lunes, 31 de diciembre de 2018

Adolescencia agresiva

Mientras conduzco, voy escuchando las noticias que desgrana uno de los canales minoritarios de la radio pública, minutos antes de que decida cambiar a Radio Clásica. La periodista, que lee con soltura profesional el resumen de prensa, desvela que en algunas comunidades, las agresiones juveniles de hombres a mujeres lejos de disminuir, han aumentado. Insertan entonces un corte de la entrevista a la consejera autonómica, quien, al ser preguntada, se limita a calificar la noticia de alarmante y a realizar el consabido llamamiento a la educación y -por supuesto- la democracia. 

Recuerdo un estudio que me interesó bastante hace unos años, donde se establecía que el comportamiento adolescente no es irresponsable y emocionalmente inestable porque el cerebro sea inmaduro, sino a consecuencia de las influencias sociales y relacionales. En las sociedades preindustriales, y cabría añadir sin prejuicios nuestra propia sociedad de la posguerra como ejemplo, los adolescentes son forzosamente adultos competentes en desarrollo y no una extensión artificial de la niñez, con obligaciones y responsabilidades adultas, ante las que se comportan con mayor madurez incluso que la de los adultos que los guían. 

Todo este tinglado actual de la búsqueda hedónica de la felicidad y el confort, como si no hubiese más emociones en el alma, reflejada en la sobreprotección y la infantilización (como el ansia de conceder a los hijos cualquier cosa que no acarree sensaciones negativas), no construye adultos, sino seres que antes o después chocan contra sus propias ilusiones en el amor, el trabajo o la amistad, los lugares que esperan a ese niño que va creciendo. Y del choque surge la agresividad, que no es sino un mecanismo de defensa de la exigua autonomía e independencia que poseen. Mal gestionada, y esto sucede cuando no aceptamos el reto de tratarlos como adultos sino como entes caprichosos, la violencia deviene conducta. 

No, no creo que sea una cuestión de educación o democracia (qué lugares tan comunes). Es más bien de cómo estamos construyendo la sociedad. Endeble, frágil, hedónica, complaciente, en la que los adultos negamos ofrecer a los hijos responsabilidades adultas, alimentando con ello -acaso inconscientemente- su desilusión y frustración, que ellos canalizarán a los grandes epítomes: dañar su cuerpo, renegar de los estudios, elegir amistades inapropiadas y desarrollar su agresividad. 

Les espero a la vuelta del nuevo año. Feliz 2019. 

viernes, 21 de diciembre de 2018

Navidualidad


Una Navidad. Dos navidades. La Navidad religiosa (o sacra). La navidad laica (o pagana).
Los hogares, y con ellos las gentes (y viceversa), se inundan cada año de laicidad religiosa. Nadie lo objete, ambas naturalezas están tan intrínsecamente unidas que la pretendida segregación moderna es antes una pose que una realidad. Importa poco lo religioso (cristiano) o pagano (ateo) que quiera uno ser: cada 25 de diciembre Jesús nace con independencia del credo (quiero pensar que las tradiciones lo son precisamente por su insolencia frente a convicciones).
En la Navidad subyacen muchas dualidades. Todos los años pongo belén y árbol, y pergeño por estas fechas, con interés y escasa habilidad, una felicitación para amigos, conocidos y saludados, desde una posición pagana ambigua (las imágenes que elijo no incluyen escenas de reyes o portales, pero tampoco bolas o árboles o cajas adornadas). Como los receptores de mi sedicente creatividad navideña se encuentran tanto en España como en Oriente Próximo o Hispanoamérica, lugares donde es infrecuente (por no decir ilógico) celebrar las fiestas rodeados de frío y nieve, intento casi en vano felicitar las fiestas desde un punto de fuga entre el belenismo napolitano, la imaginería flamenca y las usanzas criollas. Dicho en plata: opto por una postal que podría usarse para cualesquier otros momentos.
Como no nieva, los monigotes en forma de muñecos de nieve dan risa y pena al mismo tiempo, lo mismo aquí que en Medellín o Río de Janeiro, donde los he visto bellísimos, por cierto. En Lituania son hombres sin cerebro y en ocasiones los levantan frente al parlamento con objeto de criticar a sus políticos (qué gran idea). Desde las tropelías de Disney, todos aman a Frosty y yo deseo con vehemencia que una cerilla lo convierta en charco infecto. Reacciono con ese fantoche de modo parecido a con las celebraciones del Gordo, esperpento valleinclanesco donde los haya, precursor de los “reality show”. Que sea la suerte quien reparta alegría es una de las contradicciones más lamentables de nuestro tiempo.
Me quedo con la Navidad hogareña, íntima, familiar por menguada que esta haya subsistido; con la Navidad de los niños, siempre alegre, y los villancicos, el turrón escaso y la nostalgia; la de Misa del Gallo para quienes crean y el televisor apagado, para todos; la Navidad de la persona, no la de las tiendas.
Aún faltan unos días, pero les deseo, de corazón, que pasen una muy Feliz Navidualidad.


 


viernes, 14 de diciembre de 2018

Rastrojo de Adviento


Como “sujirió” el poeta Mantecón, no hay en los dioses mayor sustancia que la habida en uno mismo. Vientos como pájaros, pájaros como flores, flores como almas, almas como dioses. Los buscábamos fuera de nosotros y resulta que nosotros somos los dioses, en aristotélica potencia, cada vez más próximos a la omnisciencia, cada vez más ubicuos (latente en la suicida aventura marciana). El error de creer que existe un solo dios queda probado de forma antrópica, relegando la moral y el mesianismo a cotas inaccesibles. Pese a ello, me sigue agradando la Navidad, que ya pronto celebraremos. Todo esto pienso mirando el calendario. Este año he olvidado el Adviento. Me reprochan que ya no cito latinajos…
Mientras afuera sigue lloviendo un frío nostálgico, contemplo mis pobres plantas ansiosas de volver a ser ellas, sensuales y voluptuosas. Quieren verdear y florear, como yo mismo (de otra manera) espero entre estas tinieblas absurdas del mediodía. Atisbo malhumorado por la ventana y me dirijo a la cocina. Por ser el ambiente propicio, me afano en colocar una cebolla entera y varias cabezas de ajo en el puchero de las alubias, puesto a cocer. Dicen que me quedan espectaculares: será por la sencillez que supone prepararlas. Cuando el peque llegue a casa disfrutará de su plato favorito, con permiso de la rafinosa, y se obrará otro pequeño milagro. A veces el paraíso, el Edén, es una comida bien sazonada: no sé quién dijo que no hay alegría con la panza vacía. Como casi es invierno no necesitamos la delectación de las flores, solo el glorioso apetito blanco del estómago.
Qué luz benigna para la vida y su eternidad sería este gris plomizo exterior, sin soles que inviten a destacar, fuente de quebraderos de cabeza… El frío refleja la lobreguez en que vivimos, cada vez menos absortos, lo público: la descomposición política, la insolente repugnancia independentista, la corrupción que lo hedionda todo, la estrepitosa vaciedad del Estado, la sociedad acomplejada por la tiranía de la corrección… Nuestro país es un seco árbol de invierno. Nos hemos tragado el cuento de la juventud eterna, con verde, oro y grana, sin advertir que somos cada vez más viejos y más necios.
Qué hartazgo espantoso. Prefiero volver al frío cabrón y a reírme de tanta mediocridad como desfila ante nuestros ojos. O a echar un buen trago reparador. Pero, ¡diablos!, ¿dónde encontraré un bar sin WiFi que obligue a hablarnos unos a otros como en 1995? Está todo perdido…

viernes, 7 de diciembre de 2018

Sonrojos


Produciría regocijo revisar la prensa que fue publicada mientras mis pasos discurrían por Perú y observar que, en efecto, la medianía política que uno se molesta en criticar sigue en el punto en que se dejó, si no fuera porque más que causar risa, causa estupor, indignación y sonrojo.
Por ejemplo, que nuestro Presidente haya respondido a las críticas de la OCDE y la UE con meros anuncios y promesas, cosas que no significan nada (salvo que se lleven a cabo), toda vez que su Gobierno no parece desempeñar más función que cumplir con lo pactado económicamente por el anterior gabinete.
También que se haya destituido (por interpósita persona) al jefe del departamento penal de la Abogacía del Estado por un quítame esa rebelión y ponme esta sedición, vulnerando el principio de independencia de la Administración Pública y sin que haya causado irritación la explicación gubernamental de falta de confianza en el subordinado (que no quiso firmar un documento no redactado ni por él ni por los técnicos de su departamento, todos contrarios a las órdenes monclovitas). Es cierto que lo de Cataluña es sonrojo sistémico, más aún desde que el Presidente necesita de sus votos para seguir donde está. Supongo que si los llamo rebeldes (o golpistas, o como quieran), muchos me tildarán de fascista, término con el que nuestros prebostes de la política comienzan a jugar divertidos a la crispación, parangonando con ello lo que sucede diariamente en los conciliábulos de la fallida república catalana, sita en Lledoners. Aunque lo mismo me tachan de ser de Vox, ahora que ya van por cuatrocientos mil votos en Andalucía y mayoría en El Ejido (léase: inmigración). Vaya usted a saber cuántos más saldrán del armario en mayo. Cuando Vox no era nada, no había extrema derecha ni en la acera ni en la habitación de al lado. Y ahora sí. Otro sonrojo.
El último lo ha causado la crudeza de las críticas al Rey Emérito por saludar al príncipe Heredero saudí (el del asunto de Kashoggi) durante el Mundial de Fórmula 1 en Abu Dhabi. La dictadura de lo políticamente correcto es tan cerril que obliga a infringir las más elementales reglas del protocolo y a olvidar algo tan básico como que nuestros altos dignatarios, cuando están de visita, no saludan a los individuos (sean o no amiguetes), sino a los pueblos que representan, y que en nada son culpables de sus desmanes. Tanto en Arabia como en esta piel de toro…
40 años de Constitución para esto. Ver para creer.

