viernes, 30 de agosto de 2019

Cuotas


Los hombres (los de sexo masculino) a lo largo de la Historia hemos forjado situaciones de poder con respecto al sexo opuesto. Estas situaciones han sido estudiadas con objeto de erradicarlas y lograr un mundo más equitativo (lo prefiero a la igualdad, que no es obviamente lo mismo). Tiene orígenes similares a otras situaciones dañinas como el racismo. La aceptación implícita de que en la sociedad existen jerarquías y desigualdades inevitables, conduce a pensar que uno mismo (y su sexo, o su raza) es mejor que el otro. Si han perdurado a lo largo del tiempo ha sido, en parte, por nuestra predisposición a englobarnos en colectivos para ser más fuertes: uno solo no llega muy lejos.
¿Y si la injusticia sucede en sentido contrario? Algunas de las medidas políticas actuales, de cuya buena voluntad no hay duda alguna, tales como lo fueron las inmersiones lingüísticas o, más recientemente, las cuotas y paridades hombre y mujer, son asumidas y defendidas por muchos que rechazan cualquier tipo de injusticia. Pareciera que es necesario integrar en nuestra estructura social un poco de esa injusticia (desigualdad positiva, la llaman) para modificar las cosas y ponerlas en su sitio.
Algo así le ha sucedido a la nueva presidenta de la Comunidad de Madrid, mujer, quien ha sido ampliamente criticada por no cumplir con las cuotas en su gobierno. Nuevamente el colectivismo, pero a la inversa. ¿No queda claro en la Constitución, en las leyes y directivas que existe igualdad de derechos y responsabilidades sin importar sexo, fe o raza? ¿Hasta qué punto es necesario imponer un ejemplo que bien está tanto si se escora el equilibrio hacia un lado o el otro, una vez asumida que cualquier decisión no trata de perjudicar a colectivo alguno sino buscar el beneficio común? Las mujeres, como los ciudadanos de otras razas que viven entre nosotros, no son ciudadanos desvalidos que necesiten el tutelaje del Estado de los gobiernos autonómicos. Solo del cumplimiento firme y preciso de la ley. Resulta incoherente pensar que todavía se nace esclavo y distinto y desigual ante la ley.
Existe el machismo (y el racismo). Es innegable. Pero, ¿son problemas tan sistémicos como para que solo se puedan resolver de manera sistémica, tratando a las víctimas como seres desvalidos necesitados de sobreprotección? ¿No basta con hacer cumplir la ley? Los hombres también somos responsables de que muchos de los problemas del pasado no atenacen a la mujer del presente.

viernes, 23 de agosto de 2019

Migrantes estrella

Unos pocos cientos de personas cobijadas en un buque en mitad del Mediterráneo son, en agosto, noticia de demasiados titulares. En el barco se encuentra un equipo de televisión que narra a diario el hedor y las tensiones existentes. Si es sencillo hacer subir a unos reporteros, quizá sea igual de sencillo hacer bajar, escalonadamente, a todas las personas que en dicho navío se han convertido en noticia. Total, una sucesión de actos considerados ilegales no creo que empeore por añadir un eslabón salvífico. Pero esa vía nadie la ha descubierto. Los migrantes, hartos por lo que están padeciendo ante las cámaras, solo son captados cuando se lanzan al agua en pleno día o cuando figuran como atrezzo de las declaraciones de quienes patronan el buque. 

Y los gobiernos, y partidos, de toda Europa, de perfil. En otros lugares las políticas migratorias se han endurecido y es muy probable que estas respuestas signifiquen la incapacidad de articular, a escala planetaria, unos protocolos que regulen el tránsito de las personas desesperadas. Las fronteras se cierran porque, dentro de ellas, lo único que hay no son tierras fértiles y empresas con empleos: dentro hay un bienestar que los nativos desean proteger a ultranza. Si ellos mismos, una población contabilizada y legalmente asentada, ven peligrar su ventura por efectos económicos, ¿cómo no sentir pavor ante la avalancha de gentes que, desde todas partes, ansían lo mismo, siendo eso anhelado tan aparentemente escaso, frágil y vulnerable? 

