viernes, 28 de septiembre de 2007

¿Cine sin glamour?

Una estrella. De Hollywood. Buñuel decía que el buen cine se hace allí. Me perdonarán los cinéfilos, yo estoy muy de acuerdo con el de Calanda. Siempre que una estrella glamorosa se detiene sobre una alfombra roja el mundo parece un lugar mejor. Y el cine, más cine. Este año el Festival tiene un no sé qué, tiene su aquél, que decía el otro. No ha hecho falta leer ni una sola crónica en los diarios. Este año, aunque sus responsables porfíen eso de que las estrellas no son imprescindibles, el Festival de Cine de San Sebastián tiene alfombra roja con estrella de cine que lo engrandece.

Ha sido Richard Gere, una estrella con mayúsculas. En el Festival le han premiado por su carrera. Pero no se crean. En realidad los del Festival querían que fuese la estrella quien diese reconocimiento al Festival. Habrá actores que lo merezcan más, no sé, pero ni tienen glamour ni saben lo que es eso. Y hay que reconocérselo al de Philadelphia. Lanzado al estrellato por el cine, Richard Gere ha convertido en buen cine, y cine de éxito, mucho cine que de otro modo apenas nos hubiese intrigado. Por eso Hollywood necesita de las estrellas. Aportan glamour, pero también eternidad al séptimo arte. El glamour es algo intangible, como entresacado de los sueños. Pero tan imprescindible como las vitaminas para la vida. Mientras haya estrellas de Hollywood, el cine será fascinante. Y yo quiero que el cine siga regalándonos sueños por muchos años.

Para ser estrella de relumbrón hay que ser conocido por todos en este planeta. Absolutamente por todos. Como lo es Richard Gere. El resto son, acaso, famosos, y no siempre. No se puede ser estrella glamorosa cuando nadie ve tus películas, que es justo lo que pasa aquí, en España. En nuestro cine se puede llegar a ser un buen actor, e incluso muy bueno. No lo discuto, aunque lo dude. Pero las películas no gustan tanto. Gustan menos. Muchísimo menos. Serán más artísticas, más intensas, más lo que quieran. Pero los que gastamos dinero en ver cine soñamos con ser millonarios enamorados de meretrices de cuento de hadas. Yo no sueño con ser portero de vivienda alguna, o cincuentón con muestras de crisis existencial. Yo sueño con llegar a ser un cincuentón como Richard Gere, pongamos por caso. Cincuentón con glamour. Pero el glamour, ay, es una esencia que toca solamente a muy pocos.

Da lo mismo. Me resigno. Póngame una ración de Richard Gere y quítenme las demás raciones. Me da igual que sea usted inmensamente rico, o gerente de empresa, o pintor universal. Ya puede pasar Amancio Ortega a mi lado por el Boulevard que no haré sino apretar el paso, que el sirimiri cala a poco que te descuides. Pero por Richard Gere yo me empapo y lo que haga falta. Es el glamour. El suyo, claro.

viernes, 21 de septiembre de 2007

El mundo sin petróleo

¿De veras cree saber cómo sería el mundo que conoce sin petróleo? Deje este periódico y alce la mirada. Pongamos en un agujero imaginario todo aquello que directamente proviene del petróleo o los combustibles fósiles. Comience por los objetos que contengan plástico. Los juguetes de su hijo, la estilográfica con que firma, el móvil, el ordenador, el desodorante, la pintura de las paredes, el asfalto de la calle, las gafas que usa, estas mismas letras... Encienda una vela porque se acaba de ir la luz: más del 60% de electricidad del mundo proviene del carbón o el petróleo. Eventualmente tampoco dispondrá de agua corriente, que se bombea con electricidad, por las tuberías de su vivienda. Eliminemos todos los productos sintéticos. Y que desaparezca lo que deba transportarse muy largas distancias hasta llegar a nuestras manos. Más del 85% del transporte en el mundo depende del petróleo. Allá va su camisa de algodón. Ya estamos medio desnudos. Queda la mesa de madera (sin barniz) y el apetitoso bollo con mantequilla que estaba a punto de desayunar en Bilbao. Por cierto, regrese en bicicleta. Y no espere que su nevera siga llena cuando llegue a casa. La mayoría de la comida que se consigue en el supermercado tiene una brutal dependencia directa e indirecta con el petróleo.

Al ritmo en que se consumió petróleo mundialmente en 2005 (más de 29 mil millones de barriles) nos acabaremos lo que queda en menos de 40 años. De modo que no seamos hipócritas respecto a lo de Irak. El control de las reservas es cuestión de vida o muerte para toda la humanidad, no sólo para los Estados Unidos. Nuestros sistemas financieros y económicos están basados en el crecimiento perpetuo. Nos parece normal que la economía crezca un 3% cada año, lo que conlleva duplicar la demanda de recursos cada 23 años. Estamos empeñados en creer que estos modelos de crecimiento constante son la realidad. Se llama confundir el mapa con el territorio. En un mundo biofísico finito el crecimiento perpetuo es imposible.

Desde la revolución industrial nos hemos dedicado a vivir aceleradamente. Somos miopes. Gastamos cientos de veces más rápido de lo que tardan en generarse los recursos sostenibles del planeta. Nunca hemos llegado al límite. No tenemos una referencia histórica a nivel planetario de sus implicaciones. Localmente siempre se acababan los recursos (fertilidad de suelos, minerales, bosques, peces, etc.). Pero la globalización existe por algún motivo. ¿La intuye? Pero llegará un momento en que no resuelva nada.

