viernes, 25 de octubre de 2019

Sociedad muerta

Ahora que las lluvias han apaciguado los fuegos en los contenedores, puede contemplarse con cierta nitidez que el problema no trata del enfrentamiento entre Generalitat y Gobierno. La opresión ha trascendido las pintadas, los lazos y la xenofobia reprimida para convertirse en calles de pesadilla porque, en sentido cívico, el Estado no es capaz de garantizar la libertad en ellas. 

Comentaba la semana pasada la extraña adoración por el fuego, que no es otra cosa que un trasunto de la destrucción y la intransigencia (¿hemos olvidado las antorchas y cruces prendidas del Ku Klux Klan?). En Cataluña han confluido la derecha y la izquierda para parir un monstruo obcecado y sordo que no deja de proferir voces culpando a todos los demás de los destrozos y estragos que causa. Monstruo, sí, pero jalonado por las otras voces, las tranquilas, las que no rompen ni queman nada, pero lo entienden y apoyan todo, y que a estas alturas del espectáculo se identifican con los jovenzanos de los pasamontañas: unos y otros muestran el mismo iris encendido y visceral, la misma bilis e invectiva en los ojos. La turba embozada conmina a irse, sin sutilezas ni hostias, que para eso están las marchas por la libertad, tan mussolinas; los otros, en tanto, vuelven a reclamar diálogo y exhortan a hacer política para resolver la situación que estalla de puertas afuera, mientras vuelven la mirada a los chisporroteos de los vehículos prendidos con la sonrisa convertida en rictus.

Mucho peor es el incendio que se ha registrado en el Parlament, con esa vuelta de la burra al trigo, a la autodeterminación, con los empresarios reclamando al Gobierno que se avenga al diálogo que, no solicitado, se exige por parte de unos próceres que no han querido nunca controlar a la muchedumbre incendiaria y se sienten exultantes con este pulso al Estado, que echan sin verse derrotados, y las magras consecuencias que de todo el barullo se observan. ¿Acaso se han creído que somos tontos y no nos hemos dado cuenta? Los tontos, en esta película de terror, son los que han dormido uno tras otro en el palacio monclovita. Y en aquella tierra, ¿dónde quedaron los hombres de pro, que no se les ha visto a ninguno de ellos repudiar todo el vandalismo insurgente? Qué ominoso es el silencio cuando esconde egoísmo y doblez. Ha sido la gente quien ha debido salir con cubos a apagar contendores o encararse con los gilipollas de las piras.

Es lo que son. Una sociedad enferma. No, muerta.

viernes, 18 de octubre de 2019

Nunca es suficiente


Aquel segundo día de octubre alguien me dijo que había acudido a votar que no, pero que sintió miedo y acabó votando que sí. El recurso del miedo, como el recurso al fracaso político, revela una posición mediocre, la de no decir que sí para que se note menos, porque el sí es de fanáticos y extremistas y no es ejemplar ser visto como tal, aun siéndolo. Hoy se desvela la aparente mediocridad: quien profirió tan afrentoso (y ofensivo) argumento, realmente contemplaba el futuro que se dibujaría dos años más tarde.
No es un futuro nuevo ni exclusivo. En Euskadi todavía se pintarrajean las paredes y muros con pintadas perceptibles y presuntuosas que reclaman libertad para los presos (los presos son terroristas). No nos vanagloriemos por la libertad de expresión: muchos aún necesitan dar a entender que tal libertad no existe, que solo sucede cuando se usa las calles para expresar lo que uno realmente piensa o siente. El fanatismo precisa muros para manifestarse. Y cuando no bastan los muros, contenedores. Pero los muros no arden, los contenedores (y, a veces, lo que en derredor se halla) sí, como se ha vuelto a demostrar en Cataluña. Algo ardiente es siempre transmisión de la palabra divina.
Las hogueras de las noches, tanto paganas como cristianas, purifican. Las hogueras reactivas, tanto a las sentencias como a la política, amedrentan, que es otra manera de expiación, si bien controvertida. Porque quienes las prenden, como quienes pintarrajean, hace tiempo que no distinguen entre realidad y ficción, entre falsedad y verdad. Es relativamente sencillo desvelar lo que es incierto y falso, pero, ¡ay!, la verdad frecuenta caminos retorcidos donde acaban entremezclándose las opiniones y egoísmos para no llegar a ninguna parte. El fuego de un contenedor o de un vehículo, como la pintada en la pared, trata de convencer que, tras él, solo existe un legítimo sentimiento de democracia y justicia, porque, como todos saben, o deberían saberlo, no es democracia sino lo que el pueblo, en su ínfima minoría identitaria, decide. Aunque decida vivir una farsa o a espaldas de todos los demás.
Lo tengo muy claro. A esto también conduce el nacionalismo, no solo a la exaltación de la propia identidad. Si existe la posibilidad de trasladar el sentimiento a la calle, acaban llegando las pintadas y los contenedores quemados. Y, en ocasiones, los féretros. Porque, como bien enseña la Historia, para ciertas cuestiones la política nunca es suficiente.

