende de dialectos o idiomas. Se expresa con armonías y, todo lo más, nos permite comprenderlo usando la poesía, para la que ni siquiera se precisa estructuras gramaticales: solo plasticidad. Lo mismo sucede con el otoño, que a él acudimos todos llegado el tiempo de contemplar las primaveras ajenas. Por cierto, este año bien se ha adelantado: otra peculiaridad más que atribuir a los devenires humanos. Finalmente colijo que tiempo atrás que occidente atravesó, como civilización, el equinoccio, y se precipita hacia la eterna noche del extravío.


viernes, 15 de septiembre de 2023

Retrato de una época

Desde que los partidos nacionalistas devinieron, al menos los importantes en el Parlamento, separatistas, la situación política no hace sino pudrirse cada vez más. El molt honorable y muy delincuente Jordi Pujol nunca fue de tal guisa: los logros que fue alcanzando a mayor gloria de la autonomía y el supremacismo catalanes se debieron a su labor de negociación con los partidos elegidos para gobernar, pero que no hubiesen alcanzado la mayoría absoluta. Se hizo el necesario y los partidos otorgaron cuanto pidió, fuese o no digno (Aznar entregó la cabeza de Vidal-Quadras para poder ser investido presidente en 1996, probablemente la mayor indignidad de su extenso currículo político). Las mayorías absolutas jamás han supuesto la reversión de tales prebendas, por mucho que estuviesen horadando las raíces del equilibrio patrio. Y una vez entregado todo lo que, constitucionalmente, podía entregarse, solo quedaba por exigir lo constitucionalmente inexigible.

La mitad de los políticos catalanes con liderazgo en estas cuestiones independentistas, presos del delirio que produce la continuada disposición de una lengua para distinguirse del resto (lengua que nada pinta en el panorama internacional, por cierto) y el descontrol interesado de los dineros que hacia ese territorio fluye con regularidad desde las arcas del Estado al que denuestan, proclamaron su independencia para mostrar sin ambages y ningún género de duda que estaban hartos de exigir aquello a lo que, en sus meninges, creían tener derecho y un deber mesiánico: la constitución de un estado propio y el automático reconocimiento por parte de todos los demás, españoles incluidos. El Gobierno de entonces, el de ese indolente patán de Pontevedra de tan infausto recuerdo, respondió mal que bien (cuando el Jefe del Estado tuvo que recordarle sus funciones) persiguiendo a los proclamadores, pero todo siguió igual, porque en ningún momento ejerció herramienta alguna para desarticular los mecanismos que conducen al sentimiento separatista. Y como el Gobierno de hace un rato, el de ese insufrible paranoico al que los suyos concedieron el poder de hacer y deshacer (sobre todo deshacer) para que las siglas del partido prevaleciesen por encima de cualesquier otras consideraciones (y hay que ser muy anormal para permitir tal cosa), necesitaba y va a necesitar aún más los votos de los secesionistas catalanes y también los de los antiguos terroristas vascos que intentaron en Euskadilandia lo mismo (haciendo uso de bombas y tiros en la nuca por toda la piel de toro), la putridez tiene visos de convertirse en un canibalismo feroz donde el españolito casi sin estado es el convidado a ser la merienda.

Lo de los otros vascos, los nacionalistas de siempre que una vez, con un tal Ibarretxe, estuvieron convalecientes de un gripazo monumental que casi los deja sin sillones, es en sí mismo un misterio salvo que advirtamos la nefasta mediocridad del gordinflón que los preside y la vaciedad del maestro que allí dice gobernar. Disponen de una lengua propia (igualmente irrelevante en lo internacional y de una dificultad de aprendizaje mucho mayor que la del klingon) y, sobre todo, disponen de ese sentimiento tan vascongado de creerse dioses y reyes de la única patria merecedora de tal nombre sobre la faz de la tierra, que no por nada provienen del carlismo. Por cierto, la Historia (con mayúsculas) está repleta de buenos vascos (los de entonces, no estos de ahora que no aprenden de aquellos ni a palos), pero no de buenos catalanes. Por alguna razón, este tipo de vascos se ha alineado con el paranoide, coincidiendo en ello con sus competidores y enemigos, como si creyesen que ambas facciones pueden rascar con igual fortuna de la misma olla. Méritos para culminar el suicidio no les falta y parece que están en ello. Lo mismo dentro de unos años han desaparecido sin dejar más rastro que los vestigios escondidos bajo la autopista que condujo a los terroristas a la victoria.


