Por desgracia, en la familia estamos preocupados por la
salud de nuestra madre. Prestar de nuevo atención a la medicina ha traído
remembranzas de tiempos pretéritos, cuando en el pueblo se daba el aviso de que
en casa había un enfermo y enseguida acudía desde el pueblo de al lado el señor
médico, don José María, con su Dos Caballos, maletín en mano y saludos a los
presentes antes de entrar en la alcoba donde se hallaba el paciente. Todos
alababan en don José María su excelente ojo clínico, aunque la principal razón
que unía a este con todos los habitantes de la Ramajería era la bonhomía, la proximidad,
la afabilidad, la paciencia sabia y humilde con que trataba a los aldeanos y el
conocimiento preciso de todas las circunstancias familiares y campesinas que
los afligían.
Se lo comento a una amiga, médico radióloga. Lo confirma sin
discusión: esa medicina ya no existe, se ha perdido. Los médicos son pobladores
afligidos de los centros de salud que ni siquiera te hablan con respeto o
educación. Sedicentes sacerdotes albos de un conocimiento que creen arcano, y que
no es otra cosa que un checklist (hasta
para un resfriado se hace una prueba tras otra, todas “para descartar”, que en
eso consiste la medicina actual, en aplicar la lógica de los descartes), pocos saben
interpretar síntomas y todos se esconden en los protocolos, la expendeduría de recetas
y la interpretación de análisis con dos columnas (la buena y la real). Están
deshumanizados. Como casi todo ya, para qué engañarnos.
El ojo clínico es un concepto en desuso, anacrónico, que
denota arbitrariedad. Hoy la naturaleza humana confía en la evidencia
científica, en el resultado de una semana de pruebas y análisis, acaso por no
confiar demasiado en el talento y la práctica de los galenos. Dirán ustedes que
los conocimientos y el saber no dependen de la petulancia, pero sí la intuición
y el buen criterio, asignaturas que no se cursan en ninguna carrera.
No lo llamen ojo clínico: lo de don José María era una
pericia que ya quisieran para sí mismos muchos de los médicos con los que me he
topado y a quienes no confiaría ni la diagnosis de un resfriado (no lo hago).
Que nunca olvidaré cómo una MIR quiso ingresar a Queco, siendo bebé de pocos
meses, por creer que sus pupilas asimétricas eran evidencia de un tumor en el
hígado; como tampoco olvidaré la aflicción innecesaria a que sometió a su madre
ni la displicencia con que hube de despachar a tan impertinente personajillo.