viernes, 27 de septiembre de 2019

Libros difíciles

Me consulta una chavalina, de esas que no son de mi tiempo, sobre unos cuantos libros que le han recomendado leer en clase sobre la Generación del 98. Ella cursa este año el segundo de bachillerato, lo que traducido a mis tiempos pretéritos sería el COU. La lista de lecturas no es muy amplia. Lo cual no me asombra. Los autores que enuncia parecen imprescindibles, pero faltan muchos. Pío Baroja, Unamuno, Azorín, Machado… y me cita a García Lorca. Incomprensible. "Quién será su profesor", me pregunto. No importa. Me cita algunas obras: San Manuel Bueno, Mártir; Campos de Castilla… y ahí se detiene. Me pregunta, entonces, qué libro me parece que será el más fácil de entender. "¿Disculpa?", inquiero, "¿a qué te refieres? ¿A un contenido más leve?", "No, a que use un vocabulario más fácil". ¿Y los diccionarios?

No pregunto más. Prefiero mostrar desagrado, pero busco la dialéctica. “¿Por qué no te los lees todos? Total, si solo has de hacer el trabajo de uno de ellos, el resto pueden ser solo para disfrutar”. Imposible. No puede: tiene tantísimas cosas que hacer que no le va a dar tiempo a nada más. Por eso busca un libro que le resulte fácil. Le replico que, ya puestos, puede descargar un trabajo de los miles que pululan en internet si, a cambio, eso le permite leer más de un libro, porque está viviendo un momento estupendo para comenzar a enriquecer el intelecto. Que no. “Pero si haces uso de una media de cinco horas de ocio en internet, cuando no más”. "Ya, pero…" Al final cierro la conversación de manera unilateral: no soy capaz, ni quiero, ni me apetece decidir qué libro es más fácil de leer o de entender o de disfrutar y, en cualquier caso, si alguna vez lo supe, ya no me acuerdo. Cuelgo la comunicación y me entristezco largamente de su contenido. Olvido mencionar que García Lorca no es del 98.

Tal vez el mundo de mañana sea así: homogéneo, incapaz de suscitar interés, como lo es ya el mundo físico, repleto de espacios idénticos en cualquier ciudad del mundo. Estoy convencido de que el futuro óptimo solo se construye mirando con sapiencia al pasado. Un pasado en el que se encuentra, entre otras cosas, todo nuestro legado cultural, el mismo que al parecer produce antes tedio que asombro.

Los estudiantes (¿algunos?, ¿muchos?) posiblemente agradezcan un atajo ante lo que consideran un marrón que les roba tiempo para lo que sí importa. ¿Y los profesores? No sé qué desean, pero si yo fuera uno de ellos acabaría deprimido y desesperado. 

viernes, 20 de septiembre de 2019

Estío vulgar


Con el otoño terminan las vulgaridades del verano. No me refiero a los propósitos que la gente se hace para cuando acaba agosto. Eso más que vulgaridad es risión. Tampoco la ausencia del amurrio que causan los días exiguos, la luz teñida de jalde o los despertares con cencio. ¿Cómo tachar de insustancial una exquisitez tan extraordinaria? Me refiero, por ejemplo, al milagro de ver cómo cientos de miles de horteras encierran, hasta nueva orden, ese calzado ignominioso consistente en una suela y dos tiras de plástico que se cuelan entre los dedos. El otoño cura ese trastorno denominado mal gusto. Porque los pies… ¡mira que son feos!
Las chanclas, o zoris, o como se llamen, y que algunos muy instruidos elevan a históricos por las sandalias faraónicas y las caligae romanas, parecen incitar a la felicidad y al frescor frente al rigor canicular, por involutivo que parezca. A mí, personalmente, me incitan a pisotear pinreles. Qué quiere que les diga. Un padre de familia, de apariencia honrosa, pierde toda su dignidad vistiendo pantalón corto, admisible en ciertas situaciones, y chanclas. No digamos si el aderezo se completa con un tatuaje, por pequeño y discreto que sea. La manifestación orgullosa y exterior de un sentimiento, profundo o superficial, arrebata a la persona la intimidad de sus pensamientos y los convierte en pasto de narcisistas.
Claro que, puestos a sentir alivio, nada como despedir la otra vulgaridad estival que, de un tiempo a esta parte, pese a lo controvertido que resulta denostar la propia naturaleza en aras del entendimiento entre sexos y la corrección de las formas, impera en el mundo moderno. Me estoy refiriendo a esos pantalones ultracortos, porque decir cortos es decir poco, que se empeñan en usar damiselas y jovencitas, con un corte en la confección tan rácano, con la juntura tan al aire, que a las hembras que los visten dejan sin disimulo la mitad de la nalga, o cachete, o glúteo, que lo mismo es.
Sea pinrel o tatuaje o culo, este exhibicionismo urbano parece escorzo de Instagram, donde, como en casi todas las redes sociales, hay que relatar continuamente lo que hacemos, como si fuese importante. Y si uno lo cuenta todo, ¿cómo no mostrar lo restante en todas partes, ya puestos? La chancla puede producir fascitis o cojeras y para cuando lo advirtamos será demasiado tarde. El pantalón y el tatuaje, desubicación estética perpetua (salvo en las redes, donde siempre es estío). Por fortuna para los pies, en la calle puede ser otoño o invierno.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Don Camilo