Imagine ahora el colapso de los mercados internacionales. Imagine una depresión económica mundial. Imagine desestabilizaciones sociales, inflación y desempleo masivo, crimen, guerras, migración masiva y hambrunas. Imagine…

viernes, 14 de septiembre de 2007

Google, que estás en los cielos

Fue este pasado domingo. Cenaba en Irún con unos amigos. Durante la sobremesa me comentaron que ahora se puede observar el cielo y las estrellas a través de la sorprendente biblioteca de Babel llamada Google.

Mirar el cielo. El más poético anhelo del Hombre. Así nacieron la ciencia y la filosofía. Lo desconocido. El orden de la naturaleza. El misterio de la revelación divina. Es el cielo un territorio acostumbrado a la precisión, pero también al caos. En el camino por desvelar sus misterios, la humanidad ha logrado en él sus más extraordinarios avances. De su negrura hemos deducido que el cielo no es infinito. Es tan inmensa su presencia, empero, que siempre hemos creído que las almas suben a él. Que todo lo bueno reside allá arriba, inalcanzable. Ignoramos que en él se albergan también los infiernos, ocultos bajo el halo mortecino de la negrura eterna. Cuántas veces me pregunto la razón por la que buscamos santos, ángeles y dioses en nuestro cielo. Los misterios del hombre siguen ahí y no tienen carne divina. El universo le habla al ser humano a través de preguntas formidables, que incapacitan nuestras respuestas más firmes. Siempre nos ha hablado así. Es nuestro progenitor...

Se repite asiduamente que somos hijos de las estrellas. Y es verdad. De las estrellas ha nacido todo lo que hay, lo que hubo, lo que alguna vez habrá. Las estrellas son violencia y energía. Inmensos hornos donde la materia compleja se origina a partir de otra materia más sencilla. Nuestros cuerpos mismos no son sino restos de estrellas que ya no están ahí. No parecen nada los astros, y sin embargo son nuestros padres.

Recuerdo una vez, cierta vez, en que alguien me dijo que las estrellas no son sino puntos blancos proyectados en la cúpula celeste. Que eso es el cielo, y no otra cosa, y que solamente a tal cosa deberían dedicarse los planetarios y las aulas de astronomía. Profunda simpleza. Por fortuna, el siglo XXI devuelve ojos al hombre para ahondar en lo que acecha tras el velo negro del empíreo. Hemos construido la tecnología más avanzada para mirar mejor. Porque deseamos contemplar los magníficos arabescos que se forman alrededor del ojo de la Nebulosa del Gato. O la manera en que se arraciman las galaxias cuando chocan entre sí a lo largo de los eones. O el halo azul hipnotizador con que se manifiesta la materia oscura. O los ecos fantasmagóricos de las formidables erupciones estelares. ¡Oh, sí!, desde luego que sí. Podemos alcanzar a observar en los confines del universo. Y ahora, Google nos lo sirve a domicilio. Desconfíen de quien mantiene el obstinado empeño de los puntos blancos, sin mostrarle nada más. Kepler y Copérnico también hubieran querido mirar a través del Hubble.

viernes, 7 de septiembre de 2007

En el umbral de la puerta

Me escribe una lectora desde la otra parte del mundo. Adjunta a su correo electrónico una genial caricatura mía, como extraída de un episodio de los Simpson. Las gafas redondeadas, la barba imprecisa, la corbata independiente… Otra lectora, esta vez de Irún, me increpa con justeza y razón por lo mal que he escrito sobre los toros. Mientras tanto, mi pequeñajo, de dos años y medio, avanza en el ejercicio de lanzamiento de piedras contra las calmosas aguas de un estanque. Cada día alcanza más lejos, de vez en cuando sorprendentemente lejos. Por encima de ese estanque, en el cielo azul, limpio de nubes, transita un avión rumbo al Nuevo Mundo. Me despisto algo, porque me apetece, y no quiero asociar el paso del avión con el retorno a los quehaceres. Tiene aún momentos el estío para saborear muchos gustos, por insignificantes que parezcan.

Se acortan ya mucho los días. El verano languidece, que diría el otro. Desde hace tiempo, el periodo estival acaba con el recuento de las muertes cobradas por la carretera. Ya lo saben. Las vacaciones de agosto se inician con merecimiento y terminan siempre en estadísticas. Son los números de la muerte. Nadie hace números con la vida. Salvo al fisco, importa poco que los seres humanos ejerzamos a diario lo que mejor sabemos hacer: estar vivos. Las rutinas del trabajo y la familia forman parte de nuestra existencia. Y lo queramos reconocer o no, una existencia dedicada al trabajo gusta poco. Por eso vivimos mucho más en el descanso laboral. Por eso morimos también más cuando regresamos al trabajo. No hay metáfora tan cruda. Quizá por ello me he fijado, esta semana, en la muerte como asunto para esta columna.

Para mí, personalmente, éste será el verano en que dejé de comenzar la lectura de un diario por detrás. Fallecido Umbral, enterrada para siempre su prosa de placeres y de días, desapareció la tradición. Pero su muerte no se escribió con la misma maestría que ejercía Umbral en sus columnas. Tal vez porque su muerte la escribió otro.

Comprobé estos días que, también en eso de morir hay más de una dialéctica. Asombrado me quedé con el impacto ocasionado por otra muerte, la de un jugador de fútbol. Porque murió con sus botas de jugar puestas, le convirtieron en símbolo. Inconcebible. Tenemos la vida inequívocamente drogada por un opiáceo viejo, ese deporte llamado fútbol. Nos confunde hasta el entendimiento. Y en tal confusión, queriendo dar relumbre a un deporte que ya es religión, queriendo hacer de una muerte un estrellato, no logramos sino otorgarle triste destino a quien el corazón se le detuvo. Y si no, acudan a la hemeroteca, que todo esto es muy reciente. De Francisco Umbral se escribió, y se sigue escribiendo, su vida. De Antonio Puerta, solamente su muerte.