viernes, 8 de septiembre de 2023

Aún pedaleando

Voy arañando los últimos momentos de mi tiempo de vacaciones, que en esta ocasión he prolongado  por tres semanas, más que en años precedentes. Unos pocos objetivos indiscutibles: dormir bien, alejar de la alimentación todos los pecados que nos devuelven a la ruta de la morbilidad, la mortandad anticipada, los venenos modernos disueltos en cada arteria y en cada vena, el egoísmo antropológico. Pero, sobre todo, por encima de cualesquier otras consideraciones que cabría calificar de waldenianas (y eso que Thoreau fue un embustero), alejarse del ruido y olvidarlo. Olvidarlo por completo. Minusvalorar su importancia y recuperar los puntos de vista que tiempo ha hubimos perdido. 

Lo de dormir buenas horas, en abundancia y placidez, no es tan complicado. Lo de alimentarse bien, sí que lo es: basta echar un vistazo a los mercados y saborear la ingratitud de cuantas verduras y frutas compramos. Pero, siendo este último difícil, es el tercero el que veo casi imposible. Para alejarse del ruido uno debe desconectar la televisión, aunque este artefacto es cada vez menos crucial en la transmisión de bataholas y barbullas, y sobre todo, desconectar las redes sociales. Desconectarlas del todo, no participar en debate alguno, ni siquiera apretar esos iconitos tan monos con que nos hacen sentir demócratas. Usted me dirá que las redes sociales están repletas de gatitos, de recetas de cocina, de consejos para una buen bricolaje, de paisajes, de anuncios de chismes y aparatos para engrandecer los músculos, y de tías buenas en bikini. Y es verdad, pero detrás de toda esa farfolla a medias entre lo banal y lo estúpido, siempre subyacen los mensajes, sibilinos o no, de adoctrinamiento. ¿No se ha dado cuenta de que media humanidad, la de la izquierda, principalmente, se pasa los días enteros diciéndonos cómo debemos comportarnos o insultándonos si no nos portamos como ellos dictaminan? (qué aburrimiento de izquierda cutre, por favor). Pues tales influencias, que eso de influir no solo está de moda, también resulta ser el nuevo portal del famoseo, van atosigando tanto y del atosigamiento se desprende tal capacidad casi consustancial de convencer al paisanaje, que en lugar de promulgarse como una visión de las cosas, se ha promulgado a sí mismo como la guía para ser merecedor de la pena en este universo, y no se descuiden mucho si les digo que tal vez también lo sea en otro universo paralelo u ortogonal.

El ruido… Qué gozo y felicidad el silencio, escuchar solo el trino de los pájaros y el soplido del viento entre los árboles, como me deleito cuando pedaleo en pos de recorrer más de setenta kilómetros en bicicleta en días alternos y poder disfrutar de una mente sana en un cuerpo al que yo gobierno, y no al revés. Casi le diría a usted, caro lector, que compre las galletas y bollos y picoteos que le plazca y convierta su existencia en un combate continuado contra el colesterol, los triglicéridos y la indolencia supina: sobre todo descanse el alma, acalle el cerebro, tapone los oídos y los ojos y dedíquese a las tías buenas que posan en bikini en cualquier playa para regocijo de la media humanidad que no entiende, ni quiere, de cuestiones de género, cosificación y transexuaidioteces. Porque ellos, sí, ellos, tiempo ha que nos vienen cosificando a todos, relegándonos al triste papel de estúpidos votantes, cerriles y fanáticos.


viernes, 1 de septiembre de 2023

Septiembre

Siempre que concluye agosto hay una parte de mi alma que se lamenta de ver distanciarse cada vez más aquellos eternos veranos de la infancia. De niño, no reparábamos en leyes educativas, que parecían interpuestas desde el principio de los tiempos, como tampoco discutíamos la necesidad de retornar a las clases lo antes posible. Estas siempre arrancaban, como pronto, a mediados del dichoso noveno mes que anunciaba el fin del estío. Pero disponíamos de un par de semanas bien amplias para seguir correteando a nuestras anchas. Entonces se podía corretear. La modernidad, en cambio, el progreso y la tecnología y, sobre todo, el ensanchamiento conceptual de la democracia para que logre abarcar todas las circunstancias humanas, provengan de donde provinieren, lo han vuelto imposible. Tanto la hemos ensanchado, tanto la hemos tecnologizado, tantas bondades nos ha repercutido, que ningún niño juega en los parques sin atención paterna, ni se junta la chiquillería en las plazas con otros rapaces, porque todos los adultos hemos creado (y hemos creído) un mundo donde las canalladas son imparables y los crímenes, de todo tipo, desbordan por las alcantarillas y albañares.

