viernes, 26 de junio de 2015

Por supuesto, la bandera

Fui yo quien, hace un par de semanas, parangonó las banderas con trapos bellamente ondeados por el viento. Entre otras cosas. Y hétenos ahora en un tinglado aún mayor con la bandera de España a consecuencia de su empleo como atrezzo en la reciente comparecencia del dizque líder del PSOE, cuando anunció no me acuerdo muy bien qué. Que yo no recuerde el asunto explica ilustrativamente la vertiginosa obsolescencia de las noticias políticas, en contraposición a la pertinaz perennidad de los temas conflictivos, que los enredamos una y otra vez hasta que la madeja no tiene ya por dónde dar vueltas. Y yo el primero, faltaría más.
A mí las banderas me producen indolencia intelectual, pero a muchos les recuerda la tenebrosidad de la Falange o de Franco en cuanto la avistan, como si fuesen un fuelle con el que reavivar, cuantas veces sea preciso, las iras y venganzas de la España dividida, haciendo con todo ello un odio profundo a cualquier cosa que represente a la nación. Leí hace poco un agudo artículo en el que se criticaba que fuese la izquierda el único grupo de opinión incapaz de desentenderse del franquismo de una vez por todas. Hay en la memoria compartida de este colectivo una resistencia a ultranza a olvidarse de que la dictadura acabó hace 40 años o que la Guerra Civil fue un episodio vergonzante de nuestra atribulada historia que daña la memoria de propios e impropios. Historia que, aparte, llevaba muchos siglos de singladura cuando esos eventos sucedieron.
El olvido del que hablo es necesario, sin ese olvido no puede valorarse el momento presente sin exacerbar las cosas de manera estúpida. Porque la cruda realidad es que aquí, en la piel de toro, como en tantos otros lugares, la gente cuelga trapos bicolores en sus balcones cada vez que la selección de fútbol juega, y esos trapos resultan ser los mismos que el viento bate en consistorios y cuarteles de la Guardia Civil, los mismos de los emblemas del Gobierno, o los mismos con que en la ONU se nos identifica. Y ahí acaba la cosa. O debería. Dispone del contenido y significado que queramos darle, y yo abogo por asociarle más bien poco, el justo, el de los gritos futboleros y el aburrimiento de los actos públicos.

Es asunto más bien tonto este de la bandera, como tontería no deja de ser el empeño de unos y otros en no querer desprender las hojas del calendario y aferrarse a ellas con indignado deseo vindicativo de cuestiones ya pulidas por el paso del tiempo. 

viernes, 19 de junio de 2015

Un millón de imbéciles

Lo de los imbéciles es de Umberto Eco. Lo del millón, añadido mío. Y ambos nos referimos a las legiones revanchistas y estridentes que no tienen mejor cosa que hacer que tuitear o forumear o pasarse la vida entera pegados al youtube. No todos son indignados o quincemayistas. Los hay también fachas, peperos, sociatas, opusianos, culturetas y listillos. Alguno incluso es ingenioso. Y tengo entendido que, entremezclados, se pueden avizar doctos y letrados.

He hablado varias veces en esta columna de las masas gritonas, faltonas, sedientas de venganza, erigidas en sí mismas, por analogía o simbiosis, jueces de todo cuanto acontece en la calle. En estos días desconcertantes vemos a algunos de ellos, otrora líderes de la protesta, devenidos mandamases y objetivo de idénticos afanes justicieros, esta vez de quienes, antaño en el poder, hoy permanecen fuera de foco. En esto se ha convertido la política. En breve veremos tildar de casta a quienes hasta ayer mismo la denunciaban, y erigirse en portadores de libertad y sensatez (la voz del pueblo, que llaman) al resto. He dicho en breve; en realidad ya está sucediendo.

En mis años universitarios parecía impensable que toda aquella legión de progres, a la izquierda de Dios Padre (Felipe González), alguna vez se encaramasen al poder. Eran jóvenes, y menos jóvenes, motivados, pero tan desagradablemente radicales, que los demás les dábamos la espalda sin miramientos. Ayer bombardeaban en Twitter y machacaban a cualquiera sin contemplaciones. Hoy gobiernan. Ya no hablan tanto de Franco y los falangistas, a quienes han cambiado por Rato y el Ibex. Supongo que en breve les sobrevendrá la moderación, porque las AAPP viven debiendo dinero y nada apacigua tanto el fuego interior como el temor a las deudas, y será horripilante que también mutasen en casta, cosa que creo que sí va a suceder.

De querer alguna cosa para estos tiempos venideros, querría que, por favor, acabasen demostrando que, pese a provenir de la exaltación y el populismo demagógico, son capaces de hacer la nueva política que los antiguos no supieron ver. Porque de lo contrario el sentimiento de sentirme gobernado por un millón de imbéciles será tan intenso que me declararé en abierta rebeldía. Y nunca quise ser rebelde (no va en mi carácter), todo lo más contestatario y siempre en favor de realidades complejas y apasionantes, no de estas ofuscaciones populistas en que ya incurren todos, sembradas en Twitter o en vaya usted a saber dónde.

domingo, 14 de junio de 2015

El himno, los pitidos y las monjas

Estarán aún que trinan en Bilbao por caer frente al Barcelona. ¿Fueron ustedes por allí antes del evento? Yo solo vi banderolas y pancartas por todos lados: la ciudad entera se había convertido en forofa. Huelga decir que no sirvió de nada. Esto del balompié tiene mucho más misterio que las comunicaciones del FMI, que ya es decir.