viernes, 30 de noviembre de 2018

La Línea del Brexit 

Cuando leí en la prensa lo del veto del Gobierno al acuerdo del Brexit, pensé de inmediato que todo estaba perdido. Es más, pensé que definitivamente no éramos nadie en la escena internacional. Y así ha sucedido. Con todo un país (y con ello me refiero a Inglaterra, pese a que afecta a todo el Reino Unido) enloquecido por una decisión política insensata y absurda, había una oportunidad inestimable para cobrarse los réditos de Gibraltar. Y no ha sido así, se pongan como se pongan. Ha sido un fiasco, uno más a contar desde que un Habsburgo sin descendencia renunciase estúpidamente a su destino.

Uno puede entender la airada reacción del Presidente ante la que se avecinaba en 48 horas, tiempo que medió entre el veto anunciado y la cumbre nunca vetada. Pasa cuando uno llega tarde y mal a los sitios: en lugar de estar al cabo de la calle de todas las negociaciones, con sus vericuetos y conciliábulos, España -por no decir el señor que duerme en Moncloa- nunca estuvo. Lo sucedido da idea de la tremenda endeblez en que hemos venido incurriendo desde la alineación planetaria de Zapatero. Nuestros presidentes han ido menoscabando poco a poco la reputación que nos precede como país y quinta economía de la UE hasta convertirnos en un socio insignificante al que no se le consulta nada.

Supongo que las desastrosas políticas económicas, los muchos incurrimientos en déficit excesivo, el salvamento de bancos y cajas de ahorro, el órdago separatista de una de las regiones más prósperas del territorio (y la manera de enfocarlo, que no de resolverlo) y el dantesco espectáculo que se ha organizado en torno a uno de los tres poderes del Estado (me refiero al judicial, porque lo del Parlamento con sus insultos y escupitajos y rufianes es de traca), es decir, todo lo que se vierte en las portadas de nuestros diarios cada mañana, son la imagen penosa y lamentable de un país regido por una clase política igualmente penosa y lamentable. Y que conste que tengo en altísima consideración a los cuerpos técnicos del Estado. Hacen lo que pueden con los mimbres que les conceden. Que nadie piense que pretendo desmerecer el trabajo de los que sí entienden de qué va la cosa.

Es humillante contemplar cómo nos ningunean y que, quizá por ello, algunos tengan tanta prisa en soltar ante la televisión que se ha vivido un día histórico, de esos que solo sirven para titulares en medios de comunicación amiguetes. Algo parecido al fútbol y sus partidos seculares…

jueves, 22 de noviembre de 2018

La Frontera Perdida


Javier Bedoya lleva veinticinco años haciendo radio, pese a que sus emisiones no son a través de las ondas de menor energía del espectro electromagnético. Él siempre emite a través de Internet. El espacio se llama LostFrontier, La Frontera Perdida, y está dedicado a un tipo de música muy alejada de radiofórmulas y éxitos del pop o del hip-hop o del reguetón. Para los que ya tenemos una edad, nos recuerda tibiamente a los Diálogos 3 de Ramón Trecet, aunque en mi opinión la mirada de Javier abarca, con paciencia y tesón, una extensión musical más profusa y dinámica. Son los tiempos que corren: cada vez hay más propuestas, para lo bueno y para lo malo.
Siempre me ha gustado componer, pese a carecer de formación académica. Comencé a los 12 años, jugueteando con un Hammond de dos octavas y botones de colores que representaban acordes. Y desde entonces no he dejado de hacerlo, últimamente con intermitencia. En la Frontera Perdida he lanzado mis discos, si pueden llamarse así. Como a Javier Bedoya, no me gustan las músicas de consumo y prefiero escuchar algo de lo mucho desconocido que abunda con talento y sensibilidad. Lo necesito de una manera intrínseca, tanto como escuchar música clásica. Supongo que a mucha gente esto le parece aburridísimo, pero resulta que las músicas que se pueden bailotear o tararear a los treinta segundos son las que a mí me aburren soberanamente.
La música que se comercializa carece de trascendencia y no creo que busque belleza o sublimación, lejos de su banalidad y escasísima originalidad (todas hablan de amor). Entristece contemplar a excelentes músicos dedicados en exclusiva a llenar estadios repitiendo siempre la misma tonada. Es lo que tiene el éxito, supongo. Por eso me convencen mucho más esos otros también excelentes músicos que apenas nadie conoce y que, acaso por ello, dignifican con sinceridad su pasión artística.
He dicho que nadie los conoce, pero estoy convencido de que Javier Bedoya los conoce a casi todos. Y si escribo esta columna es porque este año, por vez primera desde 2006, se ha sentido desmotivado y para estas próximas navidades no editará un disco de villancicos originales (una serie en la que todos los años yo participaba), y quiero hacerle llegar esta mi sentida y personalísima queja, porque es en la magia de la música excepcional y desconocida donde Javier y yo hemos coincidido. Y eso vale mucho, aunque yo no sepa calcular su valor. Creo que se paga con más música.

viernes, 16 de noviembre de 2018

Don Cristóbal y don Rubén


Mi anterior columna era muy autumnal, que diría Rubén Darío (también José Martí y algunos otros). Repaso, en silencio, lo que recuerdo del insigne vate nicaragüense modernista, tan admirado como denostado, y quiero reparar en la borgesiana crítica sobre la efimeridad deleznable de muchas de sus odas, pero me despista la noticia del derribo de una estatua de Colón en Los Ángeles. Pienso: también a Darío lo trataron de demoler en muchas ocasiones una vez fallecido…
Nunca me causó simpatía D. Cristóbal (ambicioso, esclavista y truhan) y siempre tuve a D. Rubén (nacido 102 años antes que yo, exactamente) más por mítico que por recomendable, opinión de la que ya empecé tiempo ha a arrepentirme. Pero sintetizar la naturaleza de Colón (“desgraciado almirante”) en la de un bestial genocida confirma la profundidad a la que se encuentra arraigado el mito de Edipo en el alma humana. Algo de todo ello me encontraré, por cierto, cuando regrese a Perú la semana que viene: un país que ejemplifica como muy pocos las contradicciones en que incurre un pueblo cuando revisa la Historia tomando partido (nuestros crímenes, sí, y nuestra rapiña, pero sus esclavismos y sacrificios, sus tiranías y cacicadas).
La fobia está extendida aún. Todos hablamos de Latinoamérica incluso para referirnos a Hispanoamérica (“esparcida savia francesa”: nunca mejor se han bailado las carmañolas). Es lamentable que en pleno siglo XXI sigamos ejerciendo el análisis cultural sin examinar más amplios ámbitos, como la problemática de las civilizaciones. Muy al contrario, pese al esfuerzo sincretizador de la historiografía moderna insistimos aún en la violencia colonizadora (incluso desde nuestro propio Parlamento, lo que me deja tan estupefacto como a las estrellas darianas) y desoímos tanto como habría que seguir narrando sobre el mestizaje y la pluriculturalidad.
Lo que sí queda muy claro es el rumbo que toman las cosas en estos tiempos que corren. En el país de Trump (recuerden: hace cincuenta años asesinaron a Luther King) pueden derrumbar y decapitar todas las estatuas de Colón que quieran (quiénes somos para impedirlo), allá ellos si deciden vivir de espaldas a la Historia: también ignoran que Gerónimo, el jefe apache, hablaba español y estaba bautizado. Peor es que, en nuestro país, el que financió a Colón sus viajes, todos callen y nadie se haya pronunciado, ni siquiera quienes tienen aquí por responsabilidad difundir la cultura hispanoamericana.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Otoño en noviembre

