jueves, 28 de septiembre de 2017

Medicina anacrónica

Por desgracia, en la familia estamos preocupados por la salud de nuestra madre. Prestar de nuevo atención a la medicina ha traído remembranzas de tiempos pretéritos, cuando en el pueblo se daba el aviso de que en casa había un enfermo y enseguida acudía desde el pueblo de al lado el señor médico, don José María, con su Dos Caballos, maletín en mano y saludos a los presentes antes de entrar en la alcoba donde se hallaba el paciente. Todos alababan en don José María su excelente ojo clínico, aunque la principal razón que unía a este con todos los habitantes de la Ramajería era la bonhomía, la proximidad, la afabilidad, la paciencia sabia y humilde con que trataba a los aldeanos y el conocimiento preciso de todas las circunstancias familiares y campesinas que los afligían.
Se lo comento a una amiga, médico radióloga. Lo confirma sin discusión: esa medicina ya no existe, se ha perdido. Los médicos son pobladores afligidos de los centros de salud que ni siquiera te hablan con respeto o educación. Sedicentes sacerdotes albos de un conocimiento que creen arcano, y que no es otra cosa que un checklist (hasta para un resfriado se hace una prueba tras otra, todas “para descartar”, que en eso consiste la medicina actual, en aplicar la lógica de los descartes), pocos saben interpretar síntomas y todos se esconden en los protocolos, la expendeduría de recetas y la interpretación de análisis con dos columnas (la buena y la real). Están deshumanizados. Como casi todo ya, para qué engañarnos.
El ojo clínico es un concepto en desuso, anacrónico, que denota arbitrariedad. Hoy la naturaleza humana confía en la evidencia científica, en el resultado de una semana de pruebas y análisis, acaso por no confiar demasiado en el talento y la práctica de los galenos. Dirán ustedes que los conocimientos y el saber no dependen de la petulancia, pero sí la intuición y el buen criterio, asignaturas que no se cursan en ninguna carrera.
No lo llamen ojo clínico: lo de don José María era una pericia que ya quisieran para sí mismos muchos de los médicos con los que me he topado y a quienes no confiaría ni la diagnosis de un resfriado (no lo hago). Que nunca olvidaré cómo una MIR quiso ingresar a Queco, siendo bebé de pocos meses, por creer que sus pupilas asimétricas eran evidencia de un tumor en el hígado; como tampoco olvidaré la aflicción innecesaria a que sometió a su madre ni la displicencia con que hube de despachar a tan impertinente personajillo.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Papeletas

Si lo pienso bien, me desasosiega ver cómo se ha llegado a las papeletas. La clase media de Barcelona, promotora del pacto, del seny, líderes en una Cataluña rica, liberal, optimista, emprendedora, artística… de repente ha desaparecido. Tantos años alimentando el mangoneo del tres por ciento, la imposición de la lengua y la educación en beneficio propio (armas básicas de cualquier sentimiento diferenciador), que al final se les ha ido de las manos. Por eso la egregia burguesía catalana calla. Incluso cuando la benemérita arresta a los altos cargos de una Generalitat olvidada de Tarradellas.
Si lo pienso bien, me arredra su cobardía. Podrían hablar, señalar con el dedo acusador a todos cuantos han preferido el tobogán al precipicio en lugar de la senda (mucho más aburrida) de la templanza y la negociación, que es el lugar donde se hace un país. La calle habla, como se ve en las manifestaciones de la Diada, pero solo habla la calle que se concita para expresarse: los demás, por no hablar, ni siquiera son acera.
Si lo pienso bien, veo unas siglas, CiU, anacrónicas, brumosas, corroídas, vestigios de una bonanza que por mucho tiempo se quedará recogida en casa ante el avistamiento de los nuevos batasunos, esta vez catalanes, esclavizadores de esa entelequia llamada PDCAT, herederos indómitos del pujolismo que, alzados sobre sus cabezas, han avistado un lugar más propicio para su mediocridad que el designado por un Estado que calla y paga porque, si habla, todos se vienen arriba, que eso de jugar con la singularidad histórica afecta por igual a propios y extraños cuando se parla la misma lengua.
Si lo pienso bien, este desvarío con mil cuatrocientas cincuenta y dos, perdón, cincuenta y tres maneras de resolverse, es consecuencia de la indolencia atiborrada de prosperidad de aquellos catalanistas que yo me encontré cuando hacía mi doctorado en una Barcelona que causaba envidia a propios y extraños. Tanta mecánica social solo podía acabar en dogma o en terrorismo. Han elegido el dogma. La religión. La exclusión. Si les llamo fascistas igual me abofetean, pero se han comportado como tales desde hace cuarenta años con sus inmersiones y sus pesebres clientelares pagados a escote por los PGE.
Si lo pienso bien, acaso el precipicio no esté tan mal para ellos: podrán imponer sus leyes, inventar la legalidad al paso, arengar a las masas que aún no se han dado cuenta de nada. Pero ese precipicio, no puede estar en la piel de toro. 

