Yo no soy apolítico. En realidad, me considero ácrata, pero
eso es harina de otro costal. No comparto las opiniones de quienes se consideran
al margen de la política. Los asuntos públicos, por lo general, interesan, aunque
bien es cierto que muchos temas son antes manipulaciones ideológicas que propuestas
razonables.
Admito que muchas veces da ganas de ser apolítico. Menuda
casta tenemos instalada en los parlamentos, nacional, autonómico o consistorial.
Da lo mismo. Son tan ramplones que merecen indiferencia. Aunque sospecho que
les da lo mismo que toda la ciudadanía les castigue con su desinterés. Prueba
de ello es que no nos defienden a nosotros, tan sólo al líder. ¿Por qué si no votan
desde sus escaños en bloque, sincronizadamente, sin que una sola voz disienta u
ose cuestionar lo que dicta el mandamás, por muy irresponsable que sea? Da lo
mismo que sea para que éste nos lleve a una guerra o para que nos hunda en la
miseria financiera. Prevalece la disciplina, y ante esta sinrazón todos callan
sus barruntos. ¿Y luego dicen representarnos? También dicen que discuten entre
ellos, pero lo hacen a oscuras, que no se sepa. Les aterra moverse y no salir
en la foto, que decía aquél. Para eso nos podríamos ahorrar los estipendios de
esta clase política aborregada: bastaría un único representante por partido,
con mayor o menos peso en la toma de decisiones dependiendo del sufragio
recibido.
Pero: ¡tachán! Esta semana vimos una excepción. No la
única, ni la primera, pero sí grandiosa. Un ex-secretario general de sindicato,
desaparecido entre los escaños del hemiciclo durante los últimos seis años, de
repente ha roto el régimen de sumisión al partido para decir alto y claro lo
que piensa y lo que siente sobre un tema de suma importancia. Por supuesto, sus
colegas, que también piensan como él (porque de hecho decían todos pensar así hasta
hace dos días) han callado: rinden obediencia al líder.
En fin, políticos. Con su silencio partidista nos arruinan
o desemplean mientras miran para otro lado. Miedosos: no saben opinar ni en
tiempos de enorme responsabilidad. Se les llena la boca de democracia y luego son
los primeros en acatar la dictadura del líder, silenciando lo más valioso que
podrían entregar a los ciudadanos: la disparidad de ideas.
¿Apolítico? Dan ganas de serlo. Menos mal que algún
Gutiérrez devuelve dulzor a la boca amarga, de lo contrario no sé qué clase de
democracia es ésta, porque yo no la quiero así…