viernes, 29 de diciembre de 2023

Oh Happy New Year

Mucho se habla en la prensa de la última traición del pesoe (la penúltima, que diría el otro, porque aguardan muchas otras). Digo yo que la media España que votó al tipejo ese que inclina la cabeza española ante la bandera catalana (y no por andar cabizbajo, aunque bien debiera) ha de sentirse satisfecha con eso de ser gobernados por un gobierno de progreso, aunque no sepamos a ciencia cierta hacia dónde progresamos, visto lo visto. Decía que mucho se habla en los periódicos de la traición en favor de los bilduetarras, pero poco se cuenta que la peor traición es la nuestra. Y a ello querría dedicar la columna de hoy, última de este año que fenece.

Somos nosotros quienes hemos traicionado todo aquello que nos servía de sustento. A decir verdad, es algo que se replica por todo el planeta, de una forma u otra. A punto de ver iniciar el siguiente año, quién sabe si no el último, que la fragilidad de la vida es la única certeza,  cuesta encontrar una sola de las certidumbres que nos han servido de soporte durante décadas, con sus injusticias y desfavorecimientos. Es como si estuviese soplando en el orbe un huracán que hubiese desalojado los favonios y céfiros que, otrora, nos daban consuelo. Aquel era un aura benéfica, cargada de esperanza, que vislumbrábamos en lontananza y nos consolaba por dentro, como las majestuosas contemplaciones de la imponencia de las cumbres. Inalcanzables, pero tangibles. Y todos, con sus más y sus menos, pensábamos en contribuir en cumplir con la hazaña. Este de ahora es un hálito maldito que viene a contradecir todo aquello que creíamos potencial de mejoramiento, imponiendo sus normas absurdas y sus creencias pseudocientíficas, no importa cuánta majadería destile: el mundo se acaba, la sociedad es dañina, el futuro ha de dejar de ser incierto. Lo de no comer carne, anegarse las tierras de océanos, subsidiar al pueblo, devolver el honor a los desalmados... todo eso no deja de ser chismorreos de una presciencia pútrida. Lo peor es que, en el ínterin, destrozamos lo construido, usurpamos lo instituido y abandonamos en gentes infectas el porvenir de dos o más generaciones. Y jamás, créanlo porque es muy cierto, jamás podremos corregir el rumbo.

¿Traiciones? Somos ocho mil millones de personas en el mundo y cada día se ama más a los perros. ¿Qué traición es esa? ¿La de unos idiotas con cartera y ministerio que, no bien se arrogan el derecho de instruirnos, llenan sus bolsillos y la de sus adeptos? A esos ya los venimos padeciendo. ¿La de los que se oponen y que aún no se han dado cuenta de lo mal que lo hicieron cuando solo parecía posible afianzar la victoria? No les quepa duda de que, cuando lleguen, harán poco más o menos lo mismo. ¿La nuestra, la de los ciudadanos, que nos estamos creyendo todas las imbecilidades y ocurrencias que tienen por fortuna surgir a flote sobre el océano de las ideas, siendo las más fecundas e inteligentes las que abajo en el fondo varan olvidadas? Si hemos desterrado los libros y solo existe Netflix, Instagram o Tik-Tok, hemos merecido el infierno.

Mucho se habla en la prensa de las últimas traiciones, pero estamos disputando una carrera por ver quién llega antes al abismo. Y lo llaman progreso. Pues que progresen cuanto quieran, yo los aborrezco a todos. Cuanto ellos llaman avanzar, yo lo considero mezquino.

Desdichado Año Nuevo.

domingo, 24 de diciembre de 2023

Oh Holy Night

Suenan las campanillas en los árboles cariñosamente decorados. Y cascabeles en los trineos. Suenan las risas de las personas por la calle. Y se escuchan villancicos, están por todas partes. Las familias se reúnen y cocinan juntos, preparan la mesa juntos, disfrutan juntos de una cena maravillosa y distinta. Diríase que ha desaparecido el cinismo, la violencia, los dramas y las tragedias de la faz de la Tierra. Sólo hay deseos de felicidad, de alegría, de bondad, de paz y amor entre las personas. Es Navidad.

Suenan los cláxones de los vehículos atrapados en el último atasco, en la penúltima retención. Y los motores en marcha de los autobuses. Suenan los diálogos sin argumento de las personas que se comunican profusamente por el móvil. Y se escuchan las miles de músicas que inundan por dentro los centros comerciales. Todos se quejan del consumismo, de la hipocresía reinante, de los precios del marisco o lo imposible que está el mercado, todo lleno de gente. Diríase que no hay más existencia que la mentira, las falacias, los engaños, la incomprensión y el resentimiento. Las familias se juntan porque sí, en caso de hacerlo, pero de lo que se trata es de disponer de otro tiempo más de vacaciones.