El caso es que en aquel partido hubo pitidos y no sé cuántas cosas más en el momento de escucharse el himno nacional. Artur Mas sonrió satisfecho (pocos motivos le quedan ya), y al día siguiente tiempo les faltó a los de siempre para poner a parir a quienes pitaron, a quienes acudieron y a quienes pasaban por allí de casualidad. Léase: para algunos dos equipos de dos regiones nacionalistas, enfrentados en un dizque deporte, no dirimen entre ellos la victoria o la derrota: sirven de vehículo a la protesta y excusa de medio pelo a las huestes cavernícolas que saben azuzarse solitas con cualquier medianía.

Con lo bien que se vive sin himno ni bandera ni zarandajas. Lo primero, uno se evita bochornos como ese. ¿Por qué voy yo a quemar o escupir la ikurriña si la veo y solo me parece un trapo (bellamente cuidado) que hondea al viento? ¿Por qué habría de pitar al escuchar la cancioncilla de los segadores, si ni siquiera me gusta su música? Lo segundo, algunas formalidades anacrónicas tienen que irse disipando para dar lugar a otras más modernas. El rey no es un señor proclamado como tal por mandato divino, sino un ciudadano proveniente de raíces mejor conocidas que las mías, a quien las vueltas del destino le han colocado en representación de este país de interminables conflictos que aborrece estar en calma. ¿No hubiera sido más justo que hubieran sonado tres himnos en lugar de uno? ¿Acaso el rey no ha de asumir como propio los himnos de todas y cada una de las taifas que gobiernan este trozo de la península? Quizá hubieran pitado lo mismo durante el himno de España, pero al menos se hubiera evidenciado con mayor claridad la berreá de los ciervos que allí se reunieron, en celo por sus colores.

Ya siento parecer tan irrespetuoso. Pero entre el negocio nacionalista y la sandez tardo-franquista, unos y otros comienzan a tentarse a través de la mira telescópica y no parece que esto vaya a cesar. Antes me divertía no poder tomar a ninguno de los contendientes en serio. Hoy me espanta que se hable de monjas a la carrera, encoñadas sin rubor alguno por patriotas de vía estrecha. Tremendo.

viernes, 5 de junio de 2015

Sensualidad perdida

Lo leí no hace mucho, en un artículo dominical, de esos que acaban perdidos en la pila de diarios atrasados o en la basura de los lunes. Con una prosa melancólica y afín al siglo XIX, el autor, un hombre maduro, se lamentaba de una ausencia por él mismo provocada tiempo atrás. Tal ausencia llevaba nombre de mujer y trazas de melancolía impregnada en mucha sensualidad.
El autor refería sucesos de una etapa pasada de su larga y dilatada vida: cómo en dos ocasiones distintas hubo de toparse con aquella mujer, en ambas de muy distinto modo. La primera, desde el silencio, sin atreverse a decir nada (conocido es que en esto de las pasiones algunos hombres reaccionan con una timidez vertiginosa e inmanente). En la segunda, en cambio, aturdido porque había sido ella quien propició el encuentro tras una búsqueda meticulosa, el autor cuenta que se abandonó a seguir el curso de la vida incluso contra los vientos y mareas de sus prejuicios.
Declara el autor cómo vivió aquel erotismo brutal con sensaciones encontradas: por una parte, la sensualidad de aquella mujer excepcional, que le desbordaba; por otra, que cuanto más emergían el deseo carnal y la locura, más el miedo sepultaba su raciocinio: miedo a estar yendo a un lugar desconocido, a convertirse en aquello que siempre rechazó, a abrazar una fe nunca antes profesada.
Al final, la controversia se disipó con la peor de las decisiones: hundió su vida en el fango de la lógica y rechazó a la mujer. Cuando escribe el artículo, años después, el autor lo hace desde la melancolía y la resignación. Es evidente que, pese a todas las justificaciones, dentro de sí mismo refulgía la evidencia del error capaz de remover las entrañas en el futuro y las consciencias en los tiempos pretéritos.

Ignoro lo que le parece a usted, pero en mi interior esta clase de historias tienen algo de parábola, de fabulación, de cuento esópico, y por eso me hacen sentir nostálgico, necesitado de algo capaz de acabar con la desesperanza que generan. Porque estas historias son como una alerta que interponen otros testigos de la vida para, en nuestro ciego deambular, encontrar más fácilmente luz dentro de la oscuridad del pensamiento: una luz muy sencilla y frágil, la de las emociones interiores (el amor, la pasión, el miedo, la desesperanza), la luz que permite experimentar con todo aquello que, otrora, dejamos de lado, y que, ahora, nos remuerde muy adentro, aunque no sepamos la causa precisa para ello...