viernes, 27 de julio de 2018

Hollywood malogrado


No había estado nunca allí. Ni siquiera sé por qué esta vez sí me apeteció. Todo este mes he discurrido por tierras de mi amado México y al llegar a Tijuana sentí cierto cansancio de recrearme las tardes y algunas noches en la vecina y maravillosa ciudad de San Diego. Recuerdo que, mirando el mapa, inadvertido de las distintas escalas con que comprendemos los contornos de los países, el año pasado pensé que llegar por carretera a San Francisco (que me fascina) sería solo un ratito… pero el ratito son ocho horas de viaje en coche, que las distancias en Google Maps engañan mucho cuando se abandona la minúscula Europa. El año pasado no me decidí, por pensar que Los Ángeles también sería una letanía por tierra, pero la llamada del lugar más cinematográfico del planeta me hizo asegurarme bien en esta ocasión. Resultado asombroso: dos horas y media, nada más. Hollywood era mío.
Hollywood Boulevard no fue mío. Pertenece a las putas, que se agolpan junto a las paradas del autobús rebosantes de maquillaje y sin ápice alguno del glamour de la Pretty Woman que Richard Gere recogió en su coche. Pertenece a la suciedad que se acumula por todas partes, incluso encima de las estrellas de la fama, que yo consideraba mejor cuidadas. Pertenece a los indigentes y a los miles de establecimientos cutres donde se sirven comidas y bebidas al turista que se atreve a entrar, siquiera por ir al baño (amarga experiencia). Pero desde luego no le pertenece a los artistas que alguna vez acudieron a esa calle mundana y decadente donde se exponen los nombres que una vez fueron algo, ni a los que actualmente aún vienen siendo algo. Imagino que la fascinación con que se decoran las noches de “avant-première” logra resarcir en quienes lo presencian esta sensación mía, pero no quiero volver allí para comprobarlo.
Marché de Los Ángeles, tras visitar otros lugares, con la honda sensación de que esa California no es realmente para mí, pese a lo mucho que me gustan algunas de sus ciudades. Ni siquiera en las playas de Santa Mónica logré revertir esta amarga consideración, amarga porque siempre la quise más dulce. De repente me vi en un mundo caro y excesivo, donde ni la comida ni la sanidad apetecen. Es curioso, fue volver a Tijuana y empezar a comprender que me encontraba en casa. O al menos en una realidad más cierta, más humana.
Pasen ustedes un buen verano. Yo ya disfruto de las soledades soleadas de mi terruño en las Arribes del Duero. Este año con todo el tiempo que yo quiera por delante…


viernes, 20 de julio de 2018

Anormalidad

Se repite desde las esferas del actual poder: es prioritario devolver la normalidad a Cataluña. Pero, ¿cómo se normaliza aquello que desea estar fuera de norma? ¿Acaso es normal que un presidente autonómico rompa relaciones con la Corona? ¿Es normal que el propio presidente autonómico convoque y participe en las manifestaciones donde se insulta al jefe del Estado? ¿Es normal consentirlo? Todos sabemos de qué pie cojea la Generalitat, pero que el presidente del Gobierno de España, responsable de hacer cumplir la Constitución, lo deje pasar como si la cosa no fuese con él, resulta cuando menos vergonzoso.
Es curioso observar cómo las lindes ideológicas en Cataluña se han esfumado en pos de un separatismo que ya opera indisimuladamente como fascismo, hasta el punto de mostrarse internacionalmente como epítome de la pureza democrática mientras mantiene férreamente dividida y sometida a la mitad de la población que difiere de ella. Si el anterior presidente representaba la derecha franquista, esclavizador de la grandeza catalana (pese a su pusilanimidad), y por tanto objeto evidente de su estrategia de enfrentamiento, con el actual presidente, que es un señor de izquierdas, la cosa ha de volverse contra el Rey y la Corona, porque aquel ha de cumplir las promesas de la moción de censura que le aupó en el poder y ello incluye minusvalorar los graves insultos que al Estado español se dedican cada vez que en la Generalitat abren la boca. Es decir: señor Sánchez, cállese porque no conviene mencionar el nombre de la bicha. Claro que el señor Rajoy también calló. Aquí todos callan. Los únicos que le han hablado clarito a los separatistas provienen de allende nuestras fronteras o llevan el peto naranja.
Pronto volveremos a oír que normalidad es el sempiterno diálogo, todo por no admitir el fracaso de un Estado que ha permitido el uso torticero de la Constitución y el Estatuto por una parte de ese propio Estado. ¿Es diálogo no hacer nada y adoptar posturas bizantinas? Yo no encuentro normalidad ni diálogo en las enconadas declaraciones separatistas que auguran un choque aún más fuerte en el futuro. Y mientras unos reclaman entendimiento sin alterar un ápice sus imposiciones, los otros, que no hace tantos meses apoyaban el 155, han pasado a convencernos de que conviene pactar con quienes desean romper el Estado en los términos y condiciones que aquellos elijan. O casi. Así de triste es la política española en estos días lúgubres

