viernes, 31 de julio de 2020

Estío rendido

Se despide julio con el amargor de la impotencia. De todos los sabores acres, el de la resignación es con el que peor se deglute. Solo parecen alegrarse los turiferarios habituales, a quienes solo importa agitar lo mismo un gintonic que este verano extraño para extrañados. Tan insólito, que han bastado unas elecciones para que fuesen arrasados los espejismos y casi aflorasen cadáveres bajo los escombros.
Y, maldito Sísifo, siempre el virus. Les vengo diciendo que los mandamases solo saben aferrarse a los bailes de máscaras y a las multas: es decir, fingir rectitud y empaque. No imaginan que se pueda hacer otra cosa. O, de imaginarlo, saben que es harto difícil coordinarse entre los taifas. Lo de que no hay alternativa, argumento manido de los sicofantas habituales, es como un cacareo gritón de corral de gallinas viejas, sin perspectiva ni ilusión ni esperanza en el futuro. Por eso los jóvenes lo tienen claro: antes muertos que enmascarados. Si hay que palmar, que les quiten lo “bailao”. Esto de apagar la economía no ha sido buena solución. Sale más barato morirse.
Las penas, con pan, son menos. Los nubarrones de millones por caer se vislumbran en lontananza. Aún tardaremos en ver un solo ochavo de esos euros, pero da lo mismo. Los políticos, esa clase de ciudadanos que, sin haber gestionado nunca nada, de repente tienen el control de cantidades obscenas de dinero, siguen atestiguando que, por ser público, la millonada no es de nadie. Y lo mismo que los ganadores de la lotería bailan ante las cámaras sin saber qué hacer con el regalo inmerecido (por no conllevar esfuerzo), estos montan una coreografía de aplausos porque, de repente, les ha tocado un premio gordo que, de otro modo, jamás hubieran venteado. No digan que no es obsceno. Fue desatar los aplausos y los del Concilio de Elrond recomendar que no se venga a España. Y nosotros, resignados, menos don Simón, el experto, el que no se entera ni de lo que se tiene que enterar. Lo que hace ser yerno.
Mansos, sin turistas, el país se hunde y de los que mandan seguimos sin saber las intenciones. Algunos andan distraídos con los escraches que inventaron porque ahora les ha tocado a ellos. Pero mejor que sigan así. Otros se postulan para salir de un Gobierno al que en nada han contribuido, quizá por estar pensando en las estrellas. Y del que más manda, ese a quien encanta que lo adulen y vitoreen, de quien nunca hemos sabido lo que quiere porque quiere distinto a cada momento, menos. La resignación ya venía de lejos.

viernes, 24 de julio de 2020

Estío acallado

Avanza el verano a trancas y barrancas, como si no quisiera serlo en absoluto. El deífico virus se perpetúa como problema sanitario, social y ahora también ontológico: necesitamos teología fina y esa es inexistente. Los rebrotes dejaron de ser verdes, si es que alguna vez cupo esa esperanza, para devenir púrpura, acaso celestes en cierta prensa que reserva lo rojizo para otras catástrofes, como los incendios. Todos ellos, casi sin excepción, simbolizan los nuevos contagios con enormes círculos que todo lo cubren por completo. De repente vivimos en una península donde gigantescos globos se han espanzurrado contra el suelo. Si nos fijamos en los numeritos de las leyendas se comprueba que los diámetros están muy exagerados. La piel de toro debería ser como un vestido de pequeños lunares, de topos más bien diminutos, salvo en Barcelona o Aragón, donde parece que se les está yendo de madre el asunto. Algunos rebrotes parecen la batalla entre las autoridades y las obstinaciones individuales.

Este verano hemos descubierto para qué sirve un doctorado en diplomacia económica, título asaz snob que plagió el morador monclovita: sirve para saber permanecer sentado y sin abrir la boca. Hay quien se extraña de esas fotos donde el inefable Sánchez parece escribir con la zurda sobre el tapete de la mesa, acaso porque olvidan que nada de lo que ha publicado con su nombre ha sido alguna vez escrito por él mismo. Yo agradezco que en el Concilio de Elrond del pasado lunes no dijese gran cosa. Estaba claro que los líderes iban a dejar caer café en el campo en forma de chaparrón de millones de euros. Incluso cayendo muchos menos también hubiésemos aplaudido el silencio. Las batallas entre cerdos y frugales tenían más de escenografía que de disensión. Por eso bien olvidado queda lo mucho que Moncloa sugirió a Europa desde el mes de abril en cualquiera de sus locuaces sancheces (como lo del engendro de la deuda perpetua). La pena es que solo saben estar callados allí.

La canícula política es un encendido canto de cigarras que desvela la triste miseria de los muchos taifas de esta tierra. Unos no saben qué hacer con el virus, como si les hubiese pillado de nuevas, igual que en los idus de marzo, y otros aún no saben qué hacer con tantos millones como se van a arrojar desde el Olimpo. Para el virus todos se aferran a los trapos con los que nos tapamos la boca y la nariz. Y me parece que con los dineros, que son calidad, habría que hacer algo parecido: volvernos doctores en diplomacia económica.

viernes, 17 de julio de 2020

Estío desunido

Me sigue picando el cuerpo. Ya les comenté la semana pasada que las noticias del coronavirus me producen urticaria. Digo bien: las noticias, no el patógeno, que no deja de ser una esfera nanométrica que hace lo que tiene que hacer: propagarse y contagiar. Carente de cerebro (intelecto), su ontología se resume en una máquina natural sin bases morales. Infecta y enferma al huésped, incluso lo hace fenecer. Ignora cuanto su manifestación provoca en el mundo que existe siete órdenes de magnitud más arriba. Y ahí comienzan nuestros problemas.
Si el virus ignora que lo es, ¿por qué lo convertimos en un ejército correoso e incluso lo deificamos? ¿Tal vez para encubrir nuestras deficiencias? Fíjense en la geometría del funeral de Estado celebrado ayer en Madrid. Recordaba con su solemnidad circular a otros rituales similares del Holoceno, excepción hecha de las fosas y campos donde los genocidios y guerras tribales han cristalizado su barbarie. Los círculos concéntricos y su ordenación cuasi astrológica de autoridades, y el pebetero central ante cuya llama (ay, la simbología ancestral del fuego) se manifiesta la salmodia laica y sin responsoriales del sufrimiento, ostentaban con sobriedad asaz impostada (para qué engañarnos) la unidad sin fisuras de la que hablan quienes no saben emplear mejor las palabras. Pero, oiga: unidad, salvo ayer, apenas ha habido y tampoco se la espera en mucho tiempo. Por tanto, se trata de una unidad fingida, ilusoria, falsa; una ofrenda ancestral de respeto hacia los fallecidos, no una concordancia. En ausencia de vida eterna, tan pronto se extinga la llama del pebetero, se extinguirá lo unificado.
Al virus (elevado ya a categoría de deidad maléfica) le da igual lo que hagamos. Y a las víctimas, por desgracia, ya también. No deberíamos congratularnos en manifestar la unidad de que carecemos, sino en mantener la más constructiva disputa. Lo que se encuentra al otro lado no es el capricho de una divinidad antojadiza, sino nuestra incapacidad por articular soluciones para preservar el bienestar y la convivencia. No ha de avergonzarnos, por tanto, reconocer que estamos desunidos: pero sí que somos ineptos o incapaces. A mí no me avergüenza la disparidad que mantengo con buena parte de mis coetáneos. Es más, la considero utilísima. En cuanto deje de ser útil, callaré (o extasiaré, que es lo que prefiero). E idéntico éxtasis sentiré el día que este Gobierno por fin convierta su labor en algo útil y digno tanto para los vivos como para los muertos.

viernes, 10 de julio de 2020

Estío culpable

Acogotado por este calor pegajoso y graso, hace muchos días que todo lo relacionado con el virus me produce urticaria. Quizá sea uno de sus efectos secundarios menos conocidos. Directa e indirectamente sigue llenando casi todas las páginas, salvo las que mencionan el vergonzoso asunto de la tarjeta de móvil primero robada y después entrampada. Todo se encuentra tiznado por el coronado rastro del patógeno criminal que, pese al goteo incesante de curvas sin doblegar, aquí y allá, ha acabado siendo menos letal de lo que todos pronosticaban en marzo y mucho más infernal de lo que ninguno hubiera querido desear para su peor enemigo.
Lo lamentable quizá sea que, en este verano de 2020, la sociedad civil no solo ha dejado de ser libre para ir o venir y juntarse: de repente todos nos hemos vuelto sospechosos, potenciales homicidas involuntarios, tanto los asintomáticos como los simplemente irresponsables. Como el virus no se ha ido (eventualidad que jamás iba a acaecer), describe cada amanecer un horror que retorna cíclicamente, como el nihilismo. No vean cómo atraganta que el noticiario diario siga desgranando, sin desaliento, las muertes de las que ya nadie habla y los rebrotes que, pese a su previsibilidad, parecen el resurgimiento triunfal de un virus que todos hemos padecido, de una manera u otra. Y sobre todo atraganta que, de manera incorregible, el discurso político acabe siempre en la velada acusación de lo irresponsables y potencialmente irresponsables que somos los ciudadanos.
No sé qué pensarán ustedes, pero no es lo que toca. Aquello tocaba en marzo o abril. Desde entonces, cada cual ya ha deducido la verdad que cantan las estadísticas que ellos han manipulado y ya sabe cómo afecta y cuál es el riesgo existente, pero no alarmante, de perder la vida en ello. Dicho de forma cruel, los jóvenes del botellón o los paseantes sin enmascar sospechan que la parafernalia protocolaria no es garantía de vida eterna. Han efectuado un rápido análisis de riesgos y alcanzado la conclusión de que el virus es algo que solo jode a unos pocos, los más desgraciados.
Si se piensa bien, resulta impúdico exigir que nadie lleve la mascarilla en el codo mientras en las altas esferas aún no se sabe articular una defensa más moderna y contundente contra el patógeno. Como es impúdico colocarnos el sambenito de la culpa cuando ellos siguen arrojando a la cara, sin vergüenza alguna, que todo ha pasado gracias a su intercesión casi divina.

viernes, 3 de julio de 2020

Estío tribal

Pongo a Queco un trozo de bizcocho de chocolate para desayunar. Empapado en el café con leche, resulta delicioso. Cada vez los hago más ricos. Le dejo también un vaso de zumo bien frío antes de ponerme con mis cosas. En casa no existen más labores que las mías. Orgulloso me siento de haber convertido mi hogar en un remanso de paz, con solo bruñida penumbra y límpido silencio entre sus paredes. Afuera, las calles se han vuelto a poblar de ruidos, músicas horrendas y estridencias insoportables: la mediocridad de siempre. Mientras el virus nos mantuvo a resguardo, no fuéramos a morir todos, la espesura del miedo desprendió una quietud ingrávida sobre las existencias, pendientes solo del boscaje de mentiras que se fue extendiendo ante nuestros ojos por quienes jamás atesoraron una sola certeza.
En el verano de 2020, el de la pandemia, miles de millones de seres humanos han descubierto, por enésima vez, que el mundo es un lugar atrofiado y repleto de miedos que se han de arrostrar. Es tan atávico el terror, y tan atemporal con su devoración de siglos y eras, que seguimos reaccionando como en tiempos cavernarios, salvo en lo de honrar y dignificar a la naturaleza (provisora) y a la muerte: siendo tribales. Y es una cuestión extraña, porque desmiembra uno de los pilares fundamentales del individuo: su derecho a serlo, en libertad, sin tener que ser deglutido por colectivo alguno.
La deglución, no obstante, tiene su lógica. Las tribus buscan privilegios para sí mismas, arrebatándolos a los demás, y un poder omnímodo. Cualquier cosa que atente sus reglas incomoda: como no pueden derrocar la Historia, pero sí pintarrajear estatuas, reclamar nuevas regalías o enmendar la plana en leyes y libros de texto, se dedican a ello con frenesí. Por eso el verano de 2020 lo recordaremos como el de una pandemia que no cambió nada en el mundo, salvo el uso de las palabras.
Como siempre, las opciones pasan por sumarse a la tribu y su sempiterno juego de imposición lingüística (a eso ha quedado reducida la política, a un juego autoritario) o dar la espalda a todo y buscar, como sea, un reducto donde solo entre la penumbra y el silencio. Recuerde que los conceptos políticos son como las matrioskas: dentro esconden otras nuevas, cada vez de menor entidad, pero de mayor expectación (afectada). Recuerde que la libertad le permite pensar y creer como quiera, sin maldita la falta de tener que verbalizar cada cosa que piense o sienta. Por eso, hace tiempo, elegí cocinar bizcochos de chocolate.