Suenan los vientos gélidos en lo alto del cielo, límpido de estrellas y luceros, con su manto obscuro de invierno. Y el crepitar de las lumbres que dan calor en los hogares. Resuena el silencio del alma que trata de reflexionar por sí misma sobre su eterno paradero. Aun en el centro mismo de las ciudades, hay un respiro donde hallar sentido a las costumbres más ancestrales o religiosas. Diríase que somos tan pequeños los humanos, nos hacen tan minúsculos nuestros odios inveterados, nuestras rencillas y envidias, nuestro afán económico o de poder, nuestra destrucción sostenida de cuanto es sostenible por la naturaleza, nuestra estupidez congénita que acaba por derrumbar no solo las tradiciones más nobles y hermosas, también las más tristes y sentidas. El amor entre las personas no es impositivo y no hay que pagar por tan hermoso don. En alguna parte un escritor piensa en su amada y establece un vínculo que, sea Navidad o no, ni el tiempo ni el mundo pueden destruir. Y el cielo que los cobija, allá arriba, lo entiende.

Feliz Navidad


viernes, 15 de diciembre de 2023

Amnistiando, que es gerundio

No sé a qué viene tanto revuelo con este tema tan de moda de las amnistías. Soy de la opinión de que se amnistía poco. Alguien inventó el tortuoso camino de los indultos y, hasta el momento, a él nos hemos ceñido, si bien es cierto que dicho ceñimiento corresponde solo a quien nos gobierna y que puede hacer con ello de su capa un sayo. Al final, esto de mandar y de la política no es otra cosa que realizar lo que al mandamás de turno le pase por los cancanujos, sea o no sea beneficioso para el pueblo: siempre hay o habrá un pueblo que se beneficiará de cualquier decisión que se tome, y en caso de que no lo haya, porque sea uno solo el beneficiado (algo que pasa muchas veces, demasiadas) también es posible crear de la nada a ese pueblo aclamador. 

El mejor ejemplo es este de las amnistías de los procesistas: ahí tienen ustedes a todos los jaleantes del pesoe y los gobiernos progresistas que, no contentos con decir Diego donde dijeron digo, aplauden hasta con las pestañas las inmensas oportunidades que contempla eliminar los delitos que cometieron los secesionistas, indultarlos de aquellos por los que fueron declarados culpables, y ahora amnistiarlos para que sus expedientes queden libres de toda mácula. Dirán ustedes que exagero, y que no todos los pesoeros son jaleadores: y un huevo duro también. ¿Ha visto usted a uno solo de ellos que, en la Cámara Baja, haya roto la disciplina esa de partido porque su conciencia le impide apoyar semejante ignominia? ¿Ha visto usted un solo comunicador de prensa o radio o televisión que, públicamente, se haya rasgado las vestiduras ante este episodio inequívocamente hispano por el que se van de rositas todos aquellos que solo esperaron (y aún esperan) chupar del bote carrasco? No, ¿verdad? Pues no me vengan a  mí con cuentos. Me río yo de los pajes de los reyes majicos…

Lo que no entiendo es por qué solo se amnistía a los procesistas. Puestos a amnistiar, habría de concederse semejante dádiva a todos los presos comunes del país: unos porque ya han cumplido bastante tiempo de sus penas y seguro que se sienten arrepentidos, aunque vuelvan a delinquir (esto de confirmar el no arrepentimiento es indispensable para una buena amnistía); otros porque, total, ya hay leyes y mandatos gubernamentales que rebajan sus años de prisión (cítese a todos los violadores y asaltadores de damas); y los restantes, porque son muchos y como voten en contra pondrán en grave aprieto al chuloputa este que nos gobierna y, de paso, a la coalición de malos malvados que lo sostienen. Además, que está feo hacer distingos, coño: o todos a la cárcel, o ninguno. Pues ninguno.


viernes, 8 de diciembre de 2023

La preciosa religión de Alá

Zahoor es pakistaní y dirige una planta de perfilería y corte de acero en el este de Arabia Saudita. Es un gran tipo. Procede de Cachemira, donde el islam es tradicional, pero las gentes son amables y desprendidas, incapaces de actuar por codicia: ofrecen lo que tienen sin esperar nada a cambio, ni desear nada tampoco. Vive sin grandes lujos, tal vez el tabaco sea lo único extraordinario que se permite. Cuando regresa a casa, se detiene en una de las tiendas que pueblan la carretera hacia Dammam para comprar cigarrillos para él y algún chocolate para sus hijos. Le encanta su trabajo y se siente orgulloso de lo que ha conseguido hasta ahora. Además, vive en el país sagrado de su dios, Alá, y su profeta, Mahoma. “Es una religión preciosa”, asegura. Le respondo que, desde su origen, el islam se ha caracterizado por su poética relación con el destino, con la luna, con la bondad de las personas y el amor hacia la única divinidad que puebla los cielos. Mas, como a tantos otros musulmanes, le cuesta entender que su dios sea el mismo dios que el de los cristianos o los judíos, y que fue el pueblo de Israel quien, desde su exilio en Babilonia, desarrolló el concepto te un único dios verdadero. 

