viernes, 28 de noviembre de 2014

Esperpento

En Liverpool, desde donde les escribí la semana pasada, me preguntaron italianos, alemanes, belgas, ingleses, franceses y checos por España. ¿España?, un esperpento, simplemente grotesco, respondía yo. Somos un azud que saca agua putrefacta y corrompida, por hilaridad o morbidez: ambas justificaciones son ya la misma. No solo parece pútrido el Gobierno, con sus ministros imputados y sus obcecaciones tecnocráticas (¿a esto se dedican los abogados del Estado?), su flema impertérrita, su gobernanza de calavera y su descrédito en aumento. También se pudren en las cloacas súbitamente emergidas los figurones de ahora y de siempre, apegados a sus poltronas y a sus autos descapotables; y el periodismo de medio (mediático) pelo, capaz de estremecerse en carne viva con los pleonasmos de un mequetrefe veinteañero metido a tahúr y embaucador de grandes; o los orgasmos (que rima, no solo lingüísticamente, con pleonasmo) de una población civil no digo narcotizada, digo delirante, que acepta con total naturalidad los discursos fútiles de un mesías con coleta surgido del mundo televisivo. Somos un país estancado (y parece que a gusto) en una decadencia infinita, sin capacidad para articular un modelo económico correcto (dichoso amiguismo), y sin reacción ante los estímulos externos porque los internos, ay, hace tiempo que fueron sepultados por un hedonismo ultrajante.

Usted dirá que todo esto son tropelías, que en los próximos comicios todo volverá a su cauce de futuro.

Y un cuerno. No basta quitar unas personas para que entren otras; hay que restaurar las doctrinas más puras y acorazarse contra la transigencia: la intransigencia es el síntoma de la honradez (Azaña dixit). Todos, usted también, especialmente si alguna vez se vio favorecido, hemos condescendido demasiado, por no decir estúpidamente, con la especulación, el nepotismo, el favoritismo por encima de las cualificaciones, las fórmulas carpetovetónicas del “colóqueme usted a un primo que tengo en ese puesto de allí que ya me encargaré de decírselo a todos para que le voten”. De tamaña condescendencia, prolongada durante décadas, provienen estas aguas putrefactas que nos sumergen ahora en un esperpento atroz y basto, difícilmente tolerable ya, porque en los tiempos de bonanza hasta las bragas pueden compartirse, pero en las dificultades de ahora solo puede repartirse la miseria, y a esa nadie la quiere. Y nadie la desea.

En fin. Me voy a Colombia. La próxima semana les cuento.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Otra Cataluña

Van a pensar que viajo demasiado. Y es cierto. Esta semana vuelvo a deambular por tierras inglesas, concretamente por la beatleniana Liverpool. Algunos amigos preguntan, con cierta frecuencia, si realmente me pagan por desempeñar este trabajo o soy yo quien paga por él.

A lo que iba. Ayer por la noche, miércoles para usted, tras disfrutar de una sabrosa cena en el mejor restaurante indio de los renovados diques de la ciudad en compañía de unos colegas belgas, holandeses, franceses, checos y eslovacos, nos dirigimos a un pub (obligada costumbre) para trasegar una buena cerveza inglesa. En realidad, finalmente cayeron varias pintas, no podría ser de otro modo. Algunos de mis colegas optaron por un gin&tonic (una vez más, resultaron ser varios, tantos como pintas ingerimos los restantes). En un momento de la velada, tras exhaustar algunos temas clásicos de conversación internacional (fútbol, crisis, fútbol, la reina de Inglaterra, fútbol), a un belga se le ocurrió preguntar, mirándome con expresión sarcástica: "¿Y Cataluña, qué?".

Entonces me di cuenta de que todos ellos, salvo el segundo belga, que conoce muy bien España, se adherían a la independencia de Cataluña como previamente se habían adherido a la independencia de Escocia. Los belgas, obvio es, por sus dos mitades felizmente bien coordinadas. El checo y el eslovaco, por similares razonamientos. El francés, porque sí. Y el holandés, por aquello de no quedar conmigo y el otro belga en minoría. Evidentemente no fue un charla seria. Se trataba de una conversación sarcástica aderezada por los gin&tonic y con una clara intención de afrentarme. Pero no me dejé.

Dejo para otra ocasión los detalles de los sarcasmos que continuaron. Pero sí quisiera compartir con ustedes la siguiente idea: Cataluña, o Artur Mas, como quieran, ha logrado hacerse oír. No estaba muy seguro de ello, pero ahora sí lo estoy. Muchos europeos creen, o parecen creer, que Cataluña fue una nación independiente en el pasado y que actualmente es una región con todos el derecho a existir al margen, quizá contra, España. Seguramente contra.