jueves, 12 de julio de 2018

Temis se quitó la venda

Rápidamente llegó el chiste: un formulario que una mujer entrega esa noche a un hombre para exonerarlo de cualquier delito en caso de coyunda. En pleno siglo XXI, el acto volitivo del ancestral rito del cortejo, siempre tan ambiguo como necesariamente incierto, queda reducido a instrumento jurídico porque la seducción también necesita esa protección. Objetarán ustedes que, en asuntos como el de la asquerosamente célebre manada, sobra el chiste y lo del cortejo y la seducción. Pero que desde las esferas del poder se aliente por ello la simplificación del “sí es sí” para evitar los matices de los juristas, matices que al parecer la calle dilucida con suma facilidad, a mí se me antoja oportunista, por muy sueco que sea el antecedente.

Claro está, vivimos inmersos en el gobierno de los gestos y este no deja de ser uno más. La opinión pública, esa a la que los próceres acuden para justificar sus decisiones cuando les es favorable o ningunean cuando la saben dañosa, en algunas cuestiones quiere mandar mucho y rabia cuando no lo consigue. ¿Acaso creen ustedes que nuestros juristas son, no ya incapaces, también insensibles ante al sentir de las gentes (en este caso, de las mujeres) en asuntos tan delicados como son las agresiones sexuales? ¿Cuándo empezaron a conjurarse contra nosotros, el pueblo, que yo no me enteré? Tanta voz alzada contra un solo tribunal asemeja la confabulación de los ignorantes que no toleran la sabiduría ajena por saberse en mayor número.

El chiste, en su oportunismo, acertó en algo que yo, con más prolijidad, traté de exponer: el carácter probatorio de los delitos se difumina cuando, poco a poco, la presunción de inocencia va relegándose al olvido. No deja de ser incoherente que defendamos de boquilla la virtud de nuestro sistema judicial e interiormente pensemos que ciertas sentencias son lesivas e inicuas por responder a atávicas desviaciones humanas de los jueces. Si la dicotomía se establece en la lucha de malos y buenos y no permitimos que la justicia ilumine las escalas de grises de la vida, siempre tan huidizas, entonces todo el entramado social se viene abajo.

No sorprende que las redes sociales se hayan convertido en tribunales populares y que una sentencia condenatoria de nueve años más reparación económica les parezca insuficiente. Pero una cosa es ser muy críticos con la impartición de justicia y otra querer regresar a las turbias épocas de los juicios sumarísimos por aclamación popular.

viernes, 6 de julio de 2018

La España menguante

Mi pueblo pertenece a esa España que, año tras año, pierde más y más habitantes. Ya somos poco más de 70 habitantes del millar largo que una vez vivió aquí. No todos están en el camposanto, aunque viene siendo la tónica de estos últimos años. Los más se sumaron al éxodo de hace décadas y ahora son parte de las estadísticas de una ciudad grande y costera. Ese éxodo jamás se ha detenido. Da igual que nos pongan WiFi gratuita para cumplir con la UE o que los créditos agrícolas sean ventajosísimos. Esto es un incesante goteo que solo se detendrá cuando queden las tierras yermas y un montón de escombros en lugar de casas.
Hay una España creciente y una España menguante. Las dos fases de la luna orientadas en direcciones opuestas y complementarias. Posiblemente sea esta la mayor diferencia, mucho mayor que la económica. Usted, que me lee, vive en la España creciente. Es la España de la prosperidad, de la industria, del bienestar y las oportunidades. En la España menguante el futuro no es digno ni esperanzador, el futuro consiste en saber que tus huesos acabarán en el mismo camposanto de todos quienes te han precedido y los huesos de tus hijos lejos de aquí, por su propio bien. Dicen que ya va para veinte o treinta años que la España creciente y la menguante se alejan la una de la otra. Cuando me hablan del empeño de nuestros políticos por corregir los desequilibrios territoriales, me muero de la risa.
De los mares provenimos y a los mares acudimos sin tregua ni descanso tras la milenaria aventura de colonizar el interior de los continentes. En España, el interior se asemeja a un desierto humano. Solo las regiones periféricas y los archipiélagos no cesan de crecer, con Madrid o Sevilla como excepciones obvias. Y cuando hablo del interior, no distingo entre pueblos como el mío o ciudades. En Extremadura, el 60% de paro juvenil ha causado que el precio del trabajo y el poder adquisitivo se desplomen. Los jóvenes nacen para irse. Muy pronto ni siquiera nacerán. Vivimos en páramos de muerte diferida a un futuro demasiado próximo.
Y no hay solución. La solución es dejar de importunar a nadie con exigencias de solidaridad interterritorial. Donde, como en Euskadi, se viva muy bien, la solidaridad seguirá siendo una reliquia a desmentir con la misma estadística que certifica nuestro coma profundo. Y, ¿qué más da? Si el destino de la humanidad es el progreso, lo que mejor podemos hacer por estos pagos es desaparecer, cuanto antes mejor.