viernes, 25 de marzo de 2011

De nuevo en guerra

La semana pasada hablé de los miles de muertos tras el terremoto nipón. Hoy hablaré de los miles de muertos que dejará una guerra sin imágenes, noticias ni coherencia.

No fue hace tanto cuando el loco Gadafi respondió las proclamas civiles a bombazo limpio. Entonces lo dije: ¿cómo puede un mundo democrático soportar tamaña desfachatez monstruosa con tan irritante impasibilidad? Tan colosal era la indecencia que finalmente se reunió la ONU para pergeñar una nefasta resolución (sí, esa misma ONU que se lavó las manos con lo de Bosnia, recordémoslo, para que luego nos vengan con legalidades internacionales: pura hipocresía) y, aprovechando el tremendo lío, algunos se han lanzado en tromba, sin orden ni concierto, a soltar misiles y derribar tanques para proteger a las masas libias. Yo me pregunto: ¿no se puede enviar Cascos Azules, fuerzas de pacificación, ayuda humanitaria, diplomáticos, no se puede decretar algún tipo de embargo? 

Alguien ha dicho que esto no es exactamente una guerra. Un amigo mío diría que hay que tenerlos de titanio para decir semejante burrada. Pero tampoco es guerra lo de Afganistán, ¿verdad?, que por algo nunca se dice la verdad de lo que pasa allí. Pues sepan que lo de Libia también es una guerra, y muy mal concebida y peor explicada. Es la guerra de Francia, esa nación que se opuso a lo de Irak por sus contratos petroleros con Saddam y que ahora abandera esta improvisación tardona con furia de pueblo galo. Los demás son un sinfín de contradicciones: baste ver a Italia, un país que tiene a su primer ministro solidarizado con el detestable dictador, no con el pueblo libio. O Rusia, o China, o los mismos EEUU, donde un Nobel de la Paz (qué risa) sigue perdido, convirtiéndose en sombra de lo que nunca será. España, metida en el fregado con valentía carpetovetónica, en vez de enviar como en Irak una ambulancia y una gasolinera a esta no-guerra manda aviones con bombas y un submarino y hasta un portaviones enorme que va y se rompe en el camino. 

De risa son estas cuestiones bizantinas de Occidente. Pero ninguna gracia hace pensar en los miles de muertos que la guerra deje a su paso. De los civiles jamás se acuerda la Historia. Ahí están las guerras del Chad, Birmania, Somalia, el Congo, Uganda o Yemen para confirmarlo. ¿Será Libia el siguiente ejemplo? De momento no sabemos de qué va esta guerra, pero una vez más todo parece que para acabar con un tirano, le echamos bombas a la población.


viernes, 18 de marzo de 2011

Miles de muertos

Escribo estas líneas desde Bruselas, adonde he venido para discutir asuntos profesionales con representantes de distintos países. Al margen de los temas que hasta aquí nos han traído, todos hemos tenido en boca la gravísima catástrofe ocurrida hace una semana en Japón, donde un descomunal seísmo devastó extensas zonas del país nipón causando decenas de miles de muertos y damnificados, así como enormes pérdidas materiales. Un seísmo como muy pocos que liberó una cantidad de energía similar a la explosión conjunta de veinte mil bombas atómicas como la de Hiroshima. Las imágenes de la devastación acaecida en el país del Sol Naciente no tienen contestación. 

Por eso sólo desde la demagogia puede entenderse que haya emergido justo ahora el interesado debate sobre la energía nuclear. “Cosas tenedes, el Cid, que farán fablar las piedras”. Esta vez no han sido los yerros tecnológicos, sino un desastre natural de proporciones imprevisibles, la causa del siniestro. Pero los atacantes, coadyuvados con menciones al Apocalipsis y continua desconfianza hacia el esfuerzo con que Japón trata de evitar una tragedia cuyo origen no proviene de error humano alguno, continúan diciendo que las centrales nucleares no son seguras. Ante un seísmo, ¿qué lo es? Tal afirmación sólo sirve para aherrojar la objetividad. “Ante una catástrofe, la energía nuclear empeora las cosas”, proclaman los antinucleares, que incluso tienen la inmensa desfachatez de decir que terremotos así suceden cada pocos años. Ignorancia cum laude.

Y mientras se sigue hablando del terror radiactivo, Japón continúa derramando lágrimas por sus muertos y pensando con orden y responsabilidad en cómo reconstruir lo arrasado. Por eso me parece de un oportunismo impresentable que, imitando la inmediatez de los mercados, se haya promovido un debate que sabido es que conturba el ánimo de la ciudadanía desde que estallase aquella maldita bomba en 1945, veinte mil veces menor que la estampida telúrica de la pasada semana. Pero uno sólo se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. Aquí el debate nuclear bien puede esperar unos meses: del análisis de las extraordinarias circunstancias que han desencadenado esta tragedia se podrá extraer valiosa información hasta ahora desconocida. 