Cuando yo inicié mi andadura de doce de años en eso del teatro amateur, siendo entonces un jovenzuelo repleto de ganas de hacer cosas al margen de los libros, en el instituto se representaba cada año la ópera rock “Jesucristo Superstar”, en playback. La obra musical de Andrew Lloyd Webber (hijo de William Lloyd Webber, a quien debemos la magnífica “Missa Sanctae Mariae Magdalenae”, qué gran coincidencia) ya hacía tiempo que se había normalizado en España, y lejos quedaban las revueltas y anatemas de los Caballeros del Santo Cristo ante los cines. Parecía lógico que cautivase la atención de mis compañeros de instituto. Pero, ¿en playback?
Aquel musical abrió a mis oídos un universo más amplio. La voz de aquel Jesús tan inefable (y tan poco pop) la ponía en español Camilo Sesto. Ángela (Angelita) Carrasco resultaba en una estupenda María Magdalena. Y aunque siempre me pareció como más importante el papel de Judas (el mismo inveterado traidor en quien, según Borges, se encarnó Dios), la versión del ahora controvertido Teddy Bautista no me gustó nunca. Lógico: nunca pudo igualar al prolífico Carl Anderson, pero el Jesús de Camilo Sesto sí resultaba tan bueno (si no más) como el de Ted Neeley en la versión cinematográfica. Dotado igualmente de una voz portentosa, timbradísima, exquisitamente modulada, de tan amplia tesitura que se paseaba cómodamente por cualquier armonía hasta alcanzar registros altísimos, aquel afamado cantante (entonces) se convirtió en la encarnación del éxito en la música internacional. Como cantante y como compositor. Porque el hombre que estremecía cantando “Getsemaní” fue igualmente capaz de componer e interpretar un tema tan majestuoso como “Vivir así es morir de amor”, balada romántica difícilmente superable. E incantable (salvo para unos pocos). Eso sí, sus canciones siempre hablaban de amor. Un poco como ahora…
Se fue Camilo Sesto, de nombre Camilo Blanes, aunque pienso que su imagen desapareció hace mucho tiempo, como casi todo lo que florece alguna vez en los años fértiles de la juventud y, después, en el advenimiento de la madurez, ha de dejar paso a lo nuevo, que todo lo borra. En mis viajes a México y a Costa Rica me han recordado su nombre, un nombre que, en estas longitudes del meridiano de Greenwich, tiempo ha que permanecía en el olvido. Precisamente Camilo Sesto se despidió de los escenarios con un título muy costarricense (Camilo Pura Vida). Pero yo sigo viéndole en Getsemaní.

sábado, 7 de septiembre de 2019

Bloqueos estériles

Mientras viene llegando septiembre, y las noticias profieren lastimosos testimonios políticos cargados de atolladeros, bloqueos y otros impedimentos, en Costa Rica, donde me encuentro, cae una lluvia atronadora. En la estación de las lluvias, invernal, de un invierno de temperatura exquisita y humedad muy alta, el agua cae del cielo con puntualidad inconmovible. Acaso por esta causa y sus muchos efectos, los turistas regresan de este país con alabanzas admirables de la prodigalidad y verdor de este país tropical, donde el color que los daltónicos contemplamos mal lo llena todo. 

Hace unos meses les comenté algo parecido desde estas tierras adonde he regresado para materializar un proyecto profesional que me está resultado muy grato. Los ticos (así se denominan a sí mismos los aquí nacidos) conforman una nación de formas pacíficas que soporta, con mucha paciencia, un retraso secular en todo aquello que por el Viejo Mundo disfrutamos sin advertir gran cosa sobre ello. Almorzando con mis clientes, me comentan que ayer mismo se puso fin a una situación injusta que llevaba años sucediéndose sin que nadie pusiese remedio: por fin se materializó en su Parlamento un proyecto de ley para que las huelgas dejen de estar retribuidas. ¡Quedo admirado! ¿Hacen huelga y siguen cobrando como si tal cosa? ¡Qué maravillosa propuesta para los viejos sindicatos! Llevaban los maestros costarricenses muchas semanas de huelga en estas condiciones, y el fisco sorprendió a muchos de ellos en Miami, en Europa o Estados Unidos, solazándose en pleno conflicto laboral. Fue la gota que colmó el vaso de la infinita paciencia tica. La ley se aprobó por mayoría y el pueblo piensa que se regresa al buen camino. Los maestros desleales han sido expedientados y despedidos de su puesto estatal. 

Las situaciones de bloqueo suelen derivar en pingües beneficios para unos pocos e ingentes sacrificios para la inmensa mayoría. Es lo que viene sucediendo en España con un Gobierno que no se acaba de formar por múltiples razones o en el Reino Unido con un Brexit que ya ha atravesado casi todos los escenarios posibles, incluido el del tal Johnson. Y mientras todo eso ocurre, y nada se despeja (al igual que tampoco despejan las tormentas vespertinas en este paraíso vegetal donde me encuentro) la vida continúa y sigue abarcando mucho más de lo que nuestros ojos contemplan, con independencia del lugar en el que nos encontremos. Huracanes e incendios planetarios mediante.