viernes, 18 de diciembre de 2020

Queco cumple 16 años

Cuando comencé a escribir estas columnas, Queco tenía solo dos añitos. Hoy cumple dieciséis. Dieciséis. Se dice pronto… Sé que de tanto en cuando les he ido contando cosillas de su infancia o adolescencia. Me honra saber que los lectores que me leen, y cuyo número no importa (desconozco si muchos o pocos: solo sé que están ahí), han sido testigos de mi evolución como columnista (opinador me gusta más) y como padre. Admito que las andanzas y correrías del niño que Queco una vez fue (ese niño siempre sonriente, de ojos encendidos y enormes al que echo muchísimo de menos cuando me invade la nostalgia) resultaban gratas de disfrutar y de narrar. El crecimiento que, como persona en pos de la adultez, Queco está ahora sintiendo en su propio ser día a día, resulta en una difícil síntesis de emociones, trampas y desconciertos, como no podría ser de otro modo.

Sigue siendo cariñoso y mimoso, sigue sonriendo de tal manera que se me encoge al alma en cada gesto, sigue siendo bueno y juicioso, aunque le cueste entender las matemáticas o la física (ay, qué dolor para tres doctores en física y un matemático como hay en la familia paterna), y distingue lo que es comportarse correctamente de comportarse alocadamente. En ese sentido, es un adolescente ejemplar. Pero adolescente. Proyecta lo que quiere ser cuando madure definitivamente sin saber aún que puede llegar a ser mucho mejor hombre y persona de lo que yo haya sido nunca. Lo advierto en sus ojos. Pero él no es consciente.

Me gusta hablar con él desde sus quince años. Lo descubrí alborozado y no quepo de gozo. Queco plantea razonamientos atinados pese a mis frecuentes reproches de que lee muy poco, que juega demasiado (online, eso sí es un virus pegajoso) y que se deja aburrir por las materias que le enseñan en el instituto. Pero todo ello no explica que parezca tan sabio y razonable. Será que, en algún momento, aunque se me antoje del todo inexistente, siente curiosidad por cosas ajenas a su mundo de adolescencia y las sacia. Además, no siente rubor en transmitirme lo que descubre si, por casualidad, hay ocasión de hacerlo.

Él sabe que nunca me he posicionado como su colega o amigo. Siempre he sido su padre. Me he encargado de poner el empeño suficiente en hacerle ver que jamás un colega o un amigo le va a querer y apoyar y defender como yo. Aunque diverjamos. Él hará su vida, desde luego, y yo me sentiré orgulloso de comprobarlo. La única pena que siento hoy es que este ha sido y será el último día que llame, a Javi, Queco…

viernes, 11 de diciembre de 2020

Matemáticas (f)útiles

Se agradece que algunos efectúen estudios comparativos para concluir lo que ya sabemos. En el caso de las Matemáticas, la escasez de alumnos (y profesores) conspicuos. Nos situamos, en esta materia, al nivel de Armenia y en profundidades simadas si nos comparamos con Singapur (lugar fascinante donde, empero, yo no querría vivir). Se da el agravamiento de que el grueso del alumnado español conforma un nutrido pelotón de cola y la cabeza, donde se situaría la excelencia, es constituida por unos pocos, y cada vez menos.

Dicen algunos que la carencia de profesores con gusto por las Matemáticas es razón de su hispánica futilidad. No me sorprendo. Desde que oyera a aquella opositora a profesora justificar su manifiesta incultura porque -decía- lo importante es aprender a enseñar aun sin aprender lo que se enseña, supe que el desastre cohabitaba en nuestras vidas. De ahí que dispongamos de presidentes gubernamentales cuyos mendaces doctorados no han trascendido en conocimiento alguno de provecho. Acaso la solución estribe en regalar los títulos, aun los más egregios, como se pretende en la la última y enésima ley educativa. Aunque luego no sirva de mucho, por lo menos la pared del pisito queda engalanada.