Ahora mismo la noticia, en mi opinión (que ignoro si es humilde o siempre la aporto con algún resabio de vanidad o engreimiento), no radica en los muchos líos políticos en curso: desde luego no en la sempiterna independencia catalana; ni tampoco en el lío de cuidado que ha urdido el famoso comisario con unos y otros; ni lo es lo de la senda de déficit o los pe ge e; ni tampoco los exabruptos de Trump; mucho menos en los huesos del dictador, ese que tan a gusto por fin dormía y al que han venido a despertar para gusto de no sé quiénes… Para mí la noticia es este otoño de frío y lluvia.
Dirá usted que siempre llueve en otoño (usando el tremebundo adverbio totalitario). Y yo callaré la respuesta. Por dignidad y no perder el respeto. Me da igual lo que haga o deje de hacer el otoño en cada año de las vidas que lo contemplan. Me da igual que algunos parangonen el frío y la lluvia de este otoño con un poema o que otros los declaren coñazos terribles porque sabido es que las inclemencias enturbian excesivamente el ya de por sí intranquilo transcurrir de los vehículos en las vías. Todo eso me resulta indiferente, tal vez tanto como a usted le parece lo que yo estoy escribiendo hoy. Pero la cuestión palpitante es que, esta vez, el otoño se ha aproximado a nosotros con una ferocidad adusta, aunque razonable, dejando caer un agua bien caída y enfriando las tierras para que nadie dude de su bizarría.
Ha habido, hay y habrá más otoños de los que uno pueda presenciar a lo largo de su vida. Lo habitual, o al menos así lo confirma mi experiencia, es despojarlo de su temperamento, negándoselo, y convertirlo en un falso verano retrasado y, después, en un invierno adelantado. Como si no existiese. Como si la delicada luminosidad del sol, la seroja o los vientos que nombró Vitruvio no valiesen nada. Pues sepan quienes así barruntan que en este año 2018 el otoño se arrogó el derecho a ejercitar su maestría y recordarnos que, del calor al frío, hay mucho tránsito del planeta en torno al sol. La felicidad, a estas edades nuestras (al menos la mía, ignoro si también en la suya), también pasa por descubrir otoños distintos, ninguno igual al anterior, y complacerse en las cavilaciones que procura, que ninguna otra estación abstrae tanto ni tan bien una mente convulsa. Cuando acompañan la lluvia y el frío, la cogitación se torna exquisita.
Dirán ustedes que en otoño siempre llueve. Lo que sí sucede es que yo, en cada otoño, siempre le escribo.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Tensión y rifirrafe

Alfonso, mi más caro lector, me pregunta por “Herenegun!”, la unidad pedagógica sobre la violencia en Euskadi. 

Empezamos con perífrasis: la violencia en Euskadi, durante 60 años, es ETA por muy disuelta que esté desde mayo, desarmada desde 2017 y sin actividad desde 2011. ETA son unas siglas que sí inspiran miedo. La ETA aún significa asesinato, secuestro, terrorismo, extorsión, bombas, tiros en la nuca y ejecuciones. Indigna que, aún hoy, quienes niegan los llamados “derechos victimales” sigan exigiendo los derechos de quienes mataron en pos de una revolución que nadie percibió, justificada por la dictadura franquista, periodo en el que ETA se cobró el 8% del total de sus víctimas porque el 92% restante, que se dice pronto, fue masacrado durante la actual democracia, palabreja que la ETA (y quienes dicen haber comprendido las razones del instinto terrorista en Euskadi) ha empleado profusamente cada vez que ha tenido ocasión de hacerlo. 

En “Herenegun!” se establece que la percepción de la historia es “subjetiva, plural, de gestión poliédrica y conflictiva”. Lo del poliedro es tautológico con plural y casi me atrevería a decir que lo subjetivo y lo perceptivo son anverso y reverso del mismo naipe. En puridad, no deja de ser una manera poco incauta de evangelizar con posverdades y un olvido ontológico del estruendo de los bombazos. Sesenta años después muchos aún justifican su propio y trascendental error aludiendo a la geometría de los sólidos platónicos mientras se admite ignorar el análisis estadístico más elemental: en un “conflicto” ni las medias son iguales ni las varianzas constantes. ¿Aún no lo han aprendido quienes claman en pos de una convivencia normalizadora e integradora? Joder con las perífrasis… 

He de admitir que cuando se habla de sufrimientos, derechos humanos y reconocimiento a “todas” las víctimas, cierro el periódico y me dedico a otras cosas. Ahora resulta que unos seres abominables se dedicaron a esparcir sesos y sangre por las aceras e hipermercados como reacción a un señor cuyo influjo sobrevivió a su propia existencia mortal hasta mucho después de la Constitución y el Estatuto de Gernika. ¡Hay influjos que matan! ¿No era más fácil admitir que, en aquel momento, nadie intuyó que aquello tan simpático de ETA habría de convertirse en la más horrenda expresión de todo un pueblo? ¿Que una vez nacido, costaría cinco décadas detener al monstruo? 

No era tensión ni rifirrafe, Lehendakari. Era terrorismo.

viernes, 26 de octubre de 2018

Torturas sauditas


Saben que estuve viviendo unos años en Arabia Saudita. Fue hace mucho tiempo, cuando me dedicaba a la exploración del petróleo y aún el reino unificado de los Saúd no importaba trenes, navíos o bombas españolas. Le tengo cariño a Arabia Saudita, pese a su clase privilegiada regente que dulcifica su rígido islamismo (cuales talibanes) con un exquisito gusto por la cultura y la educación (ninguna es gratuita allí).
Últimamente voy a Arabia por trabajo. En general, me gustan sus gentes de a pie, aunque sean muy distintos a mí, y no me sirve de mucho que sean tildados de fanáticos religiosos (si lo son, que no lo son todos ni mucho menos): el fundamentalismo católico que presidió España durante cuarenta años no tiznó a la gente humilde y trabajadora que recorría las calles (mucho más laboriosos y sencillos de lo que lo somos ahora, aconfesionales todos, sí, pero con vicepresidentes entre rejas y una pasión por el dinero como nunca conoció hijo de vecino alguno en la piel de toro por aquellos días).
Por desgracia, no me sorprende que mataran a Jamal Khashoggi degollándolo y despedazándolo: quienes dictaron esa orden tenebrosa no son gentes de a pie, sino una clase de sátrapas con mucho poder que necesita mantener a su pueblo cortamente maniatado porque cualquier revolución sería muy perjudicial para ellos. Tampoco me sorprende que nuestro doctor Presidente diga que el comercio con Arabia de las bombas y demás se mantienen vigentes porque es a favor de los intereses de España. Ya sabemos que la política es hipócrita a más no poder. Los socios parlamentarios del monclovita denuncian las barbaridades del reino saudí, pero callan las que se producen en países afines ideológicamente a ellos. Y entre una vida humana y contratos multimillonarios de bombas y buques, qué quiere que les diga: muchos arrestos hay que tener para no hacer el hipócrita.
Al presidente le ha bastado con una condena genérica por lo sucedido. No necesito pensar lo que hubiera dicho estando en esta misma circunstancia sentado en un escaño de la oposición. Qué divertido es el relativismo político. Cómo cambia todo cuando hay poder y millones en juego. Las razones de estado son todopoderosas. La vida de un periodista libre no.
En realidad, nadie vale nada. Morimos en vano. Acaso sea mejor morir anónimamente… Pero sí les digo que yo hubiera sido más coherente, con sinceridad, y también digo que no hubiese durado en el puesto monclovita ni dos noticiarios.

viernes, 19 de octubre de 2018

Fotos y más fotos


Una pintura en una cueva rupestre es arte y se estudia como tal. Un fresco en un techo o una pared de una basílica es arte. Un lienzo cualquiera en una pinacoteca, es arte también. Desde la simbología del hombre cavernario a los estudios de la luz de Velázquez o Rembrandt, pasando por los pedagógicos óleos de los altares, el arte ha sido siempre una comunicación entre la trascendencia (religiosa o humanista) y el ser. Y alrededor del arte, de su simbolismo sublimado por la genialidad y destreza del artista, están las zonas umbrías de las cuevas, la luz coloreada de las vidrieras, las paredes palaciegas o los habitáculos primorosamente dispuestos para acogerlo en cualquiera de sus formas.
Con la fotografía se enrarece el simbolismo, desparece el entorno y se da pábulo a la percepción de las cosas no como son sentidas, sino como son. Pero para impresionar las cosas con realismo verdadero, hay que estar donde las cosas, no en otra parte. La fotografía nos aproxima desde la distancia a cuanto los ojos no pueden contemplar. Cuando su narración es lacónica y visceral, es decir artística, infunde una altura creadora solo a unos pocos reservada.
Pero esas son las fotos del National Geographic o de las exposiciones, porque ahora por fotos forzosamente hemos de referirnos a esos océanos visuales regurgitados por los móviles a las redes. No tienen nada de laconismo ni de visceralidad genial. Son, por decirlo delicadamente, un reservorio de autoexposición insistente y tenaz que se describe con una sola expresión: egotismo. En esto nos hemos convertido. Y “esto” no es precisamente sublime.
Canso estoy de recibir momentos “especiales” o fotos horrendas con mensajitos. Ni qué decir tiene del espionaje de ida y vuelta en que se han convertido las vidas a través de los vídeos o las fotos en Instagram o donde sea. Los ciudadanos no son nada sin la cámara del móvil, porque quien mira solo con los ojos parece no estar participando cuando, en realidad, es quien más participa al comulgar con su sola naturaleza en la percepción del paisaje o del arte o lo que sea. Pero, ¡ay!, la vanidad. Ese viejo y taimado amigo del hombre ha perpetrado una genialidad absoluta, rellenando el vacío existencial de las personas con Megas y Gigas y Teras de sí mismas, tanto que tengo la impresión de que cualquier día explota el planeta.
Lo mejor es no tener Instagram ni Facebook. No saben cuánto agradezco que no me pidan acompañar esta columna con una foto.

viernes, 12 de octubre de 2018

Ángeles del cielo

Un hombre olvidó a su bebé en el coche durante horas. Sucedió recientemente en Madrid. Pero también en Mallorca. Y en Florida. Que los bebés fallezcan por descuidos irrazonables (no por abandono premeditado) de sus progenitores o abuelos es un horror frecuente en el mundo actual. Unos lo califican de homicidio imprudente. Otros, entre los que me incluyo, de accidente espeluznante porque, ¿acaso puede existir voluntariedad en arrebatar la existencia de una vida inocente y pura a la que se amaba (y se seguirá amando) de forma sobrenatural?