Le pregunto por lo que está sucediendo con el terrorismo islámico, tratando de suavizar cualquier referencia a Israel, pero dejando bien claro que, a diferencia de lo que algunas corrientes occidentales propugnan (Israel es diabólico y oprime a los palestinos por codicia y maldad, por lo que debe ser obligada a retractarse y abandonar los territorios que no le pertenecen), muchos pensamos que los palestinos, eligiendo el camino del terror y del acoso, y apoyados económica y políticamente por otros hermanos árabes y otros familiares islamistas, debieron aceptar en su momento tender la mano a la paz en vez de perseguir la eliminación de los territorios judíos, cosa que nunca pasará. Por eso derivo la pregunta no solo hacia Hamás, también al ISIS o Al Qaeda. “No son musulmanes”, me responde, “piensan que lo son, pero les han lavado el cerebro; el islam es la religión del amor y ellos han interpretado como han querido un mandato del Profeta porque, detrás, hay mucha gente interesada en la guerra, la destrucción y la opresión del propio pueblo, que les incita a ser extremistas y asesinos. Creen que hallarán el paraíso a su muerte, cuando solo encontrarán el cadalso”. Entonces pienso que hay muchos musulmanes escondidos tras el Corán y la resignación en la poética religión mahometana. 

Le pregunto por cómo van las cosas en Arabia, y me responde que no sería capaz de reconocer el país donde viví hace ya más de veinte años por tanto como ha cambiado. Finalmente los proyectos de infraestructuras, de creación de áreas turísticas, de desarrollo urbano y de consolidación de una actividad económica basada no solamente en el petróleo, ha prosperado. Al Khobar, donde viví, cerca de Dammam, se parece a las ciudades estadounidenses por sus amplias avenidas, sus edificios altos, sus grandes zonas verdes, y un cambio total en la interpretación de los servicios, no solo de la industria. Tanto es así, que en 2035 esperan acoger el Mundial de fútbol, y a buena fe que lo merecen. Para eso hay que avanzar un poco más, le digo, porque no basta con permitir conducir a las mujeres y aligerar la opresión de la abaya y el velo islámico: los turistas quieren disfrutar de las playas, de los parques, de una cerveza (asunto tabú, de momento) y, por qué no, de poder visitar también la Meca y Medina, hasta ahora lugares santos prohibidos al resto de religiones. Asiente en su respuesta y piensa que, lo mismo que él ha podido desarrollar su carrera y disfrutar de una vida familiar y religiosa que lo colma de felicidad, es posible que la sociedad árabe acabe convirtiéndose en un ejemplo incluso mayor y más paradigmático que Dubai, el emirato que, aun sin petróleo, nació de una aerolínea. Tendré que verlo, le replico. Inshala, es su respuesta.


viernes, 1 de diciembre de 2023

El apologeta

Soy de los que opinan que la complicidad con Hamas del indocto que tenemos por presidente es una apología del terrorismo en toda regla. Por supuesto, ningún fiscal incoará expediente alguno ante tamaño delito. La ley no es igual para todos. Debería, sí, eso nos dicen para que lo creamos, pero en esto pasa como en todas las cosas: es cuestión de dinero o de poder. Cómo no habrá apologizado que les faltó tiempo a los terroristas palestinos para aplaudir lo que consideran que era una postura clara y audaz. Yo diría que las palabras del psicopático dictadorzuelo resultaron una insolente impostura hacia Israel, pero en lo de la claridad he de asentir: no se puede decir de manera más nítida. 

Son muchos quienes olvidan que, en todo Oriente Próximo, la única democracia existente en el enjambre abrahámico es Israel y que los terroristas no tienen legítimo derecho a nada, como tampoco encarnan la voz del pueblo palestino. En este mundo moderno, la última ignominia es conferir representatividad a los asesinos o confundir su terror con las aspiraciones del pueblo pacífico. Que el desequilibrado es un tipo de una indignidad galopante, bien se sabe. Que no sea capaz de distinguir ya nada, solo se sospechaba. La indignidad es una cuestión casi privada del ignominioso. Convertirla en una cuestión de estado, y más aún afectada de impunidad, trasciende los límites de la ignorancia del iletrado que nos representa. El problema es que tanto se ha arrogado la libertad de hacer y decir lo que mejor le pete, por el impúdico interés del dinero, que ya todo nos parece la misma mierda. Y no lo es.  

Las diversas apologías del jeta que maldita sea el momento en que lo eligieron los suyos, retrotraen a un mundo que debió quedar tiempo ha olvidado. Y no lo está. De hecho, el mundo anda salpicado de guerras absurdas e ininteligibles, de líderes autárquicos que solo responden a su propio egoísmo, de un analfabetismo atroz que parece haberse instalado en cada esquina y en cada plaza. No hemos construido un mundo cada vez mejor: inventamos la tecnología y el bienestar y el imperio de las leyes para distinguirnos de nuestros ancestros, pero todo ello ni nos ha igualado ni ha acabado con las injusticias, los enfrentamientos y la ruindad. El poder ha fagocitado todos los avances incluso para combatirlos desde dentro y relegar ese concepto tan vagabundeado del bien común a un simple foro de escenario por donde hacer mutis para que los dictadores medren en el proscenio a su entero antojo. No sabemos abandonar la polaridad porque nos quieren eternamente enfrentados. Ya no queda universalidad alguna en el progreso (ni en la progresía): la política ha devenido una palindromía experta en darle la vuelta a todo lo que una vez fue sólido.