A la gente no le gusta las Matemáticas. Eso está claro. La mayoría la pinta como un hueso duro de roer y es incapaz de hallar dulzura en el álgebra o el cálculo. Ensoberbece pensar que, a quienes sí sentimos devoción por ella, se nos pueda considerar incluso inteligentes. Cosa que no es cierta. Pero algo falla cuando una herramienta tan fundamental, que lo mismo se encuentra en los cálculos para colocar ministros en la termosfera como en las búsquedas de Google, se tenga por enredada e incluso incomprensible. El currículo matemático lleva años achicándose y seguramente aún se pueda reducir más (y mejor), como sucede en tantas otras materias, pero convendría realizar el esfuerzo de evidenciar su utilidad, su importancia, su sencillez (ya sé que suena extraño) y su versatilidad, dejando a un lado el oprobio de examinar con un límite calculado por la derecha o por la izquierda cuando maldita sea si se entiende bien la razón de que deba hacerse algo tan extraño.

Podríamos eliminar las mates y nuestra incultura y analfabetismo funcional no experimentarían diferencia significativa alguna. Ya está pasando con el vocabulario, cada vez más exiguo. Por eso: engrosemos aún más el pelotón de cola, Singapur queda lejos y el buen vivir no necesita conocimientos, solo subsidios.

viernes, 4 de diciembre de 2020

Iconoclastia total

Como la Historia de España es un rollazo, elimínese de los colegios. Está rebosante de matanzas y machistas. Sobra toda salvo, acaso, los pueblos preíberos, cuna de tantos patriotas que hoy día quieren salvar la malhadada piel de toro de su infame destino, y la idílica II República, con su bienintencionada revolución de octubre del 34, aplastada por fascistas, la proclamación independentista de Companys y la poética justicia en Mondragón contra los capitalistas Marcelino y Daboberto. El resto es un deambular de colonizadores, responsables ellos de exterminar las raíces neolíticas; de monarcas absolutistas, como los herederos de los Capetos que, por descontado, no nos representan; de conquistadores sedientos de codicia y xenofobia, malditos sean esos castellanos y extremeños, andobas que, por puro azar, han regido los destinos de todos los demás, con lo guapos y listos que somos los demás: son fascistas y traidores que incluso nos han impuesto una lengua con cuya demolición alcanzaremos la legítima equidad tras décadas de opresión lingüística y religiosa.

Y digo yo. Enardecidos con esta fiebre iconoclasta, actuemos también en las historias de los hechos diferenciales, no sea que un día cambien las tornas y los que vengan detrás los enseñen de modo distinto. Sin libros de texto solo cabe la tradición oral y, por ende, su perpetuación mitológica. Por ejemplo, la historia de Euskal Herria, aun casi inexistente, se puede resumir en un cuadrito al margen de color terroso y sin mención alguno a la ETA. Mucho cuidado con los Blanco: se acepta la grandiosidad de lo de Carrero, pero hay que acallar lo de Miguel Ángel. Y para la historia de Cataluña, que es de recientísima invención toda ella, casi es preferible enseñarla junto con la literatura de ciencia ficción: de tan divertida a lo mejor pasa lo mismo que con el caballo del Benítez, que la gente se empezó a creer aquel disparate de lo bien escrito que estaba.

Del resto de diferenciadores, mejor omitirlos. Total, de los gallegos no se sabe si van o vienen: en lugar de su historia, mejor subvencionamos un concierto de fados y otro de música celta. Y respecto a Andalucía, que casi se nos vuelve nación en tiempos republicanos, la dejamos como paraíso de vagos, guitarras y palmas. Canarias ya tiene bien tiempo y en Valencia hay naranjas. Van sobrados.

 Promúlguese en una nueva ley educacional, que hasta ahora nunca nadie acertó con la clave, y la clave está en ocultar todo aquello que una vez nos condujo a escribir esta columna.