Alguien ha cifrado este tipo de sucesos por centenas al cabo del año, pasando con más frecuencia desde que las normas impusieron que los niños fuesen en la parte trasera de los coches. Los expertos hablan de descuido, no sin cierta frialdad, porque el cuidado de un bebé, por mucho amor que se le profese, es una cuestión de rutina para el córtex cerebral que puede verse alterada con una llamada del trabajo, en este tiempo de trabajos alienantes y opresivos donde todo son urgencias a resolver para ayer. Basta esa maldita llamada para alejar de las prioridades al bebé tan querido. Y un rorro no son las llaves del coche. No es el libro olvidado en casa. No es el avión que despega sin nosotros. Un bebé olvidado es la consagración de la muerte por su fragilidad. 

¿Castigo? ¿De verdad se puede juzgar a un hombre o una mujer masacrados por la pena, con toda la estructura moral destruida y en feroz descomposición? ¿Existe mayor condena que el lamento larvado e inconsolable de alguien cuya responsabilidad por la pérdida de un chiquitín al que, hasta ese instante de amargura infinita y malignidad inefable, ha querido como no hay parangón en el mundo, ha de empobrecer lo que le reste de vida?

En Florida las autoridades han adoptado medidas para impedir que estos casos terribles se repitan. Pero permítanme que disienta: estos horrores por despiste u olvido solo revelan la profunda alienación de una sociedad que ha sacralizado horarios y responsabilidades en detrimento de un concepto ancestral como es la familia, aunque decirlo así suene retrógrado o a religiosidad trasnochada.

Ningún lector pensará que tal despeluzamiento pueda sucederle a él. Como tampoco lo pensaba el pobre diablo que abandonó a su bebé en el coche por creer que la había dejado en la guardería. Vivir con esa losa ha de ser terrible. El angelito irá al cielo, pero su alma se la llevará el diablo, que no es sino la vida diaria.

viernes, 5 de octubre de 2018

Conllevancia


Los lábaros amarillos asilan en silencio la saña que germina en el pensamiento fascista extendido entre las masas independentistas. Sus líderes dicen sentirse honrados por el mandato del pueblo, tal vez porque les gusta merodear los ejidos donde crecen las sinécdoques y se marchita la aritmética. Son populistas, claro está, y por ello han de referirse forzosamente al pueblo, no importa cuán inmensa sea la humana multiplicidad (para qué son populistas, si no). Por supuesto los secuaces se cuentan por millares: entre ellos se ven consagrados por la gloria celestial. Esto del fascismo en tiempos de posverdades y correcciones tiene mucho de religión.
Hablan a espuertas. Con palabras o con lazos (lábaros los he llamado, por eso del misticismo que concitan) o a empellones contra todos los demás. Es la política del odio y el desprecio y la costumbre de no saber qué hacer para acabar con tan antipático rictus. Les une una identificación trascendental: poseen un credo, una fe y una atroz ferocidad hacia cuanto denueste sus leyes mosaicas. De ahí que no les duela prendas azuzar a los más jóvenes (¿les suena la palabra cachorros?) para armar una revolución que, antaño, cuando todo era muy verde como en los lejíos de sus metonimias, tildaban de sonriente y floreada. Han devenido cuadrillas de facinerosos que, a la hora de la cena, se recogen en el único lugar donde se les conoce.
Disfrazar de libertad el talibanismo suele evidenciar cinismo, malos modos, exabruptos. Y en algunos lugares del mundo: terrorismo, destrucción y muerte. Jamás he contemplado discursos más sobrecargados de razones (y sofismas) que el de estos seres embebidos de mesianismo. Atentan contra todo lo que consideran conservador (las revoluciones siempre se encienden contra lo establecido), pero descienden hasta épocas cavernícolas con tal de negar a sus contrarios el pan y la sal. Sabido es, desde que se inventaron los dibujos animados, que un garrote prehistórico zanja las discusiones ilustradas: por eso emplean dicterios retóricos, para que su singular violencia verbal no sea visible ante las leyes modales. Quizá por ello el monclovita (cada día más sedicente en eso de presidir) se complace en comentar que no en actuar.
La humanidad se empeña, una y otra vez, en crear mitos. Y tras ellos, religiones. Y luego, cristologías. Y después milicias. Tanto homoptoton para tamaña memez monolitista. Tarde o temprano debía tocarle el turno a la conllevancia catalana.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Maricones de España

En ciertas ocasiones me dicen que soy muy afectado a la hora de hablar, porque me expreso de una manera poco natural. Y es posible que tengan razón, aunque no lo haga por mostrar presuntuosidad… Lo he comprobado estos días a vueltas con las revelaciones aportadas por cierto peligroso individuo con respecto a una ministra y algunos contertulios. Ya en su día aduje que los chismorreos solo atraen a quienes conceden importancia al qué dirán antes que al cómo se dice; y si bien no resulta orgulloso juzgar o criticar al prójimo por lo que este haga o deje de hacer con su vida y su privacidad, sí lo hay a la hora de estimar que las gentes se comportan con doble rasero y que lo tienen perfectamente asumido (bien cierto es que llevo demasiados años topándome con gentes que en público se pronuncian de un modo y en privado de otro).

Desde mi punto de vista, importa tanto el modo en que una ministra se expresa en una conversación de sobremesa como su contenido. De hecho, soy de los que opinan que ambos son evidencias de un mismo trasfondo. Por ejemplo: a nadie puede resultar raro que dicha ministra tache de maricón a un homosexual. Eso está a la orden del día en cada rincón de nuestra geografía y en boca de millones de gentes por mucho que los adalides de la corrección política nos quieran convencer de lo contrario. Pero ojo, he dicho que no es raro: no que sea probo. Porque no lo es en absoluto. El problema se genera cuando desde las altas esferas se reconviene a los ciudadanos nuestra forma de pensar y se publica legislación orientada a asegurar que las palabras no influyan en las integridades morales de otros (aunque haya quienes sientan orgullo en ser sufridores), para luego interrumpirse esa política cuando no hay focos ni micrófonos. Por eso entiendo que la ministra la emplee: no tiene por qué ser bien hablada en privado cuando casi nadie lo es. Hablar bien mola si es cara a la galería. Lo dice alguien a quien tachan de redicho por no querer emplear apenas ni la palabra maricón ni otras igual de malsonantes (apenas).

Me contaba un amigo venezolano que en España todo lo aderezamos con putas y hostias y joderes, o de lo contrario nos parece que lo que decimos no cuenta con la suficiente firmeza e intensidad. Y tiene razón. Porque soltar un “maricón” no juzga a una ministra, pero sí lo hace que lo haga por amistad a un tipejo de la peor calaña al que ella negó conocer tres veces, como Pedro a Cristo (eso es lo grave).

viernes, 21 de septiembre de 2018

Doctores tiene la Iglesia

Con permiso del padre Astete, quien ya en el siglo XVI evidenciaba una lucidez que para sí mismos quisieran muchos en nuestro hemiciclo, doctores faltan en el Gobierno. Su plan económico es inexistente, aunque tienen una estrategia: subir impuestos a quienes ya los pagamos (la ministra de Economía lo considera buenísimo), aumentar el déficit, subir el gasto público y atender las muchas necesidades sociales demandadas por la ciudadanía, etc. Uno hace mucho que aprendió la diferencia entre un plan y una estrategia (o, como dicen algunos, un relato). 

Sorprende que, fuera del Congreso, donde Ciudadanos lanza datos sobre fiscalidad y recaudación sin paralogismos ideológicos, la idea podemita de tirar de gasto público y subida ejemplar de impuestos apenas haya sido cuestionada por la otrora fuerza social llamada empresariado y que, de repente, calla, tal vez por aquello de “asno callado, por sabio es contado”. Claro que hay una clase empresarial en la que uno, ni nadie, debería confiar la sensatez, y me estoy refiriendo a todos aquellos cuyos bonus y millonarias pensiones dependen del BOE (constructoras, eléctricas… las de más fama, vaya). Ignoro si en privado alguno de ellos ha efectuado admonición, pero no me consta que en público haya habido llamada alguna de atención. Total, cuando gobiernan los unos incluso el cordón sanitario parece de obligado cumplimiento y cuando gobiernan los otros están permitidos hasta los calzones mefíticos (con perdón por la expresión).

