viernes, 28 de noviembre de 2008

Fríos de invierno



Hemos visto caer los primeros copos de nieve, blandos y húmedos sobre el parabrisas, como quien ve caer, despacito, el frío. Han impregnado de lluvia sólida las aceras y las calzadas. Y sabido es que, a estas alturas del año, cuando las luces de navidad ya aparecen en nuestras calles, cualquier masa de aire polar queda perfectamente caracterizada con el símbolo del copo de nieve. Como invierno.
Así como el otoño me entristece, tiene el invierno, para mí, un no-sé-qué de encogimiento de hombros. De algo irremediable. De resignación. De rutinario abrigo al salir de casa y silencios por la calle. Se habla menos al caminar, y eso tiene cumplido reflejo en el tránsito diario. Los semblantes de las gentes se vuelven austeros y duros, y parece que solamente hubiese ganas de llegar a casa. No quedan deseos de contemplar lo que pasa en el mundo, acaso porque no hay nada demasiado digno de verse. Salvo lo excepcional. Allá en mi añorada Escocia, pasé inviernos de esos que se ven en las postales. Y en mi pueblo, los inviernos eran espartanos, de campos silenciosos y humaredas de roble en las chimeneas. Los inviernos en las ciudades, en cambio, son feos. Feos y fríos. Y ante esa fealdad gélida solamente cabe la resignación.
No diré que el invierno que se avecina es más duro que los anteriores. Me niego a derramar más reflexiones sobre el virus financiero, colado en nuestras venas por culpa de los de siempre. Sí he pensado que el invierno, aún por llegar y tan presente casi, cobra pleno sentido como reflexión. De este modo le acompaño a usted en su silencio de frío, y dejo a un lado el pesimismo y los vaticinios negros y el frío coyuntural y el cambio climático. Ante todo, conviene siempre marcar bien las prioridades.
Porque el frío, querido lector, muchas veces lo llevamos dentro. Y cuando se mete dentro, nos envejece y convierte en herrumbre mucho antes de lo debido. Es ley de vida envejecer, sí, pero no existe ley alguna que nos obligue a vivir en un perpetuo frío de invierno. Los niños, por ejemplo, con sus deditos de duende, con esos ojos que te miran desde el fondo de sus letras, no saben de esas cosas, ni de fríos ni de lamentaciones. Su alegría, cuando se derrama la nieve en el corazón, debería curarnos. Pero no nos cura. Acaso porque no queremos. Vemos caer los primeros copos y pensamos, no sin amargura, que poco importa lo mucho que trabajemos y nos esforcemos. Al final siempre nos abate el invierno.
No es bonito que llegue el frío con anticipación. Sirve para esos reportajes lindos en el telediario. Pero obliga a usar cadenas, a muchos deja varados en las cunetas, y desalienta el aliento que se escapa de la boca. Resignación. Menos mal que, hace mucho, inventamos eso de la navidad…