viernes, 15 de septiembre de 2017

Regreso a las clases

En ciertos institutos la impartición de las asignaturas específicas depende del número de alumnos que las soliciten. Entre este tipo de asignaturas se encuentran Cultura Clásica y Filosofía. No todos los estudiantes interesados en ellas las podrán cursar, porque si no hay un mínimo número inscrito sencillamente no se imparten; los enamorados de las letras, por ejemplo, habrán de someterse a la dictadura de quienes prefieren informática o educación audiovisual, que a nadie sorprenderá que sea una amplia mayoría.
Claro está, depende del instituto o colegio. Cuando muchos sedicentes gurús pedagógicos recomiendan que la enseñanza escolar se dedique a preparar a los alumnos para el mercado laboral, están justificando que en numerosos centros educativos la II República o la Guerra Civil apenas sean abordados, por ejemplo, o que los alumnos sean incapaces de diferenciar el grado de incidencia de los rayos del sol en invierno y verano. El sistema educativo ha devenido tan mutilado como inservible para construir ciudadanos.
Profesores y estudiantes viven continuamente en interregnos de leyes educativas. A muchos docentes con los que trato resulta harto frustrante ejercer su magisterio porque los currículos son absurdos y cambiantes. ¿Cómo explicar que la dichosa psicopedagogía, capaz de decir en un mismo informe una cosa y su contraria, ha calcinado las aulas hasta convertirlas en un pozo de tristeza y desmotivación? El problema, claro está, no se encuentra solo en las aulas. La enormidad del número de padres sobreprotectores, con sus estúpidas demandas, o la tiranía de lo políticamente correcto, capaz de aniquilar de un plumazo toda curiosidad intelectual en los estudiantes, son factores que anulan el prestigio del saber y proscriben el rigor o la excelencia. ¿Debe asombrarnos, como enunciaba en el primer párrafo, el desinterés absoluto de los estudiantes por aprender? Hay chavales que se ven a sí mismos antes como prisioneros que como seres potencialmente brillantes en lo intelectual.
Me temo que las vergüenzas y miserias de nuestro sistema educativo no dejarán de aflorar. No hay nada tan hermoso como enseñar, ni nada tan entretenido como aprender. Es lo que nos conforma como humanos, por eso desde las aulas han de construirse mejores ciudadanos para mejores sociedades. Imagino que suena utópico, pero de la ignorancia funcional solo se alimentan desastres como Donald Trump o Marine Le Pen. Pero oiga: como quien oye llover.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Por fin