Tenemos a un Presidente encantado de haberse conocido que, cuando habla, más le valdría estar callado por tanto cuanto ignora. Tenemos una dizque clase empresarial poderosa a la que le da lo mismo que gobierne uno que otro, porque a todos bailan idéntica rosca, tanto porque dependen del diario oficial sin importar el color del mismo como por no depender en absoluto de ello (polaridad extrema). Y los demás, esto es, hemiciclianos y españolitos de a pie, divertidos con pendencias de todo tipo: que si plagios, que si tesis de guardería, que si… 

Y mientras tanto, la deuda por los cielos que cubren cualesquiera previsiones legales u orgánicas, el déficit inmerso en sus mentiras expansivas a priori y en sus verdades sufridoras a posteriori. O dicho de otra manera: política social presente a costa de la deuda y los impuestos del futuro. Porque, claro está, el futuro no le duele a nadie, no existe, y es súper progresista hacer uso de tanto como se nos antoje de él.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Franco corpore insepulto


Cuando oigo las razones por las que conviene reescribir el pasado me pongo a temblar y recuerdo, de inmediato, aquel Ministerio de la Verdad de la novela 1984 de George Orwell que se encargaba de adaptar la Historia a cada situación requerida. Y cuando leo las razones aducidas por tantos prohombres y prebostes con ínfulas intelectuales (plagios y mediocridades académicas aparte) y su necesidad por constituir una verdad de la Historia única e indiscutida, enseguida me pregunto cuándo vendrá el próximo que intente volver a redactar la suya.
Los totalitarismos del siglo XX reescribieron (todos) la Historia que ellos concebían única y verdadera. Y siempre encontraron turbas enfurecidas de rabiosa felicidad porque, por fin, alguien había descubierto la verdad que más les gustaba. No hace falta irse muy lejos: en Cataluña pasa eso exactamente ahora mismo. Los hechos, aunque se demuestren irrefutables, siempre abren la oportunidad a las interpretaciones. Y en las interpretaciones la verdad a veces se esconde y otras deslumbra: se llama historiografía, y es amplia y discutible al igual que las teorías científicas.
En esta ley de la Memoria Histórica no estamos hablando de recuerdos, aunque se refieran a la memoria. Recordar es una obligación. Yo no quiero recordar solo un poco, quiero recordar la globalidad. Y si no puedo, que entre todos lo hagamos posible, porque no hay nada más despreciable que el actual negacionismo del mal que se extiende por el mundo sin que nos demos cuenta. Por eso, quizá, aborrezco tanto el turismo sin concierto y la tropelía de la incultura masificada (no se puede recordar aquello que no se conoce), como también desprecio los esfuerzos de muchos en querer democratizar los recuerdos para que rememoren solo lo que ellos quieren y en la medida que les apacigua.
A veces conviene olvidar. Y en nuestra Transición, hubo un pacto en favor del olvido que fue decisivo para que surgiera lo que somos ahora. Pero fue un pacto político, para nunca más devolver los motivos de tamaña agresión como fue la Guerra Civil, toda vez que Franco quedó bien muerto y bien sepultado bajo una inmensa cruz de oprobio y una pesada losa que creíamos imposible de levantar. ¿Quién lo ha olvidado que ahora necesita una ley para recordárselo? Los símbolos solo surten efecto cuando uno quiere. Para mí este en concreto siempre fue una inmejorable excusa para no olvidar jamás. Solo eso. Sin efecto taumatúrgico: que incluso las atrocidades de la humanidad jamás acabaron tras Auschwitz…

viernes, 7 de septiembre de 2018

Perediano

Muchas vueltas ha de dar el mundo para que el nombre de Pedro Sánchez no evoque en mis meninges al protagonista de la obra homónima de Pereda. Es posible que no la conozcan y de ahí que les recomiende su lectura, porque es magnífica de principio a fin, no como la triste realidad que nos atrona.

Y no, no me refiero a las decisiones económicas que se enarbolan cual orientación político-moral para desvalijar, crear pobreza, despreciar el esfuerzo de todos, reescribir el pasado, etc. Al fin y al cabo, gentes hay en suelo patrio a quienes estas contribuciones suenan a gloria: allá ellos. Me refiero abiertamente a las inminentes experimentaciones cuasi bolivarianas y al listado interminable de condiciones que la también interminable cola de enemigos imprescindibles le ha estampado en la cara al señor poco perediano que ocupa el trono gubernamental. Fíjense en la ocurrencia de desentenderse del Senado por quítame allá un estorbo en plan venezolano. Uno siempre se ha declarado en contra de la inutilidad de esta institución, pero caramba, las formas cuentan incluso para finiquitar un edificio amparado por la Constitución…

Otra triste realidad es la de 84 diputados perplejos por la brutal carga de nepotismo, revanchismo y díscolas pretensiones, al margen de notorias inmadureces propias de improvisadores, en que se ven rodeados. Y si no es asombro lo que los representantes socialistas sienten, seguramente sea vértigo al comprobar, día a día, cómo la única acción de gobierno en la Moncloa consiste en estirar el poder no obtenido en las urnas mediante cambalaches con los independentistas de todo cuño y los neocomunistas de la izquierda más recalcitrante que jamás haya parido madre. Otra magna y señora brecha sangrante en pleno corazón de un Estado que se va haciendo añicos desde tiempo ha…

Esto de ser una democracia y que haya tan pocos demócratas en los entresijos del poder tiene su aquel. Y es un aquel que no conoce de lados políticos: todos hacen lo mismo o, mejor dicho y con mayor precisión, las acciones que eligen ambos lados son justo aquellas orientadas a enturbiar la democracia y convertirla en estricto papel higiénico, y ya saben ustedes para qué sirve.

El Pedro Sánchez perediano regresó a la tierruca con fracaso a cuestas y la Historia alrededor desbocada. Al que duerme en la Moncloa se le ve incluso incapacitado para enterarse de cuáles son las costuras difíciles que una vez nuestras cosueñas hilaron. Triste lamento.

viernes, 31 de agosto de 2018

A gusto

Concluyo el mes de agosto rodeado del verdor característico del norte, por tierras de Galicia, escribiendo esta columna desde el interior de la Serra do Xurés. Desde mi ventana puedo observar con nitidez las crestas portuguesas que se alzan enfrente, a pocos kilómetros de donde me encuentro. Lo mismo que si estuviera en mis tierras queridas de las Arribes del Duero. Pero las diferencias son sustanciales. En la Baixa Limia los colores siguen siendo de primavera, frescos y jugosos, aunque el azote de los incendios que antaño pastorearon pinares y sierras haya despoblado y cubierto de alopecia las cumbres. Eso me recuerda que en mi pueblo, hogaño, hemos contemplado pocas columnas de humo provenientes del país vecino. Será que queda poco por quemar… Qué lástima. También Galicia ha sido pasto de las llamas en muchas más extensiones de las que el entendimiento quisiera admitir.

Al peque le encanta en este lugar lanzarse desde una peña que otea un pequeño río de aguas frías. A mí me da más pereza, en realidad he desarrollado un apego quizá excesivo por el disfrute de los placeres apacibles, y eso significa indefectiblemente que me vuelvo mayor. Prefiero quedarme a resguardo del sol leyendo o sesteando, o incluso echando una partida casera a los dardos, que siempre pierdo, antes que abrazar las emociones y exaltaciones que no hace mucho me absorbían el seso. Una dosis excesiva de buen descanso y cierta generosidad con la cerveza, produce efectos muy beneficiosos. El estío tiene sus normas y yo le añado las del horaciano empeño por el apartamiento de muchedumbres, playas, fiestas y tomatinas varias. Mucho lo he de añorar en cuanto se active esa triste palabreja llamada curso, adonde siempre se vuelve.

Con el agosto periclitante también he de ir acuñando el final de estas columnas poco atañidas a lo que sucede. Y ello provoca que me embargue una extrema pereza intelectual. Pero hoy aún me importan poco la política consuetudinaria y la artificiosa, el asunto de las inmigraciones y expulsiones, lo de Cataluña y sus demasiadas locuras, o cualquier otro proceder que a usted le parezca premioso. Hoy solo quiero disfrutar de estos últimos momentos confinado en medio de las sierras gallegas que tanto me recuerdan a las rocosas Arribes. Que mañana será otro día y despuntarán con el alba otras urgencias, otras lides y otros ruidos ensordecedores. Por eso, mientras llega ese mañana, déjenme libar este silencio de oro que tanto me agrada…

viernes, 24 de agosto de 2018

Estivalia

A diferencia de Thoreau, el primer verano no planté judías: escribí libros durante mi retiro y en todos los subsiguientes, casi siempre estivales, no a orillas del lago Walden, sino del Duero. Qué más da: son lugares unidos teleológicamente e importa poco que la cabaña sea de madera o que se trate de una vieja casa de piedra. Un siglo y pico más tarde también alcanzo similar conclusión, aun sin mediar Platón: nos alimentamos mal, vivimos vulgarmente y somos analfabetos. Alguien diría que las seis permutaciones restantes de verbos y complementos señalan la admonición: nos alimentamos mal, vivimos como analfabetos y somos vulgares (complete y disfrute usted, caro lector, las restantes). 