viernes, 21 de noviembre de 2008

Solbes, apagado



Ahora toca frivolizar con esto de la crisis. Una crisis que, dicen los expertos, es muy compleja. Cuando en realidad es bastante sencilla de entender. Me remito a una columna que escribí a primeros de octubre. Digo esto por contextualizar, que se dice ahora.
Decía que toca airear frivolidades. Como en el Financial Times, donde publican una noticia de la que ya casi todos hablan. Me refiero, claro está, a esa extraña puntuación de ministros de economía de la zona euro. Donde tan mal parado sale nuestro entrañable Solbes. Digo nuestro, aunque últimamente parezca el enemigo. Y digo entrañable, aunque últimamente tenga cara de asco. Pero oiga, es el nuestro. España, de momento, se escribe por ahí fuera con una única palabra. Y decrépito, enemistado, o apagado, sigue siendo el nuestro.
Supongo que conviene salir en su defensa. ¿Por qué no? No vamos a dejarnos intimidar por ese periodicucho que, pásmese, ha situado en cabeza a un jovenzazo aprendiz de ministro de economía. Solamente 37 años que tiene el encumbrado, oiga. Y es de Finlandia. Pues que se ande con ojo, que a esa edad yo me las tuve que ver con ciertas brujerías y no fue sino hasta hace poco que pude, finalmente, reír a mandíbula batiente. Digo yo que ser ministro de finanzas en un país tan moderno y próspero, donde hace un frío de aúpa, es más fácil que a orillas del Mare Nostrum. Allí las crisis han de afectarles, forzosamente, poco. A poco que les suban el carburante, se mueren todos de frío en invierno.
Por eso, pienso, que de tener algún mérito el niñato ése de Finlandia, no es otro que haber conseguido que allá interiorizasen bien lo del euro. Si recuerdan, fue éste el motivo de la bronca que nos largó una buena tarde el entrañablemente apagado Solbes, cuando aún no daba cabezadas queriendo sestear esta crisis. Si le hubiésemos hecho más caso, no tendríamos ahora tanto paro, ni gritaríamos contra los neocons, ni le tendríamos miedo a la hipoteca, ni se reunirían los presidentes G20+ZP a enseñarnos lo que hubo de ser el capitalismo y nunca fue. De haberle hecho caso a Solbes, de no soltar esas propinas escandalosas, usted y yo y el otro podríamos enorgullecernos ahora de ministro de economía.
Todos, sí, menos los banqueros. Esos tipos que se fueron a decirle a ZP que no se les puede dejar solos. Que necesitan vigilancia. Que les controlemos porque si no ya saben lo que pasa: se cargan la economía planetaria de un plumazo. Que a ellos les va eso de un sopapo a tiempo. Pobres. Luego, para consolar su llanto, va nuestro apagado ministro y les inyecta chorrocientos millones de euros para que a usted, como a mí, sigan negándonos un préstamo. Ya les vale. Y Solbes, bostezando, apagado por la noche eterna de Finlandia.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Semana de Ciencia


Sobre un escenario iluminado por una luz muy blanca, descansan tres sillas. Aparece un hombre vestido de negro, con guantes blancos y la cara pintada de blanco inmaculado. No hace ruido, ni habla. Gesticula y se mueve. Juega con las sillas, fingiendo volar en un avión. Juega con la escena, fingiendo ser muchos personajes. Juega con la luz, fingiendo escaparse de una caja inexistente. Habla con el silencio, y actúa con enseres que no hay pero que todos parecen ver. Carlos Martínez, el hombre del escenario, ejerce su maestría de mimo inaugurando una feria científica.
No hay una sola manera de comunicar la cultura de la ciencia. No podría existir una sola manera, dada la inmensidad del conocimiento científico, tan profundo y complejo que parece inalcanzable. Ya hay rutinarias exposiciones de principios muy básicos (casi de texto escolar) en los museos y en la mayoría de los eventos al uso. Como científico, pero también como enamorado del arte, pienso que conviene contraponer a estas realidades lo que el propio ser humano es. Lo que produce y entrega a otros. La ciencia no es sino una evidencia creativa de cómo los seres humanos aprendemos a lo largo de nuestra evolución animal. No la única. Importante, al igual que todas.
Por eso aquí, donde vivo, quisimos iniciar nuestra feria científica con ballet. Con mimo. Con orfeones. Y la concluimos con un concierto de rock. Hicimos, al principio y al final, todo eso que aparentemente nada tiene que ver con el hecho científico. Despojando a la ciencia de ropajes inhumanos. Evitando esa maraña inmensa de fórmulas y enseres que, seamos prácticos, a muy pocos interesa. Era importante mostrar que a un científico le gusta el teatro, como a usted, y el ballet, como a usted también, y un concierto de rock. Haciéndolo, disipamos la desconfianza hacia las cuestiones lejanas producidas por el pensamiento complejo.
Muchas veces he hablado de mezclar ciencia y arte. De devolver al propio ser humano los productos de su intelectualidad, que parecen escaparse hacia las estratosferas del entendimiento. Y de cómo es importante que la ciencia beba de los vientos del arte, como el arte bebe continuamente los de la ciencia. Porque el arte ha evolucionado, produciendo obras que solamente en un taller artístico dominado por la tecnología y la ciencia se pueden producir.
Ahora no me dedico a eso de divulgar la ciencia. Lo hago discrecionalmente y por placer personal, para seguir demostrando a muchos la humareda de sus propuestas. Y para decirle a usted que, si acude en esta semana de la ciencia a participar en cualquiera de sus actos, vaya predispuesto con alguna de las premisas anteriores. Tengo la certeza de que los disfrutará con una muy acertada sensibilidad