Hay millones de extranjeros instalados en nuestro país. Un número alto que debiera causarnos enorme satisfacción por la manera provechosa de gestionarlo. Y es positivo: para nuestra demografía (los impuestos del futuro), para cubrir los trabajos que nadie entre los patrios quiere… para multitud de circunstancias en las que muy pocos quieren reparar. En las escuelas hace tiempo que la integración es cotidiana y esa es la mejor noticia: que mientras los próceres se dedican a hacer política en Twitter, como nuestro Presidente, la sociedad civil (a la que siempre alude) ya facilita las cosas. Cada cual que bregue por su pan, pero en concordia: no con prejuicios enarbolados hasta la frontalera. 

El Open Arms puede querer ridiculizar a los políticos, cosa pretendida sin disimulo por quienes comandan el buque, especialmente ante las cambiantes estrategias que se observan de mes a mes. Pero establecer unas pautas comunes, nunca será farsa ni será fútil.  

viernes, 16 de agosto de 2019

Asunción

15/08. Festivo en España. Y en mi pueblo. Antaño, en esa época que nadie recuerda y muchos ignoran que una vez existió, cuando la cosecha iba tardía en la festividad de agosto aún se trillaba en las eras. Pero las máquinas paraban, todo se detenía. Nadie trabajaba salvo para atender el ganado. Los parroquianos iban a misa con fiel determinación, creyeran mucho o poco en lo que allí se barruntaba, y la iglesia se llenaba hasta los topes con agricultores y veraneantes. A la salida, nos encontrábamos todos allí, en la plaza, bajo el grueso roble milenario cuya existencia la acometida de las aguas segaría de cuajo no muchos años más tarde. 

El ayuntamiento servía sangría y chochos (altramuces). Sabido era que los cuerpos castigados se regocijan mejor con un vinillo aromatizado y algo que echarse a la boca. En los corrillos bajo las sombras había charlas interesantes. De hombres: las mujeres aparte, como en la iglesia. Recuerdo con nostalgia las de Alejandro, el molinero, o las de Vitoriano, tan cultivado en leyendas, y por supuesto la sabiduría y sensatez de Serafín. El 15 de agosto el pueblo entero se aseaba y vestía de fiesta. La ceremonia de la felicidad en la plaza resultaba una liturgia más trascendental que la eclesial. 

Todo aquello sucedió hasta que cumplí los 24 años y llegó la concentración parcelaria. Con la división del territorio nunca más se volvió a segar ni a trillar. Los graneros se vaciaron y en los pajares nunca más revoloteó el tamo seco en los rayos de sol por entre las tejas. No volvieron a abrirse las hojas, donde el ganado pacía las pajas dejadas atrás en los vados. Las veredas y trochas que serpenteaban por entre las tierras desaparecieron, los caminos de concentración inundaron el paisaje con sus rectas de autopista, los campos se limitaron con alambre de espino, la gente no volvió nunca más a encontrarse en el trabajo y los días de fiesta dejaron de ser distintos. Los campesinos fueron muriendo y aquel otro mundo, en el que me crié, desapareció para siempre. 

Ahora el pueblo es un lugar en progresivo abandono y de aquella generación de últimos agricultores solo quedan el tío Germán y el tío Manuel, el Herrero. Dentro de un rato tocarán las campanas a misa (solo hay misa dos veces al mes). No sé cuántos se reunirán en la plaza porque nunca voy. Antes iba por la gente. Ahora la gente me da igual, porque solo hay jubilados que regresan al pueblo tras el éxodo y no tengo nada que recordar con ellos.  