No. De repente no me siento “hipstérico”. Saben de mi renuncia a lo relacional de las redes. Me siento exultante porque esta España menguante, a la que se regala modernidad para paliar la culpabilidad de su exclusión, disfruta con disimulo de un torcimiento en el ímpetu transformador en que quieren devenir las urbes y sus interconexiones. Aún puede sacarse agua del pozo y dormir en silencio. Puede también vivir el ser humano liberado de todas sus esclavitudes industriales acomodaticias (que en puridad tan poco acomodo producen). La España menguante, junto con las restantes zonas menguantes del mundo civilizado, que es casi todo el planeta, deviene en el único lago Walden de entre todos los posibles. A diferencia de lo que pensaba Bertrand Russell, las posibilidades de que la raza humana sea derrotada por los insectos son mínimas, pero es innegable que asistimos a su capitulación intelectual y ontológica a causa de los crecientes intolerancia y fanatismo en que vivimos, caldos que se cuecen agitadamente en las ciudades. 

Anda mi madre asustada por los derroteros de la política nacional y las convulsiones que se observan allende nuestras fronteras. Yo le replico que vaya a la huerta y se dedique a cavar con su pequeño zacho la maleza que aún menudea. Las patatas brotaron grandes y rubicundas de la tierra. Este año ha llovido y la zorra no ha hecho acto de aparición en las sandías. Por cierto, están riquísimas (la maldición de la fruta sin pipos hierba al ser moderno y destruye el recuerdo de los sabores auténticos), como los tomates, abundantísimos. Ayer hicimos salsa casera. Qué delicia.

Y mientras pasa agosto, sigo pedaleando por estas carreteras íngrimas mientras voy decidiendo en qué momento convertiré mi refugio estival en paradero definitivo.   

viernes, 17 de agosto de 2018

Sonidos excesivos


No voy a referirme al ruido, sino a la omnipresencia del sonido. Es tanta su manifestación que respondemos con otros sonidos excesivos esperando apantallar lo que no nos incumbe. A una estricta cuestión de irrespetuosidad como la de esos coches con el volumen de sus indigestas músicas al máximo, oponemos resignación y convencimiento: el excesivo sonido es un enemigo fuerte frente al cual solo podemos elegir adherirnos. O aislarnos, de ahí la proliferación de auriculares sempiternamente encendidos hasta convertir la música en sonoridad egocéntrica; de disciplinas tan poco citadinas como el yoga o la meditación, o los miles de ejemplos que ustedes quieran. Nos hemos adaptado a no escuchar las terrazas, los atascos, los vídeos en los móviles ajenos, las televisiones en casa o los berridos de los vecinos, porque nosotros mismos somos muchas veces parte de las estruendosas terrazas, los pitidos de los atascos, los maleducados vídeos que a nadie más interesan, las televisiones a todo volumen y el griterío constante e innecesario.
Algo que disfruto en mis recorridos ciclistas por las Arribes no son los aromas del campo, ni tan siquiera el placer del esfuerzo. Es el silencio, o al menos el silencio que permite el labrantío, donde naturaleza y silencio son una misma cosa. Los coches que me cruzo por la carretera son pocos y apenas perduran unos breves segundos en la esfera auditiva que me rodea. Y sé que con estas reflexiones estoy convirtiendo las Arribes en el “locus amoenus” adonde huir del mundanal ruido, donde disfrutar de parajes hermosos y umbríos, con árboles, huerto, regato y cefirillos oreando prados. Mas bien sé que estas tristes tierras menguantes no son arcadianas ni recuerdos horacianos de nostalgia. Hubo un tiempo en que fueron palpitantes y diversas como ahora lo son las ciudades y megalópolis. Si echo la vista atrás, cuando menudeaban por los campos los labriegos y las reses y tractores, encuentro multitud de sonidos ya inexistentes, alminares derruidos de un reino olvidado. Jamás fueron lesivos. Y hacia ellos regreso, expulsado de estos tiempos modernos, transidos de ambiciones ilusas e insufribles egoísmos. A veces descubro en mi vida el trasfondo de una gran derrota, y no me importa nada.
Aún queda verano para ruidosas fiestas, proliferantes, por si desean disfrutarlas. Yo continuaré unos días más pedaleando. Que a la postre solo resta una cosa: “honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere”.


viernes, 10 de agosto de 2018

Titulitis

Mientras paseo con Queco al atardecer por estos campos de las Arribes del Duero, intento explicarle que ser científico, como ser cualquier otra cosa, no es cuestión solo de tener o no un título en el expediente que te valide ejercer como tal. Es, sobre todo, una actitud que puede permanecer en el tiempo, acompañando durante toda la vida, o desaparecer de repente para dar paso a otras inquietudes de la mente. Para él, un título es sinónimo de conocimientos: así se lo han inculcado en el colegio, que es beneficioso disponer de una buena formación. Para mí, un título ha pasado a ser algo instrumental: puede ser tanto un pasaporte a un puesto de trabajo como insignia de que uno merece respetabilidad intelectual. Para Queco, un título demuestra el bagaje que uno porta. Para mí, un título no es otra cosa que la manifestación de una ingente maquinaria de cuya calidad intrínseca conviene dudar.

Siempre recuerdo una anécdota de mi primera etapa como investigador doctor, en Edimburgo, donde entre una docena de magníficos colegas destacaba negativamente una joven catalana que se enorgullecía en voz alta de su grado británico en Físicas sin haber cursado una sola asignatura de Mecánica Cuántica o Física del Estado Sólido. En el Reino Unido podía atravesarse esta carrera vadeando todas las materias difíciles, asistiendo solo a las “marías”, es decir a las más fáciles. Decía que deseaba hacer el doctorado… y posiblemente lo hiciera, no lo sé ni me interesa, pero aquella chica (técnico de laboratorio con ínfulas) ejemplificaba lo que más tarde se impuso en Europa a la boloñesa.

Doctorados con los que enmendar un currículo anodino hay miles, casi todos carentes del más mínimo interés, como el de nuestro Presidente. Y quien habla de doctorados, habla de maestrías, o másteres que se dice ahora, como el famoso del novísimo presidente del partido azul. Todas estas engañifas académicas, de difícil eliminación, han sido incrustadas no por rigurosidad académica ni completitud formativa, sino por la necesidad de disponer para la vida de uno o veinte papelitos con los que demostrar, a quien quiera oír, que uno es ilustre aun sin serlo (en realidad quienes obran así solo se sienten redimidos de su mediocridad intelectual previamente exhibida).

Mientras haya profesores dispuestos a regalar un título y satisfacer la mentira, y mentirosos dispuestos a beneficiarse de ella, ambos con timbre del estado, en estas seguiremos: dando risa a derechas e izquierdas.

viernes, 3 de agosto de 2018

Canícula de agosto

Hoy (mañana, para mí) será un poco más difícil salir a pedalear por estas carreteras de las Arribes del Duero. Ya aprieta el calor. Ahoga. Hasta hace unos días podía sentir desde la bicicleta el sonido del aire agitando las copas de los árboles, todavía repletas de matices verdosos, como si julio aún no hubiese transcurrido. En la huerta las patatas van tardías. La tierra no está seca aún. Dice mi madre que con unos pocos días de calor aplastante comenzaremos a recoger los tomates a manos llenas. Habla de preparar gazpachos para consumir tanto como hemos de recolectar antes de que pierda.
Pedaleando el lunes, al describir una pequeña vaguada por donde las torrenteras cruzan una arboleda bastante poblada, me sorprendió ver a un cervatillo. No era un ciervo adulto, tampoco una cría. Solo vi ese ejemplar. Retozaba, íngrimo, lozano en la espesura, en la parte más próxima a la carretera. Estaba mirándome pasar, imagino que absorto en el zumbido característico de las ruedas dentadas, y cuando giré la cabeza para mirarlo yo, echó a correr y a brincar por encima de las medianerías con su inherente majestuosidad de cérvido. Daba gusto verlo. Como las Arribes no es tierra de ciervos, sospecho que los dueños de las fincas de por aquí están convirtiendo las antaño rústicas parcelas agropecuarias en cotos muy privados de caza mayor, para que disfruten quienes presumen de dinero, poder y rifles en las ciudades.
Pese a este calor exagerado, es maravilloso rodar con el aire en la cara. Qué lejos se sienten los ecos de cuanto está sucediendo: que si los taxis y su empecinada guerra de cartel, que si la llegada masiva de inmigrantes, que si los sempiternos nepotismos de la televisión... Pero no me apetece, hoy no. Hoy es tiempo de agosto, de anticiclón y bicicleta, y de cierta melancolía transitoria a causa del calor por cuanto proporciona pesadez y vejación del espíritu (por los clásicos se sabe que las vacaciones, esto es, la pereza y la desidia son el germen de todo mal), para lo cual suelen ser salvíficos los vinillos (parece que con el diminutivo se rebaja el índice de alcoholemia), especialmente los blancos, bien fríos.
Y ojo, por favor, con los caldos y las cañas, que son lanzas arrojadas contra los cuerpos de quienes pedaleamos por las carreteras. Esta canícula, que exhorta los cuerpos invitándolos al deleite y a la disipación sin las siempre tediosas responsabilidades, también agosta los cuerpos de quienes yacen bajo ella fenecidos.