A esto lo llaman un mundo mejor, tal vez, en caso de querer parecer ecuánimes, diferente. Y no lo es. Es muchísimo peor. Los engendros oligárquicos y plutocráticos que nos gobiernan a través de esas marionetas interpuestas que denominamos políticos locales, hacen inviable arreglar nada. Es el mundo donde elegir es nocivo, donde no puede permitirse que se imponga una visión sobre las demás. Eso sí, a la chita callando, nos endiñan las suyas sobre la climatología, los combustibles, las granjas agropecuarias, el mercado bancario, la benignidad animal de las mascotas y el destino de las plantas sin mesura alguna y, lo que es peor, sin preguntarnos siquiera. Cualquiera tiene derecho a reivindicar su paranoia u obsesión personal, y como somos tantos en el planeta, las tribus y los mimetismos se reproducen como esporas, creando con todo ello nuevos grupos de presión, por si ya había pocos, que vindican sus necesidades como si fuesen derechos, y contestan a quienes se oponen con los insultos habituales de la intolerancia, el fascismo, el machismo, el patriarcalismo (las sociedades matriarcales jamás han sido conservadoras, según ellos) o la xenofobia. En lugar de un mundo donde todos tienen cabida con idéntico respeto a la ley, han germinado sentimientos nacionalistas e individualistas por doquier, donde las leyes son al gusto del consumidor, que son ellos mismos, y donde los grandes párrafos legislativos, con su extraña sintaxis y más episódica narrativa, se han convertido en guías ilustrativas, no en el marco de convivencia, orden y responsabilidad. Cómo la ciudadanía no va a tomar partido, polarizándose más y más, si el único mecanismo de defensa que tenemos es la adhesión por resignación o por conversión espiritual a los destrozos que generan. Ellos, en sus palacios dorados, creyéndose más inteligentes porque tienen más dinero y manejan unas páginas desde las que poder prodigar leyes y reglamentos, siendo en realidad los causantes de la inmensa mayoría de nuestras desgracias, presentes y futuras, se han alejado tanto del sentir de las gentes y estas, se han acercado tanto al sentir de semejantes ganapanes, que entre todos hemos acabado por conformar el mundo como la inmensa pestilencia que ahora mismo es, resultando imposible evocar qué era aquello de la armonía, el respeto a la ley, la defensa de lo justo y bueno, porque todas esas palabras se han convertido en desusos.

Antaño freías en la sartén unos huevos con patatas y solo cabían los pensamientos gastronómicos más básicos, del tipo “qué buena pinta tiene esta pitanza”. Hoy has de reflexionar cuidadosamente sobre la calidad de vida de las gallinas, que de repente todas salen de paseo por los campos, por mucho que no las veamos corretear en parte alguna, y los kilos de dióxido de carbono que se han emitido recolectando la aceituna o las patatas y fabricando la botella oleífera, sin olvidar el impacto de la sal común en nuestra salud y, por supuesto, del colesterol que contiene para regocijo de las farmacéuticas que cada día convencen a más prebostes y médicos (pobres tontos manipulados estos últimos) de lo conveniente que es rebajar en un 30% la cantidad máxima de miligramos por litro tolerable, y todo sin tener en cuenta el pan donde mojar la yema, que de repente todos los males provienen del pan y de los cereales que contiene. A base de preocupaciones imbéciles, sale más a cuenta que se coman los huevos con patatas los gatos, pero tampoco, porque cualquier vecino idiota podrá denunciar que con ese alimento maltratas a esos animalitos que, no obstante, con tanta devoción se lo zampan sin saber que están destinados a una muerte segura (última aberración de los amadores de animales, reconvertirlos a todos ellos a sus propias maquinaciones y obsesiones hasta erradicarles la naturaleza intrínseca).

Siempre que concluye agosto y he de retornar a la consuetud de estas y muchas otras estupideces, porque ya todo cuanto nos rodea tiene esta calificación, una parte muy significativa de mí desea retornar a esos tiempos de la infancia en que el mundo parecía caminar hacia un futuro espléndido, y no hacia este inmenso vertedero de naderías en que lo hemos convertido.