viernes, 9 de agosto de 2019

Agostados

Se secan las patateras y llega el momento de pasar la reja del arado para, después, apañar sus frutos. En los pueblos pequeños, como este mío, es así como se sacan del suelo las patatas. Sudando sobre los terrones adustos y ásperos. Alguien me comenta que también los pepinillos y las castañas exigen doblar la espalda e hincar las piernas. Pero esos trabajos los desconozco: esta no es tierra para el castaño y, desde luego, nunca recolectamos los pepinos antes de tiempo. Por cierto, este año está siendo extraordinario para ellos y para los calabacines. Recogemos herradas enteras. Los tomates van tardíos, pero están riquísimos igualmente.
Supongo que las playas estarán atestadas de gentes y las ciudades medio vacías. Hay quienes se sienten infelices sin el orden y las rutinas de la vida profesional. Yo les invitaría a mi huerta, que exige constancia. ¿Para qué las vacaciones si les repugna la vida sin horarios, todos penosos, y sin responsabilidades, tan absurdas a veces? Admito que, por agosto, las personas nos volvemos mediocres. Incluso en el vestir, porque no puede tildarse de ninguna otra manera esa costumbre gregaria de salir a la calle en chanclas. Me invaden pensamientos negruzcos cuando las veo, quiero pisar todos los dedos, tan feos e impares. Pero el descanso, la lectura (siempre hay libros pendientes, algunos desde el nacimiento), las faenas en el jardín o los trasiegos en las orillas del mar, la religión de las albercas de agua clorada donde se zambullen los niños, todo ello conforma un orden alternativo, místico casi: cuántos agostos recuerdo en mi vida y qué pocos febreros.
La España menguante no contiene aromas a paella, ni afanosos mozos sirviendo mesas con temporalidad de reloj suizo. Tampoco filtros estúpidos de Instagram o fotos de rostros transformados con orejas de burro y hocicos de rinoceronte. Lo llaman tecnología y suena incluso importante cuando se echa la cuenta de los euros que vale. Pero es subdesarrollo, la insignificancia de haber olvidado que hace décadas teníamos un huerto y se segaba a mano con las hoces y que es en verano cuando más se trabaja. Luego dicen que en agosto hay fiestas en los pueblos: se celebraban al finalizar la cosecha y los cuerpos, molidos y desbaratados, buscaban risas y goces merecidos. Lo de ahora es una burda patraña de chocolateros y veraneantes con risas idénticas a las del fin de semana.
Se agostan los campos, sí, pero más se agostan las almas urbanitas

viernes, 2 de agosto de 2019

El futuro en los árboles


En el siglo I una ardilla podía cruzar de Cádiz a los Pirineos de árbol en árbol sin tocar tierra. En el siglo V media península estaba desarbolada. El pastoreo, la minería, las villas... todos los motivos de las deforestaciones masivas condujeron a la silvicultura, una de las primeras medidas del mundo antiguo. El paganismo protegía los bosques (como lo fue Lugo). El Imperio Romano taló árboles de manera indiscriminada. El cristianismo dispuso la creación de Dios en beneficio del hombre.
La visión musulmana de la naturaleza hizo que aumentase la superficie arbolada y que las políticas forestales fuesen óptimas. En el siglo XII por el Júcar se conducían pinos. Con la madera de Cazorla se hacían cazuelas muy apreciadas en África. La Reconquista supuso volver a la tala continua de vegas y montes, y a roturar las tierras para crear nuevos poblados y más necesidades madereras. Alfonso X, en el siglo XIII, legisló contra quienes cortasen los árboles y a perecer pasto de las llamas a quienes quemasen un bosque. Similares pragmáticas medievales se desplegaron por todos los territorios. La ley del pino piñonero del siglo XIV obligaba a repoblar el doble de lo que se talaba. Eran los tiempos del bosque como refugio del lobo.
La ganadería trashumante del siglo XV azotó los bosques, acabando con los brotes nuevos e impidiendo la regeneración natural, endureciendo el suelo y creando cañadas. En el siglo XVI aumentó la roturación de las tierras. La flota nacional de finales del XVI requirió talar ciento veinte mil hectáreas, y debía renovarse cuatro veces cada cien años. En tiempos de Felipe II se mandó quemar los árboles de los caminos reales para evitar el pillaje. El crecimiento de la población supuso más necesidad de madera. A la llegada de los Borbones apenas había bosques. Felipe V ordenó una reforestación rápida. Fernando VI promulgó la Real Ordenanza para el aumento de las masas forestales. Estamos en 1748. El siglo XIX fue negro para el bosque con la desamortización de Mendizábal. Y el XX aún más con el aumento explosivo de la población.
En el siglo XXI, un estudio de la universidad ETH de Zúrich ha analizado la superficie terrestre para concluir que hay 1.700 millones de hectáreas no arboladas donde podrían crecer un billón de árboles. Reforestar un billón de árboles supone solo 3.000 millones de dólares y conduce a la reducción absoluta de las emisiones de CO2. Ese es el único futuro: lo hemos tenido siempre al alcance de la mano.