viernes, 27 de julio de 2018

Hollywood malogrado


No había estado nunca allí. Ni siquiera sé por qué esta vez sí me apeteció. Todo este mes he discurrido por tierras de mi amado México y al llegar a Tijuana sentí cierto cansancio de recrearme las tardes y algunas noches en la vecina y maravillosa ciudad de San Diego. Recuerdo que, mirando el mapa, inadvertido de las distintas escalas con que comprendemos los contornos de los países, el año pasado pensé que llegar por carretera a San Francisco (que me fascina) sería solo un ratito… pero el ratito son ocho horas de viaje en coche, que las distancias en Google Maps engañan mucho cuando se abandona la minúscula Europa. El año pasado no me decidí, por pensar que Los Ángeles también sería una letanía por tierra, pero la llamada del lugar más cinematográfico del planeta me hizo asegurarme bien en esta ocasión. Resultado asombroso: dos horas y media, nada más. Hollywood era mío.
Hollywood Boulevard no fue mío. Pertenece a las putas, que se agolpan junto a las paradas del autobús rebosantes de maquillaje y sin ápice alguno del glamour de la Pretty Woman que Richard Gere recogió en su coche. Pertenece a la suciedad que se acumula por todas partes, incluso encima de las estrellas de la fama, que yo consideraba mejor cuidadas. Pertenece a los indigentes y a los miles de establecimientos cutres donde se sirven comidas y bebidas al turista que se atreve a entrar, siquiera por ir al baño (amarga experiencia). Pero desde luego no le pertenece a los artistas que alguna vez acudieron a esa calle mundana y decadente donde se exponen los nombres que una vez fueron algo, ni a los que actualmente aún vienen siendo algo. Imagino que la fascinación con que se decoran las noches de “avant-première” logra resarcir en quienes lo presencian esta sensación mía, pero no quiero volver allí para comprobarlo.
Marché de Los Ángeles, tras visitar otros lugares, con la honda sensación de que esa California no es realmente para mí, pese a lo mucho que me gustan algunas de sus ciudades. Ni siquiera en las playas de Santa Mónica logré revertir esta amarga consideración, amarga porque siempre la quise más dulce. De repente me vi en un mundo caro y excesivo, donde ni la comida ni la sanidad apetecen. Es curioso, fue volver a Tijuana y empezar a comprender que me encontraba en casa. O al menos en una realidad más cierta, más humana.
Pasen ustedes un buen verano. Yo ya disfruto de las soledades soleadas de mi terruño en las Arribes del Duero. Este año con todo el tiempo que yo quiera por delante…


viernes, 20 de julio de 2018

Anormalidad

Se repite desde las esferas del actual poder: es prioritario devolver la normalidad a Cataluña. Pero, ¿cómo se normaliza aquello que desea estar fuera de norma? ¿Acaso es normal que un presidente autonómico rompa relaciones con la Corona? ¿Es normal que el propio presidente autonómico convoque y participe en las manifestaciones donde se insulta al jefe del Estado? ¿Es normal consentirlo? Todos sabemos de qué pie cojea la Generalitat, pero que el presidente del Gobierno de España, responsable de hacer cumplir la Constitución, lo deje pasar como si la cosa no fuese con él, resulta cuando menos vergonzoso.
Es curioso observar cómo las lindes ideológicas en Cataluña se han esfumado en pos de un separatismo que ya opera indisimuladamente como fascismo, hasta el punto de mostrarse internacionalmente como epítome de la pureza democrática mientras mantiene férreamente dividida y sometida a la mitad de la población que difiere de ella. Si el anterior presidente representaba la derecha franquista, esclavizador de la grandeza catalana (pese a su pusilanimidad), y por tanto objeto evidente de su estrategia de enfrentamiento, con el actual presidente, que es un señor de izquierdas, la cosa ha de volverse contra el Rey y la Corona, porque aquel ha de cumplir las promesas de la moción de censura que le aupó en el poder y ello incluye minusvalorar los graves insultos que al Estado español se dedican cada vez que en la Generalitat abren la boca. Es decir: señor Sánchez, cállese porque no conviene mencionar el nombre de la bicha. Claro que el señor Rajoy también calló. Aquí todos callan. Los únicos que le han hablado clarito a los separatistas provienen de allende nuestras fronteras o llevan el peto naranja.
Pronto volveremos a oír que normalidad es el sempiterno diálogo, todo por no admitir el fracaso de un Estado que ha permitido el uso torticero de la Constitución y el Estatuto por una parte de ese propio Estado. ¿Es diálogo no hacer nada y adoptar posturas bizantinas? Yo no encuentro normalidad ni diálogo en las enconadas declaraciones separatistas que auguran un choque aún más fuerte en el futuro. Y mientras unos reclaman entendimiento sin alterar un ápice sus imposiciones, los otros, que no hace tantos meses apoyaban el 155, han pasado a convencernos de que conviene pactar con quienes desean romper el Estado en los términos y condiciones que aquellos elijan. O casi. Así de triste es la política española en estos días lúgubres

jueves, 12 de julio de 2018

Temis se quitó la venda

Rápidamente llegó el chiste: un formulario que una mujer entrega esa noche a un hombre para exonerarlo de cualquier delito en caso de coyunda. En pleno siglo XXI, el acto volitivo del ancestral rito del cortejo, siempre tan ambiguo como necesariamente incierto, queda reducido a instrumento jurídico porque la seducción también necesita esa protección. Objetarán ustedes que, en asuntos como el de la asquerosamente célebre manada, sobra el chiste y lo del cortejo y la seducción. Pero que desde las esferas del poder se aliente por ello la simplificación del “sí es sí” para evitar los matices de los juristas, matices que al parecer la calle dilucida con suma facilidad, a mí se me antoja oportunista, por muy sueco que sea el antecedente.

Claro está, vivimos inmersos en el gobierno de los gestos y este no deja de ser uno más. La opinión pública, esa a la que los próceres acuden para justificar sus decisiones cuando les es favorable o ningunean cuando la saben dañosa, en algunas cuestiones quiere mandar mucho y rabia cuando no lo consigue. ¿Acaso creen ustedes que nuestros juristas son, no ya incapaces, también insensibles ante al sentir de las gentes (en este caso, de las mujeres) en asuntos tan delicados como son las agresiones sexuales? ¿Cuándo empezaron a conjurarse contra nosotros, el pueblo, que yo no me enteré? Tanta voz alzada contra un solo tribunal asemeja la confabulación de los ignorantes que no toleran la sabiduría ajena por saberse en mayor número.

El chiste, en su oportunismo, acertó en algo que yo, con más prolijidad, traté de exponer: el carácter probatorio de los delitos se difumina cuando, poco a poco, la presunción de inocencia va relegándose al olvido. No deja de ser incoherente que defendamos de boquilla la virtud de nuestro sistema judicial e interiormente pensemos que ciertas sentencias son lesivas e inicuas por responder a atávicas desviaciones humanas de los jueces. Si la dicotomía se establece en la lucha de malos y buenos y no permitimos que la justicia ilumine las escalas de grises de la vida, siempre tan huidizas, entonces todo el entramado social se viene abajo.

No sorprende que las redes sociales se hayan convertido en tribunales populares y que una sentencia condenatoria de nueve años más reparación económica les parezca insuficiente. Pero una cosa es ser muy críticos con la impartición de justicia y otra querer regresar a las turbias épocas de los juicios sumarísimos por aclamación popular.