Cuando esté superada la crisis nipona, cuando Japón haya enjugado las lágrimas de la devastación que aún humea caliente, será el momento de plantear debates en toda profundidad. No antes, no ahora, porque lo crucial en estos momentos no son nuestras plantas, es Fukushima. No nosotros, sino ellos.


viernes, 11 de marzo de 2011

Asuntos de cada día

En mi pueblo, los jóvenes ganaderos de antaño, maduros hoy, crían corderos y terneros como antes lo hicieran sus padres. Ya pasó el uso de piensos que engordaban rápidamente al ganado en ausencia de pastos. Ahora las parcelas están reunidas y son amplias, no tienen limitaciones en cuanto al número de reses que puedan criar, salvo las impuestas por la naturaleza. La prosperidad de estos ganaderos, que abandonaron la agricultura como comercio, sólo depende de la venta de los animales que crían. Trabajan duro y son tan felices (o no) como los demás. 

En la ciudad, hacia las diez de la mañana, muchos comercios abren sus puertas. Es cierto que las grandes superficies ya diezmaron al sector mucho antes de que sobreviniese esta crisis. Pero algunos se defienden con brío. A mí me encantan los mercados de abastos, poesía magnífica del devenir constante de la rutina, con sus exposiciones de verduras, carnes y pescados. Ignoro si cabe aún decir que ostentan la representación del hombre de la calle. Los que trabajan en ella no lo hacen en cubículos ni acristalados despachos. Atienden felices a la clientela porque es su deber y, si lo son o no de verdad, depende.

Este transcurso de la vida también se evidencia en las fábricas, en los talleres, en los gremios, en las oficinas de notarios o abogados, e igualmente en el hormigueo de esos edificios petulantes, repletos de negocios complejos, que divisan la acera desde su imponencia y gallarda presencia. En definitiva, en cualquiera de las muchas maneras que el trabajo humano se manifiesta. No puedo citarlas a todas.

Donde, según mi opinión, nada de todo esto se evidencia es en la especulación y el negocio del dinero, ese elemento creado para dar sentido al intercambio de bienes y permitir a los ciudadanos el acceso el desarrollo de su bienestar a la par que de la economía. Hubo quienes se volvieron maestros en el arte de prestar y de ello hicieron algo más que un motor para las naciones. Ese algo más se transformó en una súbita distancia atroz, insalvable, entre el negocio del dinero y el de todos los demás. Ese algo más ha acabado en forma de una batalla en la que corderos, verduras, yesos, legajos y columnas de opinión como ésta han sido derrotados. No ya por la crisis: también por quienes la generaron, la consintieron y finalmente nos la impusieron, con el solo propósito de que nosotros les pagásemos (literalmente) el resultado de sus codicias y mezquindades. 

Ellos. Nosotros. Yo prefiero estar en el bando vencido.


viernes, 4 de marzo de 2011

La gran parida

Va a ser ésta la legislatura de los muchos dislates y las ocurrencias peregrinas. Sobre la última escribo hoy, mas con cierta antelación por encontrarme por tierras gallegas (las mismas que un amable lector me brindó mejor conocer no hace mucho, por aquello que dije del olvido de la II República, y no pido disculpas si la ironía causó alguna ofensa: sobran quienes se sienten ofendidos prontamente). Tierras gallegas a las que he venido circulando a la velocidad máxima permitida por autovía, un 120 que muy pronto convertirán en un 110 esperpéntico.

Nos han dicho que debemos ahorrar combustible, que mucho dependemos del crudo, y que por esa sola razón de justicia es que vayamos todos un poco más lentos en esto de transitar entre ciudades. Caramba, tantos kilómetros de autopista financiados con fondos europeos resulta que son insostenibles a consecuencia de lo que está pasando en Libia, país donde aún están tratando de acorralar a un tirano alocado en el momento en que redacto estas líneas.

Y digo yo: si es para tanto la situación, ¿por qué no rebajar la velocidad de los turismos a 90, a 80 o incluso a 70, y que los camiones viajen al ralentí? Mucho me temo que aquí, en España, lo que circula a velocidades bajas es la inteligencia de nuestros mandamases, capaces de inventar ya cualquier idiotez con tal de desviar la atención de los temas preocupantes. Que improvisan, y continuamente, lo sabíamos de lejos. Ahora resulta que, además de improvisación, actúan con un despropósito tal que han perdido el poquito rumbo que les quedaba. Lentos circularán los coches, pero no más que sus lentos magines.

¿Habrán iluminado ya los despachos ministeriales con las ridículas bombillas de bajo consumo que todavía nadie ha ido a recoger de las dependencias de Correos? ¿Se moverán ellos en coches oficiales propulsados por electricidad? ¿Habrán pasado un poquitito de frío este invierno, como debieron de pasar calor en verano para mejor ir sin camisa y sin chaqueta?

Es para tomárselo a risa si el asunto le pasara a otro. Pero no, nos pasa a nosotros, donde un Gobierno de medio pelo se debate entre la decadencia y el ridículo, sin capacidad alguna para resolver los problemas ni bemoles para abandonar una nave que no solamente zozobra, sino que se hunde sin remisión. Y mientras eso pasa, venga prohibiciones, venga idioteces, venga majaderías y que no terminen las paridas en esta Ínsula de Barataria, donde esta vez los burladores son los que mandan y el burlado es el pueblo.