viernes, 11 de octubre de 2019

Alcaldesa expugnable


Estos días cunde en la prensa el extraño y desvergonzado caso de la alcaldesa de una localidad (bastante grande) de Madrid, cuyos días están contados. Una alcaldesa que, con el consentimiento de todos los partidos políticos presentes en el pleno, aprobó una subida de sueldo para su emolumento y también el de los concejales. Por supuesto, el alzamiento de los salarios consistoriales no solo se ha registrado en el ayuntamiento que nos ocupa: muchos otros, de cualquier signo político y condición, han obrado igual. La pela es la pela.
La enfermedad (antes que drama) de esta alcaldesa se traduce en el nepotismo con el que ha actuado en su breve singladura (desde julio): nombramientos (llamados también designaciones) en favor de parientes y amigos a quienes, como el valor en la mili, se les supone capacidad y adecuación. Los amigos de uno siempre son adecuados para cualquier cosa, está claro. El nepotismo es contrario al orden constitucional. Y al código ético de cualquier partido, también el de la alcaldesa. Pero no está reñido con la indecencia. Por supuesto, el partido político que ha venido amparando a esta señora alcaldesa la ha acabado empujando al lúgubre ostracismo que pende encima de su cuello. Yo me pregunto por qué no se reaccionó de inmediato. Como en cualquier liza, la que antaño sería corregidora (acaso hogaño también) va bien parapetada de amistades y fieles inasequibles al desaliento que producen sus ofuscaciones designatorias. Incluso cuando el escándalo ha sido tan mayúsculo que, presionado por la opinión pública y el hartazgo de afiliados afines, la buena mujer ha decidido la suspensión de su militancia, pero no la cesión del acta ni tampoco la dimisión de su cargo.
Es lo que tiene la carrera política. Que una funcionaria del departamento de obras, tras una prueba presidida por un compañero y amigo del partido, con estudios en servicios sociales, pase a concejala de inmediato, desde donde ataca con saña al alcalde (afín) hasta su dimisión, afectada de tanta soberbia y autoritarismo como de escasez de bagaje intelectual, y logre ser recompensada, por arte y efecto de las nuevas políticas monclovitas, hasta su inevitable caída en desgracia, al poco tiempo de ser nombrada lo que aún es, no deja de ser una muestra más del modo de pensar de quienes son, de forma vitalicia, parte del aparato de los partidos. No viven para servir al pueblo: viven para el partido.
A quién le puede extrañar lo que pasa en este país.

viernes, 4 de octubre de 2019

Octubre es otoño


Hablamos Queco y yo del otoño. Las hojas ya van amarilleando y pronto sembrarán las calles con su manto mortecino. Aprovecho para enseñarle el sustantivo que identifica la hojarasca seca que cae de los árboles: la seroja. Le comento que en algunos lugares de los Estados Unidos es habitual encontrar, en este mes, a grupos de turistas que se desplazan hasta los bosques para observar tanto los colores otoñales de la foresta como el espectáculo de las hojas que han caído.
Octubre es, definitivamente, el otoño. Alguien me habla de lo mucho que le gusta esta estación. No me extraña. La gradación de tonos que nos brinda esta época del año es espectacular en todas sus dimensiones. Walt Whitman, que era neoyorquino, la dibujó como roja, amarilla, parda, púrpura y verdes claros y oscuros. Nosotros estamos más acostumbrados a la predominancia del amarillo, del jalde que vertía en esta columna la semana pasada. Pero cualquiera que haya viajado sabe que los otoños en ciertas zonas del planeta son antes rojos que amarillos, por la antocianina.
No solo las plantas, al ir yéndose el verano, se preparan para soportar los fríos del invierno. Muchos de los habitantes de este hemisferio se recluyen en casa, donde el verbo invernar cobra todo sentido, y solo la abandonan para aprovisionarse o porque se cruza uno de esos puentes laborales que tanto apetecen. En cualquier caso, como le sucede a las plantas, el otoño pone a punto los procedimientos de clausura del buen ánimo y de la felicidad solar. Posiblemente no dejemos de producir clorofila, como le sucede a las hojas, pero nos volvemos cáscaras vacías sin nada aprovechable dentro hasta que el sol de la primavera vuelve a fortalecer nuestros ánimos.
La tildan de yerma, de melancólica, pero esta estación que tan bien pronostica el ocaso de nuestras vidas, no solo propicia balances emocionales. Y sí, hablo de un ocaso, no tanto meteorológico como espiritual. Pablo Neruda decía que “una mano de congoja llena de otoño el horizonte y hasta de mi alma caen hojas”. Pero ya casi nadie lee poesía, y acaso por eso exista Instagram. Los poetas embellecen con palabras incluso los más indeseables estados de la mente. Los fotógrafos, aun aficionados, se contentan con reflejar la luz que contemplan.
Queco es joven y aún no siente como propias las melancolías otoñales. Pero quien esto suscribe, siente que en su verbo cansado hay una clave para calmar la necesidad de comunicar que, de nuevo, es otoño.