Qué aburrimiento. La ausencia de televisor en casa
no impide que permanezca ajeno a la carrera electoral. Y lo intento de veras.
Pero, oiga. Tantos millones de espectadores ante la tele viendo un debate, y
tan pocos millones (los restantes) viendo otra cosa o no viendo nada en
absoluto. Yo he de estar, forzosamente, equivocado. No importa. La vida
conserva sus otros muchos matices. Acudo al kiosco de prensa. Pago el euro que
cuesta el diario. Vuelvo apresuradamente las páginas que informan,
pormenorizadamente, sobre los incuestionables miasmas políticos. De su hedor no
consigo desprenderme. Llevado por la urgencia, pues arrastro un solemne enfado
hace varias páginas, aterrizo sin darme cuenta en las jocosidades hilarantes de
un gol estúpido. Política y fútbol.
Recorro la calle. Mis pasos son como los de tantos
otros. Nada hay en este caminar de las calles que me recuerde la disputa por el
trono. Respiro aliviado. Incluso los vehículos suenan mejor en el paso de
peatones. Sonrío alegremente contemplándolos calentar el planeta un nanomicrogrado
centígrado. Pero qué estoy diciendo. De eso ya hablé aquí la otra semana. Me
estoy repitiendo. Miro al frente, al otro lado de la calle, donde una chica
joven exhibe un piercing sutilísimo clavado a su ombligo imperfecto. ¿Un
ombligo en febrero? De nuevo el dichoso clima. Sacudo la cabeza. Me
desentumezco. Reparo indiscretamente en mis colegas de acera y espera. A este
lado del semáforo, frente al ombligo impertinente, dos ciudadanos hablan
amistosamente, apasionadamente, atropelladamente, irremediablemente. Que si
ganó el uno. Que si ganó el otro. Que si se mantiene el empate. Que si hubo una
leve ventaja. Languidezco. En ese momento, declaran que fue anulado un chut, y
no siento ni frío ni calor. Política como fútbol.
Llego al trabajo. Llego tarde, claro. Me excuso
desvergonzadamente. Estuve saboreando un cruasán enriquecido con aromático café
con leche. Y hubiera sido pecaminoso despreciar el sublime momento con prisas
capitalistas. Lo declaro así, con chulería y orgullo, pero a nadie le importa.
Viste el debate, me dicen, ni siquiera preguntan, afirman. Pues no, no lo vi.
Para qué habré dicho nada, a veces soy excepcionalmente estúpido. Hambrientos
de opinión, babeando ante la presa atelevisiva, ése soy yo, se disponen a
contarme hasta los más imperceptibles detalles del debate. Dichoso debate. A la
media hora puedo cuantificar con exactitud la largura de las barbas del que
llevaba barba. Y un rato más tarde soy experto en auditar las sonrisas del que
llevaba buen rollito. Por fin, me cuentan que el moderador pitó el final del
encuentro. Que si voy a votar. Pero si no dejo de botar en ningún momento. De
hastío, claro.