viernes, 6 de julio de 2018

La España menguante

Mi pueblo pertenece a esa España que, año tras año, pierde más y más habitantes. Ya somos poco más de 70 habitantes del millar largo que una vez vivió aquí. No todos están en el camposanto, aunque viene siendo la tónica de estos últimos años. Los más se sumaron al éxodo de hace décadas y ahora son parte de las estadísticas de una ciudad grande y costera. Ese éxodo jamás se ha detenido. Da igual que nos pongan WiFi gratuita para cumplir con la UE o que los créditos agrícolas sean ventajosísimos. Esto es un incesante goteo que solo se detendrá cuando queden las tierras yermas y un montón de escombros en lugar de casas.
Hay una España creciente y una España menguante. Las dos fases de la luna orientadas en direcciones opuestas y complementarias. Posiblemente sea esta la mayor diferencia, mucho mayor que la económica. Usted, que me lee, vive en la España creciente. Es la España de la prosperidad, de la industria, del bienestar y las oportunidades. En la España menguante el futuro no es digno ni esperanzador, el futuro consiste en saber que tus huesos acabarán en el mismo camposanto de todos quienes te han precedido y los huesos de tus hijos lejos de aquí, por su propio bien. Dicen que ya va para veinte o treinta años que la España creciente y la menguante se alejan la una de la otra. Cuando me hablan del empeño de nuestros políticos por corregir los desequilibrios territoriales, me muero de la risa.
De los mares provenimos y a los mares acudimos sin tregua ni descanso tras la milenaria aventura de colonizar el interior de los continentes. En España, el interior se asemeja a un desierto humano. Solo las regiones periféricas y los archipiélagos no cesan de crecer, con Madrid o Sevilla como excepciones obvias. Y cuando hablo del interior, no distingo entre pueblos como el mío o ciudades. En Extremadura, el 60% de paro juvenil ha causado que el precio del trabajo y el poder adquisitivo se desplomen. Los jóvenes nacen para irse. Muy pronto ni siquiera nacerán. Vivimos en páramos de muerte diferida a un futuro demasiado próximo.
Y no hay solución. La solución es dejar de importunar a nadie con exigencias de solidaridad interterritorial. Donde, como en Euskadi, se viva muy bien, la solidaridad seguirá siendo una reliquia a desmentir con la misma estadística que certifica nuestro coma profundo. Y, ¿qué más da? Si el destino de la humanidad es el progreso, lo que mejor podemos hacer por estos pagos es desaparecer, cuanto antes mejor. 

viernes, 29 de junio de 2018

Aquarius es una bebida

Desde que escribo esta columna hasta que usted la lee, medio millar de personas han sido recogidas en el litoral andaluz tras una travesía cochambrosa a bordo de pateras. La sexta parte, niños. Esos inmigrantes no serán recibidos por la vicepresidenta del Gobierno ni por los integrantes de una comisión interministerial. Tampoco saldrán por la tele, salvo que se ahoguen en el mar.
Lo peor que le puede ocurrir a un político que resiste tempestades hasta beneficiarse de la suerte es querer vivir del marketing al saberse inadvertido de una idea política intelectualmente eficiente y bien planteada. Por eso de este Presidente no esperaba nada bueno, pero me sorprendió el bombo y platillo con que se recibieron sus sinecuras y poses. ¡Cuán hartos estábamos del registrador! Pasado el tiempo de los focos, todo es una sucesión de espectáculos y tinglados publicitarios: del astronauta que sueña con volver al espacio al plantel de ministras que deslumbran más allá de su valor añadido (ya pueden afilar sus sables los feministas -en neutro lo digo-). Dirán que ha pasado poco tiempo, pero poco ha sido el tiempo que nos han dado. Y mal asunto es la búsqueda del rédito inmediato, como lo son los continuos gestos de folklore postmoderno o la exhibición de un buenismo superlativo que no hace tanto nos sumió a todos en la maldita ruina.
Muchos han apreciado que España ha cambiado la perspectiva con este asunto del Aquarius. Son los mismos que, quizá por remordimiento social, piensan que el asunto de los inmigrantes se resuelve con dosis ingentes de postureo. Y la UE, mientras tanto, esperando: como siempre, ni coordinación ni política común. De repente tenemos un Presidente anti europeísta sin querelo. Una vez más, y abundando en lo existente, porque los hay xenófobos y los hay voluntariosos, pero todos ellos se pasan por el forro de los oportunismos el compromiso de más Europa y ninguno piensa un solo minuto de su tiempo en acercarse al problema desde una visión profunda y concertada. Entonces me pregunto: ¿acaso solo votamos a los que son como nosotros para que actúen con nuestra misma mediocridad y sesgo en todas las situaciones? ¿No sirve de nada la Política (con mayúsculas)? ¿Para qué queremos Europa si no? Porque todo eso es lo que parece y no vale refugiarse en que a este Presidente no le votasen muchos, pues fue quien perdió.
Qué cansino es el juego del politiqueo moderno: parece entresacado de las revistas pop de antaño para furor de fans adolescentes. Vivimos una época irrelevante en lo político y las propagandas son todas absurdas o enloquecidas. Y lo que nos espera…

viernes, 22 de junio de 2018

Berlín sin historia

Hasta ahora había conocido Berlín en invierno. Desconocía la calidez de la capital de la Historia reciente cuando los días son largos y sensuales. También su bullicio y frenetismo social. Parece como si el calor estival adormeciese las atrocidades de las que fueron testigos los ciudadanos de esta infrecuente ciudad.
Por todas partes se vende trozos de muro, el Muro que delineó la Guerra Fría. Pero la sombra de Hitler lo anega todo, al menos para mí. Y no solo por las exposiciones que recuerdan los horrores que contemplaron aquellas calles y edificios ya inexistentes, no obstante muy presentes. La ciudad habla por las esquinas, aunque el viajero contempla que cada vez las personas quieren escuchar menos (tanta opresión produce reconocer que ha sucedido una historia reciente tan aterradora como próxima), o tal es la impresión que me causa una muchedumbre ensoberbecida por fotografiarlo todo para mostrar que recorrer el mundo es guay: ¡cuántos mundos encierra este planeta y no nos permitimos descubrirlos!
El Muro de Berlín es uno de ellos. El Monumento al Holocausto, otro. Dos mundos que se sucedieron el uno al otro, como si de los horrores el único legado posible fuese el propio horror. Hoy las gentes esperan turno para fotografiarse junto al mural del beso de Breznev y Honecker. O para aguardar al guía que les conduzca por el campo de concentración de Sachsenhause (qué equivocado empeño el alemán con querer suavizar el horror de las SS reconstruyendo sus horrores para hacerlos parecer más brillantes o interponiendo monumentos y capillas: el horror sin contemplaciones, como en Auschwitz, es la verdadera máquina del tiempo para la psique del visitante).
Me ha sorprendido la educación y civismo que manifiesta Berlín en sus calles céntricas e históricas, en contraposición con la suciedad y vandalismo de las zonas arrabaleras. Será que el frío oculta la basura y recoge a los personajes variopintos que vagan por tan multicultural ciudad, pero la sensación es desagradable: uno desea regresar de inmediato al centro, a la catedral moderna, a la isla de los museos y al orden y cuidados metódicamente germanos. Las culturas y tribus expulsan sigilosa y pacíficamente a quien no se adhiere, lo cual no deja de evidenciar una cierta decadencia del orden social.
Creo que en Berlín se comenzó a escribir una nueva Historia. Y no llegaremos a conocerla. Muy pronto la Historia vieja quedará como una reliquia en cierta manera incomprensible.

viernes, 15 de junio de 2018

¿Viva la inteligencia?

De repente, en el país sin fronteras, en el país de las redes, y no de pesca, encuentro una palabra extraña, desconocida: sapiofilia. Atracción por la inteligencia. Si busco un poco más en Internet descubro páginas repletas de tópicos y de elementos dizque diferenciadores: siempre lo mismo, el erotismo es más poderoso cuando hay inteligencia de por medio. ¿Necesitábamos este concepto (“de nuevo cuño”, dicen algunos), realmente? ¿Tanto se ha vulgarizado el comportamiento humano que de repente es necesario orientar la existencia de las relaciones humanas justo por aquello que supuestamente somos? Supongo que la respuesta es que sí. Y mucho.
Una sociedad que arrincona en los planes de estudio a Platón, Descartes o Nietzsche no es una sociedad inteligente. Tampoco lo es una sociedad que, al redoble de la pregunta “para qué es útil”, decide desterrar el latín o la filosofía, u orientar las materias restantes a la más básica (mínima) adquisición de conocimientos. De momento no he encontrado evidencias de que la utilidad en edad escolar haya servido para rectificar las altas tasas de paro o la falta de competitividad de las empresas, pero en esto de las estadísticas hay para todos los gustos. Salvo esta: siete leyes educativas en más de tres décadas verifican el rechazo al espíritu crítico. Eso sí: cuando tiempo más tarde adviene una palabra tribal, contraria a la tendencia mayoritaria, muchos creen recuperar el sentido de la existencia.
Educamos en la ciudadanía sin nombrar la primera actitud ciudadana ejemplar que se conoce: la de Sócrates. Hablamos de Europa con orgullo desoyendo sus raíces: la filosofía griega, el derecho romano, la ética judeocristiana. ¿Y pretendemos dar vivas a la inteligencia? Lo que hacemos es defenestrarla, arrasar su mandato, confiarlo todo a la tecnología que importamos de fuera, arrasar sus cimientos porque no son útiles o simplemente no son atractivos. Dirán ustedes, con razón, que las ciencias y los conocimientos aplicados también requieren de inteligencia. Pero desterrar los fundamentos de nuestra existencia, o de lo que hemos sido, o de donde provenimos, no es una manera “inteligente” de construir una sociedad. Pero claro, hace décadas que también hemos desterrado voluntaria e inconscientemente a nuestros mayores, la mayor fuente de conocimiento (un aciano puede no tener dientes, pero sí tiene palabras, reza un proverbio zulú).
Estos días vean ustedes el fútbol y disfruten. Ya saben que no soy forofo, pero no les niego la pasión.