Cinco años de agotadora agitación ha necesitado Cataluña para escenificar, penosamente, en un parlamento semivacío y embrollado, su primer paso hacia la independencia. La sublevación no ha alzado las armas (dice mi hermano que, sin ellas, las revoluciones son un timo) y el Gobierno se limita a recurrir al tecé, que no al ejército (más propio para una invasión que para mitigar una insurgencia).
Tarradellas ha quedado en el olvido. La borrasca antisistema que gobierna en Cataluña ha acallado las voces de una clase media que, como ninguna otra, acaso solo la vasca, supo ser próspera. La izquierda revolucionaria, que llama al asalto y se dirige a las clases catalanas menos pudientes con estruendoso ruido, ensordece el juego político y convierte en tontos patanes, aunque útiles, a quienes están en el Govern como tristes evidencias de un pasado de moderación muy productivo. Si el futuro de la Cataluña independiente pasa por estos iconoclastas, los catalanes tienen un problema.
Lo llaman democracia, pero solo porque tienen un lugar donde reunirse y urnas. Algunos los acusan de practicar un golpe de estado, pero… Cataluña no es un estado, como tampoco lo es Euskadi. Son soberanistas que, por una mínima aritmética, han decidido comportarse al margen de las leyes que los han ubicado en sede parlamentaria. Sin solemnidad ni vergüenza, tal vez porque no saben qué hacer el día 2 de octubre. Improvisan sobre un lienzo nunca antes escrito. Moncloa advierte de la dictadura que sobrevuela Cataluña. Yo quiero advertir a Moncloa que es en ese palacio donde reside el garante último de la legitimidad constitucional española. Tantos años de indolencia tiene consecuencias. Prodigioso nunca ha sido el señor Brey, para qué engañarnos…
De tener una posición incomparable dentro de España, y haberse erigido en numerosas ocasiones en su verdadero árbitro, Cataluña ha decidido forzar al Gobierno de Madrid, cuando jamás Madrid se ha atrevido a hacer lo mismo con Cataluña (palabras de Calvet, director de La Vanguardia, del 6 de octubre de 1934). La farsa de la independencia por collons no tiene remedio ni va a producir héroes enaltecidos. El sueño de gloria en que han rendido sus esperanzas fracasará porque, por fin, han decidido dejarse de soplapolleces parlamentarias y, como en el chiste, verán venírseles encima todos los indios, los mismos que, hasta el momento, no se habían puesto de acuerdo en hacer algo digno de una lección de Historia.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Un mes para olvidar

Un agosto para olvidar. Por el atentado en Barcelona, por supuesto. Y después, por todo lo demás. Todo lo demás comienza al día siguiente, casi diría que aquella misma tarde.
Los muertos fueron rápidamente olvidados. Qué tristeza. Qué poca cosa somos. Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. Diez días después, cuando miles de personas se reúnen para decir, quizá por última vez, que no olvidan, y cuando solo el silencio (casi el último reducto de consenso que nos queda) debió hablar, muchos no quisieron callarse ni guardar las banderas en su casa. La marcha no ocuparía más de hora y media en la vida de cualquier persona. Al parecer, noventa minutos sin mostrar, donde fuere, que hay un oprobio mayor que la más abyecta malignidad del ser humano, ocupa lo que cuenta un capítulo de Historia. De ahí los gritos, los pitidos, los insultos, los abucheos, las caras rabiosas y los esputos de toda una jauría humana para quien vapulear al que sigue vivo es más importante que todas las víctimas. Si son esas sus creencias, o al menos su comportamiento, ¿hace falta explicar por qué me indignan tanto? ¿Era “No tinc por” o “No tenim por de res”?
La decencia también fue olvidada. Se aclamaron a los héroes. Se impuso la pena de muerte (¿soy acaso el único a quien le parece abominable que se disparase a matar contra los terroristas?). Se alzaron los elegidos sobre todos los demás. En realidad, ocultaron los infinitos errores y mintieron con descaro. Frente al dragón coleando solo cabe asentir, pero una vez abatido el miserable bicho la verdad reluce. La Generalitat estaba alertada sobre posible un atentado en Las Ramblas por parte del Estado Islámico. Eso fue el 25 de mayo. Tras la devastación del 17 de agosto, en repetidas ocasiones su presidente, su consejero de Interior y el aclamado responsable de los Mossos lo negaron. Que mienta un político es algo acostumbrado, pero que lo haga la máxima autoridad del cuerpo policial no tiene justificación.
No sé ustedes, pero yo me siento terriblemente agotado de contemplar una y otra vez (y han sido muchas las veces ya, lamentablemente) a nuestros prebostes con total incapacidad para actuar como representantes de la ciudadanía en los momentos críticos. Anteponen sus peleas y el rédito político a cualquier consideración de dignidad cívica. Ocurre en ambas orillas del río político y no creo que vaya a dejar de suceder. Es agotador. Y, de verdad, no lo merecemos. Es, para olvidarles…