El éxito de esta estrategia de comunicación, bien eficaz, contrasta dolorosamente con la imagen de tenaz inmovilismo del Gobierno, o de Rajoy, para ser precisos, que en esto, como en tantas otras situaciones, sigue dando puntadas sin hilo, aparentando estar sobrepasados por los acontecimientos, que ya es decir. Una pena.



viernes, 14 de noviembre de 2014

Lo de Cataluña

Nuestra implantación identitaria tiende a proclamar que es testimonio vivo de alguna minoría. Esta ansiedad está muy extendida y viene entremezclada con versiones rudimentarias de discursos sobre derechos adquiridos (o heredados), como si tal dialéctica desencarnase al sujeto del capitalismo transnacional en que vivimos envueltos, y a su trascendencia histórica. En Iberoamérica, muchos indios se autoproclaman solamente para tener el derecho a ser reconocidos. En Europa, lo identitario es más complejo y busca ser Estado.

El mercado provee identidades a lo largo y ancho de este planeta como si fuesen jabones (viaje un poco y lo comprobará). El mercado, en este caso, es la política: al ciudadano sagazmente ha de bastarle con el cuidado y fomento de su propia identidad, sus acervos culturales y su folklore más autóctono, pero al político tal menester siempre ha de parecerle insuficiente y, por tal razón, tiende a convertir la identidad en un problema de Estado (o de falta de Estado) y a convencer a las masas de la imperiosa necesidad de resolver tal desorden innatural de los hechos. Este modelo (que se denomina nacionalismo) actúa al principio en defensa del ciudadano-víctima “diferencial” frente a su contrario histórico, aunque dicho contrario no exista o sea de ingeniosa invención, y trata de imponer un desarrollo de la diferencia cultural hasta convertirla en dominante. Esta imposición asfixia y enmudece a quienes no la aceptan y realza a quienes sí la asumen. Huelga decir que dinero y poder garantizan ciertos objetivos.

Y digo ciertos porque en Cataluña hemos visto que el ciudadano ha superado las imposturas absolutistas y no está en la brega de resignarse al nacionalismo separatista. La consulta (o como se llame) del domingo ha reflejado que Cataluña y España son una misma unidad, no por quienes acudieron a los colegios a depositar su papeleta en la urna sino por deseo implícito de quienes no acudieron a hacerlo. La clave hay que saber leerla: Cataluña quiere disponer de un espacio propio como nación sin Estado y para ello la mayoría de sus habitantes está pidiendo que Cataluña reconecte con el resto de España, no con su Gobierno, para lograrlo. No existe una clara mayoría separatista, pero sí es mayoritario el sentimiento de buscar un esquema político más autónomo y verdadero. En este sentido deberían trabajar los dirigentes.

Como es habitual, los dirigentes andan enzarzados en disputas mediocres y sin sentido.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Estando lloviendo

Fue hace unos días tan solo. Encontrándome leyendo a uno de mis columnistas favoritos, topé con el gerundio de repetición, la extravagante forma de gerundiar, según Sainz de Robles, que acuñase Cela tras los decisivos estudios de Fabià Estapé, uno de los más influyentes economistas políticos de nuestra Historia reciente, quien además columbrase, para inteligencia y entendimiento del vulgo (usted y yo), cómo el gerundio fue eliminado en la Segunda República a golpe de leyes por afrentar la plasticidad del castellano. Es de común conocimiento que el gerundio fue ampliamente usado durante la dictadura de Primo de Rivera y en la de Franco, quien por cierto protagonizó la anécdota “gerundiense” más afamada de todas, a causa de una escopeta Pudsley.

Pues bien, estando lloviendo el pasado martes, tanto que no podía distinguirse en toda Donostia el embite de las olas en La Concha de los golpetazos inmisericordes de la galerna contra el suelo, no logro recordar que sucediera cosa más merecible de recuerdo que los estruendos formidables de los truenos que, en aquel momento y durante toda la noche, cubrieron la ciudad con su retumbar de ultratumba. Con razón este Diario Vasco comentaba, a la mañana siguiente, que había caído más agua en una sola tarde que en un mes completo. Y tampoco por Bilbao, el antagonista complementario, hubieron de quedarse mancos, porque estando comiendo muy cerca del Nervión, vi caer agua a mantas y a espuertas (yo no sé cuál de las dos escoger) como si hubiese surgido una disputa adicional entre las capitalidades vascongadas por ver quién arrojaba más litros por metro cuadrado sobre la rúa.

Por si no lo han percibido, aunque convencido estoy de que sí, trato hoy de ejemplificar el estrépito de un meteoro con el acallamiento momentáneo de los muchos ruidos políticos y sociales que proliferan a cada instante en estos tiempos líquidos que vivimos, y no líquidos porque caiga más o menos agua. En la parte vieja de Sanse las gentes se apostaron bajo los dinteles de los bares de pinchos para contemplar el majestuoso espectáculo brindado por la tormenta, tanto la que rasgaba la mirada con hilos continuos de refulgente transparencia, como la que discurría calle abajo en riada. Por un momento, incluso el partido de fútbol, no digamos ya los partidos políticos, quedaron mudos.

Y estando contemplando la tormenta, supe que el discurso de la lluvia, por repetido, pronto habría de concluir. Pero no los restantes...