viernes, 21 de octubre de 2011

Sufrimientos de ahora

Sabía que vivía entre ellos y con ellos, pero aún no les había escuchado de viva voz. Sabía que su existencia y la mía compartían numerosos puntos a lo largo del día, pero no me había parado a pensar que podrían pedirme la hora por la calle o preguntarme dónde se encuentra el parque más próximo. En definitiva, sabía de su presencia por las estadísticas y algunos titulares de noticias interiores, por los murmullos de mercado y las penas de vecindario. Me refiero a esa larga lista de ciudadanos súbitamente pobres, tan pobres y desesperados que, por no poder, ni siquiera pueden creer en el orden de las cosas, tal y como aún lo concebimos. 

No lo digo por decir. Nunca antes me había topado de frente con una persona cuya angustia sea un lamento, que admitiera que acude a Cáritas porque no tiene nada, ni siquiera para pagarse un billete de tranvía, porque su vida y la de sus hijos se han convertido en una tragedia terrible y vergonzante. No saben de esperanza. Ni de fuerza, fe, confianza o ganas de luchar, porque se saben derrotados incluso antes de poner el pie en la calle y blandir su débil puño contra el frío mundo. Tampoco están indignados, la indignación palpita en quienes confían aún en mejorar la sociedad. Tal vez por eso simplemente están desesperados, silentes, aturdidos e inertes.

Qué rabia, qué pena, qué frustración y qué impotencia. No les llega ni el dinero A ni el B ni cualquier otro. No saben medrar en la economía sumergida, tampoco saben hacerse valer: todo apunta a ser humano destrozado por y en su destino. Uno se pregunta: ¿cómo aliviar tanta miseria? ¿Trabajando una o dos horas gratis por ellos? ¿Pidiendo… no, implorando a nuestros políticos que hagan algo en su beneficio? Mientras, los demás, que les escuchamos y escribimos después lamentables columnas un viernes en que se habla de todo menos de esto, asistimos estupefactos al deterioro de los servicios públicos y a las idioteces de una clase política que ningunea y desprecia a los sufrientes.

No puede ser. Toda esa pobreza está aquí, entre nosotros. ¿Acaso no la ven? ¿No la oyen? ¿No la sienten gimotear en silencio y compadecerse de sí misma? Y si la ven, si la oyen y sienten, ¿por qué hacen como hacía yo hasta el momento de escribir estas líneas: nada, salvo emplear su valor estadístico? Estoy consternado, y tengo miedo. He visto frente a frente lo que la insensibilidad de este absurdo mundo es capaz de hacer a cualquiera de nosotros el día menos pensado.