viernes, 28 de enero de 2011

Fabes y sidrina

Cuando viajo a Asturias siempre digo que prefiero la sidra guipuzcoana. No me duele admitir que me gustan las dos, pero de elegir una, prefiero la vasca sin dilación. Esta aseveración molesta a los asturianos, pero la compenso ensalzándoles las excelencias de un plato de fabes con almejas, por ejemplo. Cuando viajo a Asturias, siento que estoy en España. Lo mismo me sucede cuando viajo a Murcia, Valencia, Sevilla, por supuesto a Madrid, Zaragoza o Cáceres. En cambio, cuando viajo a Barcelona o paseo por Donosti, siento que estoy en una tierra donde sus gentes, además, son españoles. De esta manera, sutil, intento compensar la Historia reciente. La Transición se encargó de enturbiar las identidades históricas para que nadie protestase y todos se viesen iguales entre sí. Lo llamaron café para todos y ha desembocado en un dislate mayúsculo al que ahora pretendemos poner sensatez. Y no me refiero a intentar regenerar el centralismo administrativo, cosa harto imposible e inadecuada. Hablo de poner orden, equilibrio, de acabar con los taifas a que hemos llegado sin que a nadie se le caiga la cara de vergüenza. 

Admitir que País Vasco y Cataluña tienen algo que no tienen las demás regiones no es insultar a manchegos o murcianos (a veces me olvido de Galicia, pero tampoco la II República llegó a tiempo con ellos). Su distinción identitaria, que eleva a nación el sentimiento de unos pueblos únicos aunque demográfica y culturalmente imperceptibles dentro del planeta, debe conferir a sus ciudadanos un privilegio razonable frente a otras regiones, sin que por ello ni la descentralización ni el equilibrio interregional se vean comprometidos. En mi opinión, no haberlo propugnado así en la Constitución de 1978 es lo que ha desembocado en esta alocada carrera autonómica que ha devorado los recursos de una España que ya no sabe mirar en conjunto (craso error) y que solo parece interesada en alejarse de ella más que el vecino, al precio que sea.

Dudo que pueda ponerse orden a este absurdo. La burocracia parece consolidada y el discurso político es artero y errático. Pero bastaría con aclarar de nuevo los conceptos originarios. Ya hemos visto que pueden surgir gobiernos de la nada histórica, pero no las identidades: ese algo que hay en esta tierra y en alguna otra. Como tampoco se pueden crear las naciones: pese a quien pese, guste o no, aquí solamente hay una, y de ella se han servido quienes nos han conducido hasta el precipicio.


viernes, 21 de enero de 2011

El mismo, lo mismo

Sigo siendo el mismo. No he cambiado mucho de un tiempo a esta parte. Mis conocimientos no han variado, acaso se hayan incrementado un poco por ser yo más viejo (eso dicen que es la sabiduría: el tiempo que acumulamos viviendo). Sigo disponiendo de los mismos recursos o de algunos menos: esto de los impuestos y la inflación es lo que tiene, que nos empobrece a casi todos aunque sea poquito a poco. Y si estas dos circunstancias se mantienen, y no solamente en mí sino también en la inmensa mayoría de la gente: ¿por qué tengo esta sensación de que el mundo en que vivimos está muchísimo peor ahora que antes? 

Dicen que es una cuestión de ciclos, pero se dicen tantas cosas... Más bien creo que se trata de una cuestión de aguante. No es lógico, aunque sea normal, que un 1% de la población disponga de la cuarta parte de la riqueza del planeta. Tampoco lo es que seamos el 99% restante quienes debamos impedir el colapso de esos pocos inmensamente ricos, apechugando con sacrifico y esfuerzo la resolución de sus problemas, los que sólo ellos han generado. Ahora que lo pienso, tanto como me gusta despotricar contra los políticos y he de admitir que a ellos únicamente se les puede acusar de ser mediocres y de despilfarrar a manos llenas mediante gobernanzas colosales, pues no dejan de ser pivotes del sistema mercantil en el que los demás nos difuminamos: solamente reaccionan (es decir, abandonan la ilógica de sus ideologías) cuando las cosas vienen mal dadas. Ahí es donde se encuentra ZP, haciendo lo que debió hacerse hace mucho aunque siga sin contarnos la realidad de lo que pasa, posiblemente porque alrededor haya una negritud mucho más aplastante de lo que seamos capaz de concebir. En eso también hay ciclos, por lo visto.

En fin. Que tengo ya 42 años recién cumplidos (quería celebrarlo con ustedes) y sigo viéndome a mí mismo como el hombre que ya era. Y sigo viviendo en el mismo mundo que ya estaba existiendo, donde se cocía una crisis de la que apenas nos dábamos cuenta, cuando aún no había estallado la olla donde hierven las ingentes ganancias que unos pocos generan y no precisamente por su esfuerzo y trabajo (la especulación no tiene nada que ver con todo eso por mucho que la disfracen de inteligencia y sagacidad). Sí cambia que hoy la explosión financiera lo ha abatido todo. Pese a ello, yo he cambiado muy poco, pero el mundo aún menos. Es desolador: todos seguimos siendo y haciendo lo mismo. Qué poco nos importa el futuro.


viernes, 14 de enero de 2011

Confianza

Hace unos días estuve echando un vistazo a un artículo de economía que comparaba los datos españoles, tomados del CIA Factbook (los espías publican esas cosas en su web), con otros países europeos. Uno inmediatamente observaba que España, tanto por su deuda externa como por la relación ingresos y deuda, es, como poco, tan solvente como sus vecinos. El articulista se preguntaba por qué, entonces, se nos señala con el dedo tan insistentemente, por qué ese interés planetario en sospechar que vamos a quebrar por insolvencia.  

Es cierto que, en términos absolutos, y si no miramos más que hacia nuestra propia casa, todo ese flujo financiero de deuda, inversión en ladrillo, intereses de los bonos y demás, asusta al más pintado. Pero si se mira a los demás países, en promedio, aquí no está pasando nada que no pase en otras partes. Sin embargo, Japón, con una deuda pública del 200% de su PIB, sigue atrayendo inversores y mercado, y nosotros no. Como país, somos solventes, al menos de momento (si es que nadie ha falseado las cuentas, que parece que sí). Lo que no somos es de fiar. 

Me hice esta pregunta: si dispusiera de millones de dólares para invertir en deuda, ¿los invertiría en España? Me aterró mucho la primera respuesta de mi cerebro: “ni loco”. Y algo así es lo que les debe pasar a quienes llamamos, genéricamente, los mercados: que no quieren invertir en nuestra deuda, o si lo hacen es a intereses muy altos. No hay razón que lo justifique, ni números que lo demuestren, pero falla la confianza, que es una cosa muy poco científica. Si yo no confío, y soy de aquí, ¿por qué van a confiar ellos, que viven no se sabe muy bien dónde?

Mi siguiente reflexión fue: ¿por qué no me fío de España, por qué no me fío de mí mismo? Aquí hay empresas muy buenas, y trabajadores estupendos, y mucho tesón, y voluntad, y honradez. Entonces, ¿qué falla? La respuesta no se hizo esperar. Lo que falla es la política. Que en treinta años no hayamos invertido en educación, en industria, en innovación. Que sólo hayamos invertido en ladrillos, en subvenciones, en despilfarro, en aulas mediocres, en telebasura, en funcionarios. Y digo hemos cuando debería decir han. 

Yo quiero volver a confiar en mi país. Cueste lo que cueste. No me dolerá el sacrificio ni me importará ser más pobre si todos hemos de vivir mejor y el futuro aparece menos incierto. Lo que no quiero es volver a descubrir mi desconfianza adueñándose silenciosamente de toda mi voluntad.


viernes, 7 de enero de 2011

La nueva década

Mientras escribo mi primera columna del 2011, la primera de la segunda década de este siglo XXI, veo a través de los cristales unas nubes grises, prodigiosas, que arrastran humedad y frío a su paso. La luz del día es difusa, proviene de todas partes, no soy capaz de percibir el resplandor del Sol por parte alguna. Y sin embargo, sé que está ahí detrás, sobre las nubes, iluminando las capas superiores de la atmósfera, por donde transitan los aviones y aun más arriba, derramando luz y calor sobre nuestro planeta.

Esta mañana vinieron los Reyes de Oriente y dejaron algún presente en mi casa, junto a las zapatillas y el cubo de agua con que quisimos obsequiar a sus seguramente cansados camellos. Me gusta comenzar así el año: uvas, cava, regalos (cada vez más prácticos que lúdicos), buenas palabras... Este año no pedí nada especial a los Magos y, sin embargo, jamás estuve más necesitado de esperanza: quiero ver el Sol que luce detrás de las nubes, necesito saber que su calor aún se sigue derramando sobre el mundo. Sé que es así, porque la naturaleza no entiende de cuitas humanas. Pero yo he comenzado a dudar ya de que nosotros podamos arreglar nada, porque se me antoja que la inteligencia humana, tan pésimamente empleada como lo está, va a acabar con la civilización moderna.

Ojalá en esta nueva década demos con ciertas claves, urgentes y premiosas, para acabar con todo esto que nos acongoja. Con la crisis, desde luego, pero sobre todo con lo que la genera: las horribles injusticias, el crecimiento desmesurado de la riqueza de unos pocos a costa de la vida y la felicidad de los más, el ridículo sistema político y social que estamos agotando, la constante estrechez de nuestras miras, y el enorme, enormísimo egoísmo personal con que avanzamos por la Historia.

Buenas esperanzas, eso es lo que necesitamos para recorrer la nueva década. Y confianza en nuestra capacidad para superar estos abismales desajustes sociales de los que dependemos absurdamente, y que nos conducen a una total sedación que nos impide ver el futuro, el camino correcto, el destino de nuestras vidas. No puede ser que queramos continuar como hasta ahora, que los intereses mezquinos primen sobre el bien de la humanidad. Y aunque así sucediese, que posiblemente sucederá, hemos de hacer algo para preservar el futuro de quienes nos han de sobrevivir. Porque es a ellos a quienes estamos continuamente poniendo en riesgo. Y lo sabemos: